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Este es el último artículo de la
sexta temporada del Espacio Suma NO Cero. Hoy cierro el extraño ejercicio 2019-2020, una temporada marcada por la pandemia del coronavirus, la evaporación de actividad laboral e ingresos, el contagio de la enfermedad, la habituación a una anormalidad tendente a cronificarse y que ojalá nos permita resemantizar el mundo desde perspectivas más interdependientes y por lo tanto mucho más justas y cuidadosas que las existentes. Este espacio nació hace seis años con
el fin de abrir semanalmente paisajes para la deliberación y el análisis de la siempre
resbaladiza, imprevisible y rotundamente apasionante interacción humana. Con cada año transcurrido las temáticas se han imantado
hacia la filosofía de la posibilidad, deliberar no solo sobre la
realidad sino también sobre la tentativa que lleva en germen. Pensar no es solo descubrir la posibilidad,
sino imaginarla y crearla para que nuestro comportamiento se conduzca con ella
y al hacerlo la haga existir y nos instale sentimentalmente mejor en el mundo de la vida. Este movimiento es pura acción, lo que demuestra que en el pensar hay más nomadismo que sedentariedad. Sin ninguna duda una de las posibilidades más encomiables del mundo de lo
posible es el de ser una buena persona.
Hace un par de días me ocurrió una anécdota
relacionada con esta categoría ética. Le
pregunté a un adolescente si estaba de acuerdo con la consigna «lo importante
no es ser listo, sino buena persona». Aparecía escrita en un azulejo justo enfrente de donde nos encontrábamos sentados. Se quedó muy pensativo.
Antes de que agregara nada le puntualicé que la aserción del azulejo no guardaba mucho sentido si no
nos interrogábamos para qué es más importante ser buena persona que listo.
Enumeré algunos posibles para qué. ¿Es mejor para la competición social, para las recompensas monetarias, para la optimización de posibilidades, para el mercado laboral,
para
cultivar y profundizar la amistad, para incrementar la actividad fruitiva, para el honor
académico, para la recolección de admiración, para alumbrar sentimientos buenos, para beligerar por el estatus, para una convivencia plácida, para el equipamiento afectivo, para que te quieran, para que te cuiden? Para qué es la pregunta más insigne de entre todas las preguntas.
Lo segundo
que habría que analizar es qué significa ser listo. Hace unos años escribí un
artículo en el que diferenciaba que no es lo mismo ser listo que ser inteligente.
Aquel texto nació después del fenómeno viral que viví al publicar La bondad es
el punto más elevado de la inteligencia. Ante la avalancha de comentarios tuve que explicar al martes siguiente qué entendía por inteligencia. Sospecho que la
consigna del azulejo utilizaba como idénticas las palabras listo e inteligente. En las páginas de Crear
en la vanguardia, José Antonio Marina trae a colación un estudio sobre qué
es ser inteligente. Se realizó a estudiantes universitarios estadounidenses y a
miembros de una tribu africana. Ambos colectivos estaban de acuerdo en
prácticamente todo, salvo en un aspecto capital. Los universitarios
estadounidenses pensaban que una persona inteligente podía ser mala. Los de la
tribu africana consideraban que eso era imposible. Los americanos tenían una
idea instrumental de la inteligencia, los africanos una idea afectiva. Mi posicionamiento se adhiere a esta segunda mirada.
La idea afectiva de
inteligencia me llevó a explicar qué consideramos ser una buena persona. Es evidente que si
no sabemos qué significa algo así no podemos establecer comparación alguna con la inteligencia o
con la condición de listo. Un análisis fenomenológico del lenguaje cotidiano colabora mucho a su desentrañamiento. Cuando hablamos de un comportamiento inhumano,
lo hacemos utilizando como referencia la categoría ética de ser humano. Un
comportamiento inhumano es aquel en el que el otro no nos concierne
precisamente cuando su vulnerabilidad se presenta imperiosa ante nuestros ojos.
También decimos que esa persona no tiene corazón, frente a la que sí lo tiene, que suele ser aquella que se siente interpelada por el dolor que observa en el prójimo. Esta distinción nos puede ayudar a definir qué es ser una buena persona.
Ser
buena persona es sentirte concernido por el otro. Ser buena persona es tratar al otro con el amor y el valor positivo
que toda persona se concede a sí misma, ayudar a que el bienestar (desde acciones personales pero también desde posicionamientos políticos) comparezca en
la vida de los demás, allanar y dulcificar el trato con aquellos con los que
inevitablemente convivimos para acceder a la vida humana, que es humana porque
es compartida. Cuando una persona se
conduce con los demás de un modo respetuoso, considerado, gentil, fraternal, compasivo,
bondadoso, amable, generoso, decimos que es una buena persona, quizá el elogio
más elevado al que podemos aspirar como seres humanos. Llegados a este punto
volví a preguntarle al adolescente qué pensaba de la frase. Su respuesta fue que para él era más importante ser
buena persona que listo. Le objeté: «No creo que
sea más importante ser listo que ser buena persona. Es una pregunta cuyo planteamiento dicotómico alberga
una trampa de segregación. Ser buena persona y ser listo son sinónimos. Tendrían que cambiar la frase de este azulejo». Feliz verano a todas y todos. Nos veremos a la vuelta. Sentíos abrazos en estas palabras clausurales.
Obra de Richard Learoyd |
En el
ensayo Aprendívoros. El cultivo de la curiosidad leo la siguiente
reflexión del filósofo Santiago Beruete. «La pregunta crucial aquí es cómo mantenerse
cuerdo en un mundo de locos». Al instante se responde a sí mismo: «Si uno lo
medita con cuidado, la respuesta solo puede ser viviendo con autenticidad,
consecuentemente, algo mucho más fácil de decir que de hacer». Quizá tropiece en la sesgada mitificación del ayer, pero hace unos decenios todo lo asociado con la
autenticidad abrigaba un enorme protagonismo en el escrutinio que se le aplicaba a la evaluación de las personas. La vida oscilaba entre la gama de los polos de la autenticidad y la inautenticidad. Se apelaba
a lo auténtico sobre todo para poner en entredicho a aquellas personas que no lo eran (que te tildaran de inauténtico era el mayor oprobio que te podían infligir), lo
que respalda la tesis de que nuestro léxico acumula más palabras para
describir lo negativo que para indicar experiencias gratas. ¿Y en qué consiste
la autenticidad? Sigamos leyendo a Beruete. «Hubo un tiempo no tan lejano en
que un aura romántica rodeaba la palabra autenticidad. Las personas aspiraban a
ser honestas consigo mismas y con las otras y a vivir sin dobleces ni engaños.
Pero en nuestra época parecemos más interesados en guardar las apariencias que
en buscar la verdad. La imagen que ofrecemos nos importa más que saber quiénes
somos. Y eso que quien no se conoce a sí mismo se condena a ser un impostor. El
calificativo auténtico ha caído en desuso o expresa solo una vaga añoranza de
una fe que hemos perdido. Parece cosa de otro tiempo que las personas prediquen
con el ejemplo y sientan la necesidad de que sus hechos se correspondan con sus
palabras».
Podemos sintetizar que la persona auténtica no tiene dobleces, no finge, no utiliza los ardides propios del mal llamado buenismo (y de nuevo relampaguean las expresiones negativas). Habita en las palabras que pronuncia y en las acciones que esas palabras prologan. Se rige por los principios de honestidad y coherencia. En un mundo donde la conectividad y la mensajería instantáneas permiten revocar compromisos en el último instante, que una persona haga lo que dice y lo que dice que va a hacer lo acabe haciendo en los plazos comprometidos raya la categoría de persona extraordinaria. Que ser congruente devenga elogio desentraña de forma bastante elocuente la idiosincrasia de los tiempos.
La ensayista y muy crítica con el pensamiento positivo, Barbara
Ehrinreich, afirma que en la cultura capitalista el yo se ha cosificado y
convertido en una suerte de mercancía que requiere mantenimiento constante. Se ha transformado en
una marca. La propia
Ehrenreich comenta que «hoy damos por sentado que dentro del yo que mostramos
ante los demás hay otro yo, más auténtico». Quizá ese otro yo sea más auténtico, pero probablemente menos valioso para los estándares del mercado, de ahí su ocultación o su fingimiento. Obviamente la persona auténtica no es
una marca que se publicita como una mercancía para que los demás le
otorguen valor. Auténtica es aquella
persona que es el ser que es y que no hace nada para parecer el ser que no es. La
persona inauténtica desahucia al ser que es para hospedar allí al ser que le gustaría a
otras personas que fuera, intenta satisfacer las expectativas de los demás desarraigándose de
las propias, se mimetiza con el entorno para obtener ventajas o para pasar inadvertida y no perderlas. A veces el ser se troca no por el parecer, sino por el tener, y como bien explicó Erich Fromm, todo lo que demanda el tener se lleva por delante al ser.
¿Por qué la persona auténtica no sucumbe al canto de estas sirenas del parecer y del tener? Una posible explicación es que la persona auténtica es aquella que no solo sabe bien que como humano proviene del suelo (humus significa suelo, y el sufijo anus, procedencia), sino que se instala en el mundo elevando esta certeza a principio rector. Este conocimiento lo desposee de importancia y por extensión le frena cualquier tentación asociada a las múltiples formas de la vanidad y la teatralización en el escenario social. André Comte-Sponville postula que nadie ha pedido ser (es decir, nadie ha pedido nacer ni nadie ha sido consultado para mostrar aquiescencia o rechazo a esa posibilidad) porque nadie podría pagar una deuda así. La vida no es una deuda, es un don, y la persona auténtica lo sabe y lo disfruta. La persona auténtica vive en el más acá con la plenitud que le confiere saberse mortal, una mismidad que dejará de existir en un momento dado y que precisamente por esa condición de finitud encuentra bello y apasionante mucho de lo que le ofrece la existencia. Aceptar la permanente posibilidad de su disolución es un incentivo que le alienta a vivir la cotidianidad como una celebración en la que es el ser que es.
Curiosamente las personas consideradas auténticas no saben que lo son, porque la autenticidad solo se la perciben los demás. Esta particularidad hace que quien se afirma auténtico grita su inautenticidad, quien presume de serlo no puede serlo, quien se vanagloria de autenticidad devela su falta. Ninguna persona auténtica se autocalifica auténtica porque entonces dejaría de serlo. La persona auténtica sabe perfectamente todo lo mucho que no es, al margen de lo mucho que sea, y por eso se sabe pequeña y se mantiene la mayoría de las veces inteligentemente callada. Sabe que el ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, y que todo lo relacionado con lo ético entra más rápidamente por los ojos que por los oídos. Con un lenguaje muy abstruso y alambicado, Martin Heidegger distinguía entre ser auténtico y habladuría, un hablar por hablar tendente a la reproducción del discurso estandarizado. Quizá callarse sea de lo más auténtico en un mundo plagado de ruido. Solo quien tiene algo que decir se calla. Quien no tiene nada que decir no necesita callarse. Simplemente no habla o no para de hablar.
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