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martes, mayo 01, 2018

¿Es posible el altruismo egoísta?




Obra de Bo Bartlett
Para que no haya ninguna duda me atrevo a afirmar que el altruismo no es prerrogativa de almas caritativas, sino de almas muy inteligentes. No entiendo muy bien qué tergiversación nominal y afectiva ha ocurrido para que el altruismo se asocie al egoísmo. Se define como altruismo egoísta toda acción en la que se ayuda al otro, pero la acción se pone en entredicho porque se detecta una tracción motivadora en el placer que procura intrínsecamente la propia ayuda. En el recomendable ensayo El mal samaritano de la socióloga Helena Béjar se indaga con resultados sorprendentes en estas mecánicas. Es cierto que a veces la conducta altruista descansa en la gratificación personal que supone ayudar al otro, pero jamás se me ocurriría conceptuar esa motivación como egoísta. La severidad que supone definir como egoísta una acción altruista me parece una tara léxica nacida de una preocupante corrupción sentimental. La apuntada concordancia entre altruismo y egoísmo se produce en los imaginarios porque se ha hiperbolizado la idea de que ningún acto humano está exento de la búsqueda de beneficio propio, como si colaborar con el otro a su mejora, prosperidad o simplemente a que transite hacia una situación más favorable para sus intereses sea lo mismo que negarle la ayuda, sabotearle oportunidades o procurarle un daño injusto. Incluso la instrumentación del altruismo y su publicidad para elevar la cotización en el parqué social no lo consideraría egoísmo, sino narcisismo o vanidad. 

Existe una zona fronteriza en la que pueden coincidir la ayuda desprendida y la satisfacción que emerge ante la contemplación de lo bien hecho. ¿Este sentimiento de orgullo anula la acción altruista, desautoriza que se la pueda nominar de este modo? Que el altruismo retroalimente beneficios para ambas partes aunque sean de naturaleza diferente, ¿invalida que se le pueda calificar de acontecimiento altruista? Mi respuesta es no. Es una noticia que debe congratularnos a todos saber que ayudar al otro genera respuestas gratificantes en quien presta la ayuda, y que esas acciones reciben el aplauso de la comunidad. Intuyo que uno de los motivos de este embrollo conceptual radica en que no sabemos descifrar nítidamente en qué consiste el comportamiento egoísta. Urge alfabetizarnos para expresar con más sutileza y menos simplificaciones los sentimientos que decoran nuestras acciones. Hace unos años elaboré un programa educativo llamado Pedagogía de la Cooperación. Estaba destinado a chicas y chicos de catorce y quince años. En ese programa inventé una dinámica con ilustraciones para que discernieran comportamientos aparentemente egoístas, pero que sin embargo no lo eran. La línea que los separaba era muy visible, si previamente se aceptaba que egoísmo es toda acción en la que la consecución de un bien personal provoca un perjuicio en el bien común. Es la diferencia que yo argumento entre egoísmo e individualismo. En el individualismo se anhela la ampliación de bienestar privado, pero no implica perjudicar el bienestar público, no al menos de forma marcadamente consciente. En el egoísmo ese perjuicio es insoslayable. Y muy consciente.

Sostengo que no puede existir en una misma conducta el deseo de ayudar al otro y el deseo simultáneo de perjudicarlo. Si el altruismo es ayudar desinteresadamente al otro, su sentimiento antitético no sería el egoísmo, sino la maldad, que es aquel curso de acción destinado a perjudicar al otro sin que necesariamente obtenga réditos quien lo lleva a cabo. Si los tuviera, hablaríamos de crueldad, y si la acción proporcionara delectación en su ejecutor la tildaríamos de perversidad. Oponer al altruismo el egoísmo es una elección impertinente. Si en una acción en la que procurando un beneficio a otro me beneficio yo, aunque sea con el pago de una gratificación sentimental, un raptus de bienestar, la adquisición de reputación, o la satisfacción del deber cumplido, estamos delante de una acción que supura inteligencia. El mal llamado altruismo egoísta debería recalificarse como altruismo inteligente. 

Si ayudo al otro, me ayudo a mí, aunque la recompensa no aparezca contigua a la acción que acabo de desplegar. Que me importe el otro es la mejor manera de que yo le importe también. Quizá la motivación es individual, pero adjunta un soberbio resultado social. La mutualidad puede invisibilizarse en el aquí y ahora, aunque forja una red de transacciones en la urdimbre social. Favorezco la perpetuación de una lógica de reciprocidad tanto directa como indirecta en la que alguien hará lo propio conmigo si en el futuro me hallo en una situación similar. Anticipar las gratificaciones que sin embargo se sitúan cronológicamente lejos de su punto seminal requiere la participación de la racionalidad, la capacidad de fabricar argumentos por los que regirnos para vivir y convivir mejor. Una de las características de la gente obtusa es su pobre relación con el futuro y con esa exterioridad que llamamos los demás. No entrelazan un acto de ahora con su repercusión ni en su propio porvenir ni en el cuerpo social. La cara b del altruismo no es el egoísmo, es la inteligencia, que cuando se fija en la articulación del magma social se convierte en justicia, imprescindible para la vida en común, pero también para la felicidad privada. No hay nada más inteligente que procurar que se desarrolle el bienestar de todos en ese marco de metas compartidas que llamamos convivencia.



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martes, febrero 21, 2017

El abuso de debilidad y otras manipulaciones

Obra de Dan Witz
El ser humano siente la proclividad de convertir en su metafórico alimento al más débil que él. Es un tropismo atávico desarrollado en escenarios de escasez que se ha instalado también en escenarios de sobreabundancia como el contemporáneo, aunque esa abundancia está tan mal repartida en el redil humano que sus beneficiarios nos adoctrinan con la idea de la carestía y con el fomento de la competición para no padecerla. Para conjurar la mala suerte de caer en el indeseado bando de los devorados invertimos mucho tiempo y mucha energía. A esta inversión la llamamos de eufemísticas maneras (titulación, ingresos, capital social, empleabilidad, reputación, estatus, rango, solvencia financiera, habilidades, competencias), pero si subordinamos el conjunto de nuestras acciones veremos que todo desemboca en conseguir aprobación y cariño y simultáneamente no ser atacados por los predadores más feroces de la sabana social. A veces estamos aprovisionados de todo lo que la competición prescribe para no sufrir los zarpazos de la depredación, salvo el afecto, el rasgo más humano de toda nuestra identidad como especie. Es ahí donde opera el abuso de debilidad.

El abuso de debilidad se produce cuando una persona se aprovecha de otra gracias a su vulnerabilidad y fragilidad afectivas. Resulta difícil delimitar sus fronteras porque en muchos casos el claramente perjudicado da su consentimiento para que el otro ejecute acciones de dudosa licitud. Sin embargo, ese consentimiento puede estar prologado de manipulación o violencia psíquica, y aquí es donde todo el paisaje se repleta de niebla.  ¿Cuándo es abuso, estafa, timo, engaño, manipulación de la confianza,  y cuándo es decisión autónoma, voluntad libre, relación consentida, aceptación nacida de un acuerdo entre iguales, conductas éticamente apropiadas? El ensayo  El abuso de debilidad y otras manipulaciones trata de trazar esos límites y recordar que aunque hay situaciones que pueden no ser jurídicamente sancionables, sí se pueden evaluar desde el prisma ético. Su autora es la psicólogo y psiquiatra francesa Marie-France Hirigoyen, conocida por su demoledora obra El acoso moral y por la incisiva Las nuevas soledades.  En sus obras Hirigoyen no sólo coloca perfectamente su lupa observadora sobre el punto preciso, su atildada y ágil escritura te motiva a perseguir líneas sin parar. El abuso de debilidad y otras manipulaciones se adentra en un primer momento en el análisis pormenorizado del consentimiento (no hay consentimiento válido si se ha dado por error, o si ha sido obtenido con violencia o dolo, es lo que se tipifica como vicio de consentimiento), la confianza,  la influencia y la manipulación. En el apartado dedicado a reseñar  las tácticas manipuladoras que el abusador esgrime con su víctima, la autora se ciñe al libro Pequeño tratado de manipulación para gente de bien de los también franceses Robert-Vincent Joule y Jean-Léon Beauvois. Recomiendo su lectura a todo aquel que tenga curiosidad en estudiar lo previsibles que somos los animales humanos. Recuerdo que este texto a mí me ayudó mucho hace ocho años para la redacción de un manual de comunicación persuasiva.

Una vez cartografiado el mapa de la influencia, Hirigoyen nos habla de las víctimas potenciales para los depredadores. El depredador suele posar su atención en personas mayores, discapacitadas, menores,  hijos (sobre todo en situaciones de divorcio), gente secuestrada por la inmadurez o por la carencia afectiva. En Las nuevas soledades patentiza que los déficits afectivos crecen a medida que crece la hiperaceleración de la vida y la indiscutida centralización de la actividad laboral, y por tanto la dificultad de tejer sólidos vínculos que requieren el concurso de un tiempo del que no disponemos. Esta fragilidad sentimental es el ángulo de ataque del abusador, el talón de Aquiles de las víctimas para ser más fácilmente sojuzgadas. Entre los impostores la autora cita a mitómanos (mentirosos compulsivos con necesidad de ser admirados), seductores, timadores (muchos de ellos agazapados en el corazón de las entidades financieras), perversos narcisistas (muy taimados y calculadores), paranoicos (que actúan más por coacción que por manipulación). Todos ellos se afanan en el sometimiento psicológico y la vampirización de su víctima. El último capítulo del libro es desolador. La autora defiende el sincronismo entre los valores imperantes en el tejido social y el abuso de debilidad. Enumera la exención de responsabilidad personal delegada en los demás o diluida en los factores ambientales. La pérdida de límites al pulverizarse la idea de comunidad y por tanto la ceguera de no ver al otro como necesario para nuestra propia vida. La dificultad para articular bien la vida pulsional. La vehemencia de la gratificación instantánea que incentiva el fraude y el atajo. La inseguridad y el miedo provocados por la crisis financiera y azuzados arteramente para la generación de sumisión. La desconfianza cada vez más afilada en nuestros iguales. Todos estos vectores propios de la jungla exacerban nuestra condición de seres frágiles y demandan una mayor presencia de autoridad pública. La autora advierte del peligro que supone la inflación del Derecho cuando sustituye el necesario control interno de cada uno de nosotros. Dicho de otro modo, la axial diferencia entre la heteronomía y la autonomía, entre la convención y la convicción. He aquí un fértil semillero para abusadores.  O para depredadores investidos de legalidad.



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jueves, julio 07, 2016

La competitividad o el regreso a la selva



Cada vez que trato de explicar cómo las condiciones medioambientales impactan inexorablemente en el sujeto que somos cada uno de nosotros, suelo citar un luminoso verso de Antonio Machado: «Es muy difícil no caer cuando todo cae». Ortega y Gasset concluyó del mismo modo con el celebérrimo «yo soy yo y mi circunstancia», aunque esta glosa llevaba anudada una coda que sin embargo no ha alcanzado tanta notoriedad: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo». Sin embargo, tanto el individualismo de la modernidad líquida como la vitoreada psicología positiva se olvidan de nuestra condición de sujetos insertos en tentaculares redes de interdependencia. Ulrich Beck lo resume con agudeza cuando afirma que «se nos pide que busquemos soluciones biográficas a contradicciones sistémicas, buscamos la salvación individual de problemas compartidos». Al vincular la supervivencia a la obtención de ingresos a través de un recurso que escasea (empleo), cualquiera de nosotros puede encontrar la solución a su problema, aunque ese hallazgo no solucione el problema. En un nicho tan competitivo como el contemporáneo, nuestra solución condena a unos cuantos individuos como nosotros a que no puedan encontrar la suya. Incluso encontrar la solución es algo momentáneo, porque siempre podemos volver a la casilla de partida. Estamos inmersos en mórbidos juegos de suma cero, donde nuestra solución trae adscrita la perpetuación del problema de todos aquellos con los que competimos por encontrarla. La psicología positiva prescribe como remedio adquirir más méritos que los demás, esforzarnos más todavía, afilar la estima personal para acumular más competencias y más opciones de empleabilidad, interpretar la adversidad como una oportunidad. Todas estas recetas no eliminan en ningún caso el problema. Al contrario. Culpabilizan individualmente a todo aquel que lo sigue sufriendo.

Se ha extirpado del discurso político y del imaginario de las personas la idea de vida en común, la cohabitación humana, los puntos nodales inherentes a la multiplicidad de interacciones, la codependencia indefectible que nos supone a todos compartir espacio, propósitos y recursos. Vivimos con los demás y los demás viven con nosotros. En La capital del mundo es nosotros yo lexicalizo esta realidad bajo la rúbrica de que somos existencias al unísono. En el ensayo Comunidad, el gran Zygmunt Bauman nos da una definición de en qué consiste ese sitio en el que se comparte la vida: «la comunidad es un lugar del que se participa por igual y se disfruta de un bienestar logrado conjuntamente». A Savater le leí la reflexión incontestable de que «estamos encerrados en el mundo con los otros». Sabiendo que hemos hecho de la convivencia un destino irrevocable, a todos nos conviene establecer procedimientos en los que las personas que están a nuestro lado tengan garantizado el estricto cumplimiento de los Derechos Humanos. No competir meritocráticamente por ellos, no comprarlos como si fueran una mercancía, sino tenerlos garantizados por el hecho de ser una persona equivalente a cualquier otra persona. Como muchos sufren ceguera ética y no comprenden que la dignidad es el derecho a poseer esos Derechos, se les puede recordar el discurso primario de que su bienestar depende del bienestar de los que están a su lado. Es difícil vivir bien si a tu lado la gran mayoría vive mal.

Las personas convivimos y lo hacemos porque hemos aprendido que agrupados sobrellevamos mucho mejor que desagregados el gigantesco desafío de haber nacido. Sorteamos mejor la intemperie existencial, aumentamos el confort material y el bienestar psicológico, incrementamos las posibilidades, somos más inteligentes cuando nuestra inteligencia traba amistad con otras inteligencias, nos encontramos más seguros, podemos plenificar la vida gracias a nuestra interacción con otras vidas que nos cuidan, nos quieren, nos reconocen, garantizan colectivamente la subsanación de desgracias individuales. En la última página del ensayo de Bauman, el nonagenario profesor explica la idiosincrasia de la vida compartida: «Si ha de existir una comunidad en un mundo de individuos, sólo puede ser (y tiene que ser) una comunidad entretejida a partir del compartir y del cuidado mutuo; una comunidad que atienda a, y se responsabilice de, la igualdad del derecho a ser humanos y de la igualdad de posibilidades para ejercer ese derecho». Nada que ver con la deriva de un mundo en el que, en aporética concordancia con el aumento del conocimiento, la tecnología y la productividad, la incertidumbre se expande, la precariedad arraiga, la pérdida de control sobre la propia vida se agiganta, la provisionalidad crece, lo lábil se aplaude y se detracta el deseo biológico de poseer certezas, lo sólido se desintegra, el futuro y la capacidad de hacer planes vitales son fulminantemente barridos del argumentario de millones  y millones de seres humanos. El mundo competitivo que predica el credo económico se asemeja cada vez más a la jungla que hace millones de años nuestros antepasados decidieron dejar atrás colectivamente porque les perjudicaba individualmente. Parece que todos nos hemos puesto cera en los oídos para desoír una dolorosa obviedad. Cuanto más competitivo es el mundo, más se deteriora la convivencia, más se complica sobrevivir, más probabilidades tenemos de hacernos daño los unos a los otros.



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martes, noviembre 10, 2015

Narcisismo verbal


Somos lo que sabemos expresar. Wittgenstein advirtió con lucidez que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. Se podría refinar un poco más esta máxima y afirmar que los límites de mi léxico y el microcosmos gramatical en el que se desenvuelve son los límites de mi pensamiento sobre el mundo que, siguiendo a Wittgenstein, es todo lo que acaece. Más todavía. Cómo se hable uno a sí mismo dentro de esas balizas determina en un alto grado la construcción de sus propias expectativas y por tanto cómo se conducirá. En consecuencia el lenguaje deviene en un buril que esculpe la plasticidad identitaria de la persona que estamos siendo a cada instante. Son tantas las posibles y acrobáticas contorsiones circenses que permite el lenguaje que a veces nos sorprende con el más difícil todavía. Entre las muchas prácticas malabares hay una especialmente fascinante. Seguro que cualquiera de nosotros la ha contemplado alguna vez en alguna parte. Ocurre cuando de repente alguien arranca a hablar de sí mismo en tercera persona. Un individuo se señala a sí mismo pero como si fuera otro. En vez de emplear el yo como el sujeto de sus narraciones personales o sus determinismos biográficos utiliza su propio nombre, o se cita aludiendo a su profesión y cargo. En sus primeros años de vida los niños se refieren a sí mismos de este modo. Al parecer el yo no ha progresado lo suficiente como para admitirse como una unidad. Es muy cándido observar a un niño de dos o tres años referirse a sí mismo por su nombre. Lo que ya no lo es tanto es contemplar cómo esa misma operación la realiza una persona que hace unas cuantas décadas dejó de serlo. Yo repito con fatigosa frecuencia que el alma es esa conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a todas horas lo que hacemos a cada minuto. En uno de sus poemas Mario Benedetti habla de sí mismo como «yo y yo», es decir, el milagroso desdoblamiento que se produce en el diálogo interior entre el yo que habla y el yo que escucha. Basta con prestarse un mínimo de atención para descubrir que «yo y yo» se pasan el día charlando animadamente.  En mi caso es así. «Yo y yo» estamos de cháchara todo el rato.

Pero en el caso que nos ocupa no se trataría de «yo y yo», sino de «yo y él», un diálogo exterior con otras personas en el que el yo se escinde para hablar de sí mismo como si fuera una alteridad disímil a él. Uno se cita a sí mismo, se señala, pero al hacerlo toma una distancia verbal que es como si hablara de otro al que sin embargo nomina con su mismo nombre y apellidos. ¿Por qué uno habla de sí mismo sustantivándose en su misma identidad nomimal pero como si se estuviera refiriendo a otra persona? ¿Por qué adopta la decisión de hablar de sí mismo como si no fuera él mismo? ¿Qué fin persigue esta peripecia autorreferencial del lenguaje? Hablar en tercera persona de sí mismo es como hablar en primera persona pero hipertrofiadamente. Es un yo tan quintaesenciado y tan hiperbólico en su vanagloria que no puede referirse a sí mismo si no es desde la circunvalación que le permite la enigmática magia del lenguaje. El espejismo de la supuesta distancia de separación consigo mismo es en realidad la abolición de la distancia.  Más que una versión estilizada del narcisismo es su caricaturesca representación. La primera persona del singular (yo) es demasiado diminuta para abarcar tanta egolatría, así que el propio ególatra transmuta en la tercera (él). El usuario de esta expresión es tan dúctil a su narcisismo que se le cuela en la simple elección del léxico con el que se autorreferencia. Hay otro elemento nada marginal que señala esta egocéntrica dirección. Yo todavía no he escuchado a nadie hablar de sí mismo en tercera persona para reprobarse una conducta, o que cite su estatus profesional si éste no se ubica en los lugares elevados de la pirámide social. Esta arquitectura lingüística se levanta para el halago, no para la devaluación. Yo es él, él es yo, pero en realidad todo es él y él. Es puro fundamentalismo del yo, la militancia más homogénea e idólatra del ego. La conclusión puede ser muy simple. Utilizamos el lenguaje verbal para hablar con nosotros mismos y con los demás, pero al hacerlo el lenguaje también habla y se expresa. Comenta cosas de nosotros sin ninguna pudicia. Visibiliza quién habita dentro de la voz que lo pronuncia. Airea información confidencial. Nos habla.



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jueves, abril 09, 2015

La decepción



Alice Neel, Hartley, 1965
La decepción es la introspección amarga que nace del incumplimiento de una expectativa. Es el reverso del deseo, la tristeza causada por no poder satisfacerlo, el malestar de una pretensión que no ha podido incursionar en la realidad y finalmente se ha disipado en la nada. En la decepción experimentamos que no somos del todo, que nos falta algo que en la ficción ya habíamos dado por hecho porque aspiraba a suceder. Vinculada a esta carestía Sartre escribió que el hombre no es lo que es y es lo que no es. Yo creo que es ambas cosas. Alguna vez he escrito que en la persona que somos también habita la persona que nos gustaría ser, nuestra plasticidad hace de nosotros una aleación en la que palpita el resultado de lo que hemos conseguido y el resultado de lo que estamos intentando. Nuestra divulgada aunque discutible condición de arquitectos de nuestra vida, de autores exclusivos de nuestra biografía, la engañosa abolición del secular destino de clase, la supuesta evaporación de prerrogativas de casta que encorseten nuestros sueños, la pregonada volubilidad de la existencia que permite ser trazada al antojo de la voluntad, han hecho que las expectativas construidas sobre nosotros mismos se hayan disparado. También la dificultad de poder satisfacerlas. El mundo líquido, el nomadismo biográfico, la volatilidad de los anclajes sentimentales, el consumismo que enerva las necesidades ficticias, el discurso positivista que otorga a nuestra voluntad poderes omnímodos, favorecen que los deseos se liberen peligrosamente y con ellos también la bilis que supone no colmarlos. Durkheim bautizó a esta dilatación inacabable del deseo como «la enfermedad del infinito».

Guilles Lipovetsky lo explica muy bien en La sociedad de la decepción: «Cuanto más aumentan las exigencias de mayor bienestar y una vida mejor, más se ensanchan las arterias de la frustración. Los valores hedonistas, la superoferta, los ideales psicológicos, los ríos de información, todo esto ha dado lugar a un individuo más reflexivo, más exigente, pero también más propenso a sufrir decepciones». Toda la publicidad de venta de bienes, servicios y experiencias nos muestra un edénico mundo color de rosa que por contraste convierte la vida de cualquiera en un territorio yermo y decolorado. La existencia puede devenir en una travesía muy infausta si no se poseen adecuados criterios de evaluación y significado, si se embotan los mecanismos de comparación,  si no se domeña el deseo (inhibición del impulso, según la jerga psicologista), si nuestro relato interior no se empalabra bien, si nuestra autoestima necesita la aprobación del otro a través del cálculo de cuántas necesidades creadas somos capaces de costearnos. Pero todavía hay más, un elemento tremendamente mórbido. El cada vez más arraigado lenguaje primario personaliza el fracaso que supone incumplir las expectativas, limpia del escenario mental toda cuestión estructural o de interdependencia social y le atribuye al yo la absoluta responsabilidad de todo lo que le acontece. Necesitamos una mayor presencia de lenguajes secundarios y la concurrencia de sentimientos de conformidad que contengan los deseos menos razonables enarbolando el pensamiento crítico y una sensibilidad ética. Es una tarea ardua en un mundo donde el conformismo es considerado un demérito o un execrable sinónimo de mediocridad. Tenemos que aprender a catalogar los deseos, pero sobre todo aprender a desobedecerlos.   

martes, marzo 31, 2015

Soy político por naturaleza y por eso te necesito



Obra de Chris Guest
José Antonio Marina arrancaba uno de sus ensayos diferenciando un aspecto crucial que singulariza a los seres humanos: «Las piedras coexisten, las personas conviven». Hace veinticinco siglos Aristóteles escribió una sentencia celebérrima que se cita en los centros educativos: «El hombre es un animal político por naturaleza». Sin embargo, Aristóteles añadió una coda que se nos ha olvidado: «Y quien no lo sea, o bien es un dios o bien es un idiota». En esta apostilla la palabra idiota proviene del griego idiotes, aquel que no participa en los asuntos de la comunidad. La política es toda acción destinada a organizar la convivencia y por eso nos incumbe a todos, porque todos formamos parte de un tupido entramado de existencias vinculadas. De ahí que cuando alguien se vanagloria de su condición de apolítico, resulta difícil no construir un sencillo silogismo cuya triste conclusión es que estamos delante de un idiota. Desgraciadamente la publicitación abrumadora del individualismo hace que algo tan evidente como la interacción ubicua se nos olvide, o padezcamos una peliaguda miopía que nos incapacita verla. La entronización de un yo que sólo piensa en satisfacer su interés aun a costa de impedir que los demás satisfagan los suyos ha eliminado la convicción de que nos necesitamos los unos a los otros. De que convivimos. De que formamos parte de círculos comunitarios. De que nuestra vida sólo se vive en la intersección con otras vidas.

Peor todavía. Es usual contemplar a muchos de nuestros congéneres jactándose con latiguillos del tipo «no le debo nada a nadie», «soy un hombre hecho a mí mismo», «lo que tengo me lo he ganado yo solito». Basta con comprobar cómo los seres humanos somos interdependientes, en tanto que la gran mayoría de las veces no podemos satisfacer unilateralmente nuestros intereses, para desenmascarar la falsedad de esas aserciones. Una excesiva divulgación del ser humano como mero sujeto económico que sólo anhela optimizar a toda costa sus intereses privados ha evaporado de nuestras reflexiones esta obviedad, y que por contra se enraíce la desafección al otro, o que cataloguemos a nuestros pares como competidores con los que tenemos que beligerar por la obtención de recursos y por que no peligren nuestros intereses ya conquistados. La razón económica y el embate del credo neoliberal contradicen por completo la noción de un sujeto que sin embargo encuentra ricas motivaciones sujetivas en otros planos más allá del puramente monetario y en lógicas mucho más afines a la cooperación que a la competición.

Habrá que recordarlo una vez más. Sin la adherencia afectiva al otro somos incompletos. La identidad nace de la interacción. El reconocimiento y el cariño como enseñas de una existencia plena vindican la necesidad de alteridades en nuestras vidas. Nuestros sentimientos más profundos siempre delatan la presencia de alguien que no somos nosotros. La vida se acartona si no se comparte. Uno se mineraliza si sufre escasez de conectividad con los demás. La alegría es la expansión de un yo insujetable que abandona el contorno de sí mismo para adentrarse en los contornos de otro yo. La tristeza consiste en llamar la atención del otro para que la haga propia a través de la compasión y nos ayude a contrarrestarla. Vicente Verdú abrevió toda esta constelación en un diagnóstico tan hermoso como irrefutable: «La felicidad no correlaciona con la edad, la inteligencia, la cultura o la etnia, sino con la sustanciosa materia que crece en la relación con los semejantes». Por eso y por encima de cualquier otro motivo hemos decidido ser y continuar siendo animales políticos.



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