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martes, junio 19, 2018

La bondad convierte el diálogo en un verdadero diálogo

Obra de alex Katz

Dialogamos porque necesitamos converger en puntos de encuentro con las personas con las que convivimos. «El hombre es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo o es un dios o es un idiota», ponderó Aristóteles en una sentencia que otorga al destino comunitario un papel estelar en la aventura humana. Dialogamos porque somos animales políticos. Si la existencia fuera una experiencia insular en vez de una experiencia al unísono con otras existencias, no sería necesario dialogar. El propio término diálogo no tendría ningún sentido, o sería rotundamente inconcebible. Diálogo proviene del prefijo «día» (adverbio que en griego significa que circula) y «logos» (palabra). El diálogo es la palabra que circula. Pero esa palabra no vaga en una nebulosidad indefinida, no se desliza por territorios desdibujados, transita entre nosotras y nosotros, que es el gentilicio de cualquier habitante del planeta Tierra con un mínimo de intelección. La inexistencia de un nosotros imposibilitaría el despliegue del diálogo. Por eso defiendo que el diálogo es ante todo una disposición sentimental y política, aunque barajo que ambas proyecciones son lo mismo. Los sentimientos son sedimentaciones políticas y la política es pura organización sentimental. 

La definición más hermosa que he leído de diálogo pertenece a Eugenio D’Ors. Como apunto en el libro El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza, me la encontré en mitad de una serendipia, lo que en mi caso agregó fascinación al hallazgo. La definición es sucinta e imbatible: «El diálogo son las nupcias que mantienen la bondad y la inteligencia». Meses después de publicar este ensayo, me he encontrado con una enunciación de la bondad que enlaza directamente con su irrenunciable participación en el horizonte discursivo. Me parece tan bella que la he incorporado a mis herramientas y ya la he compartido en alguna conferencia. Pertenece a Emilio Lledó y descansa plácidamente en las páginas de su obra Elogio de la infelicidad: «La bondad es el cuidado por la facultad de juzgar y entender». Dicho de un modo más prosaico e instrumental: solo cuando soy cuidadoso con el otro puedo entender al otro. En castellano el verbo cuidar significa amar, pero también querer. Insertando esta nueva acepción en el aserto anterior todo se torna clarividente: solo cuando quiero entender al otro puedo entender al otro. Ese querer entender al otro es pura bondad, que para mí es uno de los sinónimos del diálogo práctico, la palabra que intersecta a dos seres humanos con la clara adherencia afectiva de desear entenderse para mejorarse. De ahí el lema del romanticismo alemán que afirmaba que «solo los amigos se entienden». Para extender su precioso significado lo parafrasearía. «Solo cuando se trata al otro como a un amigo uno puede entenderse con él». Estaríamos llevando a la praxis lo que Aristóteles llamaba «amistad cívica». Esta idea transporta al diálogo a dimensiones que sobrepasan con mucho el monocultivo comunicativo. Más bien se adentran en las vastas tierras del ser que somos y de la civilicidad que anhelamos.

En mi lectura matinal de hoy me encuentro en el ensayo De la dignidad humana de Thomas De Koninck con una cita de Louis Leprince-Ringuet que ratifica esta idea nodal: «El diálogo salva de la violencia, es una relación auténtica: todo aquel que acepta, para sí mismo y para el otro, la prueba del logos, es decir, de la palabra, del discurso y del pensamiento, respeta profundamente la humanidad del otro y, por tanto, la suya propia».  Vuelvo a cederle la palabra a Lledó, que la trata con el amor que se merece una invención tan prodigiosa: «El aire semántico que emiten nuestros labios enlaza con unas abstracciones que nos ponen en contacto con un universo de conceptos inventados por ese animal que habla». La pregunta es pertinente. ¿Con quién habla el animal que habla? La respuesta es pura tautología:  el animal que habla habla con otros animales que también hablan. Dialogar es admitir que el otro que nos habla es un ser humano como yo. La palabra que circula entre nosotros nos enfrenta a la palmaria experiencia de la alteridad, pero también a la muy olvidada de la paridad. Al ser distinto a mi interlocutor necesito dialogar con él para saber quién habita en el ser cuya corporeidad se presenta ante mí, y  puedo entender todo lo que me exprese porque somos iguales en tanto que compartimos la pertenencia a la humanidad.

Recuerdo haberle leído a la interdisciplinaria Siri Husvedt en La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres que «las ideas y las soluciones surgen de las interacciones y los diálogos. Lo de fuera se mueve hacia dentro para que lo de dentro se mueva hacia fuera». Creo que esta descripción sirve como definición de fraternidad. La palabra dialogada permite entrar en el yo del otro y que ese yo entre en mi yo, y lo permite porque por encima de todo lo diferentes que podamos ser somos semejantes en nuestra irrenunciable adscripción humana. Los sistemas alternativos de gestión y resolución de conflictos refrendan esta constatación. Intentan que cada una de las partes vea en la otra la misma condición humana que solicitan para sí, porque de lo contrario el diálogo encalla. La bondad que el diálogo práctico trae implícita dociliza las palabras y las intenciones elegidas por la inteligencia, excluye de su listado aquellos términos que podrían lesionar la humanidad del interlocutor. El insulto, el exabrupto, la imprecación, los términos lacerantes, el maltrato verbal, el silencio como punición, siempre aspiran a restar humanidad al ser humano al que van dirigidos. Sin embargo, la palabra ecológica y educada señala el estatuto de ser humano a aquel que la recibe como sonido semántico en sus tímpanos o la lee en letras a través de sus ojos. Ese diálogo cuajado de inteligencia y bondad permite el prodigio de vernos en el otro porque ese otro es como nosotros aunque simultáneamente difiera. Cuando alcanzamos esta excelencia resulta sencillo tratar a ese otro con la humanidad que reclamamos constitutivamente para nosotros. Lo trataríamos como a un amigo. Se antoja difícil tratar más humanamente a alguien.

 



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martes, septiembre 12, 2017

Primer día de clase, primera lección: educar es educar deseos



Obra de Nigel Cox
Ayer se inauguró la vuelta al cole, el primer día de clase, el regreso a los procesos de inculturización para aprender a vivir, a convivir cívicamente y a proveernos de habilidades y conocimiento. La definición más bonita que conozco de educación pertenece a Platón. La educación consiste en enseñar a desear lo deseable. En mi ensayo La capital del mundo es nosotros (ver) la parafraseé para bautizar su cuarto y último capítulo: Admirar lo admirable. Después de haber estudiado minuciosamente los engranajes sentimentales de la admiración («el sentimiento específico del valor», subraya Aurelio Arteta en el monumental ensayo dedicado a esta conducta La virtud en la mirada), y si admitimos que el conocimiento se adquiere pero la sabiduría se descubre, me parece que admirar, interiorizar y reproducir lo admirable resume de un modo perfecto en qué consiste la cima de la sabiduría. Utilizo aquí la definición de sabiduría que esgrime José Antonio Marina en el prólogo de El aprendizaje de la sabiduría, el ensayo que agrupa los anteriores Aprender a vivir y Aprender a convivir: «La sabiduría es la inteligencia aplicada a nuestro más alto proyecto, que es la vida buena, feliz y digna». Al igual que su maestro, Aristóteles también advirtió que la educación no es otra cosa que educar los deseos para estratificarlos de tal modo que faciliten una vida en común justa y construyan con sensatez una felicidad siempre perteneciente a la esfera privada. Vivir bien entraña desear bien.

Recuerdo haberle leído a Carlos Castilla del Pino que los seres humanos nos regimos por dos lógicas. Por un lado se halla la lógica de la razón, que nos coge de la mano para llevarnos hacia la conducta conveniente. Por otro, emerge la del deseo, que nos dirige hacia la conducta apetecible. La conclusión del psiquiatra no admite sombra de duda: «Si ambas conductas coinciden, mejor que mejor. Si no, suele ganar la última, y sobreviene la catástrofe». He aquí otra definición de sabiduría: que lo que quieras sea lo que te conviene, que la fuerza propulsora de la deseabilidad concuerde con la capacidad de la inteligencia de establecer buenas metas. Es otra forma de presentar el enunciado platónico de desear lo deseable, el cénit de una buena educación. En algunas ocasiones esta misma idea la he presentado de un modo provocador: la educación consiste en aprender a desobedecer. Se sobreentiende que a desobedecer los deseos que empantanan llegar a ser lo que nos gustaría ser.

No quiero caer en el discurso angelical al hablar de una educación que probablemente vive momentos crepusculares ensombrecida por la febril adquisición de competencias que avalen nuestra valía para el mercado. Hace un par de años el entonces Ministro de Educación José Ignacio Wert regaló para la posteridad una definición de educación tan desilusionante que nada más escucharla la manuscribí en uno de mis cuadernos: «La educación consiste en que los alumnos aprendan a competir por un puesto de trabajo». Cualquiera que haya estudiado la tensión antagónica en espacios de interdependencia colegirá que, puesto que en la dimensión capitalista empleo y acceso a una vida digna forman una unidad indisoluble, y el empleo es un recurso cada vez más escaso, esta afirmación nos devuelve a la selva y degrada la educación a simple supermercado de la empleabilidad. Competir es satisfacer los intereses propios a costa de que nuestro oponente no pueda satisfacer los suyos. Si rivalizamos por algo banal, la mecánica no acarrea riesgo alguno. Si competimos por satisfacer necesidades primarias, este escenario nos arroja al canibalismo y al sálvese quien pueda, la proclama que suelen gritar los que ya están a salvo. El pragmatismo académico educa para el mundo que tenemos. Nos convendría a todos que también educara para el mundo que sería bueno que tuviéramos.



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jueves, enero 21, 2016

«No le debo nada a nadie»



Obra de Juan Genovés
Existe una frase hecha que reivindica la titularidad individual de los méritos excluyendo de ellos cualquier participación ajena, tanto directa como indirecta: «No le debo nada a nadie». Esta autoafirmación da pistas del arraigado individualismo que subestima los lazos comunitarios y propende a desligarnos de nuestra condición de prestatarios de los demás. La frase también transparenta esa sinonimia que empareja individualismo con autosuficiencia. Hace unas semanas leí una entrevista a la filósofa Marina Garcés que desmontaba con suma facilidad esta falacia de la autosuficiencia exacerbadamente narcisista recordando el nexo primigenio que nos anuda a otras existencias: «Todos hemos nacido del cuerpo de otros y hemos sido criados por las manos, palabras y miradas de otros». El cordón umbilical que nos eslabonaba a otro cuerpo se corta al nacer, pero eso no significa que simultáneamente se cercenen otros muchos nexos que nos acompañarán el resto de nuestra vida. En más de una ocasión he rebatido a estas personas que se jactan de la ficción de no deberle nada a nadie. Al hacerlo pensaba en mi condición de deudor del lenguaje que ahora iba a utilizar para defender mi tesis y refutar la suya, de la inculturización y el aprendizaje recibido para poder hacerlo de un modo inteligible para ambos, de los hallazgos nacidos de la creación social y la inteligencia compartida, de la invención del diálogo como estructura de la razón comunicativa que ahora me iba permitir objetar su argumento, y de mil etcéteras más, todos de una relevancia parecida. Pensaba todo esto, pero finalmente un cansancio de dimensiones mitológicas siempre me obligaba a abreviar:  «Yo le debo todo a todos».  

Revolotea por el discurso social otra muletilla análoga a esta primera. Se utiliza para describir en tono laudatorio a cierto tipo de personas: «Es un hombre hecho a sí mismo». A veces es el propio sujeto el que la esgrime como autorreferencia que solicita plausibilidad: «Soy un hombre hecho a mí mismo». Reconozco que me apena que, habiendo miles de referentes prodigiosos a nuestro alcance para construirnos, alguien no haya encontrado un molde mejor que sí mismo. En muchas ocasiones estas frases tratan tan solo de enfatizar un meritorio proceso de autorrealización, glorificar la tenacidad y el sobreesfuerzo privados, pero los tópicos guardan significados mucho más profundos de lo que se puede deducir echando una rápida mirada a la superficie. Aceptar que le debemos todo o casi todo a todos no supone negar la autonomía de los individuos ni tampoco condenarla a la servidumbre, solo acotarla recordando que cuando nacemos no advenimos a un sitio yermo y solitario, sino que aparecemos en medio de un lugar en el que todo brota de un humus cultural que nos convierte al instante en irrenunciables herederos.

No se trata de diluir la identidad personal, pero tampoco de ignorar todo lo que tomamos prestado. No denegar nuestro papel de realidades en perpetua mutación en pos de mejorar, pero tampoco ser tan obtusos como para no advertir que se adquieren gracias a la inestimable ayuda que supone pertenecer a una inmensa comunidad reticular que va legando sus logros (también sus fracasos). En Animales políticos y dependientes McIntyre da en la clave: «Si fuéramos capaces de concebirnos como seres dependientes, y no como seres autosuficientes, tendríamos en nuestra forma de concebirnos la base necesaria para la ética». Recuerdo que en una de sus novelas Paul Auster dejaba muy claro a través de uno de sus personajes que nadie llega a ninguna parte si a su lado no hay gente que confía en él. Aunque parezca una contradicción, es nuestra interdependencia la que facilita nuestra autonomía como sujetos de proyectos. No es ningunear el papel de la voluntad, pero tampoco vendar nuestros ojos como para no ver que nuestra biografía viene cofirmada. Somos la obra de multitud de coautores. Los suficientes como para no tener ningún problema en identificar a alguno de ellos alguna vez. Sobre todo cuando nuestros proyectos van bien.



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jueves, septiembre 24, 2015

¡Peligro: la soberbia!


A sus pies. Luis Beltrán
La soberbia es el primero de los siete pecados capitales. Los pecados capitales son un paseo por los lóbregos sótanos del alma humana, una llamada de alerta de los peligros que acarrean aquellas pasiones que han tomado la dirección de la desmesura. Son comportamientos que se hibridan con otros comportamientos con los que comparten vecindad y a veces consanguinidad y que entorpecen la convivencia, ensucian las interacciones, inoculan insalubridad en el yo. El primero de ellos es la soberbia. Es un movimiento de doble dirección. Alude a la atracción que nos impulsa a la grandeza y a la fe en uno mismo por alcanzarla en su sentido positivo, pero también a la vanagloria y al desprecio a los demás en su sentido negativo. Coloquialmente hablamos de la soberbia  como la hipertrofia del ego, que además posee la irrefrenable singularidad de que no admite los méritos en otro yo al que trata de anular con el menosprecio. Una envenenada pedagogía del mirar hace que la conducta soberbia incapacite para ver o aceptar en los demás atisbos de excelencia, porque señalarlos empequeñecería la grandeza que el soberbio reclama para sí mismo en exclusividad. Esta necesidad de devaluar la conducta ajena se basa en la desconsideración:  negarle al otro el valor y el respeto que se concede a sí mismo, y por tanto humillarlo y rebajarlo en un juego de vasos comunicantes en el que el desprecio al otro es en realidad un velado halago al propio yo. 

Si los pecados capitales señalan la desmesura, la soberbia es el descomedimiento de un buen concepto de uno mismo. Creemos saludable poseer una buena autoestima para evitar la irresolución del yo ante los desafíos del mundo, pero no rotar hasta el otro extremo y granjear peligrosa amistad con la altivez. Nos quejamos de aquellos cuya excesiva modestia les impide incrementar posibilidades, pero censuramos y solemos alejarnos preventivamente de los que han enfermado de vanidad. Animamos a los que se atribuyen una autoestima baja a que aprendan a hablarse bien para sortear la mortificación, pero nos provocan vergüenza los que pasan al otro lado del péndulo y se instalan en la arrogancia.  Nos gusta la gente que siente orgullo (la satisfacción que procura lo que uno considera bien hecho, no confundir con el orgullo del que se niega a capitular un curso de acción a pesar de coleccionar razones para ello, todo por no aceptar que otros han propuesto mejores opciones), pero nos produce aversión la gente aquejada de egolatría (la admiración impúdica y continua de lo propio) o narcisismo (un amor tan abusivo hacia él mismo que no le quedan porciones que repartir con los demás). Consideramos inteligente pertrecharnos de un buen autoconcepto, pero nos resultan insoportables los vanidosos (los que buscan cualquier excusa para pavonearse buscando la permanente alabanza de los demás). Este equilibrio funambulista entre la desmesura y la carestía de soberbia nos retrotrae a Aristóteles y su célebre conclusión de que la virtud se halla en el justo medio, en ese punto geográfico situado entre el exceso y el defecto. El propio Aristóteles defendía que la virtud sedimenta en la conducta a través del hábito. Yo creo que al defecto le pasa exactamente lo mismo. Sólo que necesita bastante menos hábito.



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viernes, junio 19, 2015

«Somos existencias al unísono»



Gente, pintura de acuarela sobre tela de Antonio Villanueva
Por mucho que el individualismo viva una época de esplendor y atribuya en exclusividad el mérito de las acciones a una voluntad desagregada de otras voluntades, las personas nacemos ya vinculadas. Vivimos en comunidad, convivimos, interactuamos en un gigantesco nudo de dependencias con nuestros iguales.  Aristóteles resumió la ineludibilidad de la copresencia en los actos humanos y en las estratagemas vitales afirmando que «el hombre es un animal político por naturaleza».  Muchas veces se nos olvida que esta aseveración traía una apostilla igual de relevante o acaso más todavía: «y quien no crea serlo o es un dios o es un idiota». En muchos foros y en muchos auditorios repiten lo apremiante que es aprender a vivir, pero se olvidan de que cualquiera de nosotros más que viviendo pasa el tiempo conviviendo. Somos existencias concatenadas, yuxtapuestas, en simbiosis unas con otras. Yo llevaba un tiempo intentado dar con una expresión lacónica y sonora que explicara esta realidad compleja, que demostrara que satisfacemos nuestras necesidades y nuestros intereses gracias a la acción concertada de muchos, y a la inversa, que la respuesta individual se muestra irresoluta cuando aborda problemas estructurales generados socialmente. Después de mucho tiempo ya encontré esa expresión: «somos existencias al unísono». 

No somos individuos atomizados que hormiguean por la existencia aisladamente. Somos participantes del mundo en el que viven los demás, y los demás son participantes del mundo en el que habitamos nosotros. Somos animales políticos como señaló Aristóteles hace veinticinco siglos porque vivimos en agrupaciones que afilan nuestra inteligencia y multiplican las opciones de ser felices, aunque también traen en el anverso las tensiones y divergencias connaturales a la convivencia, y por ello hemos creado fórmulas que nos ayuden a rebajarlas o neutralizarlas. No quiero adentrarme en jardines filosóficos que no domino, pero Heidegger postuló que la existencia es el modo de ser del estar ahí que somos cada uno de nosotros (Dasein), y agregó que estamos en el mundo y estamos con los otros. No somos un yo aislado de otros yoes. Sartre defendía con afilado pesimismo que cuando el otro entra en mi conciencia, mi conciencia ya no halla el centro en sí misma, y además el otro me convierte en objeto de su conciencia, me cosifica. De ahí que Sartre concluyera que «mi pecado original es la existencia del otro», o sentenciara con la celebérrima «el infierno son los otros». Estas afirmaciones tan negruzcas contradicen frontalmente el resultado de todas las encuestas que tratan de dilucidar qué experiencias nos resultan más gratas y satisfactorias a los seres humanos en nuestro día a día, ese lugar aparentemente banal en el que sin embargo pasamos todas las horas. La actividad más laureada por los encuestados es, con mucha diferencia, quedar con los amigos. Dicho de otro modo. Nos encanta compartir deliberadamente nuestra vida con el otro, sobre todo con aquellos con los que es más elevada la frecuencia de nuestras interacciones. Lo que más nos gusta a las personas es estar con otra persona. ¿Por qué? La respuesta está en el título de este texto.



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La trilogía "Existencias al unísono" en la editorial CulBuks.

martes, marzo 31, 2015

Soy político por naturaleza y por eso te necesito



Obra de Chris Guest
José Antonio Marina arrancaba uno de sus ensayos diferenciando un aspecto crucial que singulariza a los seres humanos: «Las piedras coexisten, las personas conviven». Hace veinticinco siglos Aristóteles escribió una sentencia celebérrima que se cita en los centros educativos: «El hombre es un animal político por naturaleza». Sin embargo, Aristóteles añadió una coda que se nos ha olvidado: «Y quien no lo sea, o bien es un dios o bien es un idiota». En esta apostilla la palabra idiota proviene del griego idiotes, aquel que no participa en los asuntos de la comunidad. La política es toda acción destinada a organizar la convivencia y por eso nos incumbe a todos, porque todos formamos parte de un tupido entramado de existencias vinculadas. De ahí que cuando alguien se vanagloria de su condición de apolítico, resulta difícil no construir un sencillo silogismo cuya triste conclusión es que estamos delante de un idiota. Desgraciadamente la publicitación abrumadora del individualismo hace que algo tan evidente como la interacción ubicua se nos olvide, o padezcamos una peliaguda miopía que nos incapacita verla. La entronización de un yo que sólo piensa en satisfacer su interés aun a costa de impedir que los demás satisfagan los suyos ha eliminado la convicción de que nos necesitamos los unos a los otros. De que convivimos. De que formamos parte de círculos comunitarios. De que nuestra vida sólo se vive en la intersección con otras vidas.

Peor todavía. Es usual contemplar a muchos de nuestros congéneres jactándose con latiguillos del tipo «no le debo nada a nadie», «soy un hombre hecho a mí mismo», «lo que tengo me lo he ganado yo solito». Basta con comprobar cómo los seres humanos somos interdependientes, en tanto que la gran mayoría de las veces no podemos satisfacer unilateralmente nuestros intereses, para desenmascarar la falsedad de esas aserciones. Una excesiva divulgación del ser humano como mero sujeto económico que sólo anhela optimizar a toda costa sus intereses privados ha evaporado de nuestras reflexiones esta obviedad, y que por contra se enraíce la desafección al otro, o que cataloguemos a nuestros pares como competidores con los que tenemos que beligerar por la obtención de recursos y por que no peligren nuestros intereses ya conquistados. La razón económica y el embate del credo neoliberal contradicen por completo la noción de un sujeto que sin embargo encuentra ricas motivaciones sujetivas en otros planos más allá del puramente monetario y en lógicas mucho más afines a la cooperación que a la competición.

Habrá que recordarlo una vez más. Sin la adherencia afectiva al otro somos incompletos. La identidad nace de la interacción. El reconocimiento y el cariño como enseñas de una existencia plena vindican la necesidad de alteridades en nuestras vidas. Nuestros sentimientos más profundos siempre delatan la presencia de alguien que no somos nosotros. La vida se acartona si no se comparte. Uno se mineraliza si sufre escasez de conectividad con los demás. La alegría es la expansión de un yo insujetable que abandona el contorno de sí mismo para adentrarse en los contornos de otro yo. La tristeza consiste en llamar la atención del otro para que la haga propia a través de la compasión y nos ayude a contrarrestarla. Vicente Verdú abrevió toda esta constelación en un diagnóstico tan hermoso como irrefutable: «La felicidad no correlaciona con la edad, la inteligencia, la cultura o la etnia, sino con la sustanciosa materia que crece en la relación con los semejantes». Por eso y por encima de cualquier otro motivo hemos decidido ser y continuar siendo animales políticos.



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