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martes, octubre 25, 2016

«Esta persona no tiene sentimientos»



Obra de Nigel Cox
No puedo por menos de compartir aquí la alegría que me produce el valor positivo de esta dramática expresión coloquial. Cuando describimos a alguien como una persona exenta de sentimientos, nos referimos tácitamente a que no posee sentimientos de apertura al otro. Una lupa observadora nos permite señalar fácilmente la existencia de sentimientos de exclusión y de inclusión, sentimientos ventajosos para la convivencia y sentimientos que la estropean de un modo imperativo. Esta misma taxonomía la realizó Jesús Ferrero en el muy recomendable Las experiencias del deseo. En este ensayo el novelista bifurcó las experiencias de misos (sentimientos de odio a uno mismo y a los demás) y de eros (sentimientos de amor a uno mismo y a los demás). El etólogo Konrad Lorenz asegura que uno de los males que asolarán al ser humano en el futuro será la pérdida de sentimientos. Lógicamente Konrad Lorenz exagera. Nadie puede no albergar sentimientos. El aparato sentimental pertenece a nuestra infraestructura genética, las emanaciones del fenómeno afectivo son congénitas, aunque el contenido del sentimiento es una creación que se puede educar y aprender. Otra cosa muy diferente es que se extingan los sentimientos que consideramos necesarios para construir entornos humanizados. Ahí sí comparto los vaticinios. Es sencillo inferir que en un mundo en el que se compite por el acceso a una vida digna prenden más fácilmente los sentimientos aversivos que los afectivos. En la jungla desaparecen los sentimientos éticos.

Negar la existencia del aparato sentimental en una persona para señalar la ausencia de sentimientos de apertura demuestra que los seres humanos deseamos la prevalencia de unos sentimientos con respecto a otros. Preferimos querer a odiar, reír a llorar, exultarnos a deprimirnos, disfrutar a envidiar, la plenitud a la frustración, el amor a la indolencia, la consideración al desprecio, el cuidado a la abulia,  la temperancia a la ira, el sosiego a la intranquilidad.  Decir que alguien no tiene sentimientos significa que esa persona no es compasiva, es indolente, lo que demuestra la centralidad de la compasión en el esquema sentimental y en las relaciones interpersonales. La compasión es el sentimiento más radicalmente humano, la capacidad para hacer nuestros el dolor y la alegría del otro. Llevo varios años investigando el esquema afectivo para analizar las interacciones humanas desde el ángulo sentimental (la próxima primavera publicaré un ensayo sobre este tema) y puedo afirmar que son malos tiempos para la compasión. Una analfabetización afectiva y una pedagogía individualista hacen que sean pocos los que quieran que se compadezcan de ellos. Hemos desnaturalizado y depauperado la compasión hasta convertirla en sinónimo de dar pena, o de mostrar superioridad por parte del que se compadece. Y no es así. La compasión estriba en sentir como propio el dolor del otro para intentar erradicárnoslo a ambos. Su dolor me duele tanto que es como si lo padeciera yo en mis propios huesos, en mi propia carne, o en lo más recóndito del alma. No hay sentimiento más noble. Es tan noble y es tan relevante para la persona que somos en la textura social que cuando alguien adolece de falta de compasión lanzamos una enmienda a la totalidad y proferimos de ese alguien que «no tiene sentimientos». Es una descalificación hiperbólica. Claro que esa persona aloja sentimientos. Pero utiliza mal los sentimientos buenos.



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miércoles, marzo 29, 2017

El problema es la persona y la persona es el problema



Obra de Michaele del Campo
A mí me gusta refutar que un volumen elevado de conflictos no emerge por un déficit de comunicación, sino más bien por una tenaz carestía de comprensión. Parece lo mismo, pero no lo es. No comprender al otro, o no ser comprendido por él, introduce a sus protagonistas en una zona de desacuerdo o de altas tasas de incomprensión recíproca, que es la que comporta la solidificación del conflicto. Cuando en los años setenta Roger Fischer y William Ury se propusieron encontrar el método más eficaz para que los seres humanos resolviéramos nuestras diferencias de una manera aseada y mutuamente satisfactoria, esgrimieron cuatro grandes principios. El primero era el aparentemente irrefragable de «separar a las personas del problema». Esta propuesta ha gozado de enorme notoriedad en las disciplinas relacionadas con la articulación del conflicto, pero desde visiones holísticas la escisión  que prescribe es irrealizable. El problema es la persona y la persona es el problema, y no podemos segregarlos o trocearlos sin que estemos viciando el análisis o desoyendo el palpitar integral de la vida. Esta imposibilidad parece una mala noticia, pero no lo es. En el muy bien hilado y profundo ensayo Inteligencia relacional y negociación, de los profesores chilenos Jaime García y Carlos Canhueza, ambos de la universidad Adolfo Ibáñez, realizaban también este giro copernicano con respecto a lo postulado por el celebérrimo método de Harvard: «El problema no tiene existencia independiente de las personas que tienen el problema».  En su argumentación citaban permanentemente las tesis de Humberto Maturana.

La comprensión del otro se tergiversa y complica sobremanera por una razón muy cristalina. Las valoraciones que hacemos de la interrelación tienen que ver con nosotros, no con la quintaesencia de la interrelación. Dicho de un modo kantiano: vemos lo que somos, es decir, valoramos lo que se desata en el espacio intersubjetivo desde el prisma axiológico con el que nos construimos interiormente. Los conflictólogos afirman que los conflictos no tratan sólo de resolver un problema, sino de que aprendamos a compatibilizar la discrepancia, a entender al otro con el que de repente he de conciliar una divergencia, a utilizar el advenimiento de la disensión para comprendernos los unos a los otros, o para indagarse uno así mismo en el marco vertiginosamente didáctico de la obturación de un interés (en la adversidad es donde podemos conocer de verdad a alguien, incluidos nosotros mismos). En mis clases siempre defiendo que todo curso de acción que emprende una persona se origina por una motivación, que incluso esa persona puede llegar a ignorar o cuyo epicentro no sepa concretar. La comprensión reside en hallar esa motivación primigenia y seminal que ha provocado una divergencia. Seguro que ese impulso ahora enigmático vincula con necesidades biológicas, con conectividades sociales, con movimientos sentimentales, o con un ramillete de contratos psicológicos que hacen que toda persona sea exactamente la que ahora está siendo. He aquí la imposibilidad de escindir el problema de la persona, o la persona del problema. Son inescindibles porque son la misma cosa.

La mayoría de los conflictos nacen porque no comprendemos bien a la contraparte, no disponemos de información suficiente para entender por qué hace lo que hace, no somos capaces de sentir lo que ella puede sentir, no logramos instalarnos en el mundo como está instalada ella para actuar de esa manera determinada.  Ocurre que cuando alguien obstruye nuestros deseos nos enfadamos o nos amedrentamos, y secuestrados por ambos sentimientos caemos en la inercia de hallar inmediatos culpables que restauren el equilibrio perdido, o aminoren el desasosiego, o alejen el miedo. Recuerdo que Giorgio Nardone comentaba en un opúsculo que «quien se coloca como víctima construye a sus verdugos». Sólo hay una tecnología para poder aproximarnos al otro eludiendo el tropismo de victimizarnos o de culpabilizar:  a través de la bondad y de la inteligencia intrínsecas al diálogo. He escrito dialogar y no hablar, porque hablando la gente puede entenderse, o no, pero dialogando sí, porque en su sentido prístino el deseo de entenderse es la premisa fundacional del diálogo, de ahí su relación con la bondad y la concordia. Recuerdo haberle leído a Eduard Vinyamata en su monumental ensayo Conflictología que «los conflictos ni se resuelven ni se gestionan, sino que son transformados». Esta transformación ocurre exclusivamente en el interior de cada uno de nosotros. Seré más preciso. Esta transformación se concreta en la modificación de la conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a cada instante lo que nos ocurre a cada minuto. Acabo de compartir mi definición del alma humana. Es ahí, y no en ninguna otra parte, donde la discrepancia se disuelve o se calcifica. Lo uno o lo otro depende de nuestra comprensión. Y la comprensión es subsidiaria de la reflexión y la deseabilidad de comprender, que a su vez son prestatarias de la bondad. Acabamos de alcanzar la cúspide de la inteligencia humana.



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martes, agosto 04, 2020

«Lo importante no es ser listo sino buena persona»

Obra de Bob Bartlett
Obra de Bob Bartlett

Este es el último artículo de la sexta temporada del Espacio Suma NO Cero. Hoy cierro el extraño ejercicio 2019-2020, una temporada marcada por la pandemia del coronavirus, la evaporación de actividad laboral e ingresos, el contagio de la enfermedad, la habituación a una anormalidad tendente a cronificarse y que ojalá nos permita resemantizar el mundo desde perspectivas más interdependientes y por lo tanto mucho más justas y cuidadosas que las existentes. Este espacio nació hace seis años con el fin de abrir semanalmente paisajes para la deliberación y el análisis de la siempre resbaladiza, imprevisible y rotundamente apasionante interacción humana. Con cada año transcurrido las temáticas se han imantado hacia la filosofía de la posibilidad, deliberar no solo sobre la realidad sino también sobre la tentativa que lleva en germen. Pensar no es solo descubrir la posibilidad, sino imaginarla y crearla para que nuestro comportamiento se conduzca con ella y al hacerlo la haga existir y nos instale sentimentalmente mejor en el mundo de la vida. Este movimiento es pura acción, lo que demuestra que en el pensar  hay más nomadismo que sedentariedad. Sin ninguna duda una de las posibilidades más encomiables del mundo de lo posible es el de ser una buena persona.

Hace un par de días me ocurrió una anécdota relacionada con esta categoría ética.  Le pregunté a un adolescente si estaba de acuerdo con la consigna «lo importante no es ser listo, sino buena persona». Aparecía escrita en un azulejo justo enfrente de donde nos encontrábamos sentados. Se quedó muy pensativo. Antes de que agregara nada le puntualicé que la aserción del azulejo no guardaba mucho sentido si no nos interrogábamos para qué es más importante ser buena persona que listo. Enumeré algunos posibles para qué. ¿Es mejor para la competición social, para las recompensas monetarias, para la optimización de posibilidades, para el mercado laboral, para cultivar y profundizar la amistad, para incrementar la actividad fruitiva, para el honor académico, para la recolección de admiración, para alumbrar sentimientos buenos, para beligerar por el estatus, para una convivencia plácida, para el equipamiento afectivo, para que te quieran, para que te cuiden? Para qué es la pregunta más insigne de entre todas las preguntas.

Lo segundo que habría que analizar es qué significa ser listo. Hace unos años escribí un artículo en el que diferenciaba que no es lo mismo ser listo que ser inteligente. Aquel texto nació después del fenómeno viral que viví al publicar La bondad es el punto más elevado de la inteligencia. Ante la avalancha de comentarios  tuve que explicar al martes siguiente qué entendía por inteligencia. Sospecho que la consigna del azulejo utilizaba como idénticas las palabras listo e inteligente. En las páginas de Crear en la vanguardia, José Antonio Marina trae a colación un estudio sobre qué es ser inteligente. Se realizó a estudiantes universitarios estadounidenses y a miembros de una tribu africana. Ambos colectivos estaban de acuerdo en prácticamente todo, salvo en un aspecto capital. Los universitarios estadounidenses pensaban que una persona inteligente podía ser mala. Los de la tribu africana consideraban que eso era imposible. Los americanos tenían una idea instrumental de la inteligencia, los africanos una idea afectiva. Mi posicionamiento se adhiere a esta segunda mirada.

La idea afectiva de inteligencia me llevó a explicar qué consideramos ser una buena persona. Es evidente que si no sabemos qué significa algo así no podemos establecer comparación alguna con la inteligencia o con la condición de listo. Un análisis fenomenológico del lenguaje cotidiano colabora mucho a su desentrañamiento. Cuando hablamos de un comportamiento inhumano, lo hacemos utilizando como referencia la categoría ética de ser humano. Un comportamiento inhumano es aquel en el que el otro no nos concierne precisamente cuando su vulnerabilidad se presenta imperiosa ante nuestros ojos. También decimos que esa persona no tiene corazón, frente a la que sí lo tiene, que suele ser aquella que se siente interpelada por el dolor que observa en el prójimo. Esta distinción nos puede ayudar a definir qué es ser una buena persona.

Ser buena persona es sentirte concernido por el otro. Ser buena persona es tratar al otro con el amor y el valor positivo que toda persona se concede a sí misma, ayudar a que el bienestar (desde acciones personales pero también desde posicionamientos políticos) comparezca en la vida de los demás, allanar y dulcificar el trato con aquellos con los que inevitablemente convivimos para acceder a la vida humana, que es humana porque es compartida. Cuando una persona se conduce con los demás de un modo respetuoso, considerado, gentil, fraternal, compasivo, bondadoso, amable, generoso, decimos que es una buena persona, quizá el elogio más elevado al que podemos aspirar como seres humanos. Llegados a este punto volví a preguntarle al adolescente qué pensaba de la frase. Su respuesta fue que para él era más importante ser buena persona que listo. Le objeté: «No creo que sea más importante ser listo que ser buena persona.  Es una pregunta cuyo planteamiento dicotómico alberga una trampa de segregación. Ser buena persona y ser listo son sinónimos. Tendrían que cambiar la frase de este azulejo».  Feliz verano a todas y todos. Nos veremos a la vuelta. Sentíos abrazos en estas palabras clausurales.



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martes, julio 09, 2024

El silencio de las personas auténticas

Obra de Richard Learoyd

En el ensayo Aprendívoros. El cultivo de la curiosidad leo la siguiente reflexión del filósofo Santiago Beruete.  «La pregunta crucial aquí es cómo mantenerse cuerdo en un mundo de locos». Al instante se responde a sí mismo: «Si uno lo medita con cuidado, la respuesta solo puede ser viviendo con autenticidad, consecuentemente, algo mucho más fácil de decir que de hacer». Quizá tropiece en la sesgada mitificación del ayer, pero hace unos decenios todo lo asociado con la autenticidad abrigaba un enorme protagonismo en el escrutinio que se le aplicaba a la evaluación de las personas. La vida oscilaba entre la gama de los polos de la autenticidad y la inautenticidad. Se apelaba a lo auténtico sobre todo para poner en entredicho a aquellas personas que no lo eran (que te tildaran de inauténtico era el mayor oprobio que te podían infligir), lo que respalda la tesis de que nuestro léxico acumula más palabras para describir lo negativo que para indicar experiencias gratas. ¿Y en qué consiste la autenticidad? Sigamos leyendo a Beruete. «Hubo un tiempo no tan lejano en que un aura romántica rodeaba la palabra autenticidad. Las personas aspiraban a ser honestas consigo mismas y con las otras y a vivir sin dobleces ni engaños. Pero en nuestra época parecemos más interesados en guardar las apariencias que en buscar la verdad. La imagen que ofrecemos nos importa más que saber quiénes somos. Y eso que quien no se conoce a sí mismo se condena a ser un impostor. El calificativo auténtico ha caído en desuso o expresa solo una vaga añoranza de una fe que hemos perdido. Parece cosa de otro tiempo que las personas prediquen con el ejemplo y sientan la necesidad de que sus hechos se correspondan con sus palabras».

Podemos sintetizar que la persona auténtica no tiene dobleces, no finge, no utiliza los ardides propios del mal llamado buenismo (y de nuevo relampaguean las expresiones negativas). Habita en las palabras que pronuncia y en las acciones que esas palabras prologan. Se rige por los principios de honestidad y coherencia. En un mundo donde la conectividad y la mensajería instantáneas permiten revocar compromisos en el último instante, que una persona haga lo que dice y lo que dice que va a hacer lo acabe haciendo en los plazos comprometidos raya la categoría de persona extraordinaria. Que ser congruente devenga elogio desentraña de forma bastante elocuente la idiosincrasia de los tiempos. 

La ensayista y muy crítica con el pensamiento positivo, Barbara Ehrinreich, afirma que en la cultura capitalista el yo se ha cosificado y convertido en una suerte de mercancía que requiere mantenimiento constante. Se ha transformado en una marca. La propia Ehrenreich comenta que «hoy damos por sentado que dentro del yo que mostramos ante los demás hay otro yo, más auténtico». Quizá ese otro yo sea más auténtico, pero probablemente menos valioso para los estándares del mercado, de ahí su ocultación o su fingimiento. Obviamente la persona auténtica no es una marca que se publicita como una mercancía para que los demás le otorguen valor.  Auténtica es aquella persona que es el ser que es y que no hace nada para parecer el ser que no es. La persona inauténtica desahucia al ser que es para hospedar allí al ser que le gustaría a otras personas que fuera, intenta satisfacer las expectativas de los demás desarraigándose de las propias, se mimetiza con el entorno para obtener ventajas o para pasar inadvertida y no perderlas. A veces el ser se troca no por el parecer, sino por el tener, y como bien explicó Erich Fromm, todo lo que demanda el tener se lleva por delante al ser.

¿Por qué la persona auténtica no sucumbe al canto de estas sirenas del parecer y del tener? Una posible explicación es que la persona auténtica es aquella que no solo sabe bien que como humano proviene del suelo (humus significa suelo, y el sufijo anus, procedencia), sino que se instala en el mundo elevando esta certeza a principio rector. Este conocimiento lo desposee de importancia y por extensión le frena cualquier tentación asociada a las múltiples formas de la vanidad y la teatralización en el escenario social. André Comte-Sponville postula que nadie ha pedido ser (es decir, nadie ha pedido nacer ni nadie ha sido consultado para mostrar aquiescencia o rechazo a esa posibilidad) porque nadie podría pagar una deuda así. La vida no es una deuda, es un don, y la persona auténtica lo sabe y lo disfruta. La persona auténtica vive en el más acá con la plenitud que le confiere saberse mortal, una mismidad que dejará de existir en un momento dado y que precisamente por esa condición de finitud encuentra bello y apasionante mucho de lo que le ofrece la existencia. Aceptar la permanente posibilidad de su disolución es un incentivo que le alienta a vivir la cotidianidad como una celebración en la que es el ser que es. 

Curiosamente las personas consideradas auténticas no saben que lo son, porque la autenticidad solo se la perciben los demás. Esta particularidad hace que quien se afirma auténtico grita su inautenticidad, quien presume de serlo no puede serlo, quien se vanagloria de autenticidad devela su falta. Ninguna persona auténtica se autocalifica auténtica porque entonces dejaría de serlo. La persona auténtica sabe perfectamente todo lo mucho que no es, al margen de lo mucho que sea, y por eso se sabe pequeña y se mantiene la mayoría de las veces inteligentemente callada. Sabe que el ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, y que todo lo relacionado con lo ético entra más rápidamente por los ojos que por los oídos. Con un lenguaje muy abstruso y alambicado, Martin Heidegger distinguía entre ser auténtico y habladuría, un hablar por hablar tendente a la reproducción del discurso estandarizado. Quizá callarse sea de lo más auténtico en un mundo plagado de ruido. Solo quien tiene algo que decir se calla. Quien no tiene nada que decir no necesita callarse. Simplemente no habla o no para de hablar.

 
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martes, agosto 01, 2017

El diálogo no es posible cuando los sentimientos son los únicos argumentos



Obra de Osamu Obi
La práctica deliberativa es radicalmente humana. Aristóteles lo advirtió al constatar que los dioses no abrigan dudas en sus decisiones y los animales viven bajo el irreversible mandato de un instinto que no admite controversia. Sin embargo, los seres humanos somos autónomos, podemos elegir qué hacer y cómo para convertir en acto lo que cobijamos embrionariamente en potencia. Podemos transportar la posibilidad a la realidad. La propiedad humana más reseñable es la posibilidad, que trae anexada la capacidad creadora. Somos creadores porque somos capaces de ver posibilidades, imaginar lo que no existe para hacerlo existir. El ser humano es un ser que elige y en esta singularidad radica nuestra autonomía. Por eso deliberamos, que es el ejercicio creativo destinado a descubrir y barajar opciones; decidimos, actividad consistente en decantarnos por la opción más idónea a costa de sacrificar todas las demás; y actuamos, que es el instante en que la decisión se troca en impulso volitivo, la posibilidad seleccionada se transborda a la acción. Este proceso no es nada fácil cuando se realiza a título individual, pero su complejidad se ensancha sobremanera cuando entran en juego terceras partes. Si hemos de compartir una decisión con alguien que disiente de la que nos gustaría elegir a nosotros, la deliberación puede llegar a ser larga y sinuosa hasta lograr la hazaña discursiva de compatibilizar la discrepancia. Necesitamos dialogar.

Puede ocurrir que en este proceso deliberativo una de las partes implicadas exponga sus sentimientos como los únicos argumentos que respaldan su decisión. «Son mis sentimientos» es una alocución tristemente usual cuando una persona quiere indicar una postura inamovible, una razón que anuncia la muerte del diálogo porque no se puede interpelar. Los argumentos se pueden refutar, pero los sentimientos que no atentan contra los Derechos Humanos se deben respetar. ¿Quiénes somos cualquiera de nosotros para cuestionar esos sentimientos de alguien que no somos nosotros? Se delibera sobre lo que puede ser de otra manera, pero exigir esta máxima a los sentimientos descritos por una persona denota falta de consideración a la persona, arrogarse una ficticia soberanía sobre ella y una severa profanación a su templo afectivo. Entrar sin permiso en ese rincón sagrado para ponerlo en crisis es una apostasía contra la religión del respeto. En La razón también tiene sentimientos (ver) pormenorizo la construcción sentimental. Se puede resumir en que los sentimientos son imbricados conglomerados  de incidencias emocionales, fisiológicas, cognitivas, axiológicas, desiderativas, biográficas. Desde hace unas décadas las industrias del sé tú mismo han uncido a los sentimientos de una  aureola de autenticidad  que no admite la comparecencia de la duda bajo el muy discutible axioma de que el corazón nunca se equivoca. Con estas condiciones preliminares se antoja difícil entablar diálogo alguno con quien enarbola la infalibilidad de los sentimientos. El diálogo es precisamente lo contrario. Buscar mancomunadamente evidencias mejorables que mermen la falibilidad humana.

Quien trae a colación sus sentimientos en mitad de un proceso argumentativo es porque no quiere abordar un diálogo que requiere la exposición de argumentos, no de sentimientos. Los sentimientos están embebidos de argumentos, pero quien cita en bloque su aparataje sentimental lo suele utilizar a modo de proteccionismo argumentativo. Se puede explicar discursivamente la construcción del sentimiento, pero cuando el sentimiento se anuncia solo nominalmente y sin explicación alguna es una fortaleza inexpugnable para cualquier argumento. Su presencia clausura el diálogo llevándolo a un lugar en el que no es posible dialogar. En Ética de la hospitalidad, Daniel Innenarity diagnostica que «cuando no se cultiva la argumentación los seres humanos se atrincheran en la única posición que consideran propia: sus sentimientos ante las cosas. Nuestros sentimientos no son un principio suficiente para hacer respetar nuestra posición, porque no pueden determinar qué es significativo». Si alguien se amuralla en sus sentimientos como único argumento,  la inteligencia no tendrá argumentos que discriminar, no habrá espacio para construir esa intersección que requiere el diálogo en su función de empresa cooperativa. Solo se puede argumentar con el interlocutor que también desgrana argumentos, y los sentimientos no lo son, aunque paradójicamente, y como escribí antes, estén plagados de ellos de un modo velado. Otra cosa muy diferente es que nuestro interlocutor esgrima los argumentos sobre los que se edifican sus sentimientos. Ahí sí se puede deliberar. Ahí sí se puede llevar a cabo la ejercitación de la palabra que se enreda con otras palabras para encontrar la mejor posibilidad que nos podamos llevar a la realidad. Esa posibilidad elegida y compartida la solemos bautizar como solución.


martes, diciembre 13, 2016

¿Una persona mal educada o una persona educada mal?



Obra de Nigel Cox
En mis conferencias suelo bajar la voz y casi susurrar para compartir con el auditorio la idea más relevante que he descubierto en mis veinticinco años de estudio sobre la complejidad humana. Muy gustosamente también la comparto aquí. «El lugar más peligroso del planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal». Es una reflexión que escribí tanto en las páginas como en la contraportada de La capital del mundo es nosotros. Allí especifico que por increíble que parezca ningún servicio de inteligencia de ningún estado ha caído en la cuenta de esta obviedad mientras rastrean por el orbe terrestre qué peligros acechan a sus intereses. En mis exposiciones suelo añadir que existe mucha diferencia entre una persona educada mal y una persona mal educada. Fonéticamente suenan casi igual, pero semánticamente son descripciones muy divergentes. Cuando yo me refiero a alguien como una persona mal educada es para señalar una conducta que no respeta los estándares sociales del buen comportamiento, o en ese instante arroja por el sumidero los mínimos éticos que consideramos imprescindibles para que la vida no sea un sitio análogo a las dificultades de la jungla. Se puede dar la paradoja de que esa persona esté muy bien educada y que sin embargo se haya comportado momentáneamente mal.

Cuando yo hablo de una persona educada mal me refiero a una persona sentimentalmente mal articulada. Su organigrama afectivo está tan mal confeccionado que está subyugada a un permanente analfabetismo sentimental. Ya no es una conducta puntual la que se hace acreedora de una corrección, es su forma estacionaria de sentir la que parte de premisas garrafales para llegar a conclusiones exponencialmente más garrafales todavía. En La inteligencia fracasada, J. A. Marina dibuja una colorida taxonomía de estas nefastas construcciones de índole sentimental y cognitiva. En su ensayo Sin afán de lucro, la filósofa norteamericana Martha Nassbuam explica que la educación nos prepara para tres grandes fines: la ciudadanía, el trabajo, y para darle un sentido a nuestra vida.  La persona educada mal se ha olvidado del primero de los fines, que se puede compendiar en ser capaz de participar de manera constructiva y enriquecedora en la trama social para lograr el florecimiento personal y participar en que los demás logren el suyo. En Lo que nos pasa por dentro Punset lo explica muy  bien: «el mayor dilema en la vida es manejarte con quien tienes a tu lado». Manejarte bien, matizo yo. 

No tengo la menor duda de que sentir mal es conducirte por un esquema de valores en el que no se trata al otro con la misma equivalencia que uno solicita para sí mismo. No se siente que el otro es una duplicación, un equivalente, un semejante, un par. La persona educada mal no percibe la interdependencia, la necesaria colaboración de unos y otros para lograr nuestros propósitos, la necesidad de ser compasivos para entre todos remitir nuestra inherente fragilidad, fungibilidad, vulnerabilidad, finitud. No padecer esta ceguera es primordial para regular nuestros sentimientos y el tamaño de los límites de nuestras acciones, porque la geografía de esos límites siempre está en relación con la existencia de los demás y sus intereses en el espacio compartido. Si los demás desaparecen de mis deliberaciones privadas, los límites también. Frente a los sentimientos prosociales (cooperación,  afecto, amor, compasión, gratitud, admiración, cuidado, vínculos empáticos), en el entramado afectivo de la persona educada mal prevalecen los sentimientos aversivos (soberbia, competencia, pugna, odio, egoísmo, rencor, inequidad, indolencia, uso de la fuerza para resolver conflictos, déficit de nutrición empática, vanidad, envidia, celos). Hace poco le leí a Bauman que la ética es elegir la forma con la que queremos acompañar al otro. La persona educada mal se maneja mal (según la terminología de Punset) y acompaña mal al otro (según la terminología de Bauman). El mayor prescriptor del educado mal es convertir a los seres humanos de su derredor en un medio para sus fines. Cualquier peligro en cualquiera de sus gradaciones y en cualquier lugar del planeta tiene su génesis en este exacto punto.  



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martes, abril 03, 2018

Dime cómo tratan tu dignidad y te diré cuáles son tus sentimientos




Obra de Rob Rey
Acabo de entregar un extenso artículo académico para Educació Social. Revista d’Intervenció Socieducativa que publica la Universitat Ramon LLull. Mi texto se titula Dignidad, Derechos Humanos y afecto. La idea nuclear de mi trabajo es que el portentoso hallazgo ético de la dignidad articula por completo las experiencias de la vida humana. Su irradiación es tan ubicua que incluso nuestros sentimientos se edifican según sea la relación que los demás entablen con nuestra dignidad y también por supuesto la relación que nosotros mismos mantengamos con ella. Desde este prisma me atrevo a incorporar una nueva definición de en qué consisten nuestros sentimientos. Los sentimientos son la evaluación cognitiva de cómo nuestros deseos e intereses se incorporan o no a la realidad, pero también los podemos catalogar como un complejo sistema encaminado a gestionar el trato que recibe nuestra dignidad. Leyendo al controvertido Steven Pinker, me encuentro en su voluminoso ensayo La Tabla Rasa, una negación de la naturaleza humana, una interesantísima reflexión del psicólogo norteamericano Jonathan Haidt. Haidt distingue cuatro familias de sentimientos según sea nuestra relación con el otro. Es una taxonomía casi irrevocable, porque en la construcción de los sentimientos sociales, y sospecho que también en los autorreferenciales, siempre irrumpe la figura de la otredad. De las variantes de la reciprocidad o no de esa relación brota una rica polifonía de sentimientos. Esta distinción de las cuatro familias de sentimientos me ha inspirado a esquematizar nuestra parafernalia afectiva según sea el trato que recibe nuestra dignidad. De ahí el título de este texto. Casualidades de la vida, justo cuando me enfrasco en la elaboración de este esquema me encuentro en uno de mis cuadernos de estudio una cita de Xabier Etxeberría que va en la misma dirección: «La categoría ética que hay que tener presente para discernir la licitud moral de los sentimientos es la de la dignidad de la persona humana y el consiguiente respeto a ella».

La dignidad es un valor común que nos hemos otorgado los seres humanos a nosotros mismos por el hecho de ser seres humanos. Existir es actuar en el mundo de la vida, y cada uno de nosotros somos entidades con autonomía para elegir nuestros planes de autorrealización. Poseemos suficiente acervo evolutivo para suscribrir que esos planes solo pueden ser elevados en un contexto en el que los mínimos comunes denominadores se presenten garantizados. Esos mínimos son el reconocimiento jurídico de la dignidad tipificado en los Derechos Humanos. La dignidad no es solo un cortafuegos para salvaguardarnos de la voraz depredación de nosotros mismos (como nuestro gigantesco y sanguinolento historial de matanzas de semejantes ratifica dolorosamente), sino que asimismo es el acceso a una vida significativa que va mucho más allá de la mera satisfacción de las necesidades primarias a las que nos encadena nuestra biología. El respeto al otro es cuidar y estimar esa dignidad que todo ser humano posee por la suerte de serlo. Victoria Camps incide en esta idea en su ensayo La voluntad de vivir: «No todo está permitido, porque hay que respetar la dignidad, la autonomía, hay que buscar el bien de las personas, y las sociedades deben ser justas». Los límites a nuestro comportamiento siempre los impone la existencia del otro, pero no de un otro nebuloso, sino de un otro dotado de dignidad. De la misma dignidad que reclamo para mí.

Desde este punto basal surgen los sentimientos más egregios del rebaño humano que conformamos los hombres y las mujeres. Vamos a dar una vuelta a ver qué nos encontramos. Si la otredad denigra o envilece nuestra dignidad aflorarán la ira y todas las gradaciones que dan lugar a una espesa vegetación nominal (irascibilidad, enfado, irritación, enojo, cólera, rabia, frustración, indignación, tristeza, odio, rencor, lástima, asco, desprecio). Si el otro respeta y atiende nuestra dignidad, sentiremos gratitud, agradecimiento, afecto, admiración, respeto, alegría, plenitud, cariño, cuidado, amor. Si observamos cómo la dignidad del otro es invisibilizada o lastimada por otro ser humano, se activará una disposición empática y el sentimiento de la compasión para atender ese daño e intentar subsanarlo o amortiguarlo; o nos aprisionara una indolencia que elicitará desdén, apatia, impiedad (lo que el lenguaje coloquial ha bautizado como «una persona que no tiene sentimientos»). Por último, si nuestra dignidad es maltratada por nosotros mismos o por la alteridad con la que nuestra existencia limita, emergerá la culpa, la vergüenza, el remordimiento, la vergüenza ajena, la humillación, el oprobio. En muchas ocasiones nos cuesta señalar el comportamiento en que nuestra dignidad es respetada, pero nos resulta facilísimo advertir cuando esa misma dignidad es atropellada, escarnecida o ninguneada. Hay un hecho que merece ser resaltado. Todas estas variantes están protagonizadas por una singularidad que conviene no olvidar. La aprobación o la devaluación de la dignidad solo patrocina sentimientos sociales si esa agresión o esa estima positiva la lleva a cabo otro ser humano. En lo más profundo de nuestros sentimientos siempre aparece directa o veladamente alguien que no somos nosotros.



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