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martes, mayo 17, 2022

Aspirar a una vida tranquila

Obra de Didier Lourenço

Es sorprendente la escasa atención que dispensamos a todo lo relacionado con el sosiego y la serenidad. Prolifera la literatura sobre el mundo de las emociones y los sentimientos en la que es recurrente hablar del miedo, la ira, la felicidad, el cuidado, el amor, todas las variantes nominales de la tristeza, pero muy rara vez de la tranquilidad. En mis clases he preguntado cientos de veces a mis alumnas y alumnos que es lo que quieren para sus vidas, y jamás en sus respuestas ha salido elegida la tranquilidad. Cuando hace unos años mi mejor amigo y yo nos dedicábamos a pensar juntos durante horas llegamos a la conclusión de que no hay nada más excitante que la tranquilidad. Veintitantos años después me atrevo a afirmar que es un elemento basal para que en nuestras vidas afloren los sentimientos de apertura al otro y por lo tanto para establecer con nuestra condición de seres relacionales e interdependientes una vinculación amable y nutricial. Como considero que la tranquilidad es la puerta de acceso a una vida buena, también creo que el progreso civilizatorio debería medirse por la cantidad de tranquilidad que hay en la vida de las personas. Los filósofos griegos lo sabían y la llamaron ataraxia, una forma serena de estar en el mundo. Sin el concurso de esta manera de habitarnos se complica la emergencia de disponibilidades que hacen que vivir sea una experiencia apetecible. Sin tranquilidad es difícil que los sentimientos de apertura al otro nos cojan de la mano y nos dirijan amable y solícitamente hacia esa persona prójima con quien la vida cristaliza en vida humana.  Quizá por su condición de factor higiénico es poco valorada. Cuando disponemos de tranquilidad apenas la tenemos en cuenta. Cuando nos falta suspiramos amargamente por recuperarla. 

Henri Bergson dijo que la alegría es un signo preciso con el que la naturaleza nos avisa de que hemos alcanzado nuestro destino. Creo que es una definición aplicable a la tranquilidad. Nos encontramos tranquilas cuando la realidad no necesariamente favorece los intereses de nuestra persona, pero tampoco pone sañuda insistencia en interferirlos. La tranquilidad es estar en conversación serena con el mundo, y delata que nada atenta de un modo explícito contra nuestro equilibrio, estructuralmente nada nos baquetea como para perder la calma. Todo ello a pesar de que los imponderables, la incertidumbre, el azar, pueden irrumpir en cualquier momento y malherir nuestra biografía. Podemos por tanto definir la tranquilidad como la ausencia de miedo y preocupación. Es evidente que son malos momentos para ella, porque el miedo es un instrumento político que no ceja de empuñarse en el tactismo electoral y en las estrategias capitalistas. Vivimos en la contradicción de que por todos lados se exige la felicidad como una meta que nos frustra si no la logramos colmar, y por otra parte se daña la tranquilidad y se rechazan medidas políticas que aspiran a cuidarla y extenderla colectivamente. Es algo que provoca extrañeza porque la felicidad es subsidiaria de la tranquilidad. Una persona no puede ser feliz sin estar tranquila, pero puede vivir tranquilamente sin tener muy claro si la felicidad le habita, o no.

Para la adquisición de tranquilidad es imprescindible pensar, priorizar, establecer estratificaciones, ordenar deseos, redimensionar los quehaceres vitales, ponderar los fines de nuestras acciones, abordar preguntas encabezadas por un por qué y para qué, problematizar y resemantizar el sentido. Pero no es solo disponer de autonomía, autocontrol, capacidad de inhibir la impulsividad, recursos cognitivos y sentimentales para levantar diques de contención a expectativas que en vez de estimularnos nos afligen y nos sumen en un descontento crónico. La afectación del mundo, el sistema de relaciones, las estructuras sociales externas, los contextos sociopolíticos y económicos, socavan los cimientos de la tranquilidad favoreciendo la competición, la arrogancia, la codicia, el narcisismo, la desconfianza, la subordinación, la inestabilidad, la naturalización de la precariedad, la desigualdad material, la inequidad, la penuria, la disminución de nexos comunitarios, la fragilidad de los vínculos personales, el mundo líquido, el deterioro psicológico, la prisa connatural a la rentabilidad, la angustiosa falta de tiempo. Son gravámenes sobre la posibilidad de una vida sosegada, que en muchos casos se acentúan por la mediación de la clase social y el género. Hay inevitable tensión entre la aspiración a la tranquilidad y simultáneamente satisfacer los deseos y los pensamientos exacerbados por un sistema productivo y financiero que los desmesura hasta la dislocación por mor de unas lógicas de ganancia obcecadas en aumentar la tasa de beneficio. En La sociedad de la decepción Guilles Lipovetsky explica este mecanismo de producción de malestar y descontento social con centelleante lucidez. Más aún. El programa neoliberal ha anatematizado la tranquilidad asociándola espuriamente con el conformismo, la mediocridad y la momificación.

En estos tiempos de hipocondría emocional y economía de la atención pensar es sobre todo ejercer soberanía sobre nuestra organización desiderativa. Nunca antes en la historia de la humanidad ha habido tantas industrias de la persuasión destinadas a desenfrenar el deseo, y a ofrecer a la vez la resolución para satisfacer su voracidad. Velar por una buena gobernanza de nuestros deseos y nuestros pensamientos es una tarea insoslayable para introducir tranquilidad en nuestro entramado afectivo. La tranquilidad queda alienada cuando las determinaciones materiales colectivas atentan contra una existencia justa y digna, cuando dimensiones nucleares de la vida en común se deterioran políticamente y su acceso queda determinado por la insensibilidad del mercado. La tranquilidad no es imperturbabilidad del ánimo, sino un estado de ánimo en el que no hay demasiados elementos perturbándolo. La imperturbabilidad nos impediría ser éticos, sin embargo, las condiciones que necesita la tranquilidad para cristalizar es lo que nos permiten serlo.

 

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martes, febrero 22, 2022

Contra la dependencia, más interdependencia

Obra de André Deymonaz

Podemos atenuar e incluso erradicar la dependencia si adensamos nuestra interdependencia. Parece contraintuitivo, pero si nuestros nexos afectivos y comunitarios son sólidos, nuestras dependencias emocionales se fragilizan hasta convertirse en marginales. Hace unos días una alumna me inquiría con mucha curiosidad que le explicara la diferencia entre dependencia emocional e interdependencia social. La dependencia emocional consiste en que una persona subordina sus valores y su conducta a los deseos de otra con el fin de no poner en crisis su relación. De este modo la persona dependiente ahuyenta el temor de ser devuelta a una situación de desvalimiento en el supuesto de que se fisurase el diptongo sentimental. A cambio de mantener intacto el nexo, en la dependencia se hacen capitulaciones o inhibiciones que celebran la voluntad de una parte, pero que modifican el núcleo de la subjetividad de la otra. La interdependencia mutua habita lugares epistémicos y afectivos muy diferentes. Es aquella situación en la que una persona no puede colmar por sí misma sus intereses, y saber que necesita el concurso de los demás, a quienes les ocurre exactamente lo mismo que a ella, le insta a utilizar la inteligencia cooperativa en aras de establecer alianzas de reciprocidad y confraternidad que procuren un mejoramiento de los propósitos comunes. La habituación nos impide ver que la convivencia es una gigantesca respuesta evolutiva de tramas de interdependencia. Surgieron para satisfacer necesidades que de otro modo resultarían muy onerosas o directamente imposibles. 

La interdependencia es el resultado de nuestra inteligencia, la dependencia es el resultado de nuestras carencias. La interdependencia es cooperación, la dependencia es claudicación. En la interdependencia se sopesan los intereses propios, pero también los de la persona prójima. En la dependencia se piensa en los intereses de la contraparte, pero los propios se postergan o se acomodan para soslayar la presencia del conflicto y sortear así la posibilidad de soledad y abandono que supondría la ruptura de la relación. Utilizando jerigonza de la literatura de la negociación podemos señalar que la dependencia emocional significa no tener BATNA, es decir, no disponer de ninguna alternativa que mejore el mejor acuerdo posible alcanzado en la mesa negociadora. La ausencia de alternativa nos vuelve acríticos y proclives a la aceptación. Dentro de la relación sentimental hace frío y se está a disgusto, pero fuera de ella arrecia una intemperie que pronostica peores condiciones todavía. Entre estar mal y estar peor, los animales humanos propendemos a inclinarnos por la primera opción. Todas las narraciones aspiracionales en torno a un amor emancipador persisten en modificar las opciones de las personas cuando se plantean iniciar un proyecto afectivo. Se trata de elegir entre estar bien y estar mejor. 

He escrito en el título de este artículo que cuanto mayor es la interdepencia más decae la dependencia. Cuantos más yoes conforman el relato de nuestro yo, decrece la posibilidad de que nuestro yo transija ante las imposiciones de otro yo (o ante las dictadas desde la autodevaluación del propio yo). Nuestro valor se amplifica cuando multiplicamos la excelencia de nuestras interacciones. No se trata de capital relacional (disponer de una agenda de contactos orientada a la satisfacción de nuestra empleabilidad o a los propósitos monetarios), sino de vinculación afectiva. El antídoto más eficaz contra la dependencia emocional es disponer de un tupido tejido vincular, una membrana espesa de cooperaciones en la que nos sepamos y nos sintamos que nos quieren y nos cuidan. Cuando se tiene un lugar amable al que regresar nadie se queda en un sitio en el que le degradan, le vejan, o subrepticiamente le instrumentalizan. La dependencia emocional delata nexos aquejados de malnutrición, una exigua red de apoyo, la insularización de una existencia desatendida. Sin embargo, un buen vecindario afectivo nos convierte en adalides de la cooperación y el cuidado. La comunidad es un potente escudo protector contra los posibles vasallajes que puede acarrear el amor erráticamente conceptuado. Apremia abrir horizontes sociales de mayor soberanía sobre nuestro tiempo para poder destinarlo al fortalecimiento de nuestras relaciones, procurarnos un lugar en la memoria y en la imaginación de los demás para que cuenten con nuestra persona a la hora de urdir actividades e iniciativas. Si los tiempos de producción canibalizan las agendas y los horarios, es difícil cultivar los afectos. El roce hace el cariño, pero para rozarnos necesitamos vernos y compartirnos, dos actividades que requieren predisposición y tiempo. Mucho tiempo. Mucho tiempo de calidad.


 
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martes, marzo 16, 2021

La pedagogía pandémica un año después

Obra de Milagros Chapilliquen Palacios

Se cumple un año de la declaración del Estado de Alarma Social. Recuerdo perfectamente el 14 de marzo de 2020 en el que el Ejecutivo anunciaba quince días de confinamiento domiciliario, restringía la movilidad, paralizaba toda actividad no esencial. Entonces el término confinamiento domiciliario no existía, porque no figuraba ninguna otra variedad confinada de las creadas más tarde (confinamientos perimetrales, o confinamiento duro, por ejemplo), pero tampoco existían otras palabras que ahora decoran de un modo protagonista la conversación pública. Desde aquel día el confinamiento fue prorrogándose hasta cumplir varios meses, y en ese tracto de tiempo inventamos léxico con el que nominar y entender una realidad inédita y por tanto todavía desempalabrada. Aquella primera semana de reclusión vaticiné erróneamente que iba a sufrir el aplastamiento de un alud de tiempo homogéneo y plomizo. Tomé la determinación de duplicar la publicación de estos artículos para balsamizar y pautar los días. A mi cita creativa de los martes sume la de los viernes. Mi idea era instrumentalizar la clausura y mantener esta duplicidad hasta que el confinamiento periclitara. Aquellos textos dibujaban una línea temática y cronológica tan perfectamente marcada que dieron lugar al libro Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento. La idea era deliberar y escribir en torno a la experiencia confinada y pandémica, pero hacerlo desde el propio régimen de reclusión. Se trataba de eludir la desviación retrospectiva, la tendencia a examinar acontecimientos pretéritos utilizando la información presente que sin embargo era del todo inexistente cuando ocurrieron los hechos escrutados. Si algo aporta la existencia de este ensayo, es su confabulación contra la tergiversación y la desmemoria. Los textos que lo conforman fueron escritos en absoluto tiempo real durante el encierro domiciliario sin saber inicialmente que acabarían depositados en una obra. Realmente no escribí un libro. Me encontré con que había escrito un libro sin darme cuenta. 

El confinamiento no zanjó el mundo, ni detuvo el tiempo, como he escuchado tantas veces estos conmemorativos días. Remansó el latido del mundo y vació de muchas tareas los días acostumbrados a estar sobrecargados de ellas. Provocó la suspensión momentánea de una elevada parte del tiempo destinado a producir, y por tanto se irguió en un espacio idóneo para infiltrar pensamiento con perspectiva. Si pensar consiste en interrumpir el mundo para sentirlo y comprenderlo mejor, resultaba imposible no pensar cuando el mundo se había enlentecido y los días se presentaban con una masa excedente de tiempo. El título del libro de Boaventura Sousa de Santos, La cruel pedagogía del virus, señala muy bien la condición propulsora de reflexividad que ofreció el escenario coronavírico. La pandemia y la imposición  de recogimiento ofrecían idoneidad para reapropiarnos de las preguntas relevantes, desarrollar artesanía deliberativa en torno a la multiplicidad de modos de habitar la vida. La interrogación más interpeladora de todas las existentes es aquella que nos plantea cómo queremos vivir. Si no nos formulamos estas preguntas, si solo aspiramos a recuperar las formas de vida precoronavíricas, me temo que no estaremos metabolizando como aprendizaje todo lo que nos está enseñando la pandemia.

No puedo por menos de poner aquí en entredicho ciertas narrativas en las que se romantizó el confinamiento. Recuerdo que en una entrevista me preguntaron por la fragilidad contemporánea que suponía quejarnos por tener que permanecer encerrados en nuestras casas, lo que comparando con quienes habían padecido una guerra develaba en todos nosotros una infantilización  preocupante. Mi única respuesta es que hubo muchos confinamientos dentro del confinamiento, y homogeneizarlos era releerlos de una manera equívoca. En mi caso pasé un confinamiento amable y nutricial, repleto de eventos transformadores, a pesar de que mi agenda laboral e ingresos se evaporaron, sufrí el contagio y enfermé. Otras reclusiones fueron muy dolorosas. Mucha gente habitaba en diminutas infraviviendas, padecía hacinamientos, entreveía horizontes laborales tenebrosos, se sabían afectados por expedientes de regulación temporal de empleo, por la inminente ausencia de dinero, por la corrosión del carácter que ocasiona la precariedad, por la implosión de conflictos, por la muerte de seres queridos. La heterogeneidad confinada nos hablaba de muchos tipos de confinamiento, pero sufrimos el sesgo del falso consenso. Creer que a los demás le ocurría más o menos lo que a nosotros. 

El confinamiento enfatizó los nexos al aislarnos en nuestros hogares y atrofiar la vinculación social. La existencia se presentó como un objeto desencajado al ser privada de socialización. La deflación afectiva nos delató como animales sentimentales, nos hizo añorar los abrazos que no nos podíamos dar y la tactilidad con la que el cuerpo deletrea los afectos, aunque en el análisis conviene no olvidar que en muchos domicilios una inflación de vínculo provocó también hartazgo, debilitamiento y la retirada transitoria o definitiva del propio nexo. La reclusión pandémica verificó la sociabilidad insociable del animal humano postulada por Kant. Una lección que no deberíamos desdeñar. 

El brote viral atacó nuestra relación con el empleo, el consumo, los hábitos de ocio y la convivencia, pero sobre todo nos comunicó con franqueza descarnada que somos un cuerpo. En un mundo tecnocientífico y pantallizado se nos olvida con demasiada facilidad que somos un cuerpo frágil, vulnerable y mortal. A mí me provocó mucha estupefacción leer aquellos días que el coronavirus nos había devuelto la mortalidad, como si hubiese habido algún momento en que nos hubiéramos emancipado de ella. El virus recepcionaba en el cuerpo para atacarlo. En mi caso sufrí ese ataque y reconozco que hubo varias noches en las que sentí miedo porque mi cuerpo se mostró inerme y muy baqueteado por el virus. Experimenté en pleno confinamiento que la vulnerabilidad es consustancial al ser humano, pero sobre todo sentí muy vívidamente que lo contrario de la vulnerabilidad no es la fuerza, es su aceptación para urdir estratagemas colectivas implicadas en el cuidado y en la conciencia de interdependencia. Creo que es la mayor pedagogía de la pandemia. No sé qué nuevas realidades nos traerá el mundo postcoronavírico. Sí sé qué condiciones sentimentales y discursivas son las más propicias para que entre todas y todos intentemos levantar realidades más plenificantes y dignas. Ojalá vayamos incorporando las enseñanzas de la pandemia a nuestra agenda. Que nos obliguemos inteligentemente a que tanto sufrimiento no sea en vano. 

 

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martes, octubre 20, 2020

Una felicidad que nos hace infelices

Obra de Raphael Soyer

Estoy estos días leyendo La búsqueda de la felicidad de Victoria Camps. En sus primeras páginas anuncia que preguntarse por el sentido de la felicidad equivale a preguntarse cómo vivir. Matizaría que más bien cómo vivir juntos, que es lo que verdaderamente permite acceder a una vida buena. Hace poco vi un espacio educativo tutelado por una entidad bancaria en el que Irene Villa abría un hilo de debate sobre la felicidad con un grupo de adolescentes. Las chicas y chicos allí reunidos se quejaban de la inalcanzabilidad de la felicidad, de que los niveles de exigencia eran tan elevados que cuando creían poseerla irrumpía una desagradable insatisfacción que les impulsaba a dar nuevos pasos hacia su definitiva coronación, o que cuando creían estar a punto de absorberla les rehuía y se zafaba de ellos con fugitiva presteza. En sus vivencias evaluativas acerca de la felicidad siempre aparecía la decepción. Escuchándolos me resultaba imposible no evocar el mito de Sísifo. Para prevenirles de los riesgos de una felicidad inconquistable (por utilizar el término que Bertrand Russel empleó para titular su memorable La conquista de la felicidad), el espacio conectaba con Edgar Cabanas, autor junto a Eva Illouz del tremendamente disidente y crítico ensayo Happycracia. Cabanas les precavía de una felicidad quimérica promocionada por una industria que necesita precisamente esa condición ilusoria para no agotarse jamás. Quienes leen habitualmente este Espacio Suma NO Cero habrán visto que desde hace ya tiempo la palabra felicidad no figura en la argamasa discursiva de los artículos. El motivo de esta decisión es muy sencillo. He eliminado la felicidad del vocabulario textual porque cada vez estoy más convencido de que no existe. Existe el constructo, pero no esa felicidad citada insistentemente en las narrativas de un neoliberalismo sentimental que no ceja de decretarla y de expedir recetario para su consumo. 

Para eliminar equívocos conceptuales prefiero emplear la hermosa palabra alegría, el sentimiento que emerge cuando estamos involucrados en situaciones que favorecen nuestros planes de vida. Necesitamos apropiarnos de la semántica de las palabras en las que habitamos, porque solo podemos vivir bien si tratamos bien a las palabras que nos posibilitan sentir bien. Esos proyectos vitales que al desplegarse nos donan alegría solo pueden llevarse a cabo en marcos de interdependencia. Sin embargo, la industria de la autoayuda ha impuesto un macrorrelato que ha despolitizado por completo la reflexión sobre la alegría (que ellos denominan felicidad). Cuanto más se despolitiza el mundo, cuanto más frágiles son los lazos comunitarios, cuando más decrecen tanto los tiempos como los espacios para una vida en común ajena a las experiencias lucrativas, más atomizados e inermes nos hallamos. He aquí el marco modélico para el florecimiento del mercado de la autoayuda. 

El neoliberalismo sentimental y sus instrumentos de divulgación como el conformado por la literatura de autoayuda hablan de una felicidad cuya seña de identidad es su condición autárquica (de esta constatación procede el propio término autoayuda, de que solo nosotros nos podemos ayudar a nosotros mismos). Desde los filósofos griegos sabemos muy bien que sin una felicidad política (condiciones materiales mínimas y un entorno de justicia distributiva) es altamente improbable la comparecencia de una felicidad personal. En los lenguajes éticos más contemporáneos ambas dimensiones reciben la nomenclatura de ética de mínimos y ética de máximos. Los mínimos son los recursos materiales requeridos para que una persona pueda acceder a una vida digna y estimable. Para evitar agotadoras discusiones bizantinas sobre el repertorio de estas necesidades primarias, desde 1948 quedaron compendiadas en los treinta artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Los máximos son los contenidos optativos con los que cada uno de nosotros rellena el contenido de su alegría, los fines con los que brindamos sentido a nuestra existencia y  nos vamos configurando en una particularidad diferente a todas las demás. Esta tarea en perenne transitoriedad es la que nos imanta a la alegría.

Desgraciadamente a causa de la pandemia coronavírica se han suspendido las Jornadas Nacionales del programa educativo TEI que se iban a celebrar en Santander. Allí iba a hablar de esta alegría, que es una alegría radicalmente ética (de hecho ese era el título de mi intervención). La alegría es ética porque cuando este sentimiento se adueña de nosotros nos coge de la mano y nos lleva al encuentro del otro. La alegría grita ser compartida. En una conferencia que pronuncié el mes pasado titulada La invención de los buenos sentimientos defendí algo similar. Mi posicionamiento es que necesitamos tejido conjuntivo que facilite que cada una de nosotras y de nosotros tenga intactas las posibilidades de elegir, es decir, de sacar brillo a la dignidad, rellenando con sus predilecciones aquello que le aproxime a vivir alegremente.  El que vive con alegría trata mejor a aquellos con los que vive. La alegría personal promociona la alegría política. Y viceversa.



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