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martes, octubre 04, 2022

La indignación es ira sin ira

Obra de John Larriva

Aparentemente la ira brota cuando algo o alguien obstruye la consecución de aquellos intereses que consideramos cruciales para nuestra estima y nuestra agencia. Escribo «aparentemente» porque en realidad no es exactamente así. Aristóteles definió la iracundia como una reacción a un daño significativo de algo que nos importa. La irascibilidad sería por tanto la propiedad del sentimiento que nace ante la vulneración de lo que interpretamos como valioso para nuestra persona, una insubordinación ante lo que nos lastima con el propósito de detenerlo, modificarlo, o reorientarlo. Para que la definición gane en exactitud, deberíamos incluir el matiz de lo inmerecido. La ira, la iracundia, la rabia, la indignación, la cólera, la furia, necesitan indefectiblemente el concurso del sentimiento de la injusticia, que el daño, el contratiempo, la cancelación de las expectativas, sean fruto de una acción inicua. El inmerecemiento nos enerva, que es la respuesta corporal con la que el organismo nos suministra elevadas cantidades de energía para no permitir la sedimentación de lo arbitrario y lo improcedente. Es una reacción refleja que busca restituir de un modo inmediato el equilibrio injustamente arrebatado. Por supuesto que si sufrimos un daño injusto podemos y debemos enfadarnos, pero hay enfados que coadyuvan a mejorar la situación y enfados que la empeoran. Hay enfados inteligentes y enfados primitivos. 

La ira imputa la paternidad de un daño y quiere devolvérselo a su autor. Se trataría de una devolución rudimentaria que satisface el deseo de venganza, pero que no adjunta ninguna mejora. Ahora bien, podemos enfadarnos sin desear infligir un daño proporcional al recibido. Creo que nominativamente el sentimiento que nos insta a comportarnos así es la indignación, no la ira. Una jerarquía moral de los afectos nos permite constatar que frente a la genuina ira, que anhela retribuir con daño a quien nos ha hecho daño, la indignación es un sentimiento vacío de irascibilidad. La indignación es ira sin ira. En La monarquía del miedo Martha Nussbaum llama a este proceso ira-transición. Ocurre cuando el receptor del daño «expresa una protesta, pero mira hacia adelante: nos lleva a trabajar en la búsqueda de soluciones en vez de obcecarnos en infligir un daño retrospectivo». Unas páginas más adelante la filósofa estadounidense persiste en esta idea: «es la aceptación de la parte de protesta y denuncia que hay en la ira, pero rechazando su aspecto vengativo». Nussbaum muestra argumentada reticencia a «penar a los agresores con un castigo que encauce el espíritu de una ira justificada que busque infligir un dolor que vengue el daño causado», lo que no significa condescender con la injusticia. La venganza busca retribuir el daño, pero cuando actuamos bajo esta lógica estamos permitiendo que el lenguaje de nuestro comportamiento lo dicte quien nos lastimó. La venganza hurtaría nuestra autodeterminación y nos encajonaría en una contradicción. Nos enfadamos por un daño recibido que replicamos justificándolo como devolución. Si analizamos la biografía de la humanidad, el ser humano dio un gigantesco paso evolutivo cuando, en vez de dejar en manos de la persona enfurecida la resolución de lo injusto, inventó el Derecho y la figura del tercero encarnado en instituciones que velan por él. Dio un nuevo paso cuando ingeniosamente inauguró la Ética. Y volvió a dar otro paso enorme cuando descubrió procedimientos para que las personas solucionaran sus conflictos sin necesidad de hacerse daño.      

En conflictología se insiste en que los conflictos solo se pueden solucionar si sus protagonistas se sirven del uso de la inteligencia para pensar más en el futuro que en el pasado. Cuando nos enfadamos, anulamos el ejercicio de la proyección y activamos el de la revisitación. El enfado rescata selectivamente aquellos fragmentos de vida que lo validan, se focaliza en los episodios dañinos con el deseo de encontrar justificable pagar con la misma moneda. Desprecintado este dinamismo es sencillo comenzar a señalar los destinatarios del talión. Si uno se centra exclusivamente en el pasado, desatiende el presente y malogra el futuro. Suele ocurrir que la fijación por lo pretérito maniata el presente continuo y agrava lo que está por venir.  Alojarse recalcitrante y airadamente en el pasado es una medida idónea para infectar de rencor la vida, o, en palabras de Martha Nussbaum, «que el mundo sea un lugar mucho peor para todos». Revisitar el pasado es muy tentador para  enumerar culpables, pero solo en el futuro habitan las soluciones. Y la construcción de soluciones, la armonía de las discrepancias, la prevalencia de lo común sobre lo divergente, es una empresa cooperativa. Sin la cooperación de la contraparte con la que se tiene el conflicto, es imposible solucionarlo. La ira es incapaz de contemplar esta obviedad. Y actuar en consecuencia.



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jueves, abril 21, 2022

Leer para sentir mejor

Leer para sentir mejor

El próximo Día del Libro (23 de abril) verá la luz el libro que he escrito sobre el valor de los libros y la relevancia de la práctica lectora. Se titula Leer para sentir mejor. Aunque este sábado la revista Cultura Inquieta publicará una entrevista en la que hablo de este ensayo, no puedo por menos de explicar aquí cómo ha nacido un libro cuya edición por parte de la Editorial Alvarellos ha quedado preciosa (la portada es obra de la artista Xulia Nieto Pereira). La idea surgió después de pronunciar en Santiago de Compostela una conferencia con la que clausuré el Simposio anual de la Asociación Galega de Editoras. Me propusieron trasladar a lenguaje escrito lo que acababa de compartir desde la oralidad para guardarlo en las páginas de un libro. Acepté con una condición: utilizaría tan solo el esquema de la conferencia, el típico folio con flechas para guiarme, y no su grabación, puesto que también se había transmitido en streaming. Lo desarrollaría inspirado por la profundidad y la depuración conceptual que permite la escritura. Invertí el proceso creativo. Cuando me llaman para pronunciar una conferencia suelo coger ideas diseminadas en mis libros, en esta ocasión un libro ha nacido de las ideas que vertebré para una conferencia. Como la lectura es una puerta de acceso al mundo del otro, una forma de escuchar a los demás, una aceptación de la enorme heterogeneidad y diversidad humanas, el libro recoge también la realidad plurilingüe y aparece en castellano, gallego (traducido por María Reimóndez), catalán (Pau Joan Hernández) y euskera (Ane Garcia Lopez).

Hoy jueves 21 de abril a las ocho de la tarde tendré un pequeño encuentro en la Biblioteca Pública de Almensilla (Sevilla) dentro de la Semana dedicada al Libro. He elegido este sitio como punto de partida de futuras presentaciones en Librerías y Bibliotecas porque sus dos Clubes de Lectura decidieron hace unos años leer mi primer libro y compartirme su experiencia. Allí hablaré de la nueva criatura de papel, y se podrán ver, tocar y adquirir los primeros ejemplares impresos. Cualquier persona que desee acercarse, está invitada. Será un placer encontrarnos y deliberar en torno al amor por la lectura. 


 

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martes, abril 05, 2022

Cuanto más complicado es vivir, más necesario es invitar a pensar

Obra de André Deymonaz

Se vuelven a retirar horas lectivas de Filosofía y Ética en el sistema educativo. Diariamente compruebo lo difícil que le resulta a las alumnas y alumnos de Bachillerato definir qué es la Filosofía. A mí me sorprende sobremanera porque su etimología es unívoca y fácilmente memorizable: «amor por el saber». Una definición sencilla de Filosofía puede ser por tanto «la amistad que entablamos con el sentir y comprender mejor el mundo». ¿Y para qué queremos las personas que lo poblamos sentir y comprender mejor el mundo? La respuesta es obvia: «para habitarlo y vivirlo mejor».  ¿Y para qué queremos habitarlo y vivirlo mejor? La respuesta ya no es tan obvia, pero seguro que todas las personas que lean este artículo estarán de acuerdo con esta contestación: «Para aproximarnos cada vez más y con más frecuencia a aquello que nos proporciona alegría».  ¿Y para qué queremos surtirnos de alegría? Comparto aquí una respuesta que cuando la he presentado públicamente ha sido aceptada por unanimidad: «Para que el tracto de tiempo que llamamos vida tenga sentido para la persona que estamos siendo, puesto que una vida sin alegría no es vida, no al menos la vida que nos gustaría vivir». ¿Y para qué queremos que nuestra vida tenga sentido? «Para que vivir nos resulte tan gratificante que deseemos volver a vivir lo vivido, que nos sintamos tan contentos que nos fastidie caer en la cuenta de que solo tenemos una vida por delante»

La tragedia que supone reducir la presencia de la Filosofía en la oferta curricular es que vivimos en un mundo hipertrofiado de medios, pero netamente desvalido de fines. La creación de fines con los que dotar de sentido nuestra vida es monopolio del pensar, así que arrumbar de la educación reglada los instrumentos teóricos que inspiran juicio crítico, cuestionamiento de ideas y reflexión en torno a vivir y convivir es una noticia descorazonadora. Nunca antes ha sido tan primordial disponer de buenas herramientas deliberativas que produzcan sentido y orientación, por el sencillo motivo de que nunca antes el animal humano ha vivido tan aquejado de desorientación. El momento epocal en el que está domiciliada nuestra existencia es el de un mundo líquido que promueve el extravío. Han muerto los macrorrelatos que delineaban las vidas desde su nacimiento hasta su clausura. Los edictos celestiales han perdido protagonismo en los trazados humanos y su secular capacidad balsámica cada vez es más inoperante. Las sociedades meritocráticas y competitivas ponen todo el peso de las biografías en la voluntad individual y negligen el análisis contextual, en un sistema de atribuciones que culpabiliza a quien no alcanza los siempre escasos premios, y por tanto señala la penalización como merecida (pobreza, inseguridad, imposibilidad de planes de vida).

El programa neoliberal carga contra la articulación política de lo común, y beligera para que sea el mercado el que dictamine quién tiene acceso a los mínimos y quién se queda excluido de ellos. El sistema productivo y el financiero exacerban los deseos de las mismas personas que simultáneamente pierden capacidad adquisitiva para poder colmarlos. En la omnipresencia de los discursos publicitarios se equiparan jerárquica y nocivamente deseos y necesidades. Todo lo básico para acceder a una vida digna se encarece a la vez que mengua el precio de aquello con lo que se sufraga lo básico (el trabajo retribuido). Los tiempos de producción invaden el tiempo libre y socavan los espacios domésticos que hasta hace muy poco pertenecían al ámbito privado (teletrabajo, videoconferencias, imposibilidad de desconexión digital), acentuando una unidimensional concepción económica de la vida. La inestabilidad, la precariedad y la incertidumbre protagonizan un mundo gaseoso (en lo laboral, lo sentimental, lo personal, lo afectivo, lo desiderativo) cuya volatilidad y caotización solo se hace tolerable con potentes recursos cognitivos y psíquicos de elevado consumo vital. Con este cuadro es fácil diagnosticar frustración, tristeza, desasosiego, miedo, agotamiento, depresión, malestar, indignación, resentimiento, sinsentido. No hay que ser investigador social para detectar la ubicuidad de este mundo ansiógeno. Basta con salir a una concurrida calle y comprobar que rara vez encontramos a alguna persona sonriendo.  

Resulta llamativo que con un escenario semejante se le prive a las chicas y chicos de la única herramienta que puede ayudarlos a vivir mejor. Esa herramienta se llama pensar. Le leía hace unos días al filósofo y profesor Carlos Javier González Serrano que «la filosofía no enseña a pensar (es decir, no adoctrina, no encadena ni somete). Por el contrario, la filosofía invita a pensar de forma irrenunciable». Cuando hablamos del sentido de la vida solemos cometer la torpeza de creer que el sentido existe por sí mismo, cuando hay que dárselo, operación que requiere del concurso de la deliberación, la decisión y la actuación, tres operaciones para las que el saber práctico de la Filosofía está especialmente dotado. Pensar es la capacidad humana de introducir reflexión y valoración entre el estímulo y la respuesta. Es lo más radicalmente humano porque esta capacidad de retener el impulso para pensar cómo organizarlo y qué hacer con él es lo que nos permite elegir y resignificarnos como subjetividades únicas. Mi pareja me enseña una fotografía de una enorme pintada en una pared que me sirve ahora para explicar el desastre que supone minusvalorar el pensamiento en la educación: «¿De qué sirve la riqueza en los bolsillos, si hay pobreza en la cabeza?». El progresivo adelgazamiento de la presencia filosófica en la oferta curricular hará que quien en un futuro vuelva a plantearse su lugar en los planes de estudio, lo haga desde el desconocimiento que supone no haberla estudiado, lo que la condena a su futura extinción académica. Santiago Alba Rico escribía hace tiempo que lo gracioso de este hecho es que nuestro progresivo déficit filosófico evitará que nos demos cuenta de la tragedia que acarrea orillar estas materias. No tendremos sensibilidad reflexiva para asimilar la debacle. Es una paradoja por ahora irresoluble. Aunque hay otra más delatora. Tratar mal a la Filosofía es la prueba irrefutable de lo necesaria que es. 

 
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martes, enero 18, 2022

Disfrutar es desear lo que se tiene

Obra de Anita Kleim

Por casualidad me topo con un texto de Irene Vallejo en el que se hace las siguientes preguntas con sus correspondientes contestaciones: «¿Solo sentimos el valor de lo que fue nuestro y dejamos escapar? ¿Todos nuestros paraísos son paraísos perdidos? La mayoría de nosotros no sabemos decir con exactitud en qué consiste la felicidad hasta que ya la sentimos vivida por completo. Cuántas veces la reconocemos al recordarla, pero sin haberla percibido con claridad mientras duraba». No recuerdo a qué poeta le leí el mismo argumento geográfico aunque formulado con la condensación audaz del aforismo: «La felicidad se ubica entre todavía no y ya no».  Escribo aquí la palabra felicidad para respetar la literalidad de la cita, pero esta palabra lleva unos años desterrada de mi vocabulario por la sencilla razón de que su uso, en vez de esclarecer nuestros afectos y nuestro mundo desiderativo, los emborrona y los convierte en vaporosos y desconcretos. La decisión de eliminar este término se acrecentó después de leer Happycracia, el ensayo de Eva Illouz y Edgard Cabanas en el que patentizan que para esa dupla formada por el pensamiento neoliberal y la cultura de autoayuda la felicidad es una idea instrumentalizada espureamente que en vez de proporcionar bálsamo provoca desasosiego crónico. En mi caso prefiero utilizar la palabra alegría, el sentimiento que aflora cuando la realidad favorece nuestros intereses. También me gusta mucho la palabra sentido, la narración en la que encajamos el devenir de nuestros días para conferir orientación y puntos de arraigo a la instalación de nuestra existencia en el mundo de la vida. Tanto la alegría como el sentido le deben mucho a la atención, a esa capacidad con la que decidimos dónde posar nuestra percepción y cómo absorber sentimentalmente lo percibido. Creo que acabo de definir en qué consiste la autonomía humana.

Sigo leyendo la prosa amable y sabia de Irene Vallejo: «Cuando la memoria regresa al pasado, nos damos cuenta de que hemos dejado atrás, sin pararnos, casi sin verlos, los oasis más verdes. Por eso Fausto, el personaje de Goethe, vendía su alma al diablo a cambio de un momento del que poder decir: “¡Detente, instante, eres tan bello…!. No se trataba solo de felicidad, sino de la conciencia de esa felicidad mientras duraba». De nuevo recuerdo otro aforismo en el que se aseveraba que «solo los poetas están en disposición de valorar las cosas sin necesidad de que se las lleve la corriente». Obviamente no se trata de dedicarnos a escribir poemas para pertrecharnos de una sensibilidad lírica, sino de inaugurar cada nuevo día con una mirada creadora, un sistema de evaluación cabal que nos permita estratificar prioridades y advertir la suerte que albergamos de estar vivos sin demasiadas averías ni en el cuerpo, ni en los afectos, ni en la dignidad. Sin embargo, la torpeza humana nos vuelve miopes para contemplar y  disfrutar  lo maravilloso que está a nuestro alcance, que es mucho, y nos dona una vista de lince para detectar lo que nos falta, que también es mucho, pero mayoritariamente innecesario. Esta constatación no está reñida con la ampliación de posibilidades, la propensión a ensanchar los límites de nuestro campo de acción y a indignarnos si intentan estrechárnoslos con decisiones injustas.

El filósofo francés Andre Conte-Sponville decía que en vez de fijarnos obsesivamente en lo que nos falta, cultivemos la práctica de demorar nuestra atención en lo que tenemos. No es una apelación al conformismo, sino una prescripción para sortear la pegajosidad de la tristeza. La sentimentalidad consumista nos recuerda siempre las ausencias que nos incompletan y nos reprueba que nos conformemos con estar plácidamente repantingados en la zona de confort, es decir, que censura que nos sintamos cómodamente guarecidos de la incertidumbre y la precariedad, cuando sabemos que ambas circunstancias erosionan el vivir bien hasta convertirlo en un vivir mal. El consumismo incita a desear aquello que no tenemos, a sentirnos decepcionados si no alcanzamos lo que el propio consumo nos permite colmar (de aquí deriva el título La sociedad de la decepción de Lipovetsky). En La Felicidad, desesperadamente, Comte-Sponville señala otra dirección del deseo, muy acorde con el título de la obra. El deseo no es solo anhelar lo que no tenemos, es también anhelar que sigamos teniendo lo que ya tenemos. La sabiduría del desesperado es la de quien no  espera nada porque ha logrado estar tranquilo con lo que posee. Es una desesperación inteligente que no cursa con la zozobra sino con el sosiego y la ataraxia. Por eso es propia del sabio. «Disfrutar es desear lo que se tiene». No lo digo yo. Lo dice Sponville. Pero lo suscribo categóricamente.

Acabo de ver una entrevista que hace unos meses le hicieron al retirado periodista deportivo José María García. Hace tiempo le diagnosticaron un cáncer. Todas las pruebas que le realizaron hacían prever un desenlace aciago, aunque afortunadamente no fue así. El entrevistador le pregunta que si la posibilidad de saber que la vida puede cancelarse en cualquier instante le ha cambiado la manera de afrontar las cosas. La respuesta de García es antológica: «¿Ves esta vaso de agua que me han puesto aquí para la entrevista? Antes de la enfermedad lo podía ver medio lleno o medio vacío. Ahora lo veo siempre lleno». El psicólogo Axel Ortiz explica muy bien esta forma de mirar: «Cuando tenemos conciencia de lo afortunados que somos por lo que sí tenemos, nuestra vida se vuelve asombrosa».  Nada más leer esta reflexión me he acordado de un aforismo de mi añorado Vicente Verdú. Lo escribió poco antes de que un cáncer le interrumpiera abruptamente la vida. «La gente que se queja de que no le pasa nada, no sabe de cuanto mal se libra».

 

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