Mostrando entradas con la etiqueta deseo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta deseo. Mostrar todas las entradas

martes, noviembre 15, 2022

«Los deseos no envejecen, a pesar de la edad»

Obra de Alice Neel

Ayer fue mi cumpleaños. Nietzsche escribió acertadamente que tenemos la edad de nuestros deseos.  Es una sentencia muy hermosa y muy útil para dar la bienvenida a la nueva edad con su nuevo y siempre sorprendente guarismo. Battiato cantó en La estación de los amores que hay deseos que no envejecen a pesar de la edad. Esta longevidad de determinados deseos se puede aprovechar como fuente inagotable de alegría. Como un deseo relega a otro deseo en un interminable proceso que puede provocar una dolorosa hemorragia de deseos, y por tanto anexar una insatisfacción crónica, secularmente el deseo se ha mirado con mucho recelo filosófico. Acerco aquí una reflexión de Sapolsky para resumir lo que quiero expresar. «Nuestra tragedia humana más frecuente es que cuanto más consumimos, más hambrientos estamos». Dicho con el vocabulario de este artículo: cuanto más deseamos, más nos esclaviza el deseo. Lo celebratorio y encomiástico es que el deseo no es solo suplir una ausencia, como nos recuerda recalcitrantemente el lenguaje publicitario al enfatizar lo que nos falta, también es complacerse de una presencia. André Comte-Sponville desentrañó en uno de sus ensayos el secreto vital que supone aprender a desear lo que ya se tiene, que es una rotunda definición  de disfrutar. Desear lo que se tiene es desear seguir haciendo lo que ya se hace, que también sirve para explicar qué es el entusiasmo. Spinoza nos habló de la fuerza centrífuga del deseo, el conatus, afirmando que todo en el ser humano es deseo, una inclinación inercial y envolvente que nos lanza hacia adelante. Ese deseo o conatus es una energía inherente que podemos utilizar en beneficio propio si la orientamos en una dirección adecuada. Pero puede devenir problemática y desvencijarnos si la dirigimos hacia lugares improcedentes. Este punto es crucial. Acabamos de saltar de la biología a la ética.  

Platón enunció que educar es educar deseos, y aprender, una vez eliminada la hojarasca pedagógica que sepulta lo verdaderamente medular del magisterio de la vida, se puede resumir en desear lo deseable. En un mundo en el que parece que existe una inflación de deseos, pero simultáneamente una deflación del deseo, no hay que solicitar la derogación del deseo (en singular), sino jerarquizar deliberativamente los deseos (en plural), mantener viva la capacidad desiderativa y hacerla dialogar con la capacidad crítica. Incorporar la fuerza del deseo (in-corporar es hacerla cuerpo, fundirla en la subjetividad que somos) al día a día en el que late la vida, pero deliberando en torno al contenido y la estratificación del propio deseo. Cuando se habla de educar en valores lo que se quiere decir es educar en jerarquizar y autorregular deseos. La gobernabilidad del deseo no es fácil cuando en la sociedad de mercado hay una igualación entre deseo y necesidad, y tanto las lógicas de la producción como las de la financiación azuzan el deseo humano hasta convertirlo en indomable y déspota. Lo inducen a una impulsividad que deplora el límite y que lejos de proveer alegría inflige subyugaciones y sufrimiento.

De entre todos los deseos concedo centralidad al deseo de aprender, pero no aprender saberes técnicos o prácticos orientados a crear o modificar objetos, ni herramientas sofisticadas para optimizar nuestro ya insorteable vínculo con la omniabarcante digitalización. Me refiero a despertar todas las mañanas con ganas de curiosear con qué cosas nos agasajará el día que empieza a asomarse, y cómo podremos metabolizarlas para que al acabar la jornada seamos personas más inteligentes y bondadosas. Aprender es apropiarse de lo que enseña el mundo con el fin de utilizarlo para instalarnos en él de un modo más emancipador y amable, y simultáneamente crear condiciones de posibilidad para que los demás puedan aspirar a lo mismo si lo consideran oportuno. Cuando ayer mi compañera me exhortó a pedir un deseo antes de soplar las velas de la tarta de cumpleaños, no pensé en nada de todo lo que acabo de escribir, aunque quizá sí  lo tuve en cuenta sin ser muy consciente de ello. Pedí que mi nueva edad y mis deseos se llevaran bien.

 

   Artículos relacionados:

martes, enero 18, 2022

Disfrutar es desear lo que se tiene

Obra de Anita Kleim

Por casualidad me topo con un texto de Irene Vallejo en el que se hace las siguientes preguntas con sus correspondientes contestaciones: «¿Solo sentimos el valor de lo que fue nuestro y dejamos escapar? ¿Todos nuestros paraísos son paraísos perdidos? La mayoría de nosotros no sabemos decir con exactitud en qué consiste la felicidad hasta que ya la sentimos vivida por completo. Cuántas veces la reconocemos al recordarla, pero sin haberla percibido con claridad mientras duraba». No recuerdo a qué poeta le leí el mismo argumento geográfico aunque formulado con la condensación audaz del aforismo: «La felicidad se ubica entre todavía no y ya no».  Escribo aquí la palabra felicidad para respetar la literalidad de la cita, pero esta palabra lleva unos años desterrada de mi vocabulario por la sencilla razón de que su uso, en vez de esclarecer nuestros afectos y nuestro mundo desiderativo, los emborrona y los convierte en vaporosos y desconcretos. La decisión de eliminar este término se acrecentó después de leer Happycracia, el ensayo de Eva Illouz y Edgard Cabanas en el que patentizan que para esa dupla formada por el pensamiento neoliberal y la cultura de autoayuda la felicidad es una idea instrumentalizada espureamente que en vez de proporcionar bálsamo provoca desasosiego crónico. En mi caso prefiero utilizar la palabra alegría, el sentimiento que aflora cuando la realidad favorece nuestros intereses. También me gusta mucho la palabra sentido, la narración en la que encajamos el devenir de nuestros días para conferir orientación y puntos de arraigo a la instalación de nuestra existencia en el mundo de la vida. Tanto la alegría como el sentido le deben mucho a la atención, a esa capacidad con la que decidimos dónde posar nuestra percepción y cómo absorber sentimentalmente lo percibido. Creo que acabo de definir en qué consiste la autonomía humana.

Sigo leyendo la prosa amable y sabia de Irene Vallejo: «Cuando la memoria regresa al pasado, nos damos cuenta de que hemos dejado atrás, sin pararnos, casi sin verlos, los oasis más verdes. Por eso Fausto, el personaje de Goethe, vendía su alma al diablo a cambio de un momento del que poder decir: “¡Detente, instante, eres tan bello…!. No se trataba solo de felicidad, sino de la conciencia de esa felicidad mientras duraba». De nuevo recuerdo otro aforismo en el que se aseveraba que «solo los poetas están en disposición de valorar las cosas sin necesidad de que se las lleve la corriente». Obviamente no se trata de dedicarnos a escribir poemas para pertrecharnos de una sensibilidad lírica, sino de inaugurar cada nuevo día con una mirada creadora, un sistema de evaluación cabal que nos permita estratificar prioridades y advertir la suerte que albergamos de estar vivos sin demasiadas averías ni en el cuerpo, ni en los afectos, ni en la dignidad. Sin embargo, la torpeza humana nos vuelve miopes para contemplar y  disfrutar  lo maravilloso que está a nuestro alcance, que es mucho, y nos dona una vista de lince para detectar lo que nos falta, que también es mucho, pero mayoritariamente innecesario. Esta constatación no está reñida con la ampliación de posibilidades, la propensión a ensanchar los límites de nuestro campo de acción y a indignarnos si intentan estrechárnoslos con decisiones injustas.

El filósofo francés Andre Conte-Sponville decía que en vez de fijarnos obsesivamente en lo que nos falta, cultivemos la práctica de demorar nuestra atención en lo que tenemos. No es una apelación al conformismo, sino una prescripción para sortear la pegajosidad de la tristeza. La sentimentalidad consumista nos recuerda siempre las ausencias que nos incompletan y nos reprueba que nos conformemos con estar plácidamente repantingados en la zona de confort, es decir, que censura que nos sintamos cómodamente guarecidos de la incertidumbre y la precariedad, cuando sabemos que ambas circunstancias erosionan el vivir bien hasta convertirlo en un vivir mal. El consumismo incita a desear aquello que no tenemos, a sentirnos decepcionados si no alcanzamos lo que el propio consumo nos permite colmar (de aquí deriva el título La sociedad de la decepción de Lipovetsky). En La Felicidad, desesperadamente, Comte-Sponville señala otra dirección del deseo, muy acorde con el título de la obra. El deseo no es solo anhelar lo que no tenemos, es también anhelar que sigamos teniendo lo que ya tenemos. La sabiduría del desesperado es la de quien no  espera nada porque ha logrado estar tranquilo con lo que posee. Es una desesperación inteligente que no cursa con la zozobra sino con el sosiego y la ataraxia. Por eso es propia del sabio. «Disfrutar es desear lo que se tiene». No lo digo yo. Lo dice Sponville. Pero lo suscribo categóricamente.

Acabo de ver una entrevista que hace unos meses le hicieron al retirado periodista deportivo José María García. Hace tiempo le diagnosticaron un cáncer. Todas las pruebas que le realizaron hacían prever un desenlace aciago, aunque afortunadamente no fue así. El entrevistador le pregunta que si la posibilidad de saber que la vida puede cancelarse en cualquier instante le ha cambiado la manera de afrontar las cosas. La respuesta de García es antológica: «¿Ves esta vaso de agua que me han puesto aquí para la entrevista? Antes de la enfermedad lo podía ver medio lleno o medio vacío. Ahora lo veo siempre lleno». El psicólogo Axel Ortiz explica muy bien esta forma de mirar: «Cuando tenemos conciencia de lo afortunados que somos por lo que sí tenemos, nuestra vida se vuelve asombrosa».  Nada más leer esta reflexión me he acordado de un aforismo de mi añorado Vicente Verdú. Lo escribió poco antes de que un cáncer le interrumpiera abruptamente la vida. «La gente que se queja de que no le pasa nada, no sabe de cuanto mal se libra».

 

  Artículos relacionados:

martes, noviembre 10, 2020

El mundo siempre es susceptible de ser mejorado

Obra de Elysabeth Peyton

Leibniz escribió en el siglo XVIII que «el mundo real es el mejor de todos los mundos posibles». Es una aseveración tremendamente conservadora. Si vivimos en el mejor de los mundos posibles, entonces no quedan elementos que mejorar y resulta disonante cualquier apunte transformador. Esta aserción abre la puerta de par en par al conformismo acrítico, a la momificación de las ideas, a considerar innecesario pensar más allá de lo que creemos saber, al peligroso adelgazamiento de la imaginación política y ética, a la dilución del compromiso social, al derrotismo, a la sencilla descualificación de cualquier proposición oponente o de cualquier alternativa que señale metas más emancipadoras y respetuosas con la vida humana y el entorno ecológico en el que se despliega. Releyendo estos días diferentes pasajes del muy documentado ensayo Happycracia, sus autores, Edgar Cabanas y Eva Illouz, refutan esta afirmación tan usual en la industria de la felicidad citando a Antoine, el personaje de la novela Los Buddenbrook de Thomas Mann. La refutación es muy perspicaz. No es que no vivamos en el mejor de los mundos posibles, es que según Antoine, «no podemos saber si vivimos en el mejor de los mundos posibles». ¿Qué criterio de evaluación empleamos para afirmar algo así? Karl Popper (1902-1994) defendía que vivimos en el mejor de los mundos posibles, si bien añadía una coda que consistía en señalar el procedimiento utilizado para sostener su afirmación: «vivimos en el mejor de los mundos posibles del que tengamos conocimiento histórico».  

Este criterio popperiano resulta rotundamente conservador. Esgrime el pasado biográfico de la humanidad como medida deliberativa, pero hace caso omiso a cualquier observación propia de la inventiva y la reflexión ética sobre lo que consideramos que sería bueno que ocurriera. Recuerdo que hace unos años objeté este enunciado de Popper como punto final de mi intervención en una conferencia sobre la dignidad humana: «Nunca viviremos en el mejor de los mundos posibles porque el mundo siempre es susceptible de ser mejorado. Pero quiero recordar también antes de finalizar que el mundo es asimismo susceptible de ser empeorado. A todos nos atañe elegir con el conjunto de nuestras deliberaciones, decisiones y acciones cuál de las dos direcciones preferimos tomar».  El mundo nos concierne en su perpetuo hacerse, y nos concierne porque es pura transitoriedad. Cuando el politólogo Francis Fukuyama profetizó hace treinta años el  fin de la historia escamoteaba a la vida su condición de curso siempre inacabado. Basta echar un retrospectivo vistazo al recorrido del rebaño humano a lo largo de los siglos para advertir que la historia y el futuro sobre el que se va asentado es cualquier cosa menos algo clausurado.

Es fácil vincular el argumento popular de que vivimos en el mejor de los mundos posibles con las tesis reactivo-reaccionarias que el economista y pensador Albert O. Hirscham (1915-2012) descubrió y denominó retóricas de la intransigencia. La primera tesis que desglosa es la de la perversidad. «Según la tesis de la perversidad toda acción deliberada para mejorar algún rasgo del orden político, social o económico solo sirve para exacerbar la condición que se desea remediar». Dicho con prosa del refranero: «virgencita, virgencita, que me quede como estoy». La segunda tesis, la del riesgo, «arguye que el costo del cambio o reforma propuesta es demasiado alto, dado que pone en peligro algún logro previo y apreciado». Traducido a la llaneza del refranero: «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer». Y la tercera y última tesis hallada por Hirscham es la de la futilidad que «sostiene que las tentativas de transformación social serán invalidadas, que simplemente no logran hacer mella». Releído con prosa cotidiana significa que «como anticipamos que lo que vamos a hacer no servirá para nada, mejor no hacer nada». Estas retóricas de la intransigencia nos entregan una manera desconfiada y apocada de habitar el mundo compartido. La ausencia de confianza y la presencia del miedo son disposiciones insorteables para inhibir la capacidad imaginativa.

Frente a la aserción de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, Cabana e Illouz colocan el discurso en un lugar mucho más abierto: «la cuestión es pensar si  vivimos en el mejor de los mundos imaginables». A mí me gusta matizar un poco más y presentarlo bajo la fórmula de un imperativo: «Ten la valentía de servirte de tu propia inteligencia para discernir si vivimos en el mejor de los mundos deseables». Esta propuesta desplaza la reflexión hacía el horizonte de lo deliberativo y lo ético. Platón definió la educación como la capacidad de desear lo deseable, pero para tamaña empresa estamos obligados a saber qué es lo deseable, lo que implica permanente deliberación e imaginación compartida. Me resulta imposible no traer a colación aquí el imperativo de la disidencia y el derecho a decir no del filósofo Javier Muguerza (1936-2019): «Siempre nos cabe soñar con un mundo mejor al que nos ha tocado en suerte y podemos contribuir a su mejora negándonos a secundar lo que nos parezca injusto e insolidario, sin tener en cuenta las consecuencias que pueda granjearnos». Soñar, imaginar, deliberar, pensar, hablar, disentir. Verbos que en su forma infinitiva nos gritan que no tienen final. Ni ellos ni el mundo sobre el que operan.

 

  Artículos relacionados: