martes, julio 12, 2016

La vida enseña, pero aprender es privativo de cada uno


Obra de Henrik Uldalen
Cada vez que escucho decir a alguien que «la vida me ha enseñado mucho», suelo ejercer de aguafiestas. Puede que sea así, que la vida a uno le haya mostrado un extenso catálogo de enseñanzas, pero eso no significa nada si a su vez uno no ha aprendido algo de ellas. Yo suelo presentarme en las clases contando una anécdota en la que dejo jocosamente claro que una cosa es enseñar y otra muy distinta aprender. Nos guste o no, aprender es algo que nos compete exclusivamente a cada uno de nosotros. Es una tarea que no podemos delegar en nadie. En el libro La educación es cosa de todos, incluido tú distinguía ambas dimensiones. «Enseñar es brindar información útil con el propósito de mejorar a la persona que la recibe. Sin embargo, aprender es la acción personal con la que un individuo adquiere esa información y la aprovecha para generar y conectar conocimiento y competencias». Unas líneas más abajo concluía recordando a los maestros y a los profesores que «enseñar no es difícil, lo difícil es producir contextos para que alguien aprenda con lo que le enseñan». Volvamos ahora a ese aserto que defiende que la vida se aprende viviendo. Estoy de acuerdo por pura definición, porque vivir es el acto que engloba todos los demás actos. Pero en este preciso punto hay que agregar inmediatamente un matiz olvidado por los que preceptúan que la vida enseña. Vivir no es sólo convertirte en el sujeto de un elenco de predicados y experiencias propias, también lo es apropiarte de experiencias vicarias. Si el aprendizaje estuviera estrictamente subordinado a lo que nos ocurre en la geografía exacta de nuestra vida, nuestro conocimiento poseería dimensiones microscópicas. Comparado con todo lo que se encuentra a nuestro alcance para ser aprendido, sería netamente paupérrimo.

La vida enseña, sí, pero sobre todo la vida de los demás. Yo suelo reivindicar el papel de la imaginación como poderosa fuente de aprendizaje. Muchos sentimientos de un protagonismo irrefutable en nuestro estatuto de personas se nutren de esta capacidad para poder hacer nuestras tanto la alegría como la tristeza de aquellos que pululan en nuestro derredor o a miles de kilómetros. Si no pudiéramos imaginar en nuestras vidas lo que es real en la vida de los demás, nuestro conocimiento sería ridículamente diminuto. Afortunadamente podemos convalidar nuestras ideas y nuestras visiones utilizando experiencias que provienen de los otros. Los seres humanos hemos decidido organizar nuestra vida en espacios, propósitos y recursos compartidos, y es ese nudo de interacciones con sus correspondientes elementos culturales el que nos proporciona una ingente cantidad de información que a nosotros nos compete destilar en conocimiento y, una vez metabolizado, articularlo y organizarlo en comportamiento. Aunque creemos que no hay mayor pedagogía que la acumulada en la experiencia territorial de la propia vida, el yacimiento de mayor enseñanza reside en la pluridad de nuestras interacciones, en las relaciones redárquicas que mantenemos en el paisaje social, en el intercambio de los relatos que pugnan por desentrañar el porqué de las cosas. Se trata del aprendizaje vicario y mimético de las narraciones de los demás. En realidad la cultura no es otra cosa que un amplio conjunto de técnicas, costumbres, historias y significados compartidos por una comunidad que toma prestados de sus antepasados, amplifica, afina y mejora, y lega a la siguiente generación que hará lo mismo en un proceso infinito. Ahí tenemos a nuestra disposición las novelas, las películas, las canciones, los ensayos, los poemas, los cuadros, las obras de teatro, las imágenes, las conversaciones cuajadas de la seducción interpelante de las preguntas y las respuestas, toda la narratividad humana que ofrecen los diferentes formatos que hemos inventado para su exposición, transmisión y compartición. Hemos decidido bautizar este mosaico de saberes como Humanidades, los recipientes que nuestra inteligencia creativa ha alumbrado para explicarnos a nosotros mismos.

Todo este acervo no deja de ser una nutritiva charla privada con los demás que ponen a nuestra disposición lo que han urdido o lo que les ha ocurrido a ellos en su vida, y que ahora nos entregan en un molde ordenado e inteligible. De ahí extraemos mucho más conocimiento y mucho más sedimento sentimental que el que pueda condensar nuestra biografía aisladamente, por mucho que acumule vicisitudes y sea opulenta en experiencias. En las interacciones y en los relatos ajenos brincamos el perímetro obscenamente reducido del yo y nos adentramos en las visiones pluridimensionales, en la universalidad y la diversidad simultánea, nos dotamos de cosmovisiones nuevas, comprendemos la gratuidad de todo juicio que no deja de ser una fabulación osada con tal de armar una historia que nos permita neutralizar la incertidumbre,  aprendemos a aceptar nuestra propensión a ver lo que esperamos ver,  asumimos que la mayoría de las veces adoptamos aquellas decisiones que se ajustan a las expectativas que los demás han depositado en nosotros, aprendemos a relativizar, a comprender a Camus cuando argumentaba que «no hay destino que no se supere mediante el desdén», a asentir con el gran Kahneman que «nada en la vida es tan importante como pensamos que es en el preciso momento en que lo pensamos», o a sentirnos impostores si no tenemos la valentía de responder con un sincero «no sé»  a la mayoría de las interrogaciones que nos formulan o nos formulamos. Somos propietarios o copropietarios de nuestra biografía, pero en ella hay cabida para la biografía de los demás, para que sus ideas polinicen con las nuestras, para que sus episodios se confronten con los nuestros, para desentumecer primero y enriquecer después nuestra vida con su vida, para que los relatos heredados nos permitan construir el nuestro con mayor conocimiento de causa y elección. La vida enseña, pero hay una gigantesca variedad de formas de vivirla. Unas permiten aprender más que otras. De hecho, algunas apenas permiten aprender algo.



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jueves, julio 07, 2016

La competitividad o el regreso a la selva



Cada vez que trato de explicar cómo las condiciones medioambientales impactan inexorablemente en el sujeto que somos cada uno de nosotros, suelo citar un luminoso verso de Antonio Machado: «Es muy difícil no caer cuando todo cae». Ortega y Gasset concluyó del mismo modo con el celebérrimo «yo soy yo y mi circunstancia», aunque esta glosa llevaba anudada una coda que sin embargo no ha alcanzado tanta notoriedad: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo». Sin embargo, tanto el individualismo de la modernidad líquida como la vitoreada psicología positiva se olvidan de nuestra condición de sujetos insertos en tentaculares redes de interdependencia. Ulrich Beck lo resume con agudeza cuando afirma que «se nos pide que busquemos soluciones biográficas a contradicciones sistémicas, buscamos la salvación individual de problemas compartidos». Al vincular la supervivencia a la obtención de ingresos a través de un recurso que escasea (empleo), cualquiera de nosotros puede encontrar la solución a su problema, aunque ese hallazgo no solucione el problema. En un nicho tan competitivo como el contemporáneo, nuestra solución condena a unos cuantos individuos como nosotros a que no puedan encontrar la suya. Incluso encontrar la solución es algo momentáneo, porque siempre podemos volver a la casilla de partida. Estamos inmersos en mórbidos juegos de suma cero, donde nuestra solución trae adscrita la perpetuación del problema de todos aquellos con los que competimos por encontrarla. La psicología positiva prescribe como remedio adquirir más méritos que los demás, esforzarnos más todavía, afilar la estima personal para acumular más competencias y más opciones de empleabilidad, interpretar la adversidad como una oportunidad. Todas estas recetas no eliminan en ningún caso el problema. Al contrario. Culpabilizan individualmente a todo aquel que lo sigue sufriendo.

Se ha extirpado del discurso político y del imaginario de las personas la idea de vida en común, la cohabitación humana, los puntos nodales inherentes a la multiplicidad de interacciones, la codependencia indefectible que nos supone a todos compartir espacio, propósitos y recursos. Vivimos con los demás y los demás viven con nosotros. En La capital del mundo es nosotros yo lexicalizo esta realidad bajo la rúbrica de que somos existencias al unísono. En el ensayo Comunidad, el gran Zygmunt Bauman nos da una definición de en qué consiste ese sitio en el que se comparte la vida: «la comunidad es un lugar del que se participa por igual y se disfruta de un bienestar logrado conjuntamente». A Savater le leí la reflexión incontestable de que «estamos encerrados en el mundo con los otros». Sabiendo que hemos hecho de la convivencia un destino irrevocable, a todos nos conviene establecer procedimientos en los que las personas que están a nuestro lado tengan garantizado el estricto cumplimiento de los Derechos Humanos. No competir meritocráticamente por ellos, no comprarlos como si fueran una mercancía, sino tenerlos garantizados por el hecho de ser una persona equivalente a cualquier otra persona. Como muchos sufren ceguera ética y no comprenden que la dignidad es el derecho a poseer esos Derechos, se les puede recordar el discurso primario de que su bienestar depende del bienestar de los que están a su lado. Es difícil vivir bien si a tu lado la gran mayoría vive mal.

Las personas convivimos y lo hacemos porque hemos aprendido que agrupados sobrellevamos mucho mejor que desagregados el gigantesco desafío de haber nacido. Sorteamos mejor la intemperie existencial, aumentamos el confort material y el bienestar psicológico, incrementamos las posibilidades, somos más inteligentes cuando nuestra inteligencia traba amistad con otras inteligencias, nos encontramos más seguros, podemos plenificar la vida gracias a nuestra interacción con otras vidas que nos cuidan, nos quieren, nos reconocen, garantizan colectivamente la subsanación de desgracias individuales. En la última página del ensayo de Bauman, el nonagenario profesor explica la idiosincrasia de la vida compartida: «Si ha de existir una comunidad en un mundo de individuos, sólo puede ser (y tiene que ser) una comunidad entretejida a partir del compartir y del cuidado mutuo; una comunidad que atienda a, y se responsabilice de, la igualdad del derecho a ser humanos y de la igualdad de posibilidades para ejercer ese derecho». Nada que ver con la deriva de un mundo en el que, en aporética concordancia con el aumento del conocimiento, la tecnología y la productividad, la incertidumbre se expande, la precariedad arraiga, la pérdida de control sobre la propia vida se agiganta, la provisionalidad crece, lo lábil se aplaude y se detracta el deseo biológico de poseer certezas, lo sólido se desintegra, el futuro y la capacidad de hacer planes vitales son fulminantemente barridos del argumentario de millones  y millones de seres humanos. El mundo competitivo que predica el credo económico se asemeja cada vez más a la jungla que hace millones de años nuestros antepasados decidieron dejar atrás colectivamente porque les perjudicaba individualmente. Parece que todos nos hemos puesto cera en los oídos para desoír una dolorosa obviedad. Cuanto más competitivo es el mundo, más se deteriora la convivencia, más se complica sobrevivir, más probabilidades tenemos de hacernos daño los unos a los otros.



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martes, julio 05, 2016

Las dos direcciones del amor propio



Obra de Daniel Coves
La expresión amor propio abriga en sí misma una contradicción semántica irresoluble. El amor es un sentimiento que nos despoja de mismidad en tanto que siempre aparece el otro, un potente sistema de motivación para eslabonar una biografía con otra biografía en la estrategia vital, un deseo para superponer los fines de uno con los fines del otro a través de un ensamblaje que hace miles de años revolucionó axiológicamente todo y que es el que nos confirió la humanidad que ahora nos singulariza. Sin embargo, en el amor propio se suprime drásticamente la presencia del otro y es uno mismo el que se desdobla para llevar a cabo unilateralmente operaciones de naturaleza bilateral. Si en una de sus acepciones más sencillas pero también más hermosas el amor es el sentimiento hacia una persona cuya complementariedad nos ensancha y nos energetiza, en el amor propio es la persona desvinculada de los demás a modo de ínsula la que intenta la misma hazaña multiplicadora. El individuo se repliega sobre sí mismo para realizar un sorprendente dueto. El yo que habla sellará acuerdos o firmará rescisiones con el yo que escucha en una prodigiosa contorsión de funambulismo sentimental. Normal que el amor propio mal articulado pueda degradarse fácilmente en narcisismo o en estulticia.

Resulta chocante comprobar cómo el amor propio posee dos direcciones explosivamente divergentes. Le ocurre lo mismo a la soberbia y al orgullo, con quienes comparte concordancias deletéreas. La soberbia en una de sus acepciones apunta a la excelencia, a la capacitación de una persona para realizar algo meritorio sancionado por la comunidad. Cuando alguien hace algo muy bien afirmamos que ha hecho algo soberbio, lo que demuestra la consaguinidad conceptual entre la soberbia y la excepcionalidad. Pero la soberbia también señala la obsesiva apropiación de halagos exclusivos, lo que impele al soberbio a negar que los demás también puedan merecerlos. Un elogio a alguien que no sea él lo considera un acto de escamoteo. El soberbio aspira a incrementar cada día el monto de alabanzas, un proceso onanista que no conoce reposo y que lo convierte en un ser patológicamente egocéntrico, una víctima caricaturizada de engreimiento, un enfermo de la adulación y el monopolio del mérito. Es comprensible que la soberbia aparezca entronizada como el primero de los siete pecados capitales o, lo que es lo mismo, como la mayor quiebra en la conducta de una persona. Con el orgullo ocurre algo similar. El orgullo es un exceso de estimación personal, aunque basta con cambiar el verbo que lo acompaña para que mude su sentido. «Sentir orgullo» no es otra cosa que la satisfacción que nos procura comprobar que hemos hecho algo valioso.  Por el contrario, «ser orgulloso» consiste en no capitular cerrilmente ante una evidencia que demuestra que la decisión más inteligente es precisamente claudicar, detener el curso de acción en el que estamos inmersos y sustituirlo por otro más idóneo.  De ahí que en el lenguaje coloquial se hable de «no dar el brazo a torcer», negarse a reconocer que hemos elegido mal y que la solución que nos ofrecen es mejor que la tramada por nosotros. El orgulloso es incapaz de aceptar algo así.

Con el amor propio ocurre lo mismo. En una dirección vincula con ser orgulloso, con conductas que sedimentan en terquedad, empecinamiento o cerrazón, en reafirmarse en una empeño en el que los costes superan al beneficio, pero que nos negamos a abandonar para no asumir ante los demás que hemos errado. En esta dimensión tener amor propio significa no claudicar cuando todos los indicios que nos presentan otros invitan a hacerlo, ser víctima de una de esas trampas abstrusas tan estudiadas por la economía comportamental que desestimamos abandonar no por el deseo de amortizar la inversión, sino por puro orgullo. Ahora bien, la extraña ramificación de esta expresión nos lleva también hacia un territorio semántico absolutamente diferente. Amor propio es sinónimo de autorrespeto. Grosso modo el autorrespeto es salvaguardar la propia dignidad en las inevitables interacciones con los demás que nos depara el nicho humano compartido. Se trataría de preservar de cualquier mácula el valor que toda persona posee por el hecho de serlo, tarea que algunos equiparan erróneamente con hipermeabilidad a la crítica. La disensión y el pensamiento crítico nos permiten progresar, la erosión emocional nos tiende a paralizar. Tener amor propio cursa aquí con el deber estricto de cuidar nuestra dignidad e impedir que nadie nos la agreda. Entramos en la esfera de la autoestima, el autoconcepto, la consideración, la identidad, la superación, el relato favorecedor que todo ser humano reclama para sí. El amor propio sería el conjunto de decisiones adoptadas para mantener intacta toda esa esfera de valores positivos y beligerar contra aquella conducta que intente lastimarla. Kant afirmaba que la autoestima es un deber hacia uno mismo, así que resulta un imperativo fortificarla para sobrellevar mejor las adversidades y las contingencias inherentes a la praxis de la vida. Para tener amor propio en esta acepción positiva hay que vislumbrar muy bien el modelo ético de sujeto que queremos para todos con los que compartimos la aventura de humanizarnos. El amor propio sería la consecuencia del amor a la idea de dignidad, a esa ficción que nos mejora a todos si todos la respetamos como si fuera real. El amor propio convertido en amor a lo que me gustaría que también se exigieran los demás para hacer del mundo un lugar más decente.



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jueves, junio 30, 2016

Sentir antipatía y rechazo no es sentir odio



Obra de Alyssa Monks
En mi último texto publicado en este Espacio Suma No Cero escribía sobre el rencor, el odio rancio que se acumula en los almacenes más umbríos y desconchados del alma. Al hilo del artículo (ver), un lector me preguntaba cuál era la diferencia entre rencor y resentimiento. Para mi respuesta cito el Diccionario de los sentimientos de Marina y Marisa López.  El rencor es enemistad antigua e ira envejecida. El resentimiento es el amargo y profundo recuerdo de una injuria particular. En mi texto yo los utilizo como sinónimos, siguiendo a la RAE, cuyas definiciones son circulares. La definición del rencor se apoya en la del resentimiento y la del resentimiento en la del rencor. Yo considero que el rencor es más animosamente belicoso porque se nutre de rumiaciones muy dispares y muy diseminadas cronológicamente. No deja de ser paradójico que en  un mundo tan líquido como el contemporáneo donde todo es insustancialmente episódico, donde los compromisos férreos y vinculantes viven en un acelerado proceso de desintegración, el rencor mantenga intacta su capacitación de convertir en indestructiblemente sólido el relato biográfico compartido con el odiado. Está tentacularmente más arraigado que el resentimiento, que suele circunscribirse a un hecho claramente rotulado en el calendario. Un momento desagregado de otros momentos.

En este punto conviene hacer una diferencia cualitativa que a veces nos desorienta sentimentalmente. Que no nos llevemos bien con alguien, que no queramos compartir retales de nuestra vida con esa persona, o que nos provoque rechazo, no significa que la odiemos. No hay correlación entre ambos sentimientos. No nos queda más remedio que ponernos manos a la obra y distinguir conceptualmente entre odio, antipatía, repulsión, rechazo y escasa o nula conectividad. Son notorios sentimientos de clausura en contraposición a los sentimientos de apertura al otro (amistad, cariño, afecto, amor, cuidado).  Insisto en que el odio es el deseo de dañar o procurar un mal a alguien, desear que su biografía aparezca cuajada de episodios aciagos, lastimada por alguna contrariedad severa que obstruya la coronación de sus metas. Incluso, en odios muy furibundos y muy concentrados, se anhela el exterminio de la propia persona, la supresión de su presencia física en el reino de los vivos. La malignidad de este deseo no cursa con la antipatía que podamos sentir hacia una persona. El odio pertenece al linaje de la ira. La antipatía a la familia de la alegría, en este caso al déficit de esa emoción básica. La antipatía es el deseo de no compartir ni tiempo ni espacio ni propósitos con alguien con quien albergamos sentimientos displacenteros. Surge como un antónimo de la simpatía, que es la inclinación a aadherirnos a ese otro que despierta en nosotros afectividades amables que nos incitan a entretejer lazos emocionales a través de actividades compartidas. En la antipatía desaprobamos la conducta del otro y se lo hacemos saber a través de la función punitiva de la separación o el ostracismo, o anhelamos la desconexión por un lance mal resuelto, o la oquedad mostrada por el otro en la interacción, o etéreas incompatibilidades difíciles de puntualizar, o  admitimos una insalvable divergencia entre los valores privados que capitanean su vida y la nuestra, o sentimos que se abren simas drásticas en los estándares que ambos reclamamos para el marco público.

La intensidad y la perdurabilidad de esos sentimientos marcan las líneas divisorias entre antipatía, rechazo, repulsión, enemistad. Cuanto mayor sea la irradiación de estos sentimientos aversivos, más nos iremos adentrando en el rechazo, la repulsión, la animadversión o la ojeriza. Pero en estos territorios afectivos no se desea causar un mal al otro, sino repeler su presencia y eludir el contacto y las áreas de intersección. Se desea o bien desmantelar el vínculo o bien evitar su edificación, fragilizar o eliminar en la medida de lo posible la cohabitación a la que impelen los propósitos sociales o las tareas compartidas (familiares, laborales, comunales, vecinales, etc). De hecho, cuando en ocasiones es imposible soslayar la interacción, los instantes de contacto se llevan a cabo en esas zonas de absoluta extraterritorialidad mental que no confieren demasiada implicación. Y aún hay otro aspecto sustancial que subraya la gigantesca diferencia. El odio nos empareja y nos suelda al otro en una siderurgia que altera nuestra atención. Su fuerza motriz nos desposee de autonomía, de la soberanía de nuestra propia atención, y es el propio odio el que elige dónde debemos focalizarla para su propia nutrición. Sin embargo, la antipatía, el rechazo o la aversión no se emancipan de nuestro control, no manipulan nuestro estado de atención, no nos convierten en sujetos pasivos frente al oleaje de una antigua ira. Sólo atendemos su solicitud cuando la persona que despereza esos sentimientos aparece compartiendo momentáneamente nuestro espacio. No antes. Tampoco después. Sólo aquí y ahora.



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martes, junio 28, 2016

«Guardar rencor», o cómo apilar odio



Obra de Martine Johanna
«Guardar rencor» es una expresión de una poderosa capacidad evocadora. Este sedimento lingüístico transparenta una redundancia dinámica, porque lo único que podemos hacer con el rencor es guardarlo, depositarlo,  apilarlo, acumularlo. Dentro de la organización sentimental, el rencor es un odio almacenado cuya característica más singular es su enmohecimiento. Se trata de un odio rancio, envejecido, senil. El rencor es la institucionalización sentimental del odio que pierde su condición de estallido episódico para, alejado del epicentro cronológico y geográfico que lo despertó, investirse de perennidad. El proceso que nos lleva de la ira en plena erupción a la lava solidificada alrededor de un corazón que exhala bilis y humo cada vez que verbaliza los acontecimientos se puede cartografiar con meticulosa precisión. El odio es el sentimiento que nace cuando se desea o se inflige daño a alguien al que le imputamos actos imperdonables, o una ofensa que nos lastimó gravemente en mitad de los afanes cotidianos, o la autoría de heridas irrestañables en nuestra baqueteada biografía. Una vez atribuida la paternidad del mal, decidimos compensarlo de alguno de los muchos modos que oferta la vida para el propósito de amargar la existencia ajena, ejecutar una devolución que equilibre los daños causados, reembolsarse un sufrimiento del que uno se siente acreedor y por tanto con derecho a ajusticiar por su cuenta al ominoso deudor. A veces no solo se anhela dañar, sino que asimismo se desea la eliminación real o metafórica del otro. Nos sentimos impotentes para erradicar el daño recibido, pero tremendamente creativos para pulverizar a la persona que nos lo provocó. Si ese sentimiento se prolonga en el tiempo, entonces el odio se transfigura en resentimiento. Repetir el mismo sentimiento de entonces, pero desplegado y sentido en un punto cronológico muy alejado del origen. 

Ahora mismo estamos incursionando en las cloacas más sórdidas y hediondas del alma humana, pisando el limo que descansa en las profundidades y que no suele aparecer en la superficie gracias a la intervención de otros sentimientos afanados en pertrecharnos de pudor y vergüenza. Saber que estamos zigzagueando por la zona más pestilente de la geografía humana es sencillo y fácilmente reconocible. Allí se está en contra de la vida, bien de la propia, bien de la del prójimo que una vez atentó contra nuestros intereses. El odio es ubérrimo en el arte de inventar calamidades. Espolea laboriosamente la inventiva fantaseando con infligir algún mal al odiado, o fabula con que la vida le zancadillea con alguna fatalidad, o incluso exhorta a esa propia vida a que sea despiadada y ponga todo su empeño en dificultarle cruelmente la existencia. Frente a la escenografía aparatosa de la irascibilidad y el enojo, el odio suele presentarse en una silenciosa febrilidad en la que se confinan la venganza y la furia. La longeva fertilización de ese odio se va metamorfoseando en rencor, que puede traducirse como la belicosidad de un odio que no caduca nunca, permanece activado en el tiempo, inmune a la obsolescencia que sin embargo sí asola a otros sentimientos.

Si el odio y el sentimiento de amor (que no el amor como sistema de motivación) son desviaciones de la atención, el rencor es la atención posada sobre alguien que sigue parasitando nuestra mente mucho después de desencadenarse el episodio que ahora se rebobina en nuestro sistema límbico cada poco tiempo. Es alienante porque asienta su imperecedera mirada obsesiva en alguien que no somos nosotros, ni nuestros propósitos. El otro deslocaliza nuestra atención y la canibaliza hasta despojarnos de ella. Según Carlos Castilla del Pino, como odiamos todo aquello que consideramos una amenaza para lo más medular de nuestra identidad (sólo odiamos a quienes otorgamos superioridad sobre  nosotros), el rencor vincula con la contemplación de aquello que despreciamos en nosotros mismos y que el odiado nos ofrece a través de un doloroso y eterno espejo desfavorecedor. El rencor reafila diariamente ese odio ya oxidado, esa imagen displacentera de nosotros en un ejercicio de renovación que nos va jibarizando y agrietando por dentro. El  rencor sella las ventanas del alma e impide airear el pasado. Se convierte en aire viciado, odio opresivo y claustrofóbico que encarcela al que lo padece y no al que va dirigido, que en ocasiones puede ni conocerlo ni imaginarlo tan siquiera.  Es una mirada girada hacia atrás que se pierde todo lo que aparece por delante, que es donde se empadrona el flujo que llamamos vivir. El silogismo es sencillo. Donde habita el rencor no habita la vida.



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miércoles, junio 22, 2016

A sentir también se aprende


Obra de Donatella Marraoni
Cada vez que felicito un cumpleaños acompaño mi felicitación deseando al protagonista que la nueva edad le trate bien y sea dócil con sus deseos. Creo que es difícil desearle algo mejor a alguien. La más breve pero más incontestable idea prescrita para articular congruentemente el mundo afectivo (esa amalgama en la que incluyo emociones, sentimientos, deseos y actitudes) se la leí hace tiempo al neurocientífico y escritor Jonah Lehrer en el ensayo Cómo decidimos. Allí preceptuaba que «la mejor manera de gestionar las emociones y los deseos es pensar en ellos». «Pensar bien en ellos», me gusta puntualizar. Yo suelo repetir que la educación no es otra cosa que aprender a desobedecer deseos (el deseo es la borboteante presencia de una ausencia), aprender a elegir el monosílabo «no» cuando optar por el cómodo «sí» te gratifica en el corto plazo pero te empeora en el largo. La libertad consiste en la capacidad de posar la atención allí donde queremos, y no donde el deseo apunta inquisitivamente en contra de nuestra voluntad. Hace unos días mantuve una conversación con una mediadora catalana en la que le explicaba que desobedecer unos deseos implica indefectiblemente obedecer otros, así que la educación se encuentra con la tarea previa de discernir qué deseos son más convenientes y qué  deseos son más desaconsejables, qué deseos nos mejoran y qué deseos nos desencuadernan. Como en todo, la conveniencia o no de los deseos descansa en función de la estratificación de nuestros intereses y nuestras motivaciones, tanto de genealogía personal como social. Un deseo puede ser muy útil para emplearlo en una dirección concreta, pero ese mismo deseo puede empantanarnos si nos invade cuando perseguimos la dirección contraria. Platón redujo todo este posible guirigay conceptual en una glosa  llena de belleza en la que afirmaba que la educación no es otra cosa que enseñar a desear lo deseable. Parafraseándolo, podemos afirmar que la educación consiste en desear bien (desear lo digno de ser deseado), que no es otra cosa que sentir bien, que a su vez no es otra cosa que elegir bien. 

Y aquí irrumpe con fuerza lo más medular de todo este texto. Cuesta aceptarlo, porque creemos que los sentimientos son entidades impermeabilizadas a la racionalidad, pero a sentir también se aprende. Más todavía. Sentir bien es el resultado de haber aprendido a segregar con idoneidad unos deseos de otros, a no sucumbir a la labilidad y volatilidad del deseo, a diferenciar entre deseo sentido y deseo pensado, entre apetencia y proyecto. En el ensayo Trampas mentales, el filósofo italiano Matteo Motternini condensa este dinamismo propio de la indeterminación de algunos contextos señalando que en nuestro cerebro se inicia una competición entre dos sistemas neuronales distintos. El sistema límbico, centro del placer y de la recompensa, pugna con el área de la corteza prefrontal, destinada al razonamiento abstracto y al mantenimiento del objetivo. Quien posea mayor pugilato se alzará con una victoria que guarda crudas consecuencias en nuestra conducta. La tarea de ser persona consiste en la adhesión de sólidos marcos de evaluación que, a través de  la deliberación, la decisión y la acción, permitan el acceso a unos deseos y denieguen la entrada a otros. Uno puede adoptar una decisión muy buena pero dentro de un encuadre evaluativo muy malo, y viceversa. Por eso ser persona es el único trabajo que requiere dedicación plena. No podemos dejar esa tarea ni un sólo instante, porque somos el individuo que habita entre la persona que estamos siendo y la que nos gustaría ser después, y es en esa pequeña falla donde se acurruca el deseo.

En El gobierno de las emociones, Victoria Camps, Catedrática de Ética en la Universidad Autónoma de Barcelona, nos explica que las emociones y la racionalidad son un continuo. Matizo aquí que Camps homologa el término emociones a toda esa panoplia compuesta por emociones, sentimientos y deseos. Siguiendo a Aristóteles y a Spinoza, postula que nos movemos por deseos y sentimientos más que por evaluaciones cognitivas, pero la construcción del deseo y el sentimiento se realiza con los materiales que proporciona la reflexión. La gobernabilidad o la insumisión de nuestras emociones determinan nuestro pensamiento, y nuestro pensamiento hace que nuestra emociones sean dóciles o díscolas. Si no recuerdo mal, Claudio Naranjo defiende la integración de intelecto, amor e instinto, algo así como que el instinto se alíe con nuestros intereses, forjados reflexiva y afectivamente, en vez de que nuestros intereses se dejen arrastrar por el instinto. Spinoza también hablaba de algo análogo cuando teorizaba sobre la importancia de utilizar la fuerza del deseo (connatus) en la consecución de nuestros proyectos, que es un epítome perfecto de desear lo deseable.

En su ensayo, Victoria Camps hace también una lectura de la repercusión social de las emociones. Sólo desde la armonía de la razón y el sentimiento se puede actuar con racionalidad y responsabilidad moral, sólo así se pueden inculcar normas sociales. Sentimientos como la indignación, la compasión, la vergüenza, son necesarios para orientar la conducta. La autora cita a Hume y su tremenda aunque irrefutable reflexión en la que el filósofo inglés recuerda que no hay nada irracional en preferir que se hunda el mundo a que nos pinchemos un dedo. Es cierto, pero en esa preferencia sí hay déficit ético. Hay que intentar una educación sentimental en la que casen emoción y razón, génesis de un buen comportamiento, porque  el objetivo de la ética, y aquí Victoria Camps cita a Rorty, consiste en eliminar la crueldad y ensanchar el nosotros. La construcción de la organización social pasa inevitablemente por la sentimental, pero también ocurre a la inversa. De este modo la política necesita la ética, la ética necesita la política, y ambas necesitan la docilidad del deseo para poner su fuerza al servicio de la inteligencia.



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martes, junio 21, 2016

La capital del mundo es nosotros

Los seres humanos somos existencias vinculadas. Esta condición insoslayable protagoniza todos los acontecimientos que jalonan nuestra biografía desde antes incluso de nacer. Un cordón umbilical nos une con otra persona al ser engendrados y, desde ese preciso momento, el nexo con el otro será sempiterno, nuestro auténtico estandarte. Aunque el uniformizador individualismo y una errática idea de autosuficiencia tratan de amortiguar la centralidad de las otredades en el paisaje de cualquier vida, basta con experimentar un episodio de soledad prolongada para constatar cómo en lo más íntimo de cada uno de nosotros habita alguien que no responde a nuestro nombre, pero que sin embargo guarda coincidencias nominales con las personas con las que deseamos compartir los afectos más hermosos que configuran el alma. En una de sus maravillosas novelas, Paul Auster explicaba en boca de uno de sus personajes cómo en los instantes en los que la soledad más arreciaba era cuando percibía de una manera diáfana el vínculo entretejido con los demás. Parece una idea antitética, pero cuando uno está solo se hipertrofia la presencia ausente de los otros. La vorágine cotidiana de todos los días, la voracidad de horarios y tareas, la neurosis de regatear tiempo al tiempo, la supervivencia cada vez más precaria, la ludópata optimización del lucro de una élite que en colusión con nuestros representantes exprime la vida de todos los demás, opacan las redes de dependencia que forman la comunidad granular en la que habitamos. Pero insisto en que en el centro más profundo de uno mismo no hay nada que no sea la nosotridad. Más todavía. Resulta imposible surtir de sentido nuestra vida si apartamos a los demás de ella. Este hallazgo guarda poderosas consecuencias sentimentales, pero también sociales. Nuestro bienestar material y emocional necesita el bienestar material y emocional del resto.

El título de este libro fue la última de las seis tesis que defendí escalonadamente en una conferencia titulada O cooperamos o nos haremos daño. Todo orbitaba en torno a la interdependencia y las lógicas que se derivan de ella. Aquella misma tarde me dije que si algún día escribía un ensayo sobre las interacciones humanas lo titularía con la metafórica constatación de que la capital del mundo es nosotros. No hay ni una sola conurbación más habitada, ninguna megalópolis con tantos conciudadanos, ningún lugar con una densidad de población tan alta. Además tomé conciencia de un hecho que pasa muy inadvertido de puro obvio. El rincón más peligroso de todo el planeta Tierra es un cerebro educado mal. Para combartirlo sólo tenemos a nuestra disposición la educación y el afecto (que después de muchos años de estudio me atrevo a decir que son la misma cosa, aunque para entendernos necesitamos disgregarlos nominalmente). En la educación incluyo la cultura, la ética, el conocimiento, la conducta, los recursos intelectuales, la producción de significados, el diálogo como procedimiento para coordinar las inevitables divergencias de los seres autónomos que somos. Con la palabra afecto incluyo todo el orbe de la afectividad: emoción, sentimientos, amor, dignidad, reciprocidad, equidad, ética de máximos. La capital del mundo es nosotros. Un viaje multidisciplinar al lugar más poblado del planeta (CulBuks, 2016)  no es una mera acumulación de algunos artículos procedentes de este Espacio Suma No Cero donde escribo varias veces a la semana, sino la construcción de un viaje sentimental sobre nuestra condición de existencias al unísono. A mí me ha resultado un paseo fascinante recorrer las calles de la capital del mundo. Cómo repartimos los recursos, cómo sentimentalizamos las interacciones, qué valores personales y sociales protagonizan el paisaje compartido, qué criterios empleamos para articular la convivencia, qué pluralidad de formas de habitar la realidad surgen de nuestra condición de existencias entrelazadas. Pero lo más relevante de este paseo es que los nexos con nuestros semejantes (afectivos con los próximos, éticos con los lejanos) han nacido no sólo para amortiguar nuestra vulnerabilidad, sino para posibilitar nuestro florecimiento en la aventura de humanizarnos. Espero haber sido hábil para explicarlo y para hacerlo sentir en cada una de las líneas del libro.




(*) La capital del mundo es nosotros. Un viaje al lugar más poblado del planeta se puede adquirir en la tienda de la editorial Culbuks (10 + envío). Clic aquí.



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miércoles, junio 15, 2016

Todo lo hacemos para que nos quieran


Obra de Harding Meyer
Nos cuesta aceptarlo porque cuestiona por completo esa idea del pensamiento positivo que nos señala como sujetos autosuficientes, pero nos pasamos la vida intentando recolectar cariño y reconocimiento. A veces lo conseguimos, a veces no, y en esa actividad ubicua y pendular transcurre el lance de vivir. Somos seres en falta, seres que necesitamos a los otros para ser nosotros, para que nos suministren ese afecto que evita que devengamos en sujetos destartalados. Somos el ser que habita en nuestras palabras, en ese diálogo inagotable entre el yo que habla y el yo que escucha, pero esas palabras se convierten en un territorio insular y claustrofóbico si no hay unos tímpanos atentos con quien compartirlas. Emilio Lledó recalca que somos indigentes por la sencilla razón de que necesitamos de lo otro y de los otros. Esta indigencia será vitalicia, habitará permanentemente en nuestro cerebro y nos convertirá de por vida en mendigos de cariño y aprecio.

Quizá nos avergüence asentirlo, quizá afirmarlo públicamente nos convierta en seres dependientes y por tanto fácilmente vulnerables, pero el principio rector de lo que hacemos y de lo que no hacemos no es otro que el que nos quieran y nos aprueben. La conducta de los niños, que no dejan de ser una versión miniaturizada y culturalmente menos neutralizada de nosotros mismos, lo corrobora de manera irrefutable. Cada vez que un niño hace algo especialmente valioso delante de otros, su primer gesto consiste en buscar la aprobación y el aplauso de alguien que sea una autoridad para él. Este tropismo se instalará para siempre en sus interacciones, una inercia depositada en los circuitos neuronales que vincula con el deseo de encontrar bienestar psíquico a través de la producción de afecto y filiación, o la zozobra de no hallarlo en su derredor.  Podemos hacer cosas para sentirnos bien con nosotros mismos, pero si vamos a la estancia más profunda de nuestro yo nos encontraremos con la sorpresa de que allí no vive nadie que responda por nuestro nombre, pero sí por el de otros que con sus ires y venires han ido tejiendo nuestra biografía hasta convertirla en un nudo de relaciones e intercambios. Buscamos amparo, abrigo sentimental, protegernos del relente de la soledad, y por eso intentamos compartir aquello que consideramos que habla bien de nosotros. En la cosa aparentemente más banal estamos haciendo méritos para conseguir cariño, o para no perderlo. Para que en esa estancia a la que me refería antes habite alguien. Alguien que nos responda cuando preguntemos.

Cualquiera de nosotros lleva toda su vida actuando así, incluso los que no han llegado a inteligirlo y creen que la motivación última de sus actos reside en otros aspectos alejados por completo de lo más singular del alma humana. Aunque mucha gente crea que realiza tareas para autorrealizarse, o para sacar filo a sus habilidades, o para sentir la estimulante eficacia comprobada, o para colmar una visión, y todas esas cosas periféricas con las que el neolenguaje empresarial ha colonizado nuestro imaginario, todo lo que uno hace en la vasta geografía de la economía comportamental acaba subordinado a algo tan simple pero tan nutricio como que los demás nos quieran. Enmascaramos nuestras prácticas sociales bautizándolas con nombres rimbombantes, pero finalmente tanta advocación equívoca se reduce a que alguien se sienta orgulloso de nosotros y desee compartir su afecto con el nuestro. Detestamos el entumecimiento afectivo que nos desposee de nuestra condición de personas y nos va mineralizando por dentro poco a poco. Orientamos nuestras tareas hacia un resultado, y el único resultado que no se subordina a ningún otro es que nos quieran. Este deseo no se extingue jamás, pertenece a ese catálogo de deseos que, como canta mi admirado Battiato, «no envejecen a pesar de la edad».

Hacemos algo valioso para que alguien nos preste atención y nos considere interesantes, y así surja esa sustancia mágica que se cuela entre las personas que se aprecian. El afecto es ese vínculo invisible que anuda a una persona con otra a través de la valoración positiva que se establece entre ellas. Somos cazadores/recolectores de afecto porque él es el auténtico salteador que desvalija las fatalidades de la vida y multiplica sus goces. Anhelamos la conectividad, el calor que emana de las relaciones plenas, el aprecio de los demás, el sentimiento de pertenecencia a una comunidad de iguales. Ahora bien, si esa necesidad de reconocimiento es embriagadoramente obsesiva entonces nos podemos convertir en vanidosos. Si además de recolectar alabanzas se las negamos a los demás, nos volveremos soberbios. Si verbalizamos inmoderadamente los elogios cosechados o los autoatribuidos tropezaremos con el horrible narcisismo. Si nuestro yo no deja espacio para que se exprese otro yo, nos convertiremos en egocéntricos o en egotistas. Instrumentalizaremos el cariño y el reconocimiento para escalar puestos en la cotización social, para ostentar nuestra opulencia, para degradar el aprecio en competición por el estatus y los galones. Parecerá antitético, pero son precisamente estas conductas desmesuradas las que delatan al mendigo que somos por naturaleza.



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martes, junio 07, 2016

«El roce hace el cariño», y nos sentimentaliza



Obra de Didier Lourenço
Siempre me ha maravillado una expresión coloquial que evoca con una sencillez adorable las mecánicas del mundo afectivo. La expresión es la familiar «el roce hace el cariño». Yo la utilizo mucho para explicar la ocurrencia de conflictos, porque del mismo modo que el roce facilita la emanación del cariño también provoca el advenimiento de la fricción (cuya definición señala literalmente el roce de dos cuerpos en contacto). Es harto difícil padecer fricciones y divergencias si no hay contacto, si la relación es una estructura en la que no se comparte apenas nada. El conflicto y el cariño sólo dimanan en las interacciones iteradas. He estado investigando las distintas definiciones de «cariño» y el resultado ha sido decepcionante. He comprobado la circularidad de las palabras, significados que apelan a otros significados, palabras que se sujetan en otras palabras a través de una urdimbre que se sostiene a sí misma sin ofrecer nada clarividente. Pongo un ejemplo con mis propias definiciones. El cariño es una miscelánea sentimental de afinidad y conectividad hacia alguien. Un cariño es una atención destinada a mostrar afecto. El afecto es la manifestación por la que alguien se siente querido por otro. Queremos a alguien cuando nos afectan su alegría y su tristeza. Nos encariñamos con aquellos que nos muestran afecto. Nos afectan las personas que queremos. Las queremos porque nos une el cariño que nos profesamos. He aquí el callejón sin salida. 

«Afecto» es una palabra muy poco utilizada por su llaneza, pero en ella anida la materia de la que está hecha nuestra humanidad. Doctrinalmente se define como las pasiones del ánimo, especialmente el amor y el cariño, pero podríamos acotarlo como un vínculo invisible que anuda a una persona con otra a través de la valoración positiva que se establece entre ellas, y que se solidifica con la continuada demostración de cariño. Si ese cariño es muy intenso puede acarrear amor, un sistema de motivación que desencadena la proeza de que las personas hagan que los fines propios y ajenos terminen ensamblándose hasta ser exactamente los mismos. En mis textos cada vez empleo con más frecuencia la palabra afecto. De hecho, he decidido enarbolar el término «entramado afectivo» para referirme a toda la intrincada amalgama sentimental que hace que las personas seamos las que somos, sintamos lo que sentimos, valoremos lo que valoramos. Llamo entramado afectivo al conjunto de las experiencias evaluativas emocionales, sentimentales y cognitivas que interactúan en cualquiera de nosotros. Las experiencias afectivas no es que sean sancionadas por la intelección, como he leído alguna vez, es que son su resultado. Al tratarse de una actividad interactiva, todo este calidoscopio de experiencias opera sobre todas simultáneamente, sin principio ni final. Cada alteración que se da en un punto, por minúscula que sea, repercute en distintas gradaciones en todos los demás, y a la inversa, en un proceso que no conoce reposo. Por eso resulta deshonesto desvincular el orbe afectivo de la cognición, o las emociones de la racionalidad, o el pensamiento del sentimiento. En un sistema todo depende de todo, existe una inseparabilidad real que sajamos en fragmentos pedagógicos para intentar entendernos, pero que ya en nuestras troceadas explicaciones aparece de un modo artificialmente desvirtuado con respecto al entramado original donde no hay partes ni constructos.

La afectividad es una esfera vinculada nominal y poéticamente al corazón.  Resulta curioso que hayamos creado toda la iconografía sentimental en torno al músculo donde se producen los movimientos de sístole y diástole, cuando sabemos muy bien que el dinamismo afectivo ocurre en el cerebro. Y el cerebro creo al hombre es el elocuente título del último ensayo de Antonio Damasio. Shakespeare lo sabía muy bien cuando se refirió a él como «el frágil lugar donde habita el alma». Y la gran Emily Dickinson cambió el verso por el metro y afirmó con rotundidad que «el cerebro es más amplio que el cielo». Ese cerebro nos socializó y nos sentimentalizó. El afecto se hace inteligente cuando la inteligencia lo dota de un valor participado por la interacción comunitaria. Nos afecta aquello que posee valor, es decir, aquello que consideramos sustancioso para nosotros (valor personal), pero también aquello que consideramos conveniente para una saludable convivencia entre todos (valor ético). Por eso educarnos es educarnos sentimentalmente.  Aunque suene extraño, se puede y se debe aprender a sentir. Sentir bien es elegir bien los significados y el valor de nuestros afectos y de su encarnación en nuestra conducta.

Según el etólogo Konraz Lorenz, solo podemos mantener relaciones afectivas con grupúsculos de no más de once personas. Colmada esa cantidad, el afecto se difumina y las relaciones pivotan en torno a otros intereses. El científico Robin Dunbar amplió la cantidad, y teorizó que nuestro orbe afectivo podía acoger aproximadamente hasta ciento cincuenta personas, el célebre número Dunbar. Traspasada esa cifra los lazos emocionales se debilitan y la relación con el otro pierde irradiación emocional y se transfigura en instrumental. Este es el motivo por el cual educativamente el sentimiento debe ceder paso a la virtud en nuestra interacción con personas con la que no nos anuda el afecto, con las que la ausencia de roce también trae ausencia de cariño. La virtud es el modo de conducirnos de acuerdo a unos ideales que consideramos irrevocables para que a todos nos vaya bien. Yo defiendo que donde no llega el afecto debería llegar la ética, que es la disciplina que se pregunta qué es lo más justo y lo más conveniente para todos. El afecto opera en las distancias cortas. La ética en las distancias largas. El afecto se cuela en las relaciones cercanas. La ética en las relaciones con cualquiera por muy alejado que se encuentre de nosotros. El motivo es sencillo. Compartimos con todos los demás la increíble tarea de ser humanos. Como quizá no sintamos afecto, debemos al menos exigirnos una conducta virtuosa. Tratar al otro con la misma equivalencia que solicitamos para nosotros porque, aunque nunca lleguemos a rozarnos, somos semejantes.



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