Mostrando entradas con la etiqueta competición. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta competición. Mostrar todas las entradas

martes, marzo 05, 2024

Cuidar los contextos para cuidar los sentimientos


 
Obra de Helena Giorgiou
Se le atribuye a Kant la máxima que reza que la autoestima es un deber de cada persona consigo misma. Estoy de acuerdo con esta prescripción, porque una valoración positiva y una narración afable sobre nuestra propia persona coopera a que nuestra instalación en el mundo sea la mejor de las posibles.
Ahora bien, como ciudadanía tenemos el deber cívico de crear contextos que propicien la irrupción de las pasiones alegres en mayor cantidad que las pasiones tristes en cualquier conciudadano, coadyuvar a que los sentimientos de apertura al otro prevalezcan sobre aquellos otros que propenden a desarticularnos por dentro y por fuera (odio, envidia, resentimiento, amargura, alegría por la desdicha ajena, rivalidad, competición). Toda vida que pueda desplegarse con alegría hacia lo que considera satisfactorio para ella porque tiene capacidad de agencia para decidirlo y hacerlo, es una vida que mejora el alrededor comunitario del que forma parte. Una persona que pueda vivir lo que le resulta significativo sin perjudicar a terceros es una persona con más probabilidades de ser mejor consigo misma y con los demás. Este propósito es privativo, pero precisa de un cosmos político cuidadoso y atento con estas querencias tan humanas. Ahí radica nuestro deber como ciudadanía, y el de nuestros representantes como decisores políticos.

Aunque la creencia popular nos ha inculcado que el mundo afectivo es el resultado de intrincadas operaciones de cariz personal, resulta tremendamente subsidiario de las condicionantes situacionales de las que indefectiblemente forma parte nuestra persona. No somos entidades insulares, somos existencias al unísono, y ese unísono está configurado por el diseño político y económico. Cuando abandonamos el útero materno no llegamos a un sitio yermo, sino a un útero cultural del que no podemos sustraernos. Los contextos orquestan ideas, actitudes, hábitos, valores, sensibilidades, deseos, juicios, procedimientos, prácticas, imaginarios, afectos, estilos sentimentales. La capacidad autodeterminadora del contexto puede fácilmente provocar la corrosión del carácter (Richard Sennet), precipitarnos contra nuestra voluntad a la sociedad del cansancio (Byung-Chul Han), azuzarnos a la era del vacío (Lipovetsky), saturarnos el yo (Kenneth J. Gergen), fragilizar nuestros vínculos con los demás y con nuestros propios deseos hasta convertir el mundo en un lugar líquido (Zygmunt Bauman), subyugarnos déspotamente por la tiranía del mérito (Michel J. Sandel), exigirnos una competición tan descarnada en aras de ser productivos para el mercado que deseemos desaparecer (David Le Breton), nos encadene a las nuevas soledades (Marie-France Hirigoyen), o nos invite a adherirnos a la derechización del malestar (Amador Fernández-Savater). 

Esta relación umbilical de lo político y el entramado afectivo personal debería ocupar mayor espacio en la conversación pública. Como bien señala el adagio, somos más hijos de nuestro tiempo (ethos social) que de nuestros padres. El zeitgeits determina nuestros sentimientos mucho más de lo que estamos dispuestos a admitir. Sabemos que cuanto más degradados y depredatorios son los contextos sociales, menos cordiales son los sentimientos que brotan de las personas. El miedo, la zozobra, la incertidumbre, la precariedad, la rivalidad, la pugna, la desigualdad, no suelen inspirar sentimientos de apertura al otro (alegría, admiración, compasión, bondad, cuidado). Cuando en las interacciones afluye el afecto, nos humanizamos y los sentimientos que suelen comparecer devienen adalides de lo justo, lo ético, lo recíproco. Sin embargo, cuando el afecto se diluye, cosificamos a los demás, la ética se volatiza y podemos pretextar líneas de conducta y estructuras consideradas por una mirada neutral como muy poco escrupulosas. Conocedores de estos tropismos tan humanos, deberíamos aceptar el deber civilizatorio de pensar y escrutar fórmulas de imparcialidad en las que sobrevivir no impida vivir (y por lo tanto no instigue lo peor de nuestra persona), y que vivir lleve intrínsecamente el deseo de configurar formas de existir en las que todas y todos podamos erigirnos en acreedores de una vida buena. Paul Ricoeur compartió la tríada ética compuesta por el deseo de una vida realizada con y para los otros en el marco de instituciones justas. Difícil superar un propósito más hermoso.

 

  Artículos relacionados:
  Si no cuido mi circunstancias, no me cuido yo.
  Tiempos y espacios para que los rostros se encuentren.
  Vulnerabilidad y precariedad.  

martes, diciembre 14, 2021

Cumplir los Derechos Humanos es cuidarnos mutuamente

Obra de Didier Lourenço

La semana pasada se celebró el Día de los Derechos Humanos. El 10 de diciembre de 1948 la Asamblea General de la ONU reunida por tercera vez en París proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Tras su conmemoración estaría muy bien recordar todos los días qué son, por qué se redactaron y, sobre todo, desentumecer nuestra reflexividad e interrogarnos para qué sirven. Si tuviera qué resumir en una enunciación sucinta su instituyente utilidad diría que se inventaron y se definieron para protegernos de nosotros mismos. Los Derechos Humanos son los derechos que nuestra imaginación ética y política creó para prevenirnos cuando nos enconamos y nos quema por dentro la veleidad de ser inhumanos con nuestros semejantes. Recurro a José Antonio Marina para explicarme mejor: «Reclamar un derecho es pedir una protección para que ese daño no vuelva a suceder; y una protección que no dependa de una eventual benevolencia». Cada nuevo derecho amplía la territorialidad del cuidado. Según la filósofa francesa Helena Cisoux «el cuidado es un tipo de atención interpersonal donde estamos para el otro», una preciosa definición que es extrapolable a la de un derecho, una atención que vela por el otro. Ojalá no tardando mucho consideremos los actuales Derechos Humanos insuficientes para vivir una vida buena. Significaría que estamos narrándonos de otro modo. Que nos estamos cuidando bien.

Los Derechos Humanos nacieron tras las dos guerras mundiales del siglo pasado. La tamaña irracionalidad de una guerra es tan inconmensurablemente desbordante que resulta imposible no recapacitar y admitir que el animal humano es el animal capaz de cometer inhumanidades. La atrocidad y la vileza son patrimonio de la humanidad. Tras el hemoclismo de la Segunda Guerra Mundial nos consternamos emocionalmente al comprobar la tenaz capacidad depredadora del ser humano, y decidimos restringirla reglando con precisión matemática qué era absolutamente intocable en las cotidianidades vitales de un semejante. La Declaración Universal está punteada de medidas claramente precautorias. Quienes la redactaron sabían muy bien que producir odio y enfangar el espacio compartido gracias a la desconexión moral con el otro es una actividad muy sencilla de consecuencias tremebundas. Advirtieron inteligentemente que en la vida de cualquier ser humano se tendría que establecer un repertorio de condiciones mínimas para trocar ese posible odio por bondad, la irascibilidad por sosiego, la ira supurante por fraternidad, el miedo por estabilidad. Ese repertorio son los treinta artículos que conforman la Declaración Universal. Son un listado de lo básico que debe disponer una persona para poder aspirar a una vida digna y significativa y tejer así vínculos y concordancias plenificantes, que es la mejor prevención posible para organizar pacíficamente la vida en común .

Si disponemos de contextos lamentables, construiremos relaciones lamentables. Marginar las condiciones materiales, fomentar la desprotección estructural de la vida y ensuciar el medioambiente social es favorecer los sentimientos de clausura al otro. En entornos de injusticia y pobreza rodeada de riqueza prenden con peligrosa facilidad la competición, el miedo, el resentimiento, el narcisismo, la crispación, la rabia reactiva, la despolitización, la impaciencia, la envidia, la desecación afectiva, la imperturbabilidad, la frustración, la incapacidad de condolernos. Todos son sentimientos y actitudes que al incrustarse en nuestros hábitos nos envilecen por dentro y nos devastan por fuera. Esta devastación interior y exterior facilita que los discursos excluyentes y discriminatorios obtengan una alta recepción social. Nada de lo enumerado sienta las bases fecundadoras para ayudarnos unas y otros, para que quereramos y cultivemos la emancipación de los demás, para urdir soluciones colectivas a problemas comunes relacionados con nuestro planeta, nuestros cuerpos y nuestra dignidad. He aquí la relevancia de los Derechos Humanos. Defenderlos, cumplirlos e intentar ampliarlos es una forma de cuidarnos. El cuidado es atender a la consustancial vulnerabilidad de lo valioso. No hay nada más valioso que una existencia.


 

Artículos relacionados:

martes, marzo 17, 2020

Días para sentir que nos necesitamos unos a otros

Obra de Pere y Josep Santilari
Desgraciadamente tenemos que padecer una crisis sanitaria como la que estamos sufriendo ahora mismo con la pandemia del coronavirus y sus daños colaterales de genealogía social y económica para sentir vívidamente y sin necesidad de profundos ejercicios de reflexión y abstracción que somos existencias al unísono. Así se titula la trilogía en la que deposité mis ensayos La capital del mundo es nosotros, La razón también tiene sentimientos y El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Si se fijan en la parte superior de esta página, verán un recuadro en el que se puede leer que «somos existencias vinculadas a otras existencias. A nuestro alrededor hormiguean alteridades adheridas en distinto grado a nuestros proyectos e intereses». Vivimos en comunidad, convivimos, interactuamos con nuestros congéneres. Ser existencias al unísono nos convierte en existencias interdependientes, y la interdependencia...


* Este texto aparece íntegramente en el libro editado en papel Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento (Editorial CulBuks, junio 2020).  Se puede adquirir aquí.














martes, junio 11, 2019

¿Qué significa afirmar de alguien que no tiene sentimientos?



Obra de Gabriel Schmitz
Resulta especialmente esperanzador que cada vez que hablamos de los sentimientos en abstracto nos refiramos tácitamente a los buenos sentimientos. Señalar los sentimientos en bloque es una expresión que economiza léxico en tanto que no necesitamos ningún adjetivo calificativo que haga compañía al sustantivo para aclarar de qué estamos hablando. Precisamente dar por sentado que hablar de sentimientos es hablar de buenos sentimientos es un motivo de optimismo antropológico. Este cotidiano hecho lingüístico delata sin que seamos muy conscientes qué contenidos consideramos que sería conveniente que formaran parte de nuestro haber afectivo. Entiendo como buenos sentimientos aquellos en los que me preocupa el otro, aquellos que me exhortan al malabarismo de pensar en plural. En el ensayo La razón también tiene sentimientos los conceptualizo como «sentimientos de apertura al otro». Una persona con sentimientos es una persona a la que catalogamos de buena, compasiva, generosa, equitativa, afectuosa, agradecida, amable, bondadosa, ética, hospitalaria. Es evidente que si hay buenos sentimientos es porque admitimos su contrafigura, que en mi taxonomía califico de «sentimientos de clausura». El odio, la envidia, la soberbia, el rencor, los celos, la iracundia, la crueldad, la arrogancia, el egoísmo, el desdén, la contraempatía, la indolencia, son experiencias sentimentales que cuartean la convivencia en la que nuestra existencia se despliega al lado de otras existencias para poder hacerse vida humana. Cuando una persona se rige preponderantemente por estas últimas inercias afectivas decimos de ella que «no tiene sentimientos».

El lenguaje llano identifica deseos éticos manufacturando términos de una aplastante sencillez nominal. Existen muchas alocuciones maravillosamente fértiles para el estudio de las aspiraciones humanas. Albergar malos sentimientos se resume lingüísticamente con la sencilla expresión «no tener sentimientos». No tener sentimientos no es no tenerlos, sino articular el comportamiento por el mandato de sentimientos insertos en nuestro aparataje afectivo que consideramos muy desfavorables para convivir bien. Para señalar algo análogo, también se suele esgrimir la taxativa expresión «es una persona sin corazón». O la tremendamente ilustrativa «es un desalmado», alguien que no tiene alma, lo que confirma que al alma se le atribuyen intrínsecamente sentimientos nobles. En estos tres últimos casos el sujeto aludido en los enunciados tiene sentimientos, tiene corazón y tiene  alma. Lo que ocurre es que sus sentimientos, su corazón y su alma difieren de lo que nos gustaría que el sujeto alojase en ellos. Este gustaría señala un horizonte ético y sentimental, un marco en el que ya se esciden y se estratifican unas formas de sentir de otras. La subjetividad elige qué sentir y al elegirlo se autoconfigura su especificidad y su eticidad. Para evitar caer en la confusión aclaro que los sentimientos no son emociones, y que ciertas emociones (irascibilidad, miedo, tristeza) son tremendamente útiles para nuestra adaptabilidad. Ocurre que si sus respuestas se orquestan de un modo errático, entonces pueden devenir en deletéreas. Sin embargo, los malos sentimientos son mórbidos al margen de su gestión.

Konraz Lorenz profetizaba que uno de los males que asolarían al mundo en el siglo XXI estribaba en que los seres humanos dejarían de poseer sentimientos. Lo dejó por escrito en los años setenta del siglo pasado en su ensayo Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada. Obviamente nuestro antropólogo y Premio Nobel de Medicina se equivocó. No podemos prescindir de nuestra tecnología sentimental, no existen acciones ni inmotivadas ni desvinculadas de inclinación sentimental. Intuyo que lo que Lorenz quiso afirmar con una sentencia tan lapidaria es que el ser humano iría atenuando la presencia de sentimientos de apertura en su entramado afectivo a favor de la colonización cada vez más invasiva de los sentimientos de clausura al otro. El ser que sucede siempre sucede en la interacción con otros seres que también suceden, y ese ser cada vez más vehicularía su conducta con sentimientos de clausura, aquellos en los que se relee al otro como un permanente medio para satisfacer fines personales, jamás como una equiparidad que merece respeto y ser tratada como un fin en sí misma.

De hecho, los tres elementos más constitutivos de la racionalidad neoliberal que tentacularmente se ha apropiado de la realidad y de nuestra manera de inteligirla son el individualismo, la competencia y la optimización lucrativa con el menor número posible de trabas éticas y normativas tanto en el sistema productivo como en el financiero. Son dimensiones que necesitan profundos sentimientos de clausura para ser ejecutadas con absoluta eficacia, sentimientos que se fomentan con el proselitismo de la competitividad y con la eliminación progresiva de espacios, tiempos y prácticas de vida en los que se puedan cultivar y desarrollar los vínculos comunitarios. Justificamos la ausencia de sentimientos en las grandes decisiones políticas del devenir humano bajo el subterfugio de la economía. Recuerdo uno de los últimos ensayos de Vicente Verdú titulado Apocalisis now en el que su análisis sobre la hecatombe financiera se compendiaba en que sobra economía y falta empatía. Anhelamos en el calor hogareño de nuestro diminuto alrededor personas con sentimientos, que citados a secas son siempre sentimientos de apertura, pero organizamos la vida humana a escala meso y macroscópica con sistemas que estimulan los sentimientos de clausura. He aquí la paradoja.



Artículos relacionados:
Neoliberalismo sentimental. 
Las emociones no tienen inteligencia, los sentimientos sí.
Los sentimientos también tienen razón.


martes, noviembre 20, 2018

Del «tú o yo» al «tú y yo»

Obra de Jeffe Hein
Cuando alguien afirma que tenemos que ser más competitivos estamos cronificando un escenario en el que siempre habrá damnificados. Esta es la idea neurálgica que postulo cada vez que pronuncio la conferencia O cooperamos o nos haremos daño. Cuando alguien enarbola la bandera de la competitividad y reclama el mantra de que hay que ser más competitivos a mí me sale la vena de mi procedencia académica filosófica y pregunto para qué. Cuando me responden, vuelvo a preguntar para qué, y tres o cuatro para qué después siempre nos acabamos topando con la conclusión de para que alguien obtenga plusvalías más adiposas y por tanto incremente la cuenta de resultados. Edurne Portela, autora del tremendamente reflexivo y humano ensayo El eco de los disparos, explicaba en su penúltimo artículo dominical en El País que «el mal extremo del Lager (hablaba de Primo Levi y las señales premonitorias del fascismo) no se produce solo porque ciertos sujetos suspenden su juicio y obedecen, sino también por la avaricia de vivir, por optimizar la propia vida a cuenta de la de los demás». Nada más leer este párrafo vi que en él quedaba muy bien rotulado en qué consiste un escenario competitivo. Ciertos niveles de elevada polución cognitiva y también de alta carestía en las narrativas afectivas (sobre todo en lo concerniente a la fraternidad) han permitido que la competición como eje de la vida humana se haya instalado en los imaginarios sin apenas disensión. Es como si la competición fuera reelaborada conceptualmente como factor biológico de nuestro ajuar genético para justificarla por quienes se benefician de ella y no como una variable cultural ínsita en los procesos de socialización que puede ser subvertida con acciones y decisiones políticas pero también con pedagogía sentimental. La definición canónica de competición transparenta que siempre habrá alguien que no pueda colmar sus intereses porque eso es precisamente lo que permite que otros sí puedan. Competimos para satisfacer nuestros intereses a costa de que nuestro opositor no pueda lograr la coronación de los suyos puesto que rivalizan con los nuestros. Si se compite por futilidades, la pérdida será fútil, pero si están en juego posibilidades y necesidades vitales, la pérdida también albergará dimensiones vitales. Aportaré más claridad todavía. Si competimos por el contenido de una ética de mínimos como si fuera un negocio, la pérdida serán los mínimos sin los cuales los máximos son pura fantasmagoría.

Este enunciado tan simple exhibe el descalabro civilizatorio o la deriva entrópica que supone que la vida humana se desplace a remolque de la competición o de los escenarios de suma cero. Las situaciones de suma cero son aquellas en las que la ganancia o pérdida de un participante implica indefectiblemente las pérdidas o ganancias de los otros participantes. Si se suma el total de las ganancias  y se resta las pérdidas totales de todos los participantes el resultado siempre es cero. He aquí la explicación de su nombre. El que gana obtiene lo que pierde el oponente, y el que pierde se queda sin nada puesto que es  el monto trasvasado al ganador. Las competiciones deportivas son paradigmáticas de este tipo de juegos no cooperativos. Un ejemplo. En un partido de baloncesto para que uno de los dos equipos en liza gane es imprescindible que el otro pierda. No hay otra posibilidad. Este Espacio se llama Espacio Suma NO Cero porque existen otros escenarios en los que es posible que las partes implicadas puedan satisfacer parcialmente sus intereses sin necesidad de que una de las partes se quede sin nada. En estos dinamismos hay intereses antagónicos, pero también los hay comunes, y satisfacer estos últimos se prioriza sobre la satisfacción de los primeros. La cooperación incide en lo común sobre lo privado. Hay cierta incompatibilidad de objetivos en lo privado, pero la sensibilidad cooperadora coloca la lupa de aumento en aquellos puntos en los que sin embargo hay concordancia de objetivos. También se llaman juegos de suma distinta de cero o juegos de suma positiva. En el ceremonial de este tipo de juegos la ganancia de un actor no trae adosada la pérdida necesaria de otro. Al contrario. En el escenario de suma no cero cada actor alcanza un lugar que mejora al que tendría si no se hubiera llevado a cabo la experiencia sinérgica de la cooperación.  Y además, como recalca Adela Cortina en Para qué sirve exactamente la ética, «los que intervienen en él han generado confianza mutua, armonía, vínculos de amistad y crédito mutuo, eso que se llama capital social, y que les invita a seguir cooperando en juegos posteriores»

Los ejes de la cultura valorativa humana en el orden neoliberal son las leyes del mercado, que encarnan la lógica de la competición (aunque los grandes capitales tienden al monopolio). El mercado se rige por un cálculo de resultados protagonizado por la maximización de la eficacia siempre releída en términos monetarios. Esta lectura se ha apropiado invasoramente del proceso evaluativo con el que juzgamos el valor o disvalor de las acciones humanas. Se valora aquello a lo que el mercado da valor, se deprecia lo que el mercado ignora. Si embargo, el mundo de la vida humana posee más círculos que el del mercado, y esos otros marcos en los que se desenvuelve nuestra existencia operan con otros vectores totalmente ajenos a él. Surge así la paradoja de que la vida humana sufre la superposición de la sinergia cooperadora y la tensión competitiva, o el perpetuo desdoblamiento de ambas según en qué círculo nos hallemos ubicados (si bien el mercado y la insaciabilidad de beneficio consustancial a él llevan décadas empecinados en colonizar toda la realidad). En los enclaves todavía enseñoreados por los afectos tendemos a ser actores cooperadores, pero fuera de esa esfera el orden cultural pilotado por la optimización del lucro nos malea en competidores. Si la ética consiste en incluir al otro en las deliberaciones privadas en tanto que su conversión en acción desemboca en el espacio público compartido con los demás, la competición como estructura cognitiva desaloja al otro de la imaginación o lo mantiene allí categorizado como rival, opositor, recurso o medio. El mercado como método pero también como cosmovisión se desentiende de cuestiones éticas que frenarían la maximización de la eficacia a la que propende por imperativo biológico. He aquí la aporía. El mercado, que no tiene ética, es la nueva ética.

Mi experiencia con juegos de suma cero y no cero en entornos infantiles es que los niños y las niñas que deciden competir rara vez se ponen en el lugar del más desfavorecido. Hay en ellos un magnetismo sorprendente a solo imaginarse en el lugar del beneficiado por el resultado final de la competición. Compiten en vez de cooperar porque cierta alogía les hace pensar solo en ellos y siempre en una situación favorable a la que se aferran. Los pocos que deciden cooperar (sobre todo las niñas) piensan en todos y su razonamiento ético les lleva a fabular fácilmente tanto las lógicas reciprocadoras como el escenario del perdedor. Cooperan no para no perder ellas, sino para que no haya perdedores, que no es lo mismo. Incluyen al otro en su ejercicio de reflexividad antes de adoptar una decisión. Hay una muy buena noticia. Los competidores enmendan su decisión cuando comprueban el daño de su acción, lo funesto que ha sido para la gran mayoría haber aceptado jugar a competir. Y se autocorrigen porque ven con sus ojos el sufrimiento provocado, lo sienten y lo comprenden al infligirlo en sus compañeros, en personas con nombres y apellidos con las que luego han de convivir, no en flujos de macrodatos resbalando como si fueran hilos de lluvia por la luminosa pantalla de una computadora. Parece apremiante una alfabetización en la que se recuerde que en la cooperación no hay acciones en perjucio de uno, lo que sí hay es que admitir que para que todos podamos satisfacer parcialmente nuestros intereses es necesario que no podamos satisfacer plenamente los nuestros, si esa plenitud impide alcanzar los mínimos del otro (que es la idea que aparece en el texto de Edurne Portela). No se obtiene la ganancia máxima privada, pero no se aboca a que muchos lo pierdan todo. No es la emocional pugna disyuntiva «tú o yo» . Es la reflexión copulativa «tú y yo».



Artículos relacionados:


martes, noviembre 13, 2018

¿Somos los humanos buenos o malos, bondadosos o egoístas?


Obra de Kai Samuels Davis
Me ha hecho gracia comprobar en un artículo filosófico cómo su autor se pregunta si los humanos somos egoístas y codiciosos o generosos y cordiales. Esta interrogación mimetiza otra que los asistentes a mis charlas y conferencias me lanzan frecuentemente: «El ser humano, ¿es bueno o es malo?». Para alguien acostumbrado a indagar sobre la aventura humana es una pregunta ineludible. Recuerdo especialmente una interpelación de un asistente a la presentación de uno de mis libros en la que me inquirió si mi cosmovisión se aproximaba a la de Hobbes o a la de Rousseau. Hobbes postulaba que el hombre es un lobo para el hombre y para garantizar su supervivencia firmaba un contrato social cuyo cumplimiento delegaba en un soberano con poder omnímodo para administrar premios y penalizaciones. Rousseau afirmaba que el hombre (varón y mujer) es bueno por naturaleza, pero al vivir en sociedad se corrompe. Esta corrupción sólo se podía amortiguar a través de la educación. Después de muchos años de estudio creo que estoy en disposición de contestar taxativamente a una interrogación tan compleja. La respuesta exacta a si el ser humano es bueno o malo es que la pregunta no es pertinente, y no lo es porque está erróneamente configurada. En realidad estamos ante un interrogante trampantojo. El ser humano no es bueno o es malo, no es egoísta o bondadoso, sino que en ocasiones se conduce de un modo que consideramos bueno y otras de un modo que consideramos malo, unas veces se adscribe al egoísmo y otras a la generosidad, y ambas dimensiones aparecen abigarradas en su repertorio comportamental. La tópica pregunta es tramposa porque apela a la esencia en vez de a  la conducta. Señala una disposición estática y cerrada, cuando el comportamiento es mutátil, activo, reorganizativo. Además, la estructura disyuntiva del interrogante impide dar con la respuesta más idónea, que es copulativa. La pregunta excluye. La respuesta más adecuada incluye.

Hace unos años ideé una dinámica para niños en la que era fácil detectar la tremenda desorientación conceptual que sufrimos todos con palabras como egoísmo, altruismo, amor propio, cooperación, competición, parasitismo, buenismo. En la dinámica ofrecía diferentes escenarios para que los niños y niñas distinguieran qué acción era la protagonista en cada uno de ellos. Descubrí la tremenda dificultad con la que chocaban para segregar unas acciones de otras, el galimatías léxico con el que trataban de ordenar sus ideas y la escasa fuerza explicativa de sus argumentos. El ejercicio validaba mi idea de la desorientación sentimental y axiológica en la que estamos inmersos sin probablemente ser conscientes. Para hablar unívocamente de egoísmo me gusta definirlo como toda conducta en la que se daña el bien común por mor de colmar un interés personal. Egoísmo no es desinterés por lo ajeno o interés por lo propio (de ahí que en ocasiones se confunda con el amor propio, que en su vertiente positiva es sinónimo de autorrespeto), es perjudicar deliberadamente el bien general para extraer de esa acción una ventaja personal. Cuando en esa acción que canibaliza el bien general no hay ganancia personal e incluso puede acarrear costes propios, entonces hablamos de estulticia. Es la conclusión a la que llegó Cipolla en su celebérrima Teoría de la estupidez explicada en el opúsculo Allegro ma non troppo.

Mi definición de egoísmo convierte en desafortunadas dos aserciones arraigadas en los imaginarios. La primera es la del gen egoísta popularizada por el libro de Richard Dawkins de título homónimo. Afirmar que nuestro organismo propende instintivamente a su propia conservación no entra en competencia con que mantengamos incólume el bien común porque en él también aparece inserta una elevadísima parte de rédito personal. Ocurre que en espacios de exacerbada competición rara vez solemos contemplar ese beneficio, como he podido corroborar estos últimos años con diferentes dinámicas y con diferentes audiencias. La segunda aseveración que se desarticula con esta definición es la que matrimonia el egoísmo con el altruismo. El egoísmo altruista es aquella acción en la que se ayuda desinteresadamente a otro, pero se tiende a descalificar su pureza altruista al inferir que el verdadero móvil es la recompensa interior que lleva implícito ayudar a los demás. Este es el motivo de adjetivarla de egoísta. No hay un aséptico desinterés, sino que la acción se instrumentaliza en tanto que ejecutarla secreta hormonas de autocompensación que nos producen un adictivo sentirnos bien con nosotros mismos. Tildar simplistamente de egoísta una acción en la que se colabora con el bienestar del otro porque su ejecución nos gratifica con alegría refrenda de nuevo nuestro analfabetismo afectivo y nuestra minoría de edad con respecto al debate discursivo sobre los escenarios de suma cero y suma no cero (de los que escribiré otro día). Cuando constato tanta confusión me acuerdo del pensamiento socrático y su intelectualismo moral. Necesitamos saber y sentir vívidamente qué es el bien porque su conocimiento y vivencia nos impulsará a actuar bien.

Yo me adhiero a los que argumentan que esta acción estigmatizada como egoísta es puro despliegue de la racionalidad. De ahí que defienda que «la bondad es el punto más elevado de la inteligencia», título de un artículo que publiqué aquí hace unos meses y que, con una promoción reducida a una entradilla de cuatro líneas en mi Facebook, se convirtió en un fenómeno viral al alcanzar un millón de visitas en una semana. Al ayudar al bienestar del otro estoy llevando a cabo una acción muy inteligente porque estoy instituyendo la lógica de la reciprocidad tanto directa como indirecta que podrá reportar beneficios en mi vida. ¿Hay algo más inteligente que ayudar al otro a sabiendas de que ese modo me estoy ayudando a mí puesto que todos formamos parte de un paisaje social reticular? Es fácil deducir que el sentimiento de alegría inherente a la acción bondadosa supone una ventaja evolutiva de primer nivel. Para advertirlo basta con fantasear el escenario antagónico. Sería atroz que ayudar al otro nos entristeciera, o que perjudicarlo nos embriagara de júbilo (en español no tenemos término para esta experiencia, pero en alemán esta disposición recibe el nombre de Schadenfreude). En la inmediatez del corto plazo el altruismo o la bondad pueden parecer una acción costosa (por eso al bondadoso a veces se le señala como tonto, porque se posterga la ventaja de la acción), pero en el largo plazo es la estrategia que trae adscrito un mayor beneficio para la comunidad, de la que conviene no olvidar que uno también forma parte. Si todos replicamos esta conducta, a todos nos iría mucho mejor y vivir sería una experiencia más grata.

El egoísmo por el que ayudamos a otro no se llama egoísmo, se llama cooperación. La cooperación consiste en satisfacer el interes propio, pero simultáneamente estar dispuesto a franquear ese dominio y admitir asimismo el interés de los demás. Es sencillo deducir que si yo solo pienso febril y exclusivamente en mi interés estoy fomentado que el otro haga lo mismo, y que para satisfacer su interés la contraparte atente contra el mío, que es el peor de los escenarios posibles para ambos. Nos hallaríamos en un escenario de suma cero, un auténtico peligro para todos si lo que está en juego son posibilidades vitales. La pregunta verdaderamente cardinal no debería centrarse en lo que somos los seres humanos, sino en lo que nos gustaría ser sabiendo en qué consiste el egoísmo, la bondad, el altruismo, la cooperación, la competición, los juegos de suma cero y no cero. La formulación «el ser humano ¿es egoísta o bondadoso?» es absolutamente intrascendente ante esta otra interpelación rotundamente más nuclear. «¿Cómo te gustaría comportarte como ser humano que eres y qué procedimiento y qué escenario consideras el más idóneo para ese fin?».



Artículos relacionados: