Obra de Fabiano Milani |
Hace unos años di una conferencia que titulé O cooperamos o nos haremos daño. Llevaba
mucho tiempo estudiando la tensión sinérgica y la tensión competitiva y me
atreví a bautizar tan sentenciosamente mi intervención. Después de mucha investigación, mucha
bibliografía y muchas horas de redacción de contenidos y de producción de
conocimiento transdisciplinario me sentía preparado para rebatir a quien
pusiera en entredicho mi lapidaria afirmación. De aquella conferencia nació el título del ensayo La capital del mundo es nosotros que publiqué dos años después (ver). Era la última de las seis tesis que eslaboné de la siguiente manera: 1) En la competición siempre hay damnificados. 2) Las personas vivimos, pero sobre todo convivimos. 3) Las personas somos entidades muy complejas y, al anhelar la individuación, somos muy disímiles unas de otras. 4) Las personas somos interdependientes. 5) Sin la cooperación de aquel con quien tengo una
divergencia no hay solución de la divergencia. 6) La cooperación necesita la convicción ética de que el
otro es la prolongación de mi dignidad, de que la capital del mundo es
nosotros.
Estas fueron las seis tesis que
defendí desde el atril. Desgraciadamente en el mundo contemporáneo la
competitividad es un valor cuasi indiscutido. Intuyo que su hegemonía se
sostiene en el desconocimiento de en qué consiste exactamente. La religión secular de la competitividad proclama
que hay que ser competitivo, pero no matiza ni por qué, ni para qué, ni en qué. Las leyes del
mercado funcionan con la lógica de la competición, pero el mundo de la vida humana no solo posee
unos cuantos más círculos que el mercado, sino que esos otros marcos en los que
se desenvuelve nuestra existencia operan con otros vectores totalmente ajenos a él. Recuerdo unas declaraciones del
entonces ministro de Educación José Ignacio Wert. En mitad de una entrevista redujo
la educación a mera empleabilidad: «La educación consiste en
que los alumnos aprendan a competir por un puesto de trabajo». Dicho de una
manera más explícita. La educación es la adquisición de conocimiento con el que
competir, es decir, el conocimiento es el procedimiento con el que competimos. La ecuación es desoladora para cualquiera que haya
dedicado algo de tiempo a estudiar la literatura de la negociación. Competimos para satisfacer nuestros intereses a costa de que
nuestro opositor no pueda lograr la coronación de los suyos. Cooperamos para satisfacer parte de nuestros
intereses, pero también parte de los intereses del otro. Rastreamos soluciones compartidas porque compartimos el problema.
Si competimos por una banalidad,
la consecuencia de esa competición es una banalidad. Pero si competimos por lo necesario, la consecuencia
es un daño atroz. En la organización capitalista trabajo y acceso a una vida digna van de la mano. Si competimos por un puesto de trabajo (como indicaba la definición
del ministro), habrá otros que se
queden sin él, porque la mecánica de la competición es exactamente esa. Estamos
delante de un juego de suma cero. Si empleo (que no trabajo)
y vida digna van indisolublemente unidos en la forma de articular
la convivencia, es fácil deducir que competir por un empleo es
competir por una vida digna, y simultáneamente que muchos de los competidores se
quedarán sin ella. Resulta sencillo inferir que para el fondo común de
intereses en los que se basa la vida compartida no es una buena
idea competir por lo básico, pero que si lo hacemos y lo exacerbamos es muy posible que acabemos infligiéndonos mucho sufrimiento. Para amortiguar el impacto
de esta lógica predatoria, se ha trasladado la culpa de quedarse sin derechos al
que pierde en la competición, que incluso puede llegar a autoinculparse, y de este modo se han enmascarado las reglas del juego. De aquí
nace ese lugar común que argumenta que si te esfuerzas conseguirás
la empleabilidad por la que compites (prosiguiendo con la definición de Wert), de
lo que se colige que si no lo has conseguido es porque no te has esforzado lo
suficiente. Es un discurso tramposo que oculta la probabilidad. Propongo otro mejor. Si diez personas aspiran a la obtención del mismo
recurso, habrá siempre nueve que se queden sin
él, y será indiferente lo mucho que se hayan esforzado por obtenerlo. Si
el recurso es básico, esta lógica genera indefectiblemente elevadas cantidades de dolor. Debemos
cooperar para que todos podamos satisfacer lo mínimo, y quien lo desee debería
poder competir para satisfacer los máximos. Educarnos en esta voluntad cooperativa es
educarnos en el cuidado de no hacernos daño. No hay nada más inteligente sabiendo que compartirmos el espacio, los recursos y los propósitos.
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Cooperar para unos mínimos, competir para unos máximos.
Para ser persona hay que ser ciudadano.
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