Mostrando entradas con la etiqueta miedo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta miedo. Mostrar todas las entradas

martes, diciembre 07, 2021

Somos el animal que hace valoraciones

Obra de Stephen Wright

El animal humano es el animal que hace valoraciones. Valorar es apreciar y asignar valor a algo o a alguien. Valor es aquello a lo que concedemos relevancia, aquello que tiene centralidad en nuestra vida y por tanto ocupa un lugar elevado en la estratificación de nuestras preferencias y contrapreferencias (que son pura valoración). Valorar requiere el concurso del discernimiento, que a su vez necesita el de pensar. Si pensamos de un modo inteligente, haremos valoraciones inteligentes. La genealogía léxica del término inteligencia puede ayudarnos a esclarecer su significado y comprender su presencia en la configuración de las valoraciones. Inteligencia proviene de intus (entre) y legere (escoger o leer). Podemos definir inteligencia como leer el mundo para escoger, entre las distintas opciones que se nos presentan, las más propicias para dirigir nuestro comportamiento hacia un existir mejor. Las opciones más propicias serán las que más valoremos, y a la inversa, las que más valoremos serán las más idóneas para nuestros propósitos. Hacer valoraciones es un ejercicio indisociable de la operación de deliberar, decidir, actuar.

Pensar sirve entre otras muchas prácticas para que nos preguntemos por qué consideramos normal aquello que nominamos como normal. Es la idea que utiliza el siempre lucidísimo Santiago Alba Rico en un reciente artículo en el que defiende la vigencia insustituible de la filosofía en la praxis humana. Sostiene que «si la filosofía quedase enteramente desplazada no solo de las escuelas, sino de la faz de la tierra, no pasaría nada porque no notaríamos nada». No notaríamos nada porque tendríamos atrofiada o directamente confiscada la capacidad de establecer juicios y hacer valoraciones. Aceptamos como normal y natural simplemente aquello que nunca hemos puesto en cuestión, aquello en lo que nuestra atención no ha podido demorarse ni tan siquiera unos minutos hostigada por la premura y la celeridad de la producción, aquello en lo que no nos hemos parado a pensar (expresión muy elocuente que notifica que para pensar e inteligir hay que pausarse y detenerse). Lo normal es normal o inevitable y no hay más que hablar ni más vueltas que darle.

En las páginas finales del libro Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento comento que «ojalá la pandemia nos haga considerar como absurdo y obsceno lo que hasta ahora nos resultaba normal». Para que esta transformación suceda no nos queda más remedio que cambiar nuestro esquema valorativo. El esquema valorativo solo se advierte y es suceptible de mutar cuando pensamos las cosas, las confrontamos, nos interpelamos con dudas y preguntas, abrimos espacios para el disenso, indagamos en la hegemonía del relato que se arroga el monopolio del sentido común, proyectamos luz para desenredar la penumbra de nuestra ignorancia, estiramos el marco de lo posible (utilizando el título del monumental ensayo del incisivo Alberto Santamaría, En los límites de lo posible),  modificamos la semántica de las palabras para hablar de otras realidades que las viejas palabras y los viejos significados no pueden denotar, desobedecemos al poder que administra y acota lo imaginable y nomina como imposible o tipifica como ilegal todo lo que amenaza sus privilegios.

Leyendo estos días el muy recomendable ensayo La fuerza de los débiles de Amador Fernández-Savater me encuentro con este mismo runrún argumentativo en cada página, aunque queda muy bien condensado en estas líneas: «Las normas que regulan la vida en común siempre deben poder ser revisadas por lo común. La actividad instituyente no se cierra sobre sí misma, no se detiene o congela en un producto considerado definitivo, no se eleva por encima del tiempo histórico, sino que se actualiza una y otra vez en el contacto con la actividad popular». Recuerdo una anécdota que ilustra esta idea. Siendo adolescente me hice amigo de un anciano de copiosa barba blanca que era poeta. Se llamaba Adares y vendía sus poemarios en la calle. Un día hablando con él le solté un horrible lugar común propio de mi edad y mi inmadurez discursiva: «La vida es así». Me corrigió acomodando un timbre dulce en sus palabras: «No, la vida no es así. Es así como está organizada la vida. Es algo muy diferente». 

Me viene a la memoria otra anécdota que le leí a Nuccio Ordine en su opúsculo La utilidad de lo inútil, aunque pertenece a un novelista estadounidense de cuyo nombre ahora no logro acordarme. Un salmón se dirige contracorriente río arriba y se encuentra con dos peces muy jóvenes que van río abajo. El salmón les pregunta cómo está el agua unos metros más allá. Los dos pececillos se miran extrañados y se alejan sin responder nada. Un rato después uno de los peces pregunta a su compañero: «Oye, ¿qué es el agua?». Podríamos cambiar a los peces por seres humanos y parafrasear la anécdota. Si no pensamos, si no ponemos en común en qué queremos que consista una existencia digna, cómo podemos organizar de una manera más justa la vida compartida, qué otros horizontes podrían ser posibles, si extirpamos de la educación reglada las disciplinas que nos ayudan a pensar y valorar, no sería extraño que algún día no muy lejano escuchemos exclamar a personas con deslumbrante titulación: «Oye, ¿qué es la vida de la que nos está hablando este tipo?».

  

 

Artículos relacionados:

martes, febrero 02, 2021

Ojalá tuviésemos una extensa zona de confort

Obra de Tom Root

Ayer pregunté a mis alumnos que si estaban de acuerdo en que los seres humanos sentimos una profunda aversión al cambio. Respondieron mayoritariamente que sí, que somos muy cómodos y nos disgusta implementar novedades en nuestra biografía. Me sorprendió mucho la respuesta. Les precaví de que cada vez que alguien les preguntara algo pusieran su atención en cómo estaba planteada la pregunta. Si una pregunta compleja se responde con la simplicidad de un monosílabo es porque la pregunta probablemente esconda una trampa. Cualquiera que haya estudiado un poco de argumentación y retórica conoce una ley inobjetable: Dime qué respuesta deseas y te diré cómo tienes que formular la pregunta. Volví a preguntar a las alumnas por nuestra renuencia a los cambios y volvieron a responder que sí, que a las personas nos da miedo o pereza cambiar. Les inquirí que si era así como afirmaban, por qué entonces en el pasado sorteo de la Lotería de Navidad los premiados mostraban tal grado de entusiasmo. Era evidente que el premio instituiría muchísimos cambios en su existencia, y sin embargo en las imágenes en las que salían las festivas celebraciones de los agraciados no vi a nadie amedrentado o agobiado. Me respondieron que era cierto, que todos queremos que nos toque el Gordo de Navidad incluso admitiendo que un premio así te modifica mucho la vida. Esta constatación tan simple corrobora la multiplicidad genética de los cambios. 

Se ha instaurado un mantra social en el que se reitera que los seres humanos somos muy reticentes a cambiar. No, no es cierto, y es muy fácil refutar esta monótona conclusión. Los seres humanos no sentimos la más mínima aversión al cambio, como sin embargo difunde de un modo recalcitrante cierta literatura vinculada con el neoliberalismo sentimental. Nos encanta introducir modificaciones y mutaciones en nuestra vida, pero solo si las elegimos de forma voluntaria y aceptamos desde nuestros presupuestos que su implantación mejorará nuestro bienestar y nuestro bienser. Amamos la novedad deseada, pero mostramos una sólida renuencia a cambiar si el cambio es impuesto por otros. El cambio es releído incluso como humillante si además de no elegirlo desde nuestra capacidad autodeterminadora nos deposita en una situación que no queremos o que nos empeora, nos provoca daño, clausura el despliegue de la emancipación, o simplemente actúa como arrogante domador de nuestros planes. Por muy plásticos que seamos, a todas nos incomoda que configuren nuestra vida sin que se nos tenga en cuenta, más todavía si la acción zarandea nuestro equilibrio, agrieta nuestra estabilidad, quebranta aquello que nos motiva y maltrata nuestra preciada tranquilidad. A todos nos enoja sobremanera que nuestra voluntad sea tratada como un actor secundario en cuestiones en las que debería ser el actor principal.

Todo lo que estoy escribiendo aquí supone elogiar y proteger la zona de confort, esa zona sobre la que ha lanzado su anatema el doctrinario neoliberal. Cada vez que se cita la zona de confort es para criticarla y para vaticinar los estragos a los que nos abocaría hospedarnos en ella. La zona de confort como constructo demuestra cómo los lugares comunes habitan acríticamente entre nosotros. En La razón también tiene sentimientos dediqué una merecida apología a esta zona cuya función adaptativa es operar como áncora de salvación. Habla muy mal de nosotros que la zona de confort sea tan reprobada cuando debería ser el mínimo que tuviera toda persona para luego dedicarse a los máximos con los que engalanar y colorear su subjetividad. Richard Sennet defiende que esta constante reprobación de la estabilidad y la tranquilidad se alienta desde el discurso neoliberal porque los objetivos de maximización monetaria del mundo corporativo requieren personas sin apenas raíces ni afectos que pongan en entredicho o dificulten  montos elevados de disponibilidad y entrega. Nadie sacrifica los tiempos y los espacios de una vida a los objetivos de una empresa si esa vida cobija otras ricas dimensiones vitales. Una vida estable en la que germinen proyectos afectivos, creativos, cooperativos, sociales, es una cortapisa para el capital. Una vida con vida es una vida que con su solo despliegue objeta la canibalización laboral de la vida. 

Es muy curioso que todo lo que beneficia a la salud del cerebro correlaciona con las virtudes que proporciona esta tan denostada zona de confort. Neurólogos como Facundo Manes, Ignacio Morgado o Francisco Mora coinciden en qué estrategias llevar a cabo para que nuestro cerebro mantenga una saludable vida neuronal: vinculación social, profundidad afectiva, redes de apoyo, práctica regular de ejercicio, realización de actividades cognitivas nuevas, buena alimentación, y cuidadosos segmentos de tiempo para dormir y descansar. Es en la zona de confort, y en los tiempos de vida que se le presuponen, donde podemos llevar a cabo todo este repertorio de estrategias. La zona de confort no adocena a nadie, (lo que adocena es lo que hagamos en ella), pero no tenerla nos hace peores a todos. 

 

  Artículos relacionados:

martes, noviembre 24, 2020

Violencia es no poder decir no a algo injusto

Obra de Gabriel Schmitz

Mañana miércoles 25 de noviembre es el Día contra la Violencia de Género 2020. Sé que esta violencia alberga unas singularidades que he tratado de explicar en otros artículos, aunque siempre que se habla de violencia inevitablemente pienso en la palabra elección. La violencia vincula con elegir, y elegir es el verbo que fija sentido al sustantivo voluntad. Tener voluntad es tener la facultad de decidir y articular la conducta según nuestro criterio y nuestro mundo valorativo. Leyendo estos días el  esclarecedor ensayo Pandemocracia, del filósofo político Daniel Innerarity, me encuentro con una reflexión sobre la libertad que resulta muy útil para entender los dinamismos tanto explícitos como soterrados de la violencia: «La propia libertad de elegir está condicionada por el hecho de que nadie tenga el poder de hacer imposible esa capacidad». Detentar esa capacidad de amputar la elección a un ser humano es la quintaesencia de la violencia. En la lectura del libro de Javier López Alós Crítica de la razón precaria (Premio de Ensayo Catarata, 2019), me encontré en su momento con una sucinta definición de precariedad que ayuda a comprender lo que ahora estoy intentado explicar: «la precariedad es aquella condición vital que cancela la posibilidad de negarse a algo. Visto así, precario es quien no puede decir que no». Si alguien no puede decir que no es porque en la ecuación existe otro actor que propone a sabiendas algo injusto, y lo oferta porque sabe que su receptor tendrá que aceptarlo irremediablemente porque fuera de esa propuesta no dispone de nada mejor a lo que acogerse. Es fácil utilizar un argumento similar para definir la violencia: «Violencia es no poder decir no». Este enunciado resulta atractivo por su brevedad, aunque le falta un matiz que enlaza con la ponderación anterior: «Violencia es no poder decir no a algo injusto».

En la violencia la propuesta que no se puede declinar no es una propuesta cualquiera, sino algún tipo de proposición que se aprovecha de la precariedad del destinatario, de alguna de sus debilidades, de su dependencia económica, de su ignorancia hermenéutica, de su desesperación, de la amenaza de sufrir daño, o del miedo a ser introducido en escenarios todavía peores que en los que se encuentra. Traficar con la iniquidad, con el perjuicio ajeno, con su sufrimiento, con las lógicas del  amedrentamiento, es connatural a la violencia. Hace ya unos cuantos años tuve que definir violencia para unos manuales de un curso universitario. Mi definición se propuso abarcar todas las violencias, tanto las sibilinas y subterráneas como las más palmarias y flagrantes: «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». El violento detenta poder, aunque se trata de una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar la conducta de su víctima, pero no la voluntad. Por eso la contraviene y actúa sin su consentimiento. 

Octavio Paz susurró que la libertad consiste en el sublime instante en que hay que elegir entre dos monosílabos, sí o no. Este enunciado tan hermoso se puede invertir para entender qué es la violencia. Cuando no se puede elegir, o decantarse por el no conlleva ser deportado a la periferia de los mínimos, la cruda intemperie o la exclusión, entonces no hay libertad. El antónimo de la libertad es la necesidad (en la necesidad se cancela la elección, porque lo necesario no se elige), y aprovecharse o mercantilizar esa necesidad con propuestas que supuran iniquidad, dominación, explotación, opresión, alienación, es violencia. Inconmensurables cantidades de violencia. El ser humano se consideró a sí mismo dotado de dignidad porque percibió que poseía autonomía, se podía dar leyes con la que regir el devenir de su vida, podía decidir, optar, escoger, deliberar. Cuando estos verbos desaparecen de la cartografía léxica de un ser humano, el ser humano es menos ser humano porque se suspende su capacidad autodeterminadora. Está más cerca de un objeto que de un sujeto. He aquí la violencia. La abolición de la volición.

 

   Artículos relacionados:

 

martes, octubre 27, 2020

Un nuevo sentimiento: la tristeza covid

Obra de Solly Smook

Empiezo a comprobar que la tristeza que produce la enfermedad covid-19 originada por el virus cov-2 se demarca muy bien de otras tristezas conceptualizadas meticulosamente según su intensidad, su frecuencia y su polinización con otros sentimientos. La vegetación nominal de la tristeza es muy frondosa. Pocas experiencias de la agenda humana atesoran tantas ramificaciones y por lo tanto una arborescencia lingüística tan selvática y espesa. En el lenguaje cotidiano solemos reducir esta inmensa panoplia de conceptos a expresiones que difuminan la vivencia y la muestran desposeída de pormenorización: «me encuentro un poco tristón», «estoy de bajona», «no tengo buen día», «estoy depre». Son expresiones que no detallan nada. Las experiencias tristes son tan vastas que hemos inventado un copioso repertorio léxico para aclarar minuciosamente en cuál de todas ellas estamos inmersos y brindar puntos cardinales y orientación a nuestro mundo afectivo. La melancolía es una vaga tristeza mezclada con minúsculos porcentajes de alegría que brota al recordar un tiempo pasado reconfortante. En su ensayo La melancolía en tiempos de incertidumbre, Joke J. Hermsen explica que «la melancolía no es la alegría ni la tristeza, es algo que marida esas dos sensaciones». La nostalgia es una pena leve que se despereza al escrutar aquello que una vez fue, pero en ocasiones también irrumpe cuando evocamos lo que no sucedió. La amargura detona la corrosión del carácter, por citar el elocuente título del ensayo de Richard Sennet. Es una tristeza acre e intensa que se expande por el entramado afectivo y contamina de insatisfacción cualquiera de las evaluaciones que nos van constituyendo como individuos irreemplazables.

La decepción es un quiebro a las expectativas depositadas en alguien (incluidos nosotros) o en algo cuya constatación nos entristece. La pesadumbre es una desazón que pesa tanto que encorva el ánimo y entorpece el deambular ágil que la vida solicita para ser vivida bien. La depresión es una aflicción prolongada y profunda que se ancla en la brumosidad del ayer para abismarnos y ensimismarnos, un exilio interior que desatiende tanto todo lo exterior que propende a la inacción y la parálisis. Si la depresión transparenta un exceso de pretérito, la ansiedad acusa recibo de una sobreabundancia de futuro. La angustia es una aleación de amedrentamiento y desánimo causada por algo que sortea los radares afectivos, un punto ilocalizable e indeterminado que sin embargo nos determina y nos residencia estacionalmente en un miedo y una congoja que susurran continuamente su presencia. La frustración nos desarraiga de nosotros mismos cuando se malogran nuestros sueños. El duelo es el dolor que nos provoca la muerte de un ser querido, pero también la pérdida o la ruptura traumática de un proyecto afectivo, creativo, o monetario. Estamos abatidos cuando nuestro ánimo ha sido golpeado y doblegado por la realidad. Estamos atribulados cuando de forma reiterada esa misma realidad nos atormenta al negarse a conceder derecho de admisión a los planes que confieren sentido a nuestra vida. Y estamos desolados cuando la aflicción que nos asedia es extrema.

Frente a esta pluralidad de tristezas, la tristeza covid alberga como mayor seña de identidad la reducción de nuestra capacidad proyectiva y el entumecimiento de nuestra existencia. El ser humano es memoria y proyección, y si se anula o restringe una de estas dos dimensiones se fractura su constitución. Si el mundo precoronavirus era líquido (como lo diagnosticó Bauman), el mundo coronavírico es gaseoso. La ausencia de planes, o la incapacidad para que abandonen el estado vaporoso, multiplican la ya de por sí consustancial impermanencia del mundo. A pesar de que la tristeza covid despierta un sentimiento de vida incompleta, trae en su dorso una lectura que invita al optimismo. Si estamos abatidos colectivamente porque la pandemia restringe todas las dimensiones de la vida salvo la laboral para quien tiene empleo (aunque la hace muy subsidiaria de las limitadas pantallas), entonces la pandemia demuestra con instructivo empirismo que aumentar cada vez más los tiempos de producción (y sus anexos, los de la cualificación) en detrimento de los tiempos afectivos es una torpeza civilizatoria. El escritor y matemático Paolo Giordano en su opúsculo En tiempos de contagio defiende que «la epidemia nos anima a pensar en nosotros mismos como parte de una colectividad. Somos parte de un único organismo; en tiempo de contagio volvemos a ser una comunidad». Unas líneas después remacha esta idea: «En 2020 hasta el ermitaño más estricto tiene su cuota mínima de conexiones». Ojalá la tristeza covid nos empuje a repensar y ampliar colectiva y políticamente el significado del cuidado al comprender mejor que formamos irrevocable parte de una tupida red de conexiones y dependencias. El nuevo escenario necesita ingentes cantidades de reflexión valiosa. Aprovechemos la enorme utilidad instrumental que supone que la tristeza todo lo que toca lo convierte en alma.



Artículos relacionados