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martes, junio 13, 2023

Ser una persona crítica no es ser una ofendidita

Obra de Jarek Puczel

Llevamos padeciendo un tiempo en el que se ha prodigado tildar de ofendidita a la persona que rechaza afirmaciones misóginas, machistas, de odio a lo lgtbq+, etaristas, capacitistas, xenófobas, aporofóbicas, expresadas en comentarios banales o jocosos y por lo tanto aparentemente inocentes y desideologizadas. Escribo aparentemente porque cualquier enunciado vertido en la conversación pública deviene mirada evaluativa sobre la vida compartida, un posicionamiento que jerarquiza valores y aplaude una forma de estar y actuar en el mundo en demérito de otras. Cada persona es una perspectiva del universo, escribió Ortega, y cada persona comparte discursivamente esas perspectivas desde el momento en que elige de qué hablar y cómo hablarlo. Ocurre que al compartir ideas y aseveraciones se crea realidad, puesto que las palabras son inusitadamente performativas, y esta capacidad creadora del lenguaje debería exacerbar nuestra responsabilidad cada vez que decidimos empalabrar el mundo. Nuestra escasa alfabetización discursiva nos alienta a que en muchas ocasiones repelamos la crítica que recibimos a estos comentarios escudándonos en que se trata de nuestra opinión y que por tanto merece ser respetada, equiparando el derecho a opinar con la aprobación del contenido de la opinión. Hay opiniones que incitan al odio, a la violencia, a la discriminación, que no solo merecen crítica, sino que se ha consensuado tipificarlas como delito tras gravosas disposiciones históricas. 

Desgraciadamente a quienes hacen activismo por un mundo más decente y más llevadero se les adjetiva de un modo que supone su ridiculización. Además del ofendidito (dícese de quien diverge y no acepta comentarios ofensivos diseminados en la conversación de una forma trivial), hay que agregar en el plantel de estas burlas al buenista (quien en sus análisis fija su atención en la bondad que hay en el mundo y trata de cultivarla y difundirla asumiendo que es así como más eficazmente se reduce la presencia del odio y la crueldad), al iluso (quien desgrana estrategias de mejora y ofrece posibilidades de cambio frente a la enmienda a la totalidad de la fácil e inoperante perspectiva drástica), al neocensor (quien señala la brutalidad que encierran ciertos enunciados verbalizados en la inanidad de lo cotidiano), al neopuritano (contraviniendo su significado prístino, pues ahora no es quien trata de imponer una única moral, sino que se escarnece de neopuritano a quien defiende la pluralización de formas de inscribirse en el mundo y el respeto que se merecen incluso por quienes moralmente no las comparten). Todos estos adjetivos descalificativos fomentan una desorientación conceptual que ha arraigado en los imaginarios. A la persona buenista se la liga con la estupidez (quién no ha escuchado alguna vez la aserción «es una persona tonta de puro buena»), a la ilusa con la irracionalidad, a la que protesta con la psicológicamente pusilánime, y a la que iza la crítica con la condición de persona picajosa. 

En el opúsculo Ofendiditos, Lucía Litmaer esclarece que «ofendidito es el diminutivo para mofarse de quien se siente ofendido», pormenoriza que se tilda así a «aquel que tiene el gatillo fácil para la indignación generalmente ante el abuso de lugares comunes o el ataque a causas minoritarias», para concluir que «el señalamiento al moralista “ofendidito” en realidad no hace otra cosa que ocultar interesadamente la criminalización de su derecho, de nuestro derecho como sociedad a la protesta». Tachar de ofendidita a una persona es desactivar la potencia de la protesta rebajándola a la inocuidad de la queja. Tendemos a considerar a la persona que se queja como susceptible, hipersensible, melindrosa, pejiguera, de piel final, tiquismiquis, quisquillosa, alguien que las coge con papel de fumar, e incluso, en el delirio discursivo, como intolerante. Confundir el despliegue de cuestionamiento crítico con melindrosidad aboca a una sociedad abierta y democrática a su devaluación,  y quién sabe si también a su necrología.

Cuando se desaprueba un comentario por ignominioso o por simple mal gusto, el emisor de la ofensa tacha de ofendidito a quien le ha reprobado y logra migrar de ofensor a ofendido sin que en el proceso intermedie deliberación alguna. Estamos delante de una de las miles de acrobacias que permite el lenguaje. Este ardid verbal alberga el propósito de deslegitimar la crítica e infantilizar la protesta. El profesor Gonzalo Velasco Arias ofrece una definición de la protesta en su fantástico y pedagógico ensayo Pensar la polarización: «La protesta es una forma de control cívico y epistémico ante la circulación de malas creencias, malos hábitos, y por lo tanto perpetuaciones discursivas y subjetivas de la discriminación y la injusticia». La protesta es, además de un derecho, una herramienta de una eficacia portentosa en entornos deliberativos y democráticos en los que se admite la falibilidad de los argumentos y por tanto la necesidad de entablar diálogo perpetuo con otros argumentos para encontrar evidencias mejores que aquellas en las que estamos alojados ahora mismo. Civilizamos nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento ético gracias precisamente a que otras personas más atentas y más cuidadosas con otras realidades nos corrigen y nos señalan argumentativamente nuestros puntos de mejora epistémica. Lo contrario es el estancamiento. O la regresión. 


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martes, junio 06, 2023

Cada persona es una multiplicidad de personas

Obra de Sean Cheethman

Vivimos en el misterio insondable de nunca ser la misma persona. Mutamos en nuestro repliegue interior cuando nos relacionamos con unas o con otras personas. En la intersección que dos personas logran configurar a través de la acción y la palabra, difieren los grados de confianza, las afinidades, las compatibilidades del carácter, los afectos, los contratos psicológicos subyacentes, los propósitos, la intensidad cooperadora, el ánimo con el que se han abrazado a un nuevo día, la posición que tienen en el preciso tramo de tender puentes lingüísticos y emprender acciones prácticas. Personalizamos las interacciones y al personalizarlas nuestra persona demuestra su condición no cerrada. En Madres, padres y demás, Siri Hustvedt lo sintetiza de un modo imbatible: «Cada persona es una comunidad de relaciones simbióticas». Recuerdo que en las páginas clausurales de Autorretrato sin mí, Fernando Aramburu compartía una aseveración que es pintiparada para lo que quiero explicar en este texto:  «De mí podrán decir cualquier cosa menos que fui definitivo». El yo en el que nos estamos configurando mientras nos desplegamos es un entramado de multiplicidades elásticas que toma una determinada y efímera disposición según sean las concreciones momentáneas de los demás entramados con los que interactúa en el mundo de la vida compartida. «Yo es otro», escribió enigmáticamente Rimbaud.  Podemos sentenciar que el yo está atestado de otros en función de con qué otros se relacione. 

En el muy recomendable La especie fabuladora escribía Nancy Huston que  «el yo es mi manera de ver el conjunto de mis experiencias», pero esas experiencias no concurren en un espacio vacío, sino en un espacio de entrelazamiento en el que a su vez borbotean las experiencias de nuestros congéneres en omniabarcantes bucles de gigantesca interdependencia. Es fácil alinearse con el novelista Theodor Kallifatides cuando en su último libro afirma que «no existo por determinadas circunstancias, sino por la confrontación con ellas». En las prácticas de conocimiento hay más ilustración en la exterioridad social que establece los criterios que categorizan las vidas que en la interioridad privada que ya está categorizada. Cuando se nos exhorta con el celebérrimo «conócete a ti mismo», en realidad se nos invita a poner comprensión e inteligibilidad en los contextos y en los hábitos de pensamiento modelados por el discurso dominante en un tiempo histórico concreto. En los procesos de subjetivación somos más hijos de nuestro tiempo que de nuestros progenitores, así que conocer las lógicas hegemónicas que colonizan imaginarios e imprimen conciencia es mucho más instructivo para saber quién se aloja en el ser que estamos siendo que una introspección concienzuda. No existen las personas sueltas, desgajadas del humus cultural, inmunes a la interferencia de los valores que presiden lo que se considera el relato del sentido común. La crónica biográfica con la que brindamos sentido a la trazabilidad de la existencia está mediada por el contexto personal, social, material y político. Desalentar el análisis del contexto es invitar a desconocerse uno a sí mismo. Y desconocer a los demás.


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martes, mayo 30, 2023

Aquello que no debería faltar en ninguna vida

Obra de Elaine Marx

A veces se nos olvida, pero hay que recordar que la humanización es un proceso siempre inconcluso. Humanizarnos, esto es, llegar a ser el ser humano que nos gustaría ser, es el gran reto del homínido que una vez fuimos y del que la cerebración creciente nos alejó en su afán de encontrar soluciones con las que saldar necesidades y reducir contratiempos. Somos una especie no prefijada, apuntó Nietzsche, y la gracia es que estamos perpetuada a serlo porque llevamos incrustada la perfectibilidad. Somos entidades perfectibles, siempre podemos mejorar, siempre podemos extender posibilidades, siempre podemos sentir de modos que instituyamos, a través de la deliberación y la calidad epistémica de la conversación pública, como más dignos y más meliorativos. Sintéticamente se puede afirmar que nuestro estar y actuar en el mundo siempre es susceptible de aproximarnos a horizontes de una mayor amabilidad existencial. Lograr que estos sentimientos sedimenten en acción política destinada a establecer condiciones de posibilidad para que cualquier persona pueda acceder a la autoría emancipatoria de sus propios planes de vida, especialmente en quienes más necesitan ser cuidadas por sus contextos desfavorecedores, debería ser un propósito indiscutido de la ciudadanía en aras de fomentar la libertad en sus conciudadanos. Quizá las personas discrepemos de qué brinda sentido a la vida, pero estoy persuadido de que convergeríamos a la hora de señalar con detalle aquello que consideramos que no debe faltar en la vida de una persona para que sea catalogada de vida humana.  Es tan sencillo como responder a qué te gustaría que no le faltara a la persona que quieres y que te quiere. Nunca he encontrado a nadie al que se le formule esta pregunta y ponga en cuestión ninguno de los treinta artículos redactados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Al contrario. La ausencia de disenso y la racionalidad de la respuesta  invitan al optimismo antropológico.

El alma se troquela permanentemente en una sucesión de mutaciones y virajes culturales. Basta con echar un vistazo a la biografía de la humanidad para advertir la velocidad vertiginosa de este troquelado. Cuando uno se sabe y se siente humano (el término humano proviene de humus, tierra, suelo, pequeño), aumentan las posibilidades de poner en primer plano aquello en lo que estamos de acuerdo y que necesitamos imperativamente para hacer de la vida una experiencia de vida humana. Y este punto excluido del campo de la discusión se reduce a todas las esferas que atraviesa el cuidado. Propendemos a adscribir el cuidado a todo lo relacionado con las dolencias y obsolescencias del cuerpo, pero cuidarnos es también configurar marcos de convivencia política para que cualquier persona pueda disponer de la autonomía suficiente para hacer de su existencia una vida buena. Cuidarnos es humanizarnos, y humanizarnos consiste en cuidar la dignidad que toda persona posee por el hecho de serlo. Si se admite esta máxima, todo lo demás son matices inanes.  


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martes, marzo 28, 2023

El respeto es el cuidado en la forma de mirar lo valioso

Obra de Andre Deymonaz

En los escalones de un centro educativo me encuentro con diferentes frases motivacionales. Son los típicos lemas que tanto se estilan desde que eclosionó la inteligencia emocional. Mis ojos se detienen en uno que me llama poderosamente la atención. «El respeto se gana con humildad, no con violencia». Me parece un enunciado muy resbaladizo que fomenta el equívoco en torno a las deliberaciones del respeto. Estos días he visto junto a mi compañera la serie Fariña, un relato de la implantación del narcotráfico en Galicia a principios de la década de los ochenta basado en el libro de Nacho Carretero. Los mayores capos estaban obsesionados no con la droga, sino con el respeto. Todos querían continuar con el narcotráfico como un modo no solo de lucrarse rápida y abultadamente, sino sobre todo de aprovisionarse del respeto de la comunidad. Es pertinente preguntarse qué es, en qué consiste ese respeto que tanto ansiaban personas con una exorbitante aunque ilícita capacidad adquisitiva. El respeto es una palabra polisémica. Dependiendo  de quién la pronuncie y en qué contextos puede significar temor, silencio, consideración, prestigio, deferencia, reputación, veneración, poder, cariño, valoración, afecto, obediencia, dignidad, reconocimiento, admiración, estatus, subordinación, jerarquía, acatamiento, aceptación, tolerancia. El vocabulario sentimental en torno al respeto es muy extenso, pero su vastedad ayuda a esclarecer las numerosas y ambivalentes motivaciones que entran en escena en el corazón de las personas. Toda la anterior plétora de palabras parte del deseo humano de huir de la insignificancia, lograr que en alguna parte alguien nos reconozca como una entidad destacada. El ser humano quiere investirse de relevancia para otros seres humanos. La tarea que le queramos dar a esa importancia modifica por completo la naturaleza del respeto y  la forma de adquirirlo.  

En  su último ensayo, El deseo interminable, José Antonio Marina explica cómo «la palabra dignidad comenzó designando solamente un puesto merecido por el comportamiento que, a su vez, merece respeto y consideración social».  En siglos pasados la dignidad era una distinción que había que acreditar a través de acciones evaluadas por la comunidad como valiosas. Al respeto le ocurre lo mismo. Alguien se hace su acreedor si aglutina comportamientos considerados excelentes. Aquí tanto el respeto como la dignidad son releídos como categorías éticas expuestas a la evaluación externa, no como valores comunes intrínsecos cuya titularidad pertenece a todo ser humano por el hecho de ser un ser humano. Desde este segundo ángulo de visión, la frase inicial «el respeto se gana con humildad, no con violencia» es un desacierto que inspira equivocidad. Todas las personas merecemos ser respetadas en tanto que somos personas. El respeto sería el cuidado que requiere la dignidad que los humanos nos hemos arrogado por ser seres humanos. La condición irreal de la dignidad (que no deja de ser una mera idea) adquiere funcionalidad en el mundo real. El respeto se erige así en conciencia asentada en conducta de que cualquier persona posee un patrimonio de valor positivo en una cantidad como mínimo idéntica a la que solicitamos para nuestra persona. El respeto se eleva a instrumento ético y político como acción por la que la dignidad se hace rectora del comportamiento humano. No tiene nada que ver con la humildad (la conciencia de nuestra pequeñez en tanto que humanos y por tanto hechos de humus, tierra), ni con la violencia (doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo), ni con el poder (capacidad para distribuir premios y castigos), ni con la admiración (el sentimiento que nace de la observación de una acción excelente que aplaudimos y tratamos de apropiárnosla a través de la imitación), ni del afecto (nexo imparcial y cariñoso que a veces surge en las interacciones).

El respeto es la forma de mirar lo valioso para cuidarlo. Por eso cuando nos tratan desconsideradamente decimos que nos han tratado sin miramientos. Alguien ha vulnerado la forma de mirar y en vez de vernos como una entidad dotada de dignidad nos ve y nos trata como un medio para colmar sus pretensiones. Este cuidado en el mirar necesita presupuestos vinculados con la estratificación de lo valioso para elegir qué se mira y resignificar el contenido de lo que se mira. Todo ser humano merece ser respetado por el hecho de ser un ser humano, al margen de su comportamiento. El comportamiento poco ético se puede reprobar con el aislamiento, la expulsión del círculo empático, la ruptura del vínculo. Te respeto porque eres un ser humano, pero no quiero que formes parte de mi grupo de personas elegidas porque te comportas de un modo que lastima aquello que es valioso para mí. El comportamiento punible es castigado con la aplicación del código civil y el código penal. En ambos casos no podemos dejar de respetar al ser humano porque continúa siendo un ser humano.  El valor ético de una persona y su comportamiento moral pueden tomar direcciones divergentes. He aquí el momento fundacional de la confusión.

 
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martes, enero 17, 2023

El ser que aspira a ser un ser humano

Obra de Didier Lourenço

Creo que lo he comentado en otra ocasión, pero no me importa repetirme. Cuando en ocasiones imparto clases en Bachillerato comienzo escribiendo en el encerado una enigmática frase para instar a la reflexión a las alumnas y alumnos.  «El ser humano es el ser que aspira a ser un ser humano».  Es una manera de iniciar un juego de interpelaciones, salir de lo que vemos con los ojos y adentrarnos en el nivel reflexivo del pensamiento. Les pregunto que qué les parece y me suelen mirar con estupor y cara de para qué sirve esto. Erróneamente descartan que reflexionar filosóficamente sobre el ser que son contenga aplicación útil sobre sus vidas. Consideran la frase un acertijo difícil, o, peor aún, un galimatías que no tiene sentido. La explicación de este aparente jeroglífico es muy sencilla. Los seres humanos somos una entidad biológica empeñada en mejorarnos como entidad ética. No podemos deshabitarnos de los imperativos biológicos de la vida, pero sí podemos escoger cómo vivir.

Tras la sucinta explicación toca definir qué es la ética. De nuevo el aula deviene en un aluvión de hombros encogiéndose. Ética es la conducta que tiene en cuenta a los demás en las deliberaciones privadas en tanto que sedimentan en acciones que desembocan en el espacio compartido. «Nuestros actos son efectos de lo que pensamos», escribe Marcia Tiburi. Saber que el contenido de nuestras acciones impactará directa o indirectamente en la vida de nuestros pares hace, si nos conducimos de un modo ético, que reflexionemos en torno a ese impacto antes de ejecutar la acción, e incluso la modifiquemos si vaticinamos que podemos infligir daño con ella. Esta mecánica de cuidado la tenemos más o menos automatizada con las personas a las que queremos, las empadronadas en nuestro círculo afectivo, pero se nos olvida cuando la irradiación del afecto se desvanece y no alcanza al resto de los círculos en los que se alojan las demás personas. La tarea ética consiste en contrarrestar esta desmemoria.

Humanizarnos, es decir, llegar a ser el ser humano que nos gustaría ser, es el gran reto del homínido que somos y que a través de la cerebración creciente y la creación de cultura no ha cejado de extender posibilidades sobre sí mismo. Somos una hibridación de biología y cultura. La biología nos ha hecho culturales y la cultura nos impele a tener ocurrencias para soportar mejor los reveses biológicos. Este es el bucle prodigioso que tantas veces cita José Antonio Marina, o ese cerebro que creó al ser humano, como indica Antonio Damasio. La humanización es tan ubicua que tendemos a olvidar que es un proceso condenado a la inconclusión. «Somos una especie no prefijada», escribió Nietzsche. Siempre podemos incorporar elementos que nos aproximen a lo que consideramos mejor en un proceso ininterrumpible que adolece de falta de punto final. Cuando a veces nos invade el pesimismo antropológico contemplando las inhumanidades que somos capaces de cometer los seres humanos, en realidad estamos pensando en el ser que nos gustaría ser y que no somos. Estamos dialogando con lo posible. Humanizarnos es pensar posibilidades éticas para transformarlas en acción política destinada a extender cada vez más el cuidado de la comunidad. Ese cuidado por el que el homínido sin saberlo se precipitó a humano hace cinco millones de años.



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