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martes, octubre 25, 2022

«No leo, me leo a través de lo que leo»

Obra de Anita Klein

Es muy grato recibir comentarios de agradecimiento de quienes leen los textos que comparto aquí cada martes, o descubrir cómo aportan tras su lectura algún matiz nutricial e inadvertido por mí durante el proceso creativo, o me confiesan lacónicamente que lo que he sendimentado en escritura les ha gustado. Ante este último comentario tan afable suelo responder con una brevedad que sin embargo alberga una de las funciones más nucleares de la lectura: «Me alegra que gracias al artículo hayas entablado un diálogo fértil contigo». La semana pasada respondí así a una lectora que acababa de elogiar el texto. Debió sorprenderle mi respuesta, porque al instante me escribió inquiriéndome con amabilidad: «Bueno, diálogo conmigo misma no he tenido. He leído el artículo». Le contesté que «leer es leerse, a eso me refería».  Una vez le dije a una persona amiga que era bonito que conversara conmigo a través de lo que le sugerían mis textos. Como hiperbólica licencia literaria estaba bien, pero la realidad difería de que fuera exactamente así. Aunque estaba leyendo uno de mis ensayos, aquella persona lectora no había mantenido ninguna conversación conmigo. Leer es dialogar con la mismidad que somos a través de las ocurrencias escritas por otra mismidad que, después de haberlas pensado y ordenado con el rigor milimétrico que exige el lenguaje, las comparte por escrito. Leer es dialogar, pero no con quien firma la autoría de lo leído, sino con nuestra persona. Al leer se cita una aglomeración de yoes que mientras deambulan entre preguntas, titubeos y aseveraciones enriquecen al yo del que forman indisoluble parte. El tuétano del yo es logorreico, y la lectura lo despierta y lo sobreactiva.

He escrito que leer es dialogar, y de nuevo cometo una imprecisión. Solo podemos dialogar si hay una otredad, de hecho, etimológicamente diálogo significa la palabra que circula, y para que circule de un lado a otro se necesitan dos o más personas. De lo contrario la palabra no transita, queda detenida, no poliniza con otras palabras nacidas de otras formas de mirar y existir. Si no tenemos interlocutor, no hay diálogo, hay monólogo, aunque es cierto que en los monólogos aparecen múltiples voces que agrupamos bajo la nomenclatura del yo. Aquí es donde la lectura se torna práctica rotundamente enriquecedora. Me encanta dislocar la lógica y afirmar lapidariamente que «no leo, me leo a través de lo que leo». Leemos lo que narra una persona prójima, pero que inspira y hace hablar e interrogarse a la nuestra. Es una proeza empática pocas veces enfatizada como realmente se merece. La lectura, sobre todo la novela con su capacidad para personalizar y humanizar lo que acaece, para señalar la vida minúscula que es donde late la vida, posee la capacidad crítica y examinadora no solo de ponernos en el lugar del otro, sino de movernos hacia el lugar que podemos ser nosotros en cualquier momento en que la vida lo decida así.

Leer ofrece litigios interiores e intransferibles que solo se resuelven con la implicación atenta de nuestro entramado afectivo, esa gigantesca trama de puntos nodales en la que la racionalidad y la sentimentalidad acaban siendo dimensiones que se solapan en su afán de valorar nuestra instalación en el mundo. El entramado afectivo debería llamarse el entramado valorativo. Sé que está desacreditado emitir juicios, pero cada vez que hacemos valoraciones estamos enjuiciando el mundo, y hacemos valoraciones con la misma frecuencia que respiramos. Sentir es valorar, los sentimentos son las formas en que organizamos el resultado de esas valoraciones. Estamos condenados a ser libres, escribió Sartre. Podemos parafrasearlo y afirmar que estamos condenados a hacer valoraciones. El ser humano es el ser que se pasa el día enredado en disquisiciones valorativas, jerarquizando el valor de sus acciones y las de los demás, graduaciones que le hacen ser la persona que está siendo. ¿Y qué criterio es el que sería bueno utilizar para valorar? «Tenemos que averiguarlo entre todos a través del diálogo». La respuesta no es mía. Es de Adela Cortina. La lectura ayuda mucho a esta tarea política indispensable para convivir bien.


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martes, julio 12, 2022

Entusiásmate tanto que te fastidie tener solo una vida por delante

Obra de Nata Zaikina

Fernando Savater se pregunta en su popular ensayo Ética para Amador cuál es la mayor recompensa que podemos obtener haciendo lo que sea, cuál es el premio más grande que hay detrás de las acciones que más deseamos conquistar. Luego advierte que la respuesta es tan sencilla que puede provocar decepción. La máxima gratificación que podemos alcanzar con cualquiera de nuestros actos más deseados es la alegría. Savater la define como un sí espontáneo a la vida. José Antonio Marina la califica como la gran emoción de entre todas las que nos dispensa nuestra biología. Concuerdo con auparla a lo más alto del podio de las emociones tanto primarias como secundarias. Sería complicado hacer existir algo valioso en la vida, si la alegría se ausentara en el proceso. Aprendemos lo que amamos, y el amor en esta acepción maravillosa es la alegría que emana de entablar amistad con aquello que nos hace disfrutar. Nos toparíamos con la philia griega, el vínculo que se trenza con aquello que facilita que el corazón bombee entusiasmo. Para acometer esta amistad se necesita el talento de saber elegir bien, que es la tarea primordial de pensar y de relacionarnos con ideas. A mis alumnas y alumnos les repito casi a diario una máxima que escribí hace tiempo: «Elegid la realización de aquellas actividades que os entusiasmen tanto que os fastidie tener solo una vida por delante». Incomprensiblemente el entusiasmo ha dejado de ser una aspiración tanto personal como política. Ha desaparecido de la agencia. Para mí es un misterio insondable, porque el sentido de la vida sería inexistente si no existiera el entusiasmo, esa exacerbación de la alegría orientada de un modo inteligente.

Hace unos años concluí por estas mismas fechas la cuarta temporada de este Espacio Suma NO Cero, y lo hice escribiendo un artículo en el que exhortaba a prestar más atención a la alegría y a desatender la tiranía cada vez más opresiva de la felicidad. Prolifera una exigencia de ser feliz que lejos de hacer felices a las personas las enclaustra en la frustración, o las vuelve «hipocondriacas emocionales», en atinada expresión de Edgar Cabanas y Eva Illouz recogida en su ensayo Happycracia. Es llamativo lo mucho que se habla de felicidad y lo poco de alegría, con lo difícil que es auditar la felicidad y lo fácil que es saberse alegre. La alegría se experimenta en los marcos estables de la cotidianidad mientras que la felicidad se explora a posteriori con parámetros muy abstractos para dilucidar si compareció o se ausentó. Si la felicidad exige evaluación, la propia evaluación segrega a la vida de aquello que la hace viva. La compleja escrutabilidad de la felicidad la condena a hallarse entre un todavía no y un ya no. La alegría es un sí a la celebratoria inmediatez de la vida. No conozco a nadie que en plena vivencia de la alegría se dedique a dirimir si está alegre o no, o se interrogue por la licitud del propio sentimiento.

La alegría es un brote que se desata cuando nos encontramos en una situación que favorece nuestros intereses. De repente, el mundo ha concedido derecho de admisión a alguno de nuestros deseos, proyectos, o metas. Sentimos que la vida se alía con nuestra persona y esa alianza nos suministra altos niveles de una energía que se disemina con celeridad por todo el cuerpo. La cara y los ojos se ensanchan y refulgen, se realzan los pómulos, se estira la curva carnosa de los labios, aumentan los niveles de oxígeno, se estimulan los neurotransmisores en la circulación sanguínea, se incrementa la capacidad propulsora. Henri Bergson escribió que «la alegría anuncia siempre que la vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha alcanzado una victoria: toda alegría tiene un acento triunfal». La alegría recluta lo mejor y el cuerpo se nos queda pequeño para recogerlo. En los momentos de mayor ebullición parece como si quisiéramos escapar del contorno de nuestra corporeidad, deshilachar las costuras que constriñen nuestra expansión. Cuando decimos que «no cabemos de gozo» queremos señalar que nuestra geografía corporal deviene demasiado diminuta para abrigar el tamaño agigantado que nos proporciona ese entusiasmo patrocinado por el sí a la vida. Cuando nos coloniza la alegría y nuestro cuerpo se torna insuficiente para sostener su irradiación, siempre nos dirigimos al encuentro del otro. Al no caber en nosotros solicitamos que el otro recoja ese desbordamiento. La alegría solo alcanza su plenitud cuando se comparte, lo que la convierte en encendida aliada de la ética. Aquí finaliza la octava temporada de este espacio en el que semanalmente deposito análisis y pensamiento. Espero que mi escritura haya regalado momentos alegres a quien haya posado sus ojos en ella. (F̶e̶l̶i̶z̶) Alegre verano a todas y todos.

 

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martes, julio 05, 2022

La amabilidad, una forma de allanar la convivencia

Obra de Anita Klein

Resulta muy delator comprobar cómo en castellano existe el término maltrato, pero no «bientrato». Si el lenguaje compendia con envidiable laconismo la experiencia humana y se erige en la solidificación semántica de lo aprendido, el hecho de que no haya un vocablo que determine el buen trato testifica la dificultad de la convivencia, lo complicado que resulta entablar interacciones cuidadosas y diligentes. En un mundo de expansionismo tecnológico, urge recordar que la tecnificación aporta bienestar material, pero los grandes problemas humanos vinculan en última instancia con cómo nos tratamos las personas en la inevitabilidad de la convivencia. De poco sirve exacerbar la invención de instrumentos, si no somos capaces de reconfigurar los fines y colocar en su cúspide el respeto a la persona y los deberes a los que nos obliga este propósito. Vivimos un tiempo en que el trato se ha vuelto árido y hostil bajo la excusa de las prisas, la burocracia, la mediación de la inteligencia artificial, o el interés personal. Es frecuente confundir la franqueza con la acritud, la tosquedad con la sinceridad, la firmeza con la humillación. Es una confusión que debilita los vínculos, porque se puede ser muy franco, muy sincero y muy firme, y hacerlo con suavidad, respeto y ternura. 

La amabilidad escasea en la esfera media, en ese lugar ajeno a los lazos de parentesco, a las relaciones íntimas y al círculo empático. Creemos que el espacio compartido es una superficie de fricción donde el más mínimo roce elimina lo solícito y encona, pero son las formas de ver a la persona prójima las que determinan nuestra forma de tratarla. Si la vemos como una cosa, nos vandalizamos y la cosificamos. Si la vemos como una amenaza, se eleva nuestra presión sanguínea y nos relacionamos agresivamente (el miedo abre la agresividad, como relata Eibl-Eibesfeldt). Si es un medio para los propios fines, nos insensibilizamos y la instrumentalizamos. Si es alguien a quien no vemos, nos barbarizamos y la deshumanizamos. Si la consideramos un fin en sí misma, la respetamos y le otorgamos el mismo valor positivo que nos gustaría que recibiera la nuestra. Si la vemos como un entramado afectivo y biográfico equivalente, la tratamos con cordialidad, es decir, siguiendo las cualidades del corazón, ese lugar del cuerpo en el que el pensamiento simbólico ha depositado todas las virtudes que poseemos los seres humanos.

Pavimentar las relaciones para que la convivencia sea un lugar agradable es una aspiración sempiterna en el proceso de humanización. Cioran escribió que nadie puede conservar su soledad si no sabe hacerse odioso. Es fácil argüir que nadie puede mantener círculos de convivencia si no sabe ser amable. En el nuevo libro La belleza del comportamiento me refiero a ella en las páginas finales: «la amabilidad es el modo en el que nos sentimos concernidos por nuestros congéneres para que la dulzura de nuestros actos haga su vida más grata». Es una actitud acogedora y vinculante que propende a que emerjan los sentimientos de apertura al otro, lo que corrobora el adagio de Máximo Gorki cuando sentencia que una persona alegre es siempre amable. El diccionario de la Real Academia sanciona que amable es quien «se comporta con agrado, educación y afecto hacia los demás». La palabra tiene su genética léxica del latín amabilis, y significa «digno de ser amado». Sus componentes son amare (amar), más el sufijo -ble,  que indica posibilidad. En uno de sus últimos artículos la tierna prosa de Irene Vallejo señala que la amabilidad es la habilidad de hacerse amar.  Es el significado exacto de la palabra amable, la persona que merece ser amada, y merece ser amada porque facilita una buena convivencia, lima aristas donde sería muy fácil afilarlas, allana aquellos espacios proclives a convertirse en pedregosos y escarpados.


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