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martes, noviembre 24, 2020

Violencia es no poder decir no a algo injusto

Obra de Gabriel Schmitz

Mañana miércoles 25 de noviembre es el Día contra la Violencia de Género 2020. Sé que esta violencia alberga unas singularidades que he tratado de explicar en otros artículos, aunque siempre que se habla de violencia inevitablemente pienso en la palabra elección. La violencia vincula con elegir, y elegir es el verbo que fija sentido al sustantivo voluntad. Tener voluntad es tener la facultad de decidir y articular la conducta según nuestro criterio y nuestro mundo valorativo. Leyendo estos días el  esclarecedor ensayo Pandemocracia, del filósofo político Daniel Innerarity, me encuentro con una reflexión sobre la libertad que resulta muy útil para entender los dinamismos tanto explícitos como soterrados de la violencia: «La propia libertad de elegir está condicionada por el hecho de que nadie tenga el poder de hacer imposible esa capacidad». Detentar esa capacidad de amputar la elección a un ser humano es la quintaesencia de la violencia. En la lectura del libro de Javier López Alós Crítica de la razón precaria (Premio de Ensayo Catarata, 2019), me encontré en su momento con una sucinta definición de precariedad que ayuda a comprender lo que ahora estoy intentado explicar: «la precariedad es aquella condición vital que cancela la posibilidad de negarse a algo. Visto así, precario es quien no puede decir que no». Si alguien no puede decir que no es porque en la ecuación existe otro actor que propone a sabiendas algo injusto, y lo oferta porque sabe que su receptor tendrá que aceptarlo irremediablemente porque fuera de esa propuesta no dispone de nada mejor a lo que acogerse. Es fácil utilizar un argumento similar para definir la violencia: «Violencia es no poder decir no». Este enunciado resulta atractivo por su brevedad, aunque le falta un matiz que enlaza con la ponderación anterior: «Violencia es no poder decir no a algo injusto».

En la violencia la propuesta que no se puede declinar no es una propuesta cualquiera, sino algún tipo de proposición que se aprovecha de la precariedad del destinatario, de alguna de sus debilidades, de su dependencia económica, de su ignorancia hermenéutica, de su desesperación, de la amenaza de sufrir daño, o del miedo a ser introducido en escenarios todavía peores que en los que se encuentra. Traficar con la iniquidad, con el perjuicio ajeno, con su sufrimiento, con las lógicas del  amedrentamiento, es connatural a la violencia. Hace ya unos cuantos años tuve que definir violencia para unos manuales de un curso universitario. Mi definición se propuso abarcar todas las violencias, tanto las sibilinas y subterráneas como las más palmarias y flagrantes: «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». El violento detenta poder, aunque se trata de una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar la conducta de su víctima, pero no la voluntad. Por eso la contraviene y actúa sin su consentimiento. 

Octavio Paz susurró que la libertad consiste en el sublime instante en que hay que elegir entre dos monosílabos, sí o no. Este enunciado tan hermoso se puede invertir para entender qué es la violencia. Cuando no se puede elegir, o decantarse por el no conlleva ser deportado a la periferia de los mínimos, la cruda intemperie o la exclusión, entonces no hay libertad. El antónimo de la libertad es la necesidad (en la necesidad se cancela la elección, porque lo necesario no se elige), y aprovecharse o mercantilizar esa necesidad con propuestas que supuran iniquidad, dominación, explotación, opresión, alienación, es violencia. Inconmensurables cantidades de violencia. El ser humano se consideró a sí mismo dotado de dignidad porque percibió que poseía autonomía, se podía dar leyes con la que regir el devenir de su vida, podía decidir, optar, escoger, deliberar. Cuando estos verbos desaparecen de la cartografía léxica de un ser humano, el ser humano es menos ser humano porque se suspende su capacidad autodeterminadora. Está más cerca de un objeto que de un sujeto. He aquí la violencia. La abolición de la volición.

 

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martes, mayo 29, 2018

No hay mayor poder que quitarle a alguien la capacidad de elegir



Obra de Marc Figueras
Posee poder aquel que puede provocar cambios en alguien que no es él. Siempre que hablo de poder recuerdo un elocuente pasaje de El Quijote. Cervantes fabuló una escena en la que el campechano Sancho Panza cuidaba un rebaño de ovejas en mitad del campo. En un momento de placer interior nuestro protagonista se sincera y proclama un sentimiento desconocido hasta entonces para él: «Qué hermoso es mandar, aunque sea a un hatajo de ovejas». Quizá Sancho Panza no lo sabía, pero en aquel instante de excitación autoritaria estaba relamiéndose con la envolvente erotización que secreta el poder en sí mismo. Estaba experimentando el cosquilleante hedonismo que supone que otros (aunque fueran ovejas) se olviden de su voluntad y sólo obedezcan a los mandatos de la nuestra. En cualquier campo de la actividad humana tiene poder aquel que escoge las metas, determina las actividades de otros, cuándo iniciarlas, cuándo acelerar o decelerar los ritmos, cuándo clausurarlas. A mí me gusta definir el poder como el curso de acción en el que se logra que una persona pase de un punto Y a un punto Z cuya dirección me beneficia. Este tránsito que lleva implícito un cambio puede inducirse desde la voluntariedad o desde la obediencia. Si los cambios no nacen del consentimiento, hablamos de coerción o imposición. Si hay aceptación, entonces hablamos de persuasión. La única diferencia entre ambas coordenadas radica en que el sujeto pueda elegir, o no. En la coacción el poder influye en la conducta. En la persuasión penetra en la voluntad.

Esta distinción es la misma que hizo célebre Unamuno en el paraninfo de la Universidad de Salamanca en el desolador episodio con el militar y fundador de La Legión Millán Astray. Unamuno le recordó que «venceréis pero no convenceréis». Aquel día el todavía rector incluyó otra sentencia maravillosa para entender la gigantesca diferencia entre ambas dimensiones de influencia, pero que desgraciadamente no ha tenido tanta notoriedad: «no hay paz sin convencimiento». En la genealogía del poder y en la ciencia conductual se insiste en que el verdadero poder es aquel que no necesita recurrir al empleo de la fuerza o a su amenaza para suadir la voluntad. Insisto que con la fuerza se modifica la conducta, pero no la voluntad. Territorializar esta distinción es medular y es la idea rectora que yo trato de explicar en una de mis conferencias titulada Anatomía de la convicción. En las presentaciones de El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza que vengo realizando estos últimos meses recalco esta diferencia con un ejemplo muy sencillo. El contraste entre un acto tan hermoso como es el festín de la piel encontrándose con la piel de otra persona y uno de los actos más aberrantes y abyectos como es una violación reside en mantener intacta o no la capacidad de elección. Precisamente en eso consiste la violencia en su totalidad más sobrecogedora, en todo acto en el que se arrebata al otro de una u otra manera la posibilidad de elegir por sí mismo. Toda la violencia estructural persigue veladamente este objetivo. Johan Galtung se refiere a esta violencia cuando se merman las potencialidades de una persona.

Cuando impedimos que el otro pueda elegir estamos desintegrando su dignidad. La dignidad es un valor nacido del resultado de advertir que los seres humanos somos seres que podemos elegir. Somos autónomos, es decir, auto (sí mismo) y nomos (ley), nos podemos dar leyes a nosotros mismos para conducirnos de una u otra determinada manera. Somos entidades autodeterminadas. A pesar de las cortapisas biológicas y las fuerzas restrictivas socioculturales y económicas, poseemos el don de elegir qué fines queremos para nuestra vida, podemos decidir en qué lugar exacto colocar nuestra atención para nutrir nuestro proyecto vital, o, en palabras de José Luis Sampedro, «perseguir en cada momento lo que uno cree que es su camino».  En el maravilloso ensayo Discurso sobre la dignidad del hombre, el renacentista Pico della Mirandola coligió que el individuo humano no es ni ángel ni demonio, pero puede aproximarse a una u otra categoría según qué conducta elija para relacionarse con el resto de existencias con las que se envuelve la suya. No está de más recordar aquí a Nietzsche y su certeza de que los humanos somos una especie aún no fijada en busca de definición. La irrevocabilidad de esta búsqueda nos encierra en el cautiverio de elegir. Sartre llegó a la misma conclusión, pero desde una óptica terriblemente sombría: «Estamos condenados a ser libres». En mi nuevo ensayo yo he releído el hecho de que estemos encadenados a la elegibilidad desde otro cariz mucho más enorgullecedor: «Estamos obligados al acto poético de inventarnos a cada instante». Si hurtamos al otro la capacidad de elegir, le estamos arrebatando la posibilidad de inventarse según su propio dictado. Lo que tendría que ser un acto poético de invención se degrada en un acto prosaico de sumisión. En su sentido más execrable el poder cosifica al otro. Le imposibilita elegir.  Convierte al sujeto en un objeto.



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martes, septiembre 19, 2017

Cuando la empatía y los sentimientos son insuficientes



Obra de Marc Figueras
Acabo de terminar la lectura del ensayo Vivir éticamente. Cómo el altruismo eficaz nos hace mejores personas del filósofo norteamericano y experto en temas éticos y bioéticos Peter Singer. Me ha llamado la atención la bifurcación conceptual que Singer establece en el campo de la empatía. No es un asunto periférico. Creo que es justo ahí donde se halla la tabla de salvación de la aventura civilizatoria. Desde sus instantes aurorales, la humanización  ha consistido en aceptar que el otro es un compañero en el acontecimiento humano (somos biológicamente homínidos, pero queremos humanizarnos). No es una tarea especialmente difícil cuando el otro es un ser con el que nos eslabona la afectividad, pero deviene en empresa faraónica cuando el otro es alguien del que no sabemos nada, vive a  miles de kilómetros, o es una referencia abstracta. La bifurcación propuesta por Singer parte de una distinción capital. No es lo mismo entender los sentimientos que compartirlos. Es la misma diferencia que existe entre empatía y compasión. Gracias a los aspectos emocionales de la empatía nos identificamos de un modo rápido y sencillo con los congéneres de carne y hueso que pueblan nuestra vida privada, pero también con la individualidad desconocida que se presenta ante nuestros ojos en el espacio público. Esta empatía emocional nos moviliza. Sin embargo, se torna poco eficiente cuando la otredad no está delante de nuestro peinado ocular, o no nos sutura a ella ningún nexo afectivo, o se reduce a una abstracción nominal. 

En el planeta Tierra nos hospedamos casi ocho mil millones de personas, y la irradiación afectiva de cualquiera de nosotros alcanza ridículamente a tan solo unas ciento cincuenta de ellas, según certifica el célebre número Dunbar. Esta insuficiencia emocional sólo se puede resolver si entran en juego los aspectos cognitivos de la empatía. El altruismo eficaz que analiza Singer se preocupa mucho más por la empatía cognitiva que por la empatía emocional. Es muy fácil sentir empatía emocional, requiere mucha instrucción sentimental sentir empatía cognitiva. Cualquiera que haya acudido a mis presentaciones de La razón también tiene sentimientos me habrá escuchado decir algo idéntico, aunque con terminología diferente. El sentimiento es muy útil en las distancias cortas, pero se vuelve inoperante e incluso irresoluto en las largas. La racionalidad es imprescindible para entender y asir el mundo de los valores universales con los que queremos engalanar nuestra condición humana, pero adolece de la falta de arranque que sin embargo sí posee la vibrante emoción. Necesitamos racionalizar el sentimiento para convertirlo en acción, pero no en una acción cualquiera, sino en una valiosa y decente. Esa acción recibe el nombre de virtud, el conjunto de las conductas que consideramos nos mejoran a todos los que participamos de la expedición humana.

La virtud logra una proeza inaudita. Se sirve de la fuerza propulsora del sentimiento de donde procede en primera instancia, pero también de la jurisdicción de la racionalidad para adentrarse en la abstracción de los valores y guiar así el comportamiento. Recuerdo que en El gobierno de las emociones Victoria Camps lo expresaba como uno de los más grandes hallazgos éticos. Estamos en un punto muy excitante que nos debería enorgullecer como especie. La racionalización del sentimiento alumbra unos sentimientos distintos de los emocionales y de los sociales. Genera el sentimiento ético. Su trazado es maravilloso y me atrevo a afirmar que es el ideal al que aspira el impulso humanista: nace de una emoción, se transforma en un sentimiento por la participación de la cognición, pasa por el tamiz de la racionalidad y su vocación universal y se acaba transfigurando en un sentimiento ético que nos aboca a la virtud. Es muy probable que no sienta ningún afecto por alguien que no conozco, pero me comportaré afectuosamente con él, o tomaré decisiones que le respeten, porque he logrado racionalizar el afecto que sí siento por los próximos y cuyo despliegue con el prójimo en forma de virtud es lo mejor para todos.

Entre las virtudes gestadas por la racionalización del sentimiento acaso la más nuclear sea la del respeto. El respeto consiste en tratar al otro como una entidad valiosa por ser un ser humano (el autorrespeto es algo análogo pero con nosotros mismos). A este sorprendente valor le hemos dado el nombre de dignidad. La dignidad es una invención ética por la que hemos decidido apreciar a toda persona por el hecho de serlo. La dignidad es la vitrina de nuestra humanidad, pero como ficción ética no se percibe a través de ninguna emoción, sino a través del ejercicio de la racionalidad. Es en la intelección donde podemos comprender que el otro es un ser que solicita el mismo valor y el mismo interés que reclamamos para nosotros porque es un ser humano que comparte idénticas afinidades. Donde no llega ni la emoción ni el sentimiento, sí puede llegar la ética, que es la reflexión del sentimiento. El altruismo es ayudar al otro desinteresadamente, pero puesto que compartimos la tarea de humanizarnos, puesto que la dignidad se sostiene en el respeto de la dignidad del que es mi igual siendo mi prójimo, ayudar con nuestras acciones directas e indirectas a preservar la dignidad del otro es ayudar a preservar la nuestra, y simultáneamente a hacer del mundo un sitio más humano. Ayudar al otro es ayudarme yo. El llamado altruismo egoísta debería bautizarse como altruismo inteligente. O sea, virtud.



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martes, mayo 23, 2017

Libertad, qué hermosa eres y qué mal te entendemos

Obra de Bronwyn Hill
Existe mucha desorientación cuando hablamos de la libertad. En los cursos suelo recordar una maravillosa definición de Octavio Paz, quizá la más lacónica aunque más precisa que he leído. El Premio Nobel de Literatura escribió que «la libertad consiste en elegir entre dos monosílabos, sí y no». Recuerdo que hace unos años cometí la procacidad de matizar esta afirmación. Agregué un tercer monosílabo, concretamente su negación. La nueva definición quedó formulada de la siguiente manera: «La libertad consiste en elegir entre dos monosílabos y la negación de un tercero: sí, no y no sé». La incursión de esta tercera variante es muy sencilla. Muchas acciones las realizamos ignorando qué motivos últimos nos hicieron elegirlas. Nos decantamos por unas decisiones en vez de por otras análogamente válidas y nuestra explicación más sólida es encogernos de hombros. Esto no significa que no hayamos deliberado sobre el motivo, o que no hayamos rastreado lo que nos impulsó a esa elección. Significa que no lo hemos encontrado.

Solemos citar la libertad como valor supremo. Olvidamos con preocupante facilidad que esta consideración nos metería en problemas irresolubles, puesto que ningún otro valor podría objetar su despliegue. Si alguien entiende la libertad como hacer lo que le dé la gana y coloca este valor por encima de valores compartidos, la convivencia se tornaría en muy poco tiempo en un lugar muy desagradable. Voy a compartir aquí mi definición de libertad que conexa con la anterior expresión coloquial: «Libertad es la capacidad de no hacer lo que te dé la gana aunque pudieras hacerlo». No lo haces porque desobedeces tus propios deseos, el instante más notorio de la libertad. Transgredir unos deseos implica simbióticamente acatar otros. Saber elegir bien cuáles mejoran y cuáles empeoran la aventura de haber nacido en una comunidad reticular es lo más relevante que uno puede aprender en la vida. Muchos coligen que colmar la instantaneidad del deseo es la más efervescente expresión de la experiencia de libertad, cuando se trata de un acto que delata mucha sumisión. A los corifeos que promulgan que el deseo se satisfaga sin más dilación si irrumpe en nuestra vida, yo jamás les he oído la matización de si ese deseo ha de ser deseable o no. Existen muchos deseos que por el bien de todos es mejor que nadie los cumpla. Los grandes filósofos éticos han intentado dar con la piedra filosofal en la que el deseo se alinee con lo deseable, es decir, con aquellas conductas que nos plenifiquen y simultáneamente permitan la creación de espacios que plenifiquen a los demás. Libre es aquel que ha logrado que lo apetecible y lo conveniente sean un mismo deseo. Empiezo a sospechar que la sabiduría es actuar bajo la égida de esta comunión. Por eso el sabio es libre.

En el último ensayo publicado antes de su muerte, Extranjeros llamando a la puerta, Zygmunt Bauman cita a Hanna Harent para remachar una idea que es perfecta para lo que yo quiero explicar aquí: «Cuando uno piensa su yo está solo, pero cuando actúa su yo se encuentra con otros yoes». El pensamiento opera en un área privada, pero la acción lo hace en un nicho compartido. La libertad cómo dinamismo por el que nos decantamos por unas acciones en vez de otras se incuba en la privacidad de las ideas, pero se sedimenta en una línea de acción que incursiona en el paisaje humano donde habitan otras alteridades. Al deshilacharse la idea de comunidad en aras de un individualismo que se cree autosuficiente, eliminamos simultáneamente muchos límites que son los verdaderos nutrientes de nuestra libertad. En El contrato social Rousseau insistía en esta idea, clave para afrontar la convivencia como destino insoslayable. En la urdimbre intersubjetiva se pierde una porción de libertad para poder ser libres.

En el ensayo La ciencia y la vida de Valentín Fuster y el siempre añorado José Luis Sampedro se explica esta circunstancia con un ejemplo muy fácil de entender: «Si no hay normas, no hay libertad. La cometa vuela porque está atada. La cuerda permite la resistencia contra el viento y por ello la cometa vuela». Kant empleaba el símil de la paloma y el viento para explicar esta aparente aporía. En el vacío la paloma no levantaría el vuelo. En el esclarecedor El gobierno de las emociones, la lúcida Victoria Camps cita a Williard Gayling y Bruce Jennings, autores del libro The perversion of autonomy, para recalcar este argumento aparentemente antitético pero primordial para entender la relación entre convivencia y libertad: «No puede haber una sociedad libre sin autonomía individual y no puede haber una sociedad sostenible que descanse solo en la autonomía». Yo soy muy recalcitrante intentando explicar esta idea en las clases y en los cursos porque con los años he comprobado atónito que rara vez los asistentes la tienen automatizada sentimentalmente. Aunque parezca contraintuitivo, la interdependencia es el marco que facilita nuestra independencia.



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martes, abril 11, 2017

Las personas ya no se mueren, ahora se van



Obra de Borba Bonafuente
Cada vez se practica con más asiduidad el ejercicio de llamar a las cosas por cualquier nombre que no sea el suyo. El lenguaje configura la realidad, así que si no puedes modificar la realidad puedes intentar cambiar el lenguaje. Una de las torsiones más malabares del lenguaje es el eufemismo. Consiste en canjear una palabra por otra, aunque su consanguinidad semántica sea discutible. El eufemismo sirve para evitar pronunciar una palabra con connotaciones ásperas sustituyéndola por una menos abrasiva que dulcifica el mensaje. De este modo se suaviza la transferencia de la información, se amortigua la carga negativa de la palabra a la que queremos referirnos al ser suplantada por otra más almibarada o más acendrada. Esta herramienta guarda sentido cuando la palabra canjeada puede resultar muy grosera o muy franca, pero la sombra del eufemismo se ha alargado tentacularmente y ahora se mutan palabras en las que no se detecta ni aspereza ni rugosidad ni franqueza. A mí me llama tremendamente la atención cómo la palabra muerte ha sido desterrada del vocabulario cotidiano. Al ser humano la muerte siempre le ha espeluznado e históricamente son innumerables los eufemismos desplegados para evitar citarla por su verdadero nombre: la señora de negro, la señora de la guadaña, la oscuridad, el último hálito. También existen expresiones como «dormir el sueño eterno», «realizar el último viaje», o «pasar a mejor vida». A mí me gustaba mucho la expresión que le leí a un novelista, por elegante y descriptiva: «doblar la servilleta». Nada que ver con los eufemismos contemporáneos.

Aunque parezca increíble, la gente ya no se muere, ahora se va. Es muy inusual escuchar que tal persona ha muerto, pero sí lo es escuchar que tal persona se ha ido, aunque nadie de los que utilizan la expresión agregue a qué sitio exactamente. Otro eufemismo un tanto banal es que la persona ya está descansando, como si se hubiera ido a echar la siesta. Descansar quita pesantez y alivia la experiencia de morir, pero su significado es cesar en el trabajo, reposar, dormir un rato. El eufemismo que ya ha alcanzado el estatuto de manido y por tanto vive instalado en el guión cultural colectivo es señalar que alguien nos ha abandonado en vez de afirmar que ha muerto. «Nos abandonó en la madrugada de ayer», «nos abandonó de repente, nadie se lo esperaba». Este eufemismo riza el rizo, porque cuando alguien abandona un lugar lo hace por voluntad propia, y normalmente la muerte irrumpe contra la voluntad del finado. Abandonar es dejar solo a alguien o interrumpir su cuidado, y cuando decimos que alguien nos ha abandonado,  o nos ha dejado, parece que estamos reprochando que ese alguien desdeñe nuestra presencia, o que incumpla sus promesas, o que haya decidido deliberadamente inasistir a una cita. Cuando una persona abandona algo está ejerciciendo su plena autonomización. Morir es justo perderla.

La derrota del pensamiento (como escribió Alain Finkielkraut), la infantilización del mundo, la sociedad del espectáculo (gran definición de Guy Debord en la que ser es tener y tener es parecer), la ligereza de los tiempos (como describe en su último ensayo Guilles Lipovetsky),  la inconsistencia de los vínculos y de los deseos (el mundo líquido tan genialmente  acotado por Zygmunt Bauman), quizá tengan algo que decir al respecto de este cortejo de palabras trucadas para no pronunciar la palabra muerte. La muerte requiere pensamiento para ser entendida en su vacía totalidad, finiquita el espectáculo, despide la ligereza, enseña los verdaderos vínculos a los que no se mueren, patentiza sin miramientos qué es ser y qué es tener. La muerte es un evento biológico, pero la finitud es la conciencia de que ese evento tarde o temprano prorrumpirá en nuestras vidas. La posibilidad de esa conciencia es la que nos humaniza y nos permite jerarquizar el sentido de aquello que realizamos en este tracto que llamamos vida. Que nos resulte poco decoroso llamar a la muerte por su nombre es preocupante, porque el conocimiento de que vamos a morir es la quintaesencia de la vida humana. Morir es clausurar el proyecto que somos mientras estamos vivos. La definición más precisa de la muerte que yo he leído jamás la descubrí hace muchos años en una obra de Heidegger. La muerte es la posibilidad que imposibilita todas las demás posibilidades. Nada que ver con irse, abandonar, o descansar.



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