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viernes, febrero 27, 2015

La media verdad



Obra de Anna Wypych
Estos días no he dejado de interrogarme sobre la arquitectura de la media verdad mientras contemplaba cómo los celadores de nuestra felicidad colectiva la enarbolaban una y otra vez en el debate del estado de la nación. El máximo administrador del bien común no mentía, pero tampoco decía la verdad, y ese territorio brumoso y sin balizar en el que copulan la verdad y la mentira bien merece una sosegada cartografía. En las afirmaciones que son media verdad es difícil delimitar su exactitud geográfica, rotular con círculos en qué zonas la afirmación es cierta y dónde se interrumpe para transformarse en falsedad. Ahí radica la eficacia de esta maniobra dialéctica. La bibliografía señala la existencia de dos grandes tipologías de la mentira. Por un lado se encuentra la mentira por omisión, que consiste en silenciar información en aras de modificar la voluntad de un tercero, puesto que si la compartiéramos con él tomaría decisiones muy distintas que no beneficiarían nuestros propósitos (por eso se la ocultamos). Como explica José María Martínez en La psicología de la mentira (Paidós, 2005) «se miente por temor a las consecuencias». A mí me hace mucha gracia esa excusa tan coloquial que suelen soltar algunas personas convencidas de su inocencia: «No le mentí, simplemente no le dije nada». Este ardid es mentir. Esgrimir una mentira por omisión. 

Asimismo nos podemos encontrar con la mentira por comisión, aquella en la que se adultera la realidad y se incluyen aditamentos ficticios, se inventan los pasajes que mejor se acomodarán en los tímpanos de nuestro interlocutor. Adolfo León Gómez en su obra Breve tratado sobre la mentira resume muy bien ambas categorizaciones: «La mentira consiste en un acto lingüístico contrario a las intenciones, pensamientos, creencias, sentimientos, que el acto lingüístico implica pragmáticamente». Y la media verdad, ¿qué ingredientes combina para arraigar con éxito? Se trata de una falacia que participa misceláneamente del árbol genealógico de ambas mentiras. Oculta datos, fabula con otros, y los envuelve con elementos verosímiles a sabiendas de que para perpetrar una mentira con éxito es primordial intercalarla entre unas cuantas verdades. La falacia de la media verdad es muy utilizada porque además de su probada eficacia protege la reputación en el fatídico caso de que te descubran habitando una mentira. Siempre se podrá aducir malinterpretación, tergiversación, olvido sin dolo, tendenciosidad por parte del objetor, o una errática asignación de significados. La media verdad y su utilización estratégica de mentiras por omisión y por comisión, verdades parciales y calculadas ambivalencias persigue fines análogos a los de la manipulación: doblegar la voluntad de un tercero para que adopte un curso de acción que probablemente no tomaría en caso de disponer de toda la información. Recuerdo haber leído algún ensayo sobre la gestión del consultor político en el que con jerga muy técnica y enjundiosa se invitaba al político a comportarse maquiavélicamente en los debates. Se prescribía que toda pregunta destinada a un político ha de ser contestada no para satisfacer al que la formula, sino para persuadir y contentar al que la escuchará luego en un informativo o la leerá más tarde en la prensa. La media verdad se alza así en inherente estratagema política para fines proselitistas, si es que político y proselitismo no son un agotador pleonasmo.



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martes, junio 02, 2015

La desigualdad



Los Estados intentan promover la igualdad de oportunidades entre sus ciudadanos. No deja de ser paradójico que se fomente la igualdad de oportunidades para luego pugnar por la desigualdad. Se intenta estrechar la participación del azar y las determinaciones sociales en la vida de las personas para a partir de ciertos tramos de edad y formación competir por objetivos que entronizan la desigualdad. La desigualdad ocurre cuando el acceso a los recursos, derechos y oportunidades no se distribuye equitativamente, cuando hay notables desventajas entre los ciudadanos en las posibilidades de alcanzar el bienestar. Aquí podemos rotular el epicentro de la paradoja. Si se promociona la igualdad de oportunidades para beligerar por la desigualdad, esa desigualdad debilita la futura igualdad de oportunidades entre nuevos miembros de la comunidad, así en un bucle infinito que a cada nueva rotación incrementa la brecha. La tesis del autor de Estructura social y desigualdad en España (José Saturnino Martínez García, profesor de Sociología en la Universidad de La Laguna y colaborador de Eldiario.es) es que la trayectoria de clase posee una enorme centralidad en el devenir de nuestras vidas y su ubicación en la pirámide social. Se habla mucho de grupos de edad, de género, de inmigrantes, de cualificación, pero muy poco del impacto de la clase social. El autor defiende que todos buscamos el bienestar (dicho de un modo más aclaratorio y menos etéreo, anhelamos la vida digna asociada imaginariamente al cumplimiento de los derechos tipificados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos). Una sociedad es justa si las posibilidades de lograrlo descansan en decisiones libres y no en situaciones sobre las que no tenemos control. La decisión personal depende de nuestra voluntad, y las circunstancias sobre las que no podemos operar deliberadamente las agrupa en nuestras conexiones sociales, la formación de creencias, habilidades y capacidades, la dotación genética y la formación de preferencias y aspiraciones (que el autor demuestra que lejos de ser decisiones aleatorias están ligadas a la clase social de origen, a lo que Pierre Bordieu denomina el habitus, las formas de obrar, pensar y sentir vinculadas a la posición social).   

A partir de estas desigualdades y estas diferencias el autor establece las distintas combinaciones que pueden darse y que provocarán la generación de una desigualdad concretada en la disparidad de renta cuyos tramos servirán para delimitar la geografía de las clases sociales. La clase social se revela así como una cuestión de poder adquisitivo que sin embargo coloniza tentacularmente todas las demás cuestiones y opera como un predictor más fiable que la mayoría de las variables para avizorar dónde desembocarán nuestras biografías. El fracaso escolar, las oportunidades vitales, el acceso a estudios postobligatorios, las preferencias académicas, la elección de trabajos, las tasas de desempleo, los costes de oportunidad, el acceso  a bienes culturales, la participación laboral de las mujeres en las diferentes estratificaciones del mercado, todo vincula más con las circunstancias de la clase social del sujeto que con su voluntad, modelada previa e inconscientemente por las propias circunstancias de la posición en el entramado social. Estas circunstancias confabulan contra la igualdad de oportunidades de inserción laboral en un mercado muy heterogéneo en cuanto a ocupaciones, remuneraciones y prestigio. La pluralidad de este mercado enlaza con las clases sociales en tanto que hemos convertido el trabajo en el portavoz de nuestra identidad y en el elemento neurálgico de nuestra reputación. El libro ofrece información científica y datos que corroboran el tremendo protagonismo del destino de clase y reafirma o replica los modelos liberal y socialdemócrata. No es un libro académico y el autor adopta una postura con los temas que trata. Es un ensayo claro y sencillo, lo que anima a imaginar una redacción llena de dificultades. Muy interesante.



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martes, marzo 28, 2023

El respeto es el cuidado en la forma de mirar lo valioso

Obra de Andre Deymonaz

En los escalones de un centro educativo me encuentro con diferentes frases motivacionales. Son los típicos lemas que tanto se estilan desde que eclosionó la inteligencia emocional. Mis ojos se detienen en uno que me llama poderosamente la atención. «El respeto se gana con humildad, no con violencia». Me parece un enunciado muy resbaladizo que fomenta el equívoco en torno a las deliberaciones del respeto. Estos días he visto junto a mi compañera la serie Fariña, un relato de la implantación del narcotráfico en Galicia a principios de la década de los ochenta basado en el libro de Nacho Carretero. Los mayores capos estaban obsesionados no con la droga, sino con el respeto. Todos querían continuar con el narcotráfico como un modo no solo de lucrarse rápida y abultadamente, sino sobre todo de aprovisionarse del respeto de la comunidad. Es pertinente preguntarse qué es, en qué consiste ese respeto que tanto ansiaban personas con una exorbitante aunque ilícita capacidad adquisitiva. El respeto es una palabra polisémica. Dependiendo  de quién la pronuncie y en qué contextos puede significar temor, silencio, consideración, prestigio, deferencia, reputación, veneración, poder, cariño, valoración, afecto, obediencia, dignidad, reconocimiento, admiración, estatus, subordinación, jerarquía, acatamiento, aceptación, tolerancia. El vocabulario sentimental en torno al respeto es muy extenso, pero su vastedad ayuda a esclarecer las numerosas y ambivalentes motivaciones que entran en escena en el corazón de las personas. Toda la anterior plétora de palabras parte del deseo humano de huir de la insignificancia, lograr que en alguna parte alguien nos reconozca como una entidad destacada. El ser humano quiere investirse de relevancia para otros seres humanos. La tarea que le queramos dar a esa importancia modifica por completo la naturaleza del respeto y  la forma de adquirirlo.  

En  su último ensayo, El deseo interminable, José Antonio Marina explica cómo «la palabra dignidad comenzó designando solamente un puesto merecido por el comportamiento que, a su vez, merece respeto y consideración social».  En siglos pasados la dignidad era una distinción que había que acreditar a través de acciones evaluadas por la comunidad como valiosas. Al respeto le ocurre lo mismo. Alguien se hace su acreedor si aglutina comportamientos considerados excelentes. Aquí tanto el respeto como la dignidad son releídos como categorías éticas expuestas a la evaluación externa, no como valores comunes intrínsecos cuya titularidad pertenece a todo ser humano por el hecho de ser un ser humano. Desde este segundo ángulo de visión, la frase inicial «el respeto se gana con humildad, no con violencia» es un desacierto que inspira equivocidad. Todas las personas merecemos ser respetadas en tanto que somos personas. El respeto sería el cuidado que requiere la dignidad que los humanos nos hemos arrogado por ser seres humanos. La condición irreal de la dignidad (que no deja de ser una mera idea) adquiere funcionalidad en el mundo real. El respeto se erige así en conciencia asentada en conducta de que cualquier persona posee un patrimonio de valor positivo en una cantidad como mínimo idéntica a la que solicitamos para nuestra persona. El respeto se eleva a instrumento ético y político como acción por la que la dignidad se hace rectora del comportamiento humano. No tiene nada que ver con la humildad (la conciencia de nuestra pequeñez en tanto que humanos y por tanto hechos de humus, tierra), ni con la violencia (doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo), ni con el poder (capacidad para distribuir premios y castigos), ni con la admiración (el sentimiento que nace de la observación de una acción excelente que aplaudimos y tratamos de apropiárnosla a través de la imitación), ni del afecto (nexo imparcial y cariñoso que a veces surge en las interacciones).

El respeto es la forma de mirar lo valioso para cuidarlo. Por eso cuando nos tratan desconsideradamente decimos que nos han tratado sin miramientos. Alguien ha vulnerado la forma de mirar y en vez de vernos como una entidad dotada de dignidad nos ve y nos trata como un medio para colmar sus pretensiones. Este cuidado en el mirar necesita presupuestos vinculados con la estratificación de lo valioso para elegir qué se mira y resignificar el contenido de lo que se mira. Todo ser humano merece ser respetado por el hecho de ser un ser humano, al margen de su comportamiento. El comportamiento poco ético se puede reprobar con el aislamiento, la expulsión del círculo empático, la ruptura del vínculo. Te respeto porque eres un ser humano, pero no quiero que formes parte de mi grupo de personas elegidas porque te comportas de un modo que lastima aquello que es valioso para mí. El comportamiento punible es castigado con la aplicación del código civil y el código penal. En ambos casos no podemos dejar de respetar al ser humano porque continúa siendo un ser humano.  El valor ético de una persona y su comportamiento moral pueden tomar direcciones divergentes. He aquí el momento fundacional de la confusión.

 
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martes, octubre 31, 2017

Con el amor propio hemos chocado



Obra de Sean Cheetham
Lo confieso públicamente en este Espacio Suma NO Cero. No me gusta la expresión amor propio. Es equívoca y encierra en sí misma una contradicción semántica irresoluble. El amor es un poderoso sistema de motivación en el que se aglomeran muchos sentimientos en los que siempre aparece la figura del otro, un potente deseo para eslabonar una biografía con otra biografía en la estrategia vital, un proyecto para yuxtaponer los fines propios con los fines del otro a través de un ensamblaje que hace millones de años revolucionó axiológicamente la vida humana. En sus albores, el amor era la cristalización del cuidado al otro. No guardaba relación ni con la atracción física ni con la sexualidad. Amar a alguien era sinónimo de cuidarlo, atenderlo, prestarle atención, ayudarlo. Esa experiencia del cuidado que requiere nuestra connatural fragilidad es la que nos confirió la humanidad que ahora nos singulariza en el reino de los seres vivos. Aunque parezca antitético, estar asistidos es lo que permite que podamos valernos por nosotros mismos en todo lo demás. Sin embargo, en el amor propio se suprime la presencia del otro y es uno mismo el que, en un ágil ejercicio de funambulismo sentimental, se desdobla para cuidarse. 

Con el amor propio ocurre algo que a mí no deja de sorprenderme cada vez que incursiono en sus dominios para estudiarlo. A pesar de la enorme malla tupida de palabras que poseemos para describir lo que acaece y así colorear con más precisión los muchos cromatismos del mundo, el amor propio indica dos direcciones explosivamente dispares. Le ocurre lo mismo a la soberbia y al orgullo, con quienes el amor propio comparte estrechos lazos de parentesco. En el ensayo La razón también tiene sentimientos agrupé familiarmente los tres conceptos bajo la nominalización de las desmesuras del ego. En una dirección el amor propio vincula con conductas que sedimentan en una terquedad fósil, en empecinamiento o cerrilismo, en la cultivada inutilidad de ser orgulloso (que nada tiene que ver con sentir orgullo). Tener amor propio en este caso significa no claudicar cuando todos los indicios recolectados desde la racionalidad invitan a hacerlo. No se capitula para no admitir el yerro y por tanto nuestra condición de seres falibles, o para  no aceptar una propuesta presentada por otro que, en una absurda interpretación competitiva de la vida, lo situaría por encima de nosotros. La mayoría de los analistas de conflictos con los que he hablado suelen afirmar que el setenta por ciento de los problemas se cronifican a causa del inmovilista amor propio de los implicados. El amor propio es un muro imposible de franquear por los protagonistas que sin embargo saben muy bien que la posible solución a su conflicto se localiza precisamente al otro lado.

La extraña ramificación de esta expresión nos conduce también hacia un territorio absolutamente distinto. Amor propio es sinónimo de autorrespeto. El autorrespeto es proteger la propia dignidad en las inevitables interacciones con los demás que nos depara el nicho humano compartido. Se trataría de preservar de cualquier mácula el valor que poseemos por el hecho de ser personas. Tener amor propio cursa aquí con la auroral idea del cuidado, porque es el deber estricto de cuidar de nuestra propia dignidad e impedir que nadie la lastime. Entramos en la esfera de la identidad, la autoestima, el autoconcepto, la consideración, el prestigio, la reputación, el valor positivo que todo ser humano reclama para sí. Tener amor propio es mantener intacta toda esa esfera de valores positivos y beligerar contra aquel que intente abollarla. Aunque los fines que persigue el amor propio en esta segunda acepción son siempre meritorios, no están exentos de riesgos en los que es fácil tropezar. Quererse a uno mismo es plausible, pero si ese amor se vuelve insoportablemente excesivo, si se profesa con devoción enfermiza, entonces se pervierte en egolatría. La egolatría y la estupidez acaban fundiéndose en una misma entidad, como muy bien advirtieron los clásicos que estudiaron los pecados capitales. Como todo en exceso es veneno, vindiquemos el amor propio, pero no seamos negligentes con los matices. Amor propio, sí, pero en la dirección que nos mejora. Y en la porción adecuada. 



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miércoles, junio 25, 2014

«Falta de hambre», una metáfora fea y discutible



«Falta de hambre» es una expresión que a mí me resulta desafortunada. Indica con cierta antipatía la incapacidad de un sujeto o un grupo para movilizar la energía suficiente en una dirección. En el mundo del fútbol se utiliza para metaforizar la ausencia de ambición, el déficit de motivación, la baja intensidad o un elevado conformismo que momifica el talento. Los hechiceros verbales de la tribu mediática emplean estos días esta fea expresión a modo de resumen que aclare qué le ha ocurrido a la selección española para ser apeada del Mundial de Brasil a las primeras de cambio. Se cita la metáfora como si fuera un martillazo de sentencia y no se esgrimen ni argumentos ni sus ramificaciones, los matices. Cuando hace cuatro años la Selección ganó el Mundial de Sudáfrica se alabaron el «trabajo, trabajo, trabajo» y el buen ambiente del grupo como factores neurálgicos de la proeza, así que era lógico pensar que ahora con su eliminación se apelaría a ambas ausencias para explicar la debacle. Pero no ha sido así. El trabajo es un vector que sólo se señala en las poéticas del éxito, pero se extirpa de las del fracaso. En la nueva jerga la falta de hambre no es otra cosa que la falta de motivación por considerar poco atractiva la meta propuesta. No deja de ser tremendamente contradictorio que «ser un muerto de hambre» sea una maldad con la que se denoste cruelmente a alguien, pero que su contrapuesto, «la falta de hambre», también sirva para reprender la actitud de un tercero.

En la cultura popular se ha hecho célebre el argumento de que el hambre agudiza el ingenio, pero  lo único que sí sabemos empíricamente es que agudiza el mal aspecto. Nadie pluriemplea su inteligencia por pasar hambre. Como metáfora de la ambición y la intensidad, el hambre no es un productor de talento, ni una palanca de cambio, ni un fabricante de ocurrencias, ni un catalizador de habilidades, ni un vector de movilización, ni un proveedor de apego a las recompensas, ni un generador de hábitos afectivos optimistas tan necesarios para prolongar un esfuerzo cuyo reembolso está en un horizonte lejano. Todos estos recursos emocionales pertenecen a la inteligencia que se motiva a sí misma. La motivación es esa energía que despierta en nosotros una acción para intentar su consecución. La literatura insiste en desligarla de cuestiones monetarias, punitivas y, por supuesto, alimenticias. La motivación cursa con la construcción de un proyecto que dirija el caudal energético del deseo en la dirección correcta, con el placer de la propia tarea, con la conciencia de logro (nos encanta comprobar nuestro propio progreso, mirarnos en ese espejo favorecedor), con los desafíos que se pone a sí mismo el talento (ese hábito automatizado por el que ejecutamos acciones de forma excelente y que se expande elásticamente cuando la dificultad aumenta), con el reconocimiento de los demás que nos ayudan a sacar lustre a nuestra reputación, con la satisfacción gradual de alcanzar gratificaciones en el corto plazo (necesitamos pisar tierra firme de vez en cuando), con el sentimiento del mérito merecido que activa mágicamente toda esta rotación virtuosa. Nada que ver ni con el hambre ni con las ganas de comer.

martes, octubre 18, 2016

«Confío mucho en ti», la segunda expresión más hermosa



Obra de Kelsey Herderson
La confianza consiste en entregar información de nosotros con la que se nos puede infligir daño. Se trataría de una información arriesgada que podría modificar nuestra reputación en el círculo íntimo o deteriorar nuestra imagen social. También podría ser contenido no del todo delicado pero que nos dolería si escapa del segmento privado al segmento público. Cuando confiamos en alguien compartimos aquello que de otro modo sería impensable hacerlo, participamos algo que no queremos que sepa nadie, o que solo saben aquellos que ya pertenecen al reducido grupo de «íntimos». Y transferimos la información porque a pesar del riesgo que supone la acción no dudamos de la lealtad de nuestro interlocutor, que en el curso de esa transferencia se convierte también en un nuevo íntimo o afianza ese rango en nuestra relación con él. Perder la confianza sería aquella situación en la que una persona ha utilizado nuestra información y la ha sacado del templo sagrado de la intimidad compartida. Hace muchos años yo escribí poéticamente que la confianza es poner en la mano del otro una daga porque damos por hecho que en ningún momento la hundirá en nuestro estómago. Jocosamente también se dice que un amigo es alguien que sabe todo de nosotros y aún así continúa siendo nuestro amigo. Dicho ahora de un modo más académico. La confianza es el dinamismo en el que depositamos una expectativa en el otro a sabiendas de que no va a quebrantarla. 

Como toda expectativa, y por tanto como toda situación que se ubica en el futuro, la confianza posee tasas de incertidumbre (una manera de definir la desconfianza), y aquí encontramos el tercer vector que agregar al riesgo y al coste que asumimos compartiendo información privada. Este dato es muy relevante porque parcela una situación de confianza de otra que no lo es. Para que se dé una situación en la que confiamos en alguien debemos asumir un coste personal en el caso de no ejecutarse como esperábamos, la situación ha de estar surcada de incertidumbre, y la actuación de ese alguien en quien confiamos ha de escapar a nuestro control. Parece una contradicción, pero sólo puede haber confianza en situaciones que provocan al menos algo de desconfianza. Si no es así, la confianza no es necesaria. La confianza y la desconfianza se mueven al unísono.  Un ejemplo. «No digas nada de esto a nadie» es una expresión coloquial que denota que la confianza plena cuando se comunicó la información no se tiene tan plenamente ahora y se solicita el compromiso de una promesa. La confianza es una manera de instalarse en las interacciones y es la que permite que se puedan establecer relaciones sólidas entre las personas. Si no tuviéramos confianza con los demás, no podríamos compartir lo privado, y los seres humanos viviríamos horriblemente confinados en el enclaustramiento geográfico de nosotros mismos.  Aquí quiero introducir un matiz. Lo privado no significa lo íntimo. Lo íntimo es esa parte de nosotros que no compartimos jamás con nadie. A lo largo de toda su Teoría de los sentimientos Carlos Castilla del Pino explica que si algo del yo íntimo se comparte es porque accede al yo privado, el territorio que sí compartimos con los «más íntimos». Se trata de esos momentos en los que susurramos un «confío mucho en ti» para demostrar que lo que estamos contando es tan privado que solo te lo puedo contar a ti. Quizá las palabras más hermosas que se le pueden decir a alguien junto a «te quiero».



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martes, mayo 26, 2015

¿El mobbing es un conflicto?


Mobbing es una encarnación de la violencia encaminada a la demolición corrosiva del otro. Sin prisa pero sin pausa. Significa acoso psicológico, conductas de contaminación laboral y violencia clandestina en aras de hacerle la vida imposible a un compañero de trabajo, lesionarle su autoestima, interceptar sus habilidades, resquebrajar su eficacia percibida, agredir taimadamente su reputación, agrietar su integridad, convertirlo poco a poco en el increíble hombre menguante. El antropólogo Konrad Lorenz acuñó el término al comprobar la hostigación de unos animales pequeños ante uno mayor para alejar su presencia. Este comportamiento del reino animal se mimetiza en los ecosistemas laborales por parte de algunos sujetos para excluir a aquellos otros a los que consideran una amenaza para sus intereses. El mobbing aloja entre sus denominadores comunes su heterogeneidad borrosa en sus manifestaciones, su carácter insidioso y maquiavélico, su inteligente ambigüedad, su invisibilidad para una mirada externa, la abstención a intervenir por parte de los demás que se apegan a una neutralidad que les evite situaciones comprometidas o los convierte en abúlicos e irresolutos espectadores. No es fácil percibir el mobbing aplicado a un tercero. Es difícil desarticularlo cuando se percibe, sobre todo para los alejados de posiciones directivas.

Se suele confundir mobbing con conflicto y acto seguido se solicita extrapolar las herramientas de resolución de conflictos y de negociación a la situación de mobbing. Craso error. En el mobbing no hay colisión de intereses, no hay discordancias, no hay objetivos distintos que a través de un acuerdo puedan converger en medidas que satisfagan los intereses subyacentes de los protagonistas. Hay acerbados deseos de eliminar al otro. Nada que ver con la naturaleza conflictiva que emana de nuestra condición de existencias vinculadas a otras existencias. El experto Iñaki Piñuel en su libro Mobbing, estado de la cuestión (Gestión, 2000) delimita muy bien los escenarios: «En los últimos años he escuchado muchas tonterías, errores o inexactitudes sobre lo que es el mobbing, pero quizás la mayor de todas ellas, por ser la más lesiva para las víctimas, es la que pretende calificar el acaso psicológico en el trabajo como un mero conflicto… La pretensión de una de las partes de destruir, anular o perjudicar a la otra, vulnerando su dignidad y su integridad psicológica, no puede resultar jamás admisible. Desde el momento en que tal pretensión se hace evidente para la organización en la que tal proceso se produce, ésta adquiere ética y jurídicamente una posición de garante. Con esta posición nace lo que los juristas denominan la responsabilidad (civil, laboral, penal, administrativa) y el posible reproche  jurídico a su inacción». La negociación por tanto es un procedimiento de la acción comunicativa inapropiado para utilizarlo con quien persigue la aniquilación de la otra parte en un escenario claramente tipificado. No podemos negociar con quien pone todo su empeño en deteriorar nuestra dignidad. En el nicho ecológico del trabajo no podemos sentarnos en una mesa a armonizar intereses con quien trata de destruir el valor y el respeto que uno se merece por el hecho de ser persona. El hostigamiento se neutraliza con la intervención de un tercero, el proveedor y centinela de un potente protocolo de conducta por el que se conduce la organización y se articula la convivencia. Ese protocolo servirá para identificar con claridad el comportamiento contaminante. También para ser implacable a la hora de sancionar a quien lo conculque.



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