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martes, julio 06, 2021

Cuidar el diálogo allí donde se debate tanto

Obra de Nicolás Odinet

Siempre es maravilloso traer un libro al mundo. Acaba de ver la luz la publicación colectiva Mediación y justicia restaurativa en la infancia y la adolescencia. (Huygens Editorial). Participo con la escritura de un largo capítulo titulado Cada vez se debate más, cada vez se dialoga menos.  La idea central de este capítulo radica en que hemos trocado la palabra que circula entre nosotros con el afán de edificar intersecciones que faciliten la vida compartida (diálogo) por el monólogo estático que busca golpear y derribar el de nuestro oponente sin el menor deseo de enriquecimiento mutuo (debate). La esfera política exhibe ejemplos paroxísticos de debatir en detrimento de dialogar. El bulímico afán de rédito electoral requiere la polarización de las ideas, extremar las posiciones, enconar los ánimos y visceralizar las reacciones, arrinconar la ponderación y maximizar los maniqueísmos, atribuir mala intención al contrincante discursivo que de este modo nunca podrá alzarse en aliado en la búsqueda de evidencias que mejoren el espacio interseccional (fin último del diálogo). En este capítulo además trato de explicar cómo estas prácticas discursivas entronizadas y naturalizadas en el paisaje político y parlamentario permean capilarmente en las distintas esferas de la experiencia humana. Es fácil colegir cómo la liturgia de la confrontación partidista se expande al círculo de la interacción cotidiana hasta acabar contaminando a la infancia y a la adolescencia. Conviene no desdeñar el peso del aprendizaje por observación entre nuestras pertenencias culturales. Los animales humanos propendemos a mimetizar las conductas de aquellas personas que son significativas, y en las democracias deliberativas nuestros representantes electos lo son.

El diálogo en la exposición pública vive momentos muy crepusculares, pero el debate se encuentra en pleno mediodía. Noam Chomsky e Ignacio Ramonet escribieron un pequeño opúsculo titulado Cómo nos venden la moto. En sus páginas desvelaban un repertorio de técnicas de persuasión empleadas por los grandes medios y las concentraciones de poder con el fin de uniformizar nuestro pensamiento y erradicar cualquier indicio crítico. Ese libro se publicó hace veinticinco años, cuando el mundo pantalla era de una bisoñez enternecedora. La persuasión en el actual mundo omnipantallizado es mucho más sutil y sagaz. Sus efectos son tremendamente damnificadores para la polifonía de argumentos sustancial a las sociedades abiertas y al diálogo como instrumento para articularlas. Acabo de leer La civilización de la memoria pez del filósofo francés Bruno Patino. Me ha dejado la misma desasosegante sensación que cuando le leí a Marta Peirano El enemigo conoce el sistema, o Capitalismo de plataformas de Nick Srnicek. Patino cita el ensayo El filtro burbuja del ciberactivista Eli Pariser para explicarnos algo de crucial relevancia para nuestra concepción discursiva de la convivencia, y por lo tanto para el diálogo que entablamos con nosotros mismos y con los demás. Cuando navegamos por el e-mundo en realidad navegamos por la digitalización de un mundo prefigurado por una inteligencia algorítmica. Los algoritmos identitarios y comportamentales reconfiguran en nuestra pantalla un mundo personalizado basado en los datos de nuestras anteriores elecciones. Nadie ve  lo mismo en su pantalla, nadie se encuentra lo mismo en los motores de búsqueda, nadie recepciona los mismos hilos de noticias. La web decidide lo que leemos y lo que vemos. Bienvenidos a una burbuja epistémica. Este hecho tan nuclear y tan poco recalcado voltea por completo las viejas técnicas de la propaganda. Debido al filtro «somos los autores de nuestra propia propaganda», como concluye Patino.  

Cuando accedemos al mundo digitalizado de la pantalla vemos el mundo que los oligopolios de la atención nos han organizado personalmente a través de la recogida de nuestros datos. De repente el mundo está sesgado según nuestros intereses, un mundo eximido de oposición discursiva, aislado de la diversidad y heterogeneidad de miradas que permitan enriquecer la propia. Bruno Patino cita tres grandes sesgos que operan en este ecosistema y que, me permito añadir, irradian una alta nocividad para el diálogo. Ahí están el sesgo de confirmación (acabamos encontrando lo que buscamos, aquello que avala nuestros argumentos), el sesgo de representatividad (la utilización de un ejemplo para ratificar un argumento se acaba convirtiendo en verdad universal, subvirtiendo de este modo la mecánica del razonamiento científico), y el sesgo de repetición (damos más relevancia a la información que vemos más veces, lo que en las redes significa que quienes tienen más actividad se apropian de esa relevancia. Si las personas más activas son las que más confían en sí mismas, y, según el efecto Dunning-Kruger, las que más sobreestiman su habilidad suelen ser las que poseen mayor grado de ignorancia, se colige que quienes menos saben se erigen en más visibles y por tanto en más informativamente relevantes). En este desalentador paisaje irrumpe otro sesgo. Si la inteligencia algorítmica nos muestra un mundo en complaciente simetría con nuestras ideas, es muy fácil caer en el falso consenso, creer erróneamente que la mayoría piensa de un modo muy parecido a nosotras y nosotros, lo que todavía reafirma más la creencia de estar en lo cierto, un auténtico escollo para la emergencia de la duda, la autocrítica y la comprensión empática de la divergencia. Este ecosistema es perverso para el fomento del diálogo, pero es endémico para la generación de verdades dogmáticas y por lo tanto para fertilizar la histerización de la conversación pública. La filósofa brasileña Marcia Tiburi defiende que «el diálogo se torna imposible cuando se pierde la dimensión del otro». La vida humana es vida humana porque es compartida precisamente con ese otro que el filtro burbuja y el debate tratan de eliminar. Cuidar el diálogo es cuidar a ese otro que somos todas y todos simultáneamente.

 

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martes, enero 12, 2021

Año nuevo, vida nueva

Obra de Daliah Ammar

Me encanta que cada vez que desprecintamos un año simultáneamente nos hagamos propósitos que añadir a nuestra vida. En ocasiones el agregado de propósitos es tan elevado, o cobra tanta relevancia para nosotros, que hablamos incluso de vida nueva. La inauguración de un año nuevo nos activa a estrenar una vida en la que nos gustaría introducir primicias. Nos entusiasma proponernos novedades que den brillo a nuestra instalación en el mundo. A este hecho tan netamente humano lo llamamos deseo, o proyecto. Un deseo es la conciencia súbita de una carencia que queremos erradicar, o algo apetecible cuya permanencia anhelamos. Sin embargo, un proyecto es la imaginación de una idea sostenida en el tiempo que intentamos llevar a cabo, algo que interpretamos como posible y que genera y orienta una energía en una dirección con el fin de que la posibilidad configurada en nuestros esquemas cognitivos se haga realidad. Los proyectos pueden ser de genealogía muy variada. Pueden ser creativos, deportivos, económicos, laborales, afectivos, sentimentales. Cuando el mundo concede derecho de admisión a alguno de nuestros proyectos sentimos que la vida se alía con nosotros y esa alianza nos suministra altos niveles de una fuerza que se disemina con celeridad por todo el cuerpo. En ese instante sentimos cómo nos invade la alegría, el sentimiento al que se subordina el grueso de las acciones del rebaño humano. Todo aquello que no colabora con nuestra alegría lo arrumbamos al desván de las cosas no deseables.

Según la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, los animales humanos poseemos conciencia de nuestra mortalidad; pasamos toda la duración de la vida dentro de un cuerpo; nos resulta imperativo comer y beber para mantenernos vivos; precisamos refugio contra el frío, el calor, la lluvia, el viento, la nieve y las heladas; poseemos apetito libidinal sin condicionantes periódicos; disponemos de la capacidad de discernir el dolor y el placer; estamos pertrechados de percepción, imaginación y pensamiento; aprendemos desde muy temprano, planificamos y dirigimos nuestra vida; vivimos para y con otras y otros, nos relacionamos junto a animales y plantas; nos reímos y nos divertimos; y a pesar de nuestra irreversible socialidad vivimos nuestras experiencias individualmente solos desde que nacemos hasta que morimos. Si tuviera que decantarme por alguno de estos atributos que nos singulariza del resto de seres vivos con los que compartimos el planeta Tierra, elegiría nuestro estado de proyecto. Nietzsche escribió que los seres humanos somos una especie no prefijada. Podemos autoderminarnos, pero también podemos configurar el mundo que habitamos. Somos proyecto porque podemos imaginar, como señala Nussbaum, y poner todo nuestro empeño para que lo visualizado en nuestra imaginación finalmente suceda fuera de ella.  El neurólogo David Bueno lo explica muy bien en el capítulo con el que participa en el libro coral Humanidades en acción. El emblema distintivo de los seres humanos es que «somos los únicos que podemos imaginar conscientemente futuros alternativos». 

Imaginar es dar forma al futuro para orientar nuestra energía en el presente, aprovecharnos para ello del concurso del conocimiento adquirido en el pasado, y transitar desde la incubación a la cristalización de la idea. Llegamos al futuro mucho antes de que lleguen nuestros pies, y esta circunstancia es factible gracias a que tenemos a nuestra disposición la función creadora y adivinatoria de la imaginación. De repente lo que existe puede ser mejorado, o lo que no existe puede ser soñado y configurado para que exista. Este hecho que parece palmario e incontestable se pone en entredicho de manera permanente en diferentes áreas de la agenda humana. Margaret Thatcher se presentó a las elecciones de 1979 con el eslogan «No hay alternativa», que se puede releer como que «ya no hay nada que imaginar». Con la primera frase obtuvo el poder, con la segunda probablemente lo habría perdido, pero ambas significan lo mismo. Francis Fukuyama alcanzó notoriedad y adeptos en los noventa anunciando el fin de la historia, que era el equivalente a notificar que el presente era tan perfecto que el futuro devenía en algo innecesario, y por tanto la imaginación humana renunciaba a sus funciones constituyentes. Como era de esperar han sido suficientes un par de décadas para que Fukuyama haya afirmado públicamente que se equivocó.

En muchas de mis conversaciones cotidianas hablo de otros mundos posibles que generen menos sufrimiento, menos daño y montos más reducidos de inequidad social. Mis interlocutores suelen objetar mis apreciaciones con el argumento de que «eso es imposible». Suelo responder que estoy de acuerdo: «es imposible para tu cerebro». Cuando cercenamos la posibilidad de imaginar estamos negando nuestra condición de especie en perpetuo tránsito. La manera de organizar la vida en común es un lugar deliberativo tan inacabado como nosotros mismos. La plasticidad de nuestro cerebro conlleva la plasticidad del mundo de las ideas en el que habitamos, fijar sentido a través de las herramientos conceptuales con las que elaboramos los imaginarios en los que luego nos acomodamos. Lo he escrito muchas anteriores veces, pero no me cansaré de repetirlo. Todo lo que ahora nos parece obvio hubo un momento en que no existió, y si ahora existe es porque alguien tuvo la osadía de imaginarlo. Estoy seguro de que a ese alguien osado le repitieron que su idea era imposible. Progresamos gracias a la desobediciencia imaginativa de los hombres y mujeres que idearon otras posibilidades. Que el nuevo año inspire a todos y todas buenos proyectos, energía, conocimiento y suerte para cumplirlos. Y que la vida humana se beneficie de ellos.

 

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viernes, diciembre 18, 2020

Pensar qué normalidad nos gustaría

La revista Valors tuvo la amabilidad de contactarme hace unas semanas para contar con mi participación en el monográfico de su nuevo número de diciembre dedicado a la nueva normalidad.  Habían visto que este tema era habitual en mis prácticas deliberativas y que en junio publiqué un libro con adherencias temáticas similares nada más concluir la primaveral clausura domiciliaria: Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento. El artículo de fondo que he escrito para Valors se titula "Pensar quina normalitat ens agradaria" (Pensar qué normalidad nos gustaría). En el monográfico aparecen las firmas de Josep Ramoneda, Newmrod Carrasco, Jordi Sacristán y Nathalie P. Lizeretti.

Comparto aquí algunos fragmentos del texto:

«Hablar de nueva normalidad es un oxímoron. Se trata de dos palabras que no pueden aparecer yuxtapuestas sin entrar en frontal contradicción. Si es normalidad, no puede ser nueva. Si es nueva, no puede ser normalidad». 

«No podemos alistarnos a la inalterabilidad mientras una pandemia global nos confronta con el sentido y la dignidad que nos gustaría brindarle a la vida».

«Los autores de literatura distópica afirman que el primer paso para la construcción de nuevas realidades es la invención de un neolenguaje, de la misma manera que la eliminación de palabras es la medida favorita de los totalitarismos para suprimir tanto una realidad como la posibilidad de imaginarla».

«Vivimos en lo que Marina Garcés denomina en Nueva Ilustración Radical (Anagrama, 2017) "la condición póstuma". Sabemos que este tiempo ha muerto, pero nos negamos a admitirlo, exactamente igual que en los procesos de duelo en su fase fundadora».


Más información de los contenidos y de la adquisición de la revista en papel aquí . 

 

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martes, diciembre 15, 2020

Autoritarismo cotidiano

Obra de Patrick Byrnes

Uno de los males que más asola a nuestras democracias es la escasez de deliberación pública. Algunos autores se refieren a este escenario desalentador como recesión democrática.  Hace unos meses escribí un amplio artículo para un libro coral en el que dibujaba este paisaje tan habitual en el folclore de la política parlamentaria, aunque se puede extrapolar asimismo a los ámbitos domésticos. El título de ese texto es cristalino para lo que quiero explicar: Cada vez se debate más, cada vez se dialoga menos. Cuando la construcción de un argumento tiene como propósito golpear (de ahí viene la palabra debate, de battuere, dar golpes, abatir) hasta derrocar el argumento de nuestro interlocutor y lograr así la adhesión del espectador, no se dialoga, no se piensa en común, no se delibera. Lo que sí se hace es debatir, tratar a golpes los argumentos del adversario sin el menor deseo de establecer estrategias cooperativas para dar con las mejores evidencias a través de la deliberación. Los componentes léxicos de deliberar son el prefijo de y liberare, que quiere decir pesar. Deliberar es pesar aquellos argumentos que son más idóneos para la adopción de una decisión. De aquí nace otro verbo primordial para la argumentación, sopesar, considerar las ventajas y los inconvenientes de algo. Es fácil colegir que minusvalorar la deliberación es minusvalorar la Política con mayúsculas, el diálogo en los diferentes ágoras en torno a cómo organizar la convivencia. 

Negar la condición de posibilidad de la deliberación compartida sobre lo común es autoritarismo. Da igual que se dé en el ecosistema político que en la esfera personal. En ¿Qué es la Ilustración?, Kant nos exhortaba a tener la valentía de servirnos de nuestra propia inteligencia. La inteligencia se vuelve más inteligente cuando se encuentra con otras inteligencias. Encontrarse con otras inteligencias es deliberar con ellas. Los espacios en los que no se utiliza el ejercicio racional de explicarse con argumentos y de escuchar los esgrimidos por la contraparte son espacios antiilustrados. Cuando descartamos la explicación como nexo de una interacción mantenemos con la otredad la misma relación que mantienen dos personas que no se hablan, dos personas en discordia. El prefijo dis significa separar, y cor cordis, corazón. Dos personas en discordia son dos personas que tienen los corazones separados, dos personas que han vaciado de bondad su nexo. Al negarle la comprensión y la comunicación al otro le destruimos la condición de sujeto.  Se cierra el diálogo y se abre la infernal puerta de la arbitrariedad, los privilegios, la subyugación, la subalternidad. La definición más hermosa de diálogo se la leí a Eugenio D’Ors hace ya muchos años. A pesar de investigar sobre este tema sin parar no he encontrado ninguna otra que logre sobrepasar su belleza y su precisión. El diálogo es el hijo nacido de las nupcias entre la inteligencia y la bondad.  Su antagonismo solo puede ser la imposición y tener una disposición afectiva vinculada con el odio y el sometimiento. 

La filósofa brasileña Marcia Tiburi (autora de la expresión con la que titulo este artículo) incide en este tema crucial en su luminoso y muy recomendable ensayo ¿Cómo conversar con un fascista? (Akal, 2018). Su tesis es que «toda nuestra incapacidad para amar en un sentido que valore al otro, es la fuente del fascismo». En el autoritarismo cotidiano, que Tiburi también denomina microfascismo, «el otro es eliminado del proceso mental, que es un proceso de lenguaje». Se descarta al otro como participante tanto para dialogar como para escuchar. La expulsión del otro de los esquemas cognitivos de percepción supone el rechazo frontal a las áreas de solapamiento donde palpita la irrevocable convivencia humana, que precisamente es humana porque se solapa y se superpone. No tengo ninguna duda de que uno de los mayores actos de humillación es negarle a una persona la explicación detallada de una decisión que le afecta. El acto humilla al ignorado, pero envilece al que lo lleva a cabo. A estos gestos que proliferan tanto en el radio de acción privado como en el hábitat político los bauticé en el ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza como violencia verbal invisible. Son el funeral del diálogo y no necesitan ni de la imprecación ni del insulto ni del daño de la palabra lacerante, es suficiente con negar al otro la posibilidad de recibir una explicación o de escuchar los argumentos que han inspirado su proceder. Este régimen de trato es la antesala de la cosificación. Deliberar exige coraje, pero sobre todo exige desterrar la idea de que el otro es nadie (fascismo) o un mero espectador (democracia representativa en la que se abren distancias abisales entre representante y representado). Cuando nos pertrechamos de este coraje discursivo y lo utilizamos con los demás, entonces estamos permitiendo que la inteligencia triunfe momentáneamente sobre la fuerza. Se trata de uno de los instantes más radicalmente civilizador.

 

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