Pintura de Sarolta Bang |
Si el cadáver que una vez arrojamos al río puede
subir a la superficie en cualquier instante (como recordaba amenazadoramente el relato popular en
los tiempos predigitales), en la era del hipervínculo y el clic el cadáver
siempre está flotando. Cierto que el sesgo de confirmación colabora a que todo
aquello que uno escriba en la Red pueda ser utilizado en su magnífica contra
por quien desee confirmar suposiciones sobre el autor de lo escrito, pero este sesgo tan frecuente en la cotidianidad se exacerba en los
parajes digitales. La semana pasada concluí el ensayo Vigilancia líquida
de Zygmunt Bauman y David Lyon. Los autores prescriben que «tener nuestra
persona registrada y accesible al público parece ser el mejor antídoto
profiláctico contra la exclusión», pero simultáneamente y como contrapartida,
añado yo, también es una plaza abierta que elimina la privacidad, disuelve la
intimidad engolosinándola de vanidad, y cualquier confesión publicitada en una
de las intermitencias emocionales del corazón puede alcanzar una audiencia y
una resonancia que desborde fácilmente a su autor. Hans Jonas, un grande de la
ética de la responsabilidad, postula que «poseemos una tecnología con la que
podemos actuar desde distancias tan grandes, que no pueden ser abarcadas por
nuestra imaginación ética». Estas distancias, o la propia abolición de la
distancia, no son exclusivamente geográficas, también son temporales. Las
huellas indelebles del yo digital en el universo on line transforman el pasado
en presente continuo, el ayer y el ahora interpenetrados de una contigüidad
imposible lejos del mundo de las pantallas. ¿Podremos soportar en nuestros
hombros el tamaño de esta responsabilidad cuyos confines son tan gigantescos
que todavía somos incapaces de interiorizarlos en nuestra conducta? No lo sé.
Mientras tanto que nuestra encarnación digital replique en el mundo online el
comportamiento que mantiene en el mundo offline, sobre todo cuando nos
observan.
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No hay dos personas ni dos conclusiones iguales.
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