Mostrando entradas con la etiqueta argumentos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta argumentos. Mostrar todas las entradas

martes, julio 24, 2018

Medicina lingüística: las palabras sanan



Obra de Alyssa Monks
En un mundo que aconseja reiteradamente el cuidado de la imagen, yo abogo por el cuidado de las palabras en sus tres grandes disposiciones: las palabras que decimos, nos decimos y nos dicen. Deberíamos acentuar un escrúpulo más acendrado a la hora de decantarnos en la elección de palabras, puesto que literalmente nos va la vida en ello. Somos seres narrativos, nuestra biografía son eventos esparcidos por los días que hilvanamos a través de un relato que nos vamos contando a nosotros mismos para introducir sentido y memoria en esa amalgama de sucesos. A Ulrich Beck le leí que no siempre coincide la historia de nuestra vida, entendida como cadena de acontecimientos reales, con nuestra biografía, que es la forma narrativa con la que escribimos esos acontecimientos en nuestro entramado afectivo.  Me alío junto a Emilio Lledó cuando en Elogio de la infelicidad postula que «en el habla se coagula nuestra intimidad, la mismidad que buscamos». La trama literaria en la que nuestra historia muda a biografía y nos va configurando como una entidad empalabrada modula nuestro estilo cognitivo y afectivo, y ambos el repertorio de nuestras accciones y omisiones, que nos van esculpiendo una existencia con su buril invisible.  Somos una corporeidad amenizada de palabras.

En su libro, hasta hace unos meses inédito, Extravíos, el atribulado aunque cáustico Emil Cioran afirma en uno de sus brillantes aforismos que «en cada uno de nosotros yace un profeta. La obsesión del futuro, que nos lleva a intervenir en la realidad para alterarla, vierte un falso contenido en las sensaciones del presente». Opino más bien que en cada uno de nosotros habita un novelista con el cometido de anotar lo que nos acontece para que nuestro pasado, presente y futuro respiren al unísono. Nos pasamos la vida relatándonos a nosotros mismos, contándonos nuestras peripecias y otorgando un sentido al cúmulo de días en los que se aglutina la eventualidad de vivir. El doctor Oliver Sack, célebre por su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, comentaba que cada persona se narra a sí misma la historia de su vida todo el tiempo. En Experimentos con la verdad, ese cazador de coincidencias que es el gran Paul Auster repasa su trayectoria y alude a sus primeros años de escritor recordando que en aquella época «me analizaba a mí mismo como si fuera un animal de laboratorio». Rimbaud resumió este malabarismo de recursividad mental con un tan contundente como enigmático «yo es otro». Dentro de nosotros se aloja un huésped con el que nos encanta hablar. En mis ensayos aparece repetida de forma totalmente deliberada mi definición acientífica de alma que conexa con esta imagen verborreica. «El alma es esa conversación que mantenemos con nosotros mismos a todas horas contándonos lo que nos ocurre a cada segundo». Lledó de nuevo susurra con su prosa envolvente que «en las palabras sabemos decirnos aquellos momentos en los que hemos sido algo más que el aire que se llevan los días». Las palabras dan vida a la vida vivida. En las palabras resucita el ayer digno de resurrección. La invención de la forma verbal del futuro logra que las palabras den ensoñadora morfología a lo que está por venir.

El lenguaje no solo describe el mundo, también lo crea. En la dilucidación y discriminación de la palabra que vamos a emplear y en cómo vamos a pronunciarla se encapsula el ser en cuya transitoriedad habitamos. Gozamos de plena soberanía para escoger qué palabras serán las que nos expliquen quiénes somos y en qué consiste nuestra instalación en el mundo. Se minusvalora la impregnación de nuestro lenguaje en la volatilidad anímica y afectiva, pero cada palabra que sale para afuera nos revela indicios de quién habita y cómo de la piel para dentro, y cada palabra que se adentra al interior desde fuera provoca mutaciones allí donde se aposenta. Es aquí donde el verbo alberga capacidad medicinal. El término medicina lingüística se lo leí hace tiempo a Dylan Evans en su obra Emoción. La ciencia del sentimiento.  «Hablar acerca de nuestros sentimientos funciona como una válvula de seguridad que permite la salida del vapor excedente de una tubería obstruida». Las palabras confieren efectos medicinales cuando son compartidas. Como apunta el propio Evans, «desahogarse significa hablar de emociones (sic) desagradables con el fin de hacerlas desaparecer». El lenguaje es una herramienta muy poderosa para inducir sentimientos, pero también lo es para contrarrestar aquellos que nos ulceran. El autosabotaje o la estabilidad de la autoestima se labran en el armamentario verbal con el que nos indagamos, nos retratamos y nos pronosticamos. Hay palabras hirientes, lesivas, vejatorias, lancinantes, jibarizadoras, pero asimismo las hay redentoras, lenitivas, analgésicas, energizantes, reparadoras, ansiolíticas. Podemos encontrar todo un repertorio lingüístico que correlaciona con la farmacopea destinada a la sanación del alma.

Siendo niño me llamaba mucho la atención el bálsamo bíblico en el que se demandaba la llegada del lenguaje porque «una palabra tuya bastará para sanarme». Entonces no lo entendía, pero ahora sé que la palabra permite la intersubjetividad, y es esa intersubjetividad la que acaricia y ayuda a sanar la subjetividad cuando está enferma o afligida. Los sentimientos fecundados por una situación adversa, una expectativa derrumbada, un momento de flaqueza en el que nos desencuadernamos, o la irrupción de un acontecimiento aciago (un acontecimiento es un suceso que interrumpe la cadencia de lo ordinario), pueden ser transformados o revertidos gracias al poder restaurador del lenguaje. Los sentimientos se elicitan pero también se derogan con la presencia de los argumentos. Aunque en el título de este artículo afirmo que las palabras sanan, no es exactamente así. No nos curan las palabras, sino los argumentos cuya argamasa está hecha de ellas. Los argumentos poseen capacidad sanadora, como si en su interior semántico llevaran un ungüento milagroso. Oyente y hablante se ensamblan curativamente a través de una siderurgia discursiva.  El ser que estamos siendo conecta con el otro, que es un ser que también está siendo, merced a la palabra, que es la síntesis en donde palpita la vida compartida. Sanan las palabras eslabonadas en el zigzagueo de los argumentos con los que acompañamos a nuestro interlocutor, o él nos acompaña a nosotros. A pesar de que llevo muchos años estudiando su mecanismo, me sigue maravillando la evidencia empírica de cómo la publicidad de la pena atenúa la pena. Es obvio que para publicitarla no nos queda más remedio que encajonarla en un léxico y en una sintaxis. De repente, el oyente deviene en una especie de curandero lingüístico. Cura la palabra expresada, pero sobre todo cuando es palabra escuchada. Hay algo rotundamente contradictorio en este apoteósico dinamismo. La pena al verbalizarse y compartirse se encoge, pero la alegría empalabrada y compartida se expande. Sentimentalmente, hablar siempre sale a cuenta.



Artículos relacionados:
Habla para que te vea. 
Que se peleen las palabras para que no se peleen las personas.
Confío mucho en ti, la segunda expresión más hermosa















martes, octubre 24, 2017

Preguntar «¿quién tiene razón?» no tiene sentido



Obra deDuarte Vitoria
En los dominios de la deliberación discutir por ver «quién tiene razón» es no entender qué significa la deliberación. Aristóteles explicó que se delibera sobre lo que no tiene incidencia ni por el azar ni por la necesidad, es decir, sobre lo que puede ser de múltiples maneras. Si en una discusión uno de los interlocutores se atribuye la posesión de la razón, entendida aquí como sinónimo de estar en lo cierto, es a costa de denegársela a su oponente, que rara vez afirmará no poseerla también. Yo he comprobado empíricamente que si quieres que alguien te dé la razón, debes dejar de insistir en que la tienes. Para analizar este curioso microcosmos, Schopenhauer escribió el opúsculo El arte de tener razón. Podíamos releerlo como «El arte de salirse uno con la suya». Este pequeño ensayo se publicó póstumamente, de hecho, Schopenhauer renegó en vida de él. En sus páginas reflexiona en torno a las artimañas, argucias y subterfugios discursivos a los que la gente se aferra para tener razón. «Reuní todos los artificios fraudulentos que tan a menudo aparecen en las disputas y expuse claramente cada uno de ellos en su esencia peculiar, ilustrándolos con ejemplos y dando a cada uno un nombre». La batería de recursos argumentativos para ganar una discusión, sin importar si los métodos utilizados son limpios, asciende a treinta y ocho.

En las discusiones mal entendidas lo nuclear no es demostrar que uno está en lo cierto, sino que uno tiene la razón. Parece lo mismo, pero no lo es. La verdad objetiva de una proposición dista mucho de su posible aprobación por los que la discuten. En este tipo de discusiones no se procura que la evidencia más sólida salga a la luz, sino que cada interlocutor se afana en que se le dé la razón. La propia finalidad de la discusión (tener razón) provoca el deseo contrario en los participantes de la discusión (no dársela). Si le damos la razón al que confiesa tenerla, le concedemos una superioridad que quizá ya no recuperemos, aparte de admitir que el argumento defendido por nosotros hasta entonces era endeble o incluso erróneo. Si he errado en una apreciación que consideraba válida, ¿por qué no me iba a ocurrir lo mismo en otras? Para evitar este riesgo negamos en bloque todo lo que provenga del otro, que a su vez mimetizará nuestra conducta y se comportará del mismo modo argumentativo con nosotros. Nos adentramos a toda velocidad en un diálogo de besugos, hilarante expresión coloquial que metaforiza a la vez el cerrilismo y la necedad. Se trata de triunfar en la discusión, de tener la razón o evitar ser contrariado, no en ofrecer puntos de encuentro para convalidar posturas.

Detrás de una afirmación deliberativa puede cohabitar otra gran afirmación deliberativa y ambas son legítimas incluso si se presentan como contradictorias. ¿Quién tiene razón? es una pregunta que en este contexto no tiene respuesta porque la interrogación no tiene sentido. En mis clases y talleres, y sin que los alumnos sepan qué están haciendo, suelo llevar a cabo un ejercicio muy sencillo que ratifica que dos enunciados opuestos de naturaleza deliberativa pueden convivir perfectamente sin caer en contradicción. Si no se acepta de antemano esta posibilidad, dialogar es una acción inútil. Dialogar partiendo de que uno tiene la razón y que por lo tanto no va a cambiar de postura le roba el sentido prístino al diálogo.  Normal que uno acuda a juegos sofísticos, a desleales ardides retóricos, a falacias, a sofismas, a tretas sentimentales. Se emplea una sofisticada ingeniera argumentativa no para hallar una solución mancomunada, sino para salirse uno con la suya. Estamos ante un diálogo en el que la inteligencia como proveedora de recursos argumentativos tiene mucho protagonismo, pero la bondad muy poco. Y sin bondad no hay diálogo posible. Schopenhauer concluyó de un modo parecido, pero él empleó el término «mala fe», que podríamos definirlo como la voluntad del interlocutor para no entenderse con el otro, o sea, discutir por discutir, o discutir no para hallar una solución, sino para sacar brillo al orgullo de tener razón.  Se entiende así que la última de las estratagemas con la que Schopenhauer remata su opúsculo se refiera a este hecho: «Cuando se nota que el adversario es superior y que acabará no dándonos la razón, se adoptará un tono ofensivo, insultante, áspero. El asunto se personaliza, pues el objeto de la contienda se pasa al contendiente y se ataca, de una manera u otra, a la persona». La soberbia acaba de convertir una discusión en un conflicto. El amor propio se encargará de cronificarlo. El odio en ramificarlo. El rencor en perpetuarlo. El orgullo en no tratarlo. Quedan presentados los que forman el séquito en el funeral del diálogo.



Artículos relacionados:
La bondad convierte el diálogo en un verdadero diálogo.
Dos no se entienden si uno no quiere.
Con el amor propio hemos topado.

martes, octubre 10, 2017

Que se peleen las palabras para que no se peleen las personas



Obra de Didier Lourenço
El pasado jueves 5 de octubre di una conferencia sobre un libro que ni me he leído ni he escrito ni existe aún. En mi descargo diré que ese libro lo tengo pormenorizadamente redactado en mi cabeza desde hace un tiempo bajo el título “El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Una ética del diálogo”. Cuando concluya su redacción (estoy con ella) se convertirá en el tercer ensayo con el que cerraré la trilogía Existencias al unísono, que inauguré en 2016 con La capital del mundo es nosotros (ver) y continué en 2017 con La razón también tiene sentimientos (ver). Si la Musa y yo mantenemos intacta nuestra vieja amistad, verá la luz el próximo año. La conferencia estaba encuadrada en el 13 Congreso de la Abogacía de Málaga celebrado en el Palacio de Congresos de Marbella. Mucha gente que se enteró de en qué consistía mi participación me comentó que era una conferencia muy idónea para estos días en los que se vindican el uso de la palabra y el diálogo como praxis para compatibilizar las discrepancias. Ha sido una bonita casualidad que hable de este tema en estos días porque la conferencia y su contenido estaban cerrados desde finales del año pasado. También era una casualidad adicional que el título de mi intervención naciera de una definición de diálogo escrita por mí precisamente en la ciudad que ahora monopoliza toda la atención mediática: «El diálogo es el triunfo de la inteligencia sobre la fuerza».  

En mi exposición defendí cinco tesis para explicar en qué consiste y qué hay que hacer para celebrar el triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. La civilización nace gracias a ese triunfo en el que pasamos de la animalidad a la humanidad, pero siempre es un triunfo en tránsito, siempre precario, siempre con la amenaza de la involución y el retroceso. La historia nos enseña que la paz en la que se remansa nuestra convivencia se puede quebrar en cualquier inopinado instante y por tanto mantenerla es una obligación colectiva que requiere cultivo diario. Terminé mi explicación con una coda en la que exhortaba a que se peleen las palabras para que no se peleen las personas. Esta idea la vengo divulgando desde tiempos inmemoriales, pero sin embargo hace unos años me caí de mi particular caballo camino de mi particular Damasco y me he corregido. No creo que sea una buena idea que las palabras se peleen para que las personas eviten esgrimir el temible lenguaje de la fuerza. Es muy fácil prender fuego a las palabras para que se incendien los sentimientos de las personas y se desencadenen conductas primitivas que suponen una regresión civilizatoria. Es tremendamente sencillo inflamar emociones básicas, o profanar los territorios sagrados de la identidad, o provocar un dolor lancinante en lo más profundo del ser que somos simplemente eligiendo malévolamente la palabra adecuada. Por culpa de una palabra se puede romper una relación entre dos personas, pero también se puede desencadenar una guerra en la que mueran millones de ellas. Lo contrario de la violencia no es el despliegue de la palabra, como muchas veces se insiste con recalcitrante equivocación. Lo contrario de la violencia es el despliegue de la palabra respetuosa con la dignidad del otro. El diálogo es el ecosistema en el que esa palabra respetuosa florece ante la presencia de otras palabras educadas y pacíficas, el único procedimiento que satisface nuestra condición de ciudadanos (tan defenestrada últimamente por el feudalismo económico) para ahondar en cuestiones vinculadas a la cosa pública.

La mitología bíblica nos recuerda que una palabra tuya bastará para sanarme, pero también una palabra tuya seleccionada ominosamente bastará para matarme, o para que nos matemos. Para escenarios así he acuñado una término que aparecerá en el nuevo libro: verbandalismo, aquella acción verbal en la que las palabras son pronunciadas con el deseo vandálico de destrozar sin miramientos todo lo que se les ponga por delante. Es harto sencillo verbandalizar el discurso y conseguir el traumatismo interior de nuestro interlocutor que, probablemente, mimetizará ese comportamiento y contestará del mismo modo, pero recrudeciendo la carga dañina en la selección de sus imprecaciones. Bienvenidos a la descarnada visceralidad de una cadena esquismogenética en estado puro. Propongo una máxima categóricamente distinta. En vez de que se peleen las palabras para que no se peleen las personas, que las palabras hablen, interactúen, intimiden, indaguen, se interpelen, se interroguen, se objeten, se cincelen con argumentos. Que cada vez que haya que construir horizontes compartidos en situaciones de interdependencia las palabras se conozcan para que las personas dejen de ser desconocidas, que las palabras se encuentren para que las personas se reconozcan. Lo he escrito muchas veces en este Espacio Suma No Cero y siempre lo repito en mis talleres y conferencias como si fuera un mantra, pero conviene recordarlo una vez más. Hablando no siempre se entiende la gente, pero si no se habla se antoja imposible poder entenderse. Nuestra irrevocable vida en común nos exige el deber humano de que esa palabra sea educada, dialogante, cívica. Una palabra inspirada por la concordia y la fraternidad, imprescincidibles para una sana deontología ciudadana. Lo contrario ya sabemos en qué consiste.



Artículos relacionados:
El ser humano es el ser capaz de cometer inhumanidades.
La bondad convierte el diálogo en un verdadero diálogo. 
El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza.


martes, septiembre 26, 2017

El silencio agresivo



Obra de Javier Arazabalo
Existe mucha literatura que ensalza el silencio. Muchas veces yo lo he elogiado. Recuerdo que le dediqué un epígrafe en el ensayo La educación es cosa de todos, incluido tú. Allí defendía que el silencio es un argumento irrefutable, el único del que nunca tendremos que desdecirnos. Groucho Marx proponía que era «mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas», y Shakespeare también nos aconsejaba que era «mejor ser rey de tus silencios que esclavo de tus palabras». El silencio abroga tantas sugerencias como tipos de silencio existen. Hay silencios aprobatorios y reprobatorios, silencios condenatorios, silencios retadores, silencios cómplices, silencios balsámicos, silencios saboteadores, silencios críticos, silencios punitivos, silencios prudentes, silencios diplomáticos, silencios atrabiliarios, silencios sediciosos, silencios enigmáticos, silencios estúpidos, silencios burlones, silencios chillones, silencios otorgadores, silencios libidinosos, silencios disuasorios, silencios pedagógicos, silencios interrogativos, silencios afirmativos, silencios simbólicos, silencios respetuosos. La panoplia de silencios es voluminosa, pero yo quiero hablar aquí de un silencio pocas veces citado. El silencio agresivo.

Solemos acotar las agresiones al empleo de la fuerza física para provocar un daño o la amenaza de infligirlo con el fin de que se complazca una demanda. Buss estableció en los años sesenta una taxonomía de la agresión en la que además de la agresión activa señaló la pasiva. Toda la violencia psicológica se produce en este estadio. Es muy sencillo lacerar a una persona sobre la que se ostenta poder laboral, sentimental, afectivo, familiar, económico, sin necesidad de agredirla ni física ni verbalmente. En Los sentimientos también tienen razón (ver) hablo de ello en el epígrafe titulado La violación del alma, término impactante que le leí al profesor Iñaki Piñuel en una de sus obras dedicadas al acoso laboral.  Una de esas formas de agredir se  encarnaría en el silencio. Se trata de una agresión pasiva verbal directa, el silencio muñido para soslayar el diálogo y por extensión dejar inerme al interlocutor. En su Manual de antifilosofía, Michel Onfray nos regala una definición de violencia que casa con la que Buss le confiere al silencio: «Violencia es la incapacidad para liquidar la querella por medio del lenguaje». No querer hablar en contextos pacíficos presididos por la bondad del diálogo es una deliberada bofetada a la razón discursiva. El silencio decapita el intercambio verbal y precipita al diálogo a su propia muerte.

No hay nada más desalentador que argumentar una tesis e interpelar a nuestro interlocutor a que la secunde o la refute, y contemplar aterrados cómo se precipita sobre nosotros un gigantesco alud de silencio. Hay palabras que hieren, pero hay silencios que sajan el alma. Una palabra elegida pérfidamente para inducir dolor puede dejar maltrecha a una persona el resto de su vida, pero un silencio cuando alguien solicita información perentoria o entablar un diálogo sanador puede desangrar a su víctima. Las palabras son el instrumento que empleamos para transferir información compleja del modo menos equívoco posible, pero hay silencios que transportan tanta o más que un tumulto de palabras.

Aunque ni las palabras ni los silencios matan directamente, por una palabra inadecuada o por un silencio tozudo se han declarado guerras en la que han muerto miles de personas, o se han abierto heridas insondables que siglos después se antojan imposibles de suturar. Una palabra o un silencio pueden malograr tanto la existencia de una persona como la vida de un país de millones de habitantes. Igual que existen muchos tipos de silencios, también existen diferentes encarnaciones de este silencio inicuo. En un momento de exacerbada comunicación digital y por tanto de relaciones presididas por la deslocalización y la asincronía, no querer hablar o guarecerse en un mutismo humillante se manifiesta de muchas novedosas maneras. Un silencio no es solo sellar los labios y no añadir nada en mitad de un diálogo, o sortear la propia opción de dialogar, también lo es no responder a un mensaje o demorar la respuesta, eludir un encuentro, no coger el teléfono, no recibir o ningunear a la persona con la que sin embargo se han concordado tácitamente ciertos compromisos. Yo entiendo el diálogo como una exigencia ética, como un deber humano, y no como un comodín al albur del interés personal. Donde el diálogo muere, donde la ética expira, empieza el banquete caníbal de la selva.



Artículos relacionados:
Violencia verbal invisible.
La bondad convierte el diálogo en un verdadero diálogo.
Habla para que te vea.



martes, agosto 08, 2017

Los conflictos no se resuelven solos, aunque se bastan para estropearlo todo


Obra de Marc Figueras
En la literatura del conflicto existe una máxima que defiende con muy buen criterio que los conflictos nunca se resuelven solos. No es gratuito recordarlo, porque muchos actores deciden precisamente lo contrario y apelan a conductas evitativas, a la dejadez como metodología exitosa. Para ellos la mejor manera de solucionar un conflicto es abandonar los derechos de tutela y dejar que el paso del tiempo conduzca al conflicto hacia su propia disolución. Esperan que con el transcurrir de los días, los meses o los años cambie alguno de los elementos que lo originaron y todo vuelva al cauce de lo que ellos consideran natural. En casos de divergencias inanes (en algunas bibliografías se refieren a este tipo de conflicto como "picaduras de mosquito"),  es saludable no convertir en problema lo que unos minutos después se habrá olvidado o será anecdótico. Otra cosa es calcar esta táctica en incompatibilidades que se presentan con temperatura en ebullición. Desatender un conflicto o cometer la imprudencia de orientar los sensores hacia la dirección contraria al foco de las disensiones en el momento en que lo más idóneo es articularlo trae anexada una consecuencia muy peligrosa. Abdicar de la gestión del conflicto y permitir que se infecte de podredumbre emocional, impulsará una curiosa inercia que lo hará desplazarse velozmente hacia el lugar en el que infligirá más daño y acrecentará su momificación. Sé que el conflicto no posee realidad extramental, que vive en la narración tramada por los actores que lo protagonizan, pero también sé que ese relato despereza sentimientos de exclusión en una de las partes si la otra muestra desinterés por construir una historia común que sustituya satisfactoriamente a la que ha inaugurado la divergencia. Teniendo esto muy presente, no deja de maravillarme la contradicción que supone que un conflicto sea inoperante para solucionarse por sí mismo, pero sea tan resolutivo para agigantarse sin necesidad de que nadie haga nada con él.  

Ante la emergencia de un conflicto podemos desplegar distintas respuestas. Cuando sólo pensamos en la salvaguarda de nuestros intereses sin atender los del otro, competimos. Cuando pensamos en satisfacer nuestros propósitos y también los de nuestro interlocutor para amortiguar así el desacuerdo, colaboramos. La acomodación consiste en darle una mayor estimación a los intereses del otro que a los nuestros. Cuando somos creativos para colmar nuestros intereses y también los de nuestro interlocutor y rastreamos opciones conjuntamente a fin de dar con las mejores, entonces nos comprometemos y cooperamos. Cuando deseamos que todo siga igual y nos resulta indiferente el interés del otro, entramos en la evitación. Sin embargo, la incomparecencia ante un conflicto no significa la volatilidad del conflicto. Si uno no presta atención a un conflicto, ya se encargará él de que cambiemos de opinión. La experiencia insiste en recordarnos que los conflictos nunca se resuelven solos, pero ellos solos se bastan y sobran para multiplicar mágicamente su inhospitalidad y la cantidad de daño con la que arponear a quienes lo ningunearon.

El conflictólogo Deutsch cita tres escenarios distintos ante un conflicto. El conflicto está en la realidad y es percibido, el conflicto está en la realidad y no es percibido y, por último, el conflicto no está en la realidad pero es percibido. Creo que falta un cuarto escenario. El conflicto está en la realidad, es percibido por las partes pero una de ellas se inhibe como parte implicada. Aunque parezca una tautología, el conflicto sólo se soluciona si los implicados desean solucionarlo, lo cual exige como premisa que las dos partes se sientan implicadas. Resulta una perogrullada, pero para resolver un conflicto necesitamos inexorablemente la colaboración de aquel con quien nos ha estallado. Partiendo de esta premisa, un conflicto no se soluciona por más empeño que ponga uno en su resolución, si la otra parte no está por la labor. He escrito solucionarlo y no zanjarlo o terminarlo, que no es lo mismo.

Existe profusa bibliografía en la que se listan qué elementos intervienen en un conflicto. Sintetizando podemos señalar una abigarrada mixtura en la que aparecen las personas que lo protagonizan, las posiciones que mantienen, los intereses que persiguen, los grados de poder que esgrimen, los sentimientos que afloran en la interacción, el tipo de relación, la percepción del problema, los valores personales, los protagonistas secundarios que muchas veces no se ven pero que guardan una incidencia estelar. Creo que un elemento primordial que habría que añadir en la fisonomía del conflicto es el deseo de solucionarlo, y su anverso, el deseo de eternizarlo. En las clases y talleres yo suelo repetir que del mismo modo que dos no riñen si uno no quiere, dos no compatibilizarán jamás la discrepancia si uno de ellos no está dispuesto a ello. El deseo de solucionar el conflicto prologa y posibilita la gestión y la posible resolución del conflicto. Ese deseo se nutre de la salud cívica, el alfabetismo sentimental, la epidérmica conciencia de interdependencia, la cultura del acuerdo, la pedagogía del diálogo, el ideal regulativo de la paz, la sensibilidad ética, el conocimiento del politeísmo de valores personales en la acción humana y por tanto la necesidad de aprender a convivir con la disparidad y la contradicción. Ese deseo no solo ejerce de vanguardia. Ese deseo evita la soledad del conflicto. Y ya sabemos que nada bueno puede ocurrir cuando el conflicto anda por ahí él solo.




martes, agosto 01, 2017

El diálogo no es posible cuando los sentimientos son los únicos argumentos



Obra de Osamu Obi
La práctica deliberativa es radicalmente humana. Aristóteles lo advirtió al constatar que los dioses no abrigan dudas en sus decisiones y los animales viven bajo el irreversible mandato de un instinto que no admite controversia. Sin embargo, los seres humanos somos autónomos, podemos elegir qué hacer y cómo para convertir en acto lo que cobijamos embrionariamente en potencia. Podemos transportar la posibilidad a la realidad. La propiedad humana más reseñable es la posibilidad, que trae anexada la capacidad creadora. Somos creadores porque somos capaces de ver posibilidades, imaginar lo que no existe para hacerlo existir. El ser humano es un ser que elige y en esta singularidad radica nuestra autonomía. Por eso deliberamos, que es el ejercicio creativo destinado a descubrir y barajar opciones; decidimos, actividad consistente en decantarnos por la opción más idónea a costa de sacrificar todas las demás; y actuamos, que es el instante en que la decisión se troca en impulso volitivo, la posibilidad seleccionada se transborda a la acción. Este proceso no es nada fácil cuando se realiza a título individual, pero su complejidad se ensancha sobremanera cuando entran en juego terceras partes. Si hemos de compartir una decisión con alguien que disiente de la que nos gustaría elegir a nosotros, la deliberación puede llegar a ser larga y sinuosa hasta lograr la hazaña discursiva de compatibilizar la discrepancia. Necesitamos dialogar.

Puede ocurrir que en este proceso deliberativo una de las partes implicadas exponga sus sentimientos como los únicos argumentos que respaldan su decisión. «Son mis sentimientos» es una alocución tristemente usual cuando una persona quiere indicar una postura inamovible, una razón que anuncia la muerte del diálogo porque no se puede interpelar. Los argumentos se pueden refutar, pero los sentimientos que no atentan contra los Derechos Humanos se deben respetar. ¿Quiénes somos cualquiera de nosotros para cuestionar esos sentimientos de alguien que no somos nosotros? Se delibera sobre lo que puede ser de otra manera, pero exigir esta máxima a los sentimientos descritos por una persona denota falta de consideración a la persona, arrogarse una ficticia soberanía sobre ella y una severa profanación a su templo afectivo. Entrar sin permiso en ese rincón sagrado para ponerlo en crisis es una apostasía contra la religión del respeto. En La razón también tiene sentimientos (ver) pormenorizo la construcción sentimental. Se puede resumir en que los sentimientos son imbricados conglomerados  de incidencias emocionales, fisiológicas, cognitivas, axiológicas, desiderativas, biográficas. Desde hace unas décadas las industrias del sé tú mismo han uncido a los sentimientos de una  aureola de autenticidad  que no admite la comparecencia de la duda bajo el muy discutible axioma de que el corazón nunca se equivoca. Con estas condiciones preliminares se antoja difícil entablar diálogo alguno con quien enarbola la infalibilidad de los sentimientos. El diálogo es precisamente lo contrario. Buscar mancomunadamente evidencias mejorables que mermen la falibilidad humana.

Quien trae a colación sus sentimientos en mitad de un proceso argumentativo es porque no quiere abordar un diálogo que requiere la exposición de argumentos, no de sentimientos. Los sentimientos están embebidos de argumentos, pero quien cita en bloque su aparataje sentimental lo suele utilizar a modo de proteccionismo argumentativo. Se puede explicar discursivamente la construcción del sentimiento, pero cuando el sentimiento se anuncia solo nominalmente y sin explicación alguna es una fortaleza inexpugnable para cualquier argumento. Su presencia clausura el diálogo llevándolo a un lugar en el que no es posible dialogar. En Ética de la hospitalidad, Daniel Innenarity diagnostica que «cuando no se cultiva la argumentación los seres humanos se atrincheran en la única posición que consideran propia: sus sentimientos ante las cosas. Nuestros sentimientos no son un principio suficiente para hacer respetar nuestra posición, porque no pueden determinar qué es significativo». Si alguien se amuralla en sus sentimientos como único argumento,  la inteligencia no tendrá argumentos que discriminar, no habrá espacio para construir esa intersección que requiere el diálogo en su función de empresa cooperativa. Solo se puede argumentar con el interlocutor que también desgrana argumentos, y los sentimientos no lo son, aunque paradójicamente, y como escribí antes, estén plagados de ellos de un modo velado. Otra cosa muy diferente es que nuestro interlocutor esgrima los argumentos sobre los que se edifican sus sentimientos. Ahí sí se puede deliberar. Ahí sí se puede llevar a cabo la ejercitación de la palabra que se enreda con otras palabras para encontrar la mejor posibilidad que nos podamos llevar a la realidad. Esa posibilidad elegida y compartida la solemos bautizar como solución.


martes, junio 20, 2017

Humillar es humillarse



Obra de Mike Dargas
Una humillación es todo curso de acción verbal o no verbal que se despliega para negar o miniaturizar la dignidad de una persona. Etimológicamente el término proviene del latín humilitas, que a su vez deriva de la raíz humus, tierra. En griego significa pequeño. De aquí proceden palabras tan antagónicas como humildad y humillar. Mientras que la humildad es actuar bajo el recordatorio de nuestra precariedad (la fatalidad humana de no valernos por nosotros mismos para prácticamente nada), humillar es ponerla sin su consentimiento a la vista de un tercero. Si la demostración de esa insuficiencia y esa pequeñez es voluntaria hablamos de la virtud de la humildad, pero si es forzada por otro, hablamos de un acto de humillación. La humillación trata de abatir o menoscabar la dignidad ajena para provocar daño. Es relevante señalar su finalidad, porque el que no desea hacer daño rápidamente descarta la humillación como marco discursivo.

Aunque se confunden con increíble regularidad, no es lo mismo criticar la conducta de una persona que humillarla. Una objeción educada sobre un comportamiento para enmendarlo no tiene nada que ver con avergonzar o zaherir deliberadamente al sujeto que lo ha llevado a cabo. A veces ese deseo de herir puede ser tan mayúsculo que la humillación ya no busca empequeñecer la dignidad, sino abolirla, desahuciar al humillado de su valor como persona. Nos hallamos en el instante en que se alcanza la apoteosis del daño. Nada duele tanto como que un semejante nos hurte o nos cuestione aquello que subraya nuestra pertenencia a la humanidad. La violencia en su sentido canónico es exactamente lograr este dolor en el otro. En mi ensayo La razón también tiene sentimientos. El entramado afectivo en el quehacer diario (ver) dedico un epígrafe a explicar lo fácil que le resulta a un predador privar de dignidad a su presa en contextos en los que las personas tienen muy cercenada la posibilidad de elegir. Es muy sencillo humillar a alguien porque los seres humanos somos horriblemente precarios y vulnerables. El itinerario de la humillación puede ser muy variado en sus primeros jalones, pero su destino siempre anhela coronar el mismo pudridero: desarbolar la dignidad del señalado y tratarlo como si no la tuviera. Aquí descansa la violencia y sus disimilitudes instrumentales con el uso de la fuerza. La dignidad como valor es patrimonio de todos las personas, y sólo cuando nos maltratan con violencia sentimos como esa dignidad que nos engala como seres humanos nos la arrancan a jirones.

Todos los estudios señalan que sentirnos humillados es la sacudida sentimental más intensa que puede originarse en el entramado afectivo. Dependiendo de la coyuntura, suministra a su vez sentimientos como la furia, la indignación, la vergüenza, la frustración, el odio, la venganza. La humillación es tan insistente en su dolor que puede volverse misteriosamente táctil, un alien cuyas pisadas notamos mientras deambula por nuestras entrañas. Al exponer ostentosamente la pequeñez y la insuficiencia en el otro, o al provocarla usurpando cualquier opción de autorrealización y elección, la estamos subrayando asimismo en nosotros. La humillación nos recuerda nuestra propia fragilidad, de qué está hecha la textura humana. A veces la humillación trae en el anverso el deseo de pavonearnos, o estilizar la propia imagen devaluando la del humillado, lo que explica que la soberbia y la estulticia comparten inmediata vecindad. No requiere esfuerzo alguno señalar el parentesco entre la desmesura del ego y la necedad en un episodio de humillación. Dañar la dignidad de una persona es depreciar la dignidad como ese valor inalienable que nos hemos brindado los seres humanos por el hecho de serlo. Aunque muchos lo ignoran, este valor está al margen del valor de nuestra conducta. Si uno profana la dignidad en un congénere, la está profanando en todos los que habitan la superficie del globo. Incluido él.


martes, mayo 16, 2017

Es un milagro que dos personas puedan entenderse algo



Obra de Dan Witz
La mayoría de los sobreentendidos son los culpables de la ocurrencia de malentendidos. En un sinfín de ocasiones sobreentendemos información que no tiene nada que ver con la que nos han querido transmitir, lo que no impide que nos relacionemos con ella como si fuera indudable. Un sobreentendido se transforma al instante en un malentendido si los interlocutores no participan de la misma convención semántica adjudicada no sólo a un significante, sino a la constelación de significantes en los que se expresa una idea, una propuesta o una promesa. Precisamente para evitar el florecimiento de sobreentendidos solemos entablar animadas conversaciones en las que a través del despliegue de preguntas y respuestas se esclarezca el contexto semántico de los participantes. No obstante, muchas de estas conversaciones, en vez de adelgazarlo, engordan el sobreentendido hasta convertirlo en un malentendido adiposo. Todo esto sin listar los habituales encontronazos entre la comunicación analógica (paralenguaje y lenguaje corporal) y la digital (las palabras). Aquí doy por hecho que no hay contradicción entre ambos lenguajes y que la caligrafía de nuestros gestos mantiene agradable concordancia con el mensaje de nuestro verbo.

El corolario de la comunicación con conjuntos semánticos no aclarados es la incomunicación.  Si entre dos o más interlocutores existe una interpretación semántica divergente de un mismo significante, la comunicación se enlodará y la comprensión será una baza harto imposible. Hete aquí un auténtico semillero para los malentendidos y los focos de disensión en la acción humana. Kant prescribía que nunca se nos ocurriera discutir con un idiota porque a los pocos minutos la gente tendría muchas dificultades para discernir quién lo era y quién no (ver artículo), y yo creo que esta prescripción puede ser válida igualmente cuando uno habla con alguien que utiliza palabras de fisonomía similar pero encuadradas en marcos semánticos diferentes. Se puede parafrasear a Kant y exhortar a la siguiente conducta prudente: «Nunca discutas con quien habita en palabras parecidas a las tuyas, pero con significados distintos. Es muy probable que a los pocos minutos no sepas de qué te habla y te haga caer en la cuenta de que él tampoco sabe de qué le estás hablando tú».

Hace poco le leí a Javier Marías en uno de sus artículos dominicales que «la capacidad para manejar el lenguaje determina la calidad de nuestros pensamientos». El léxico y la sintasis en la que el verbo toma forma inteligible colorean el mundo, y su pobreza convierte a ese mismo mundo en un contorno difuminado y decolorado. Somos el individuo que vive entre la persona que estamos siendo y la que nos gustaría ser, y ese hiato se rellena con el lenguaje verbal de la fabulación. Los seres humanos habitamos en las palabras que pronunciamos y en las que no pronunciamos cuando el silencio conspira contra nosotros, en el marco sintáctico y semántico en el que construimos  el relato en el que  nos narramos, pero ese séquito de palabras, ese mobiliario léxico, puede albergar connotaciones muy disímiles según qué oídos lo acojan para transportarlo al cerebro y licuarlo en estructuras con sentido y significado absolutamente subsidiarias de cómo uno está instalado en el mundo. Yo defiendo que la mayoría de los conflictos se deben a problemas de comprensión nacidos de la utilización de palabras que significan cosas muy distintas para personas que creen que significan lo mismo. La expresión coloquial diálogo de besugos, o la también muy descriptiva discusiones bizantinas, se refieren a este tropismo lingüístico. He escrito muchas veces que la palabra es la distancia más corta entre dos cerebros que desean entenderse. Me reafirmo en ello, pero la realidad quedaría escamoteada si no agrego que también puede ser la distancia más larga entre dos cerebros separados apenas por unos centímetros. A todos nos compete saber en cuál de las dos situaciones nos encontramos. Y actuar o hablar en consecuencia.



Artículos relacionados:
La bondad convierte el diálogo en verdadero diálogo.
Habla para que te vea.
En la predisposición está la solución (del conflicto)

martes, abril 25, 2017

Nunca discutas con un idiota



Obra de Alex katz
Se le atribuye a Kant la genial sentencia en la que se aconseja que «nunca discutas con un idiota, la gente podría no notar la diferencia». Hace unos años parafraseé esta prescripción de mi filósofo favorito alertando del peligro connatural que supone discrepar con un estólido, porque «en cuestión de uno o dos minutos te habrá convertido en su alma gemela». Admito públicamente que yo muchas veces he sido víctima de este mecanismo, es decir, he sido muy idiota. Lo más grave, y lo que habla muy mal de mí, es que era muy consciente de que lo iba a ser. Presagiaba que en un minúsculo lapso de tiempo me iba a mimetizar en el idiota con el que libremente había decidido practicar un diálogo podado de los mínimos protocolarios para poder llamarlo así. Igual que una pregunta jibariza o amplifica la lucidez de la respuesta, el necio logra ahormarte a su discurso. Ahora se entenderá esta otra celebérrima afirmación, cuya autoría pertenece al novelista  Mark Twain: «No discutas con un estúpido, te hará descender a su  nivel y ahí te vencerá por experiencia». El nivel de una discusión lo instaura siempre el que menos recursos cognitivos, retóricos y sentimentales posee. Si uno acepta que un estulto lo ponga a su altura, debería saber anticipadamente que acabará cayendo muy bajo. El idiota posee la capacidad divina de moldearte a su imagen y semejanza.

Flaubert comentaba que identificamos como tonto a todo aquel que no piensa como nosotros, pero no creo que sea exactamente así. A mí me gusta calificar como idiota a todo aquel cuyo resorte identitario más radical es su impermeabilidad a evaluar los argumentos de su interlocutor, negar la predisposición a intentar comprender al otro, impugnar los argumentos de la contraparte con ocurrencias en las que no hay ni un solo argumento. Los argumentos llevan en germen capacidad demiúrgica y movilizadora, y quien desea amputársela no escuchándolos, cercenándolos con ideas peregrinas,  desdeñándolos y basculándolos hacia el desprecio porque no son suyos, o  subvalorándolos porque otorga una primacía omnímoda a sus ideas, es tonto. En las antípodas se aposenta la actitud del que decide escuchar otras visiones y abrazarse a una evidencia nueva si mejora la anterior. Una mala pedagogía nos hace creer que cambiar de opinión nos degrada. Cambiar de opinión es abyecto cuando significa el incumplimiento de una promesa, pero denota abundante inteligencia cuando uno abandona un argumento esquelético porque ha encontrado otro de aspecto mucho más saludable.

Es una pérdida de tiempo exponer argumentos a aquel que no argumenta sus ideas. Este despilfarro de energía y tiempo ocurre muy a menudo. El dogma económico, el credo religioso, las exterioridades sobrenaturales, los prejuicios, las cosmovisiones sesgadas, son sistemas de creencias que se utilizan como argumentos irrefragables cuando sin embargo son tan refutables como cualquier otro. No es una buena idea dialogar con quien en vez de argumentos utiliza creencias tan naturalizadas que las eleva al rango de certezas. Las creencias no se piensan, en las creencias se habita, y es imposible el juego dialéctico de los argumentos con quien prescinde de ellos para acomodarse en el mundo. Podríamos agregar que necio es aquel que niega que la realidad siempre es una interpretación subjetiva y por tanto expuesta a sufrir la oposición de cualquier otra interpretación sin que ocurra nada trágico porque sea así. En otros textos he definido como tolerante al que admite que todo argumento se puede objetar, frente al que defiende que todo argumento por el hecho de serlo debe ser respetado y no criticado. Hay que respetar el derecho a opinar, pero sin que ese derecho obstaculice la posibilidad de refutar el contenido de la opinión. Voy a ir más lejos todavía. En un juicio deliberativo no existe la verdad, ni tan siquiera se puede demostrar si el enunciado es cierto o es falso. En el cosmos de la deliberación solo se puede argumentar. En este universo tan particular el idiota se arroga el monopolio de la verdad. Es amo y señor de ella. Quien se cree propietario de la verdad está incapacitado para enriquecerse del poder transformador de los argumentos del otro. Está esculpido en una creencia. Está petrificado. Momificado. Fanatizado. Ya sabemos anticipadamente en qué nos convertiremos si discutimos con él. 



Artículos relacionados:
Sin concordia no hay diálogo posible.
Es un milagro que dos personas puedan entenderse algo.
Preguntar quién tiene razón no tiene sentido.

martes, enero 17, 2017

Dime lo que piensas, no lo que sientes


Obra de Duarte Vitoria
Una de las consignas para solucionar conflictos es saber separar el juicio de las reacciones emocionales. Esta segregación no suele ser un ejercicio sencillo. Las fibras nerviosas que van de la amígdala al córtex son mucho más densas que las que recorren el sentido opuesto. Esto explica que la información emocional sea mucho más veloz que la cortical, y que la impulsividad vaya siempre muy por delante de la lenta racionalidad. Como los conflictos brotan cuando algo o alguien obtura nuestros intereses, suelen ir acompañados de borboteantes sentimientos animosos. La beligerancia o la irascibilidad no son buena compañía para emitir veredictos. Cuando uno está muy enfadado suele incrementar mágicamente las posibilidades de pronunciar sentencias horribles de las que quizá luego se arrepienta. Conozco personas que excusan lo que han bramado en estos lances iracundos argumentado que, a pesar de la monstruosidad enunciada, era lo que sentían en ese instante. Cuando he hablado con ellas les he recordado algo muy obvio. En la cautividad de un episodio virulento no es lo mismo lo que uno piensa que lo que uno siente.  Fuera de ese encarcelamiento bilioso sentimos según pensamos y pensamos según sentimos (es un continuo que no admite fragmentariedad), pero en la geografía de un trance colérico las cosas cambian. No necesariamente sentimos lo que pensamos ni pensamos lo que sentimos.

«No me digas lo que sientes, dime lo que piensas» es una exhortación muy valiosa y muy preventiva para muchas circunstancias, pero sobre todo para los diálogos cargados de irascibilidad. La diferencia es inmensa. En una situación de alto octanaje emocional, en la que la atención se polariza sobre una causa y elimina todo lo demás, decir lo que uno siente en ese momento puede ser desgarradoramente hiriente. Las emociones inflamadas no están facultadas para establecer balances sin márgenes de error, fueraparte que nadie persuade a nadie ni chillando ni lastimando el concepto que uno tiene de sí mismo. Decir lo que uno piensa puede infligir dolor si no casa con lo que espera el receptor, pero en tanto que el raciocinio fija su campo de acción en hechos que van más allá del episodio aislado, y sabe discriminar entre la anécdota y la categoría,  existe la posibilidad de que la evaluación sea mucho menos visceral y se dulcifique la forma de verbalizarla. Todos conocemos el poder balsámico o abrasivo de las palabras, y que las mismas cosas se pueden decir de muchas maneras provocando efectos muy distintos. Se puede ser muy crítico y muy constructivo a la vez sin necesidad de desangrar la autoestima de nadie. Para un cometido así necesitamos el concurso de la serenidad y de la racionalidad. El lenguaje coloquial lo metaforiza muy bien con la expresión «contar hasta diez», es decir, dale tiempo a los canales de la racionalidad a alcanzar los circuitos emocionales para que los inhiba o al menos los aminore. Contar hasta diez y lenificar la erupción emocional es permitir que el juicio tome la palabra.

El pensamiento anticipa los hechos, pero también planea sobre lo que acaece, nos regala una visión cenital que nos permite liberarnos de la tiranía de lo concreto. Sin embargo, el sentimiento es una evaluación momentánea de cómo se insertan nuestros deseos en la realidad. El sentimiento está excesivamente subyugado por el instante, encadenado al escrutinio del aquí y ahora, y en las ocasiones beligerantes ofrece resúmenes hiperbólicos e injustos de la situación. El juicio es más sensato y su mirada es más macroscópica. Mantiene una necesaria distancia de seguridad sobre la materia evaluable. Desterritorializa los hechos para escrutarlos sin animosidad. De ahí la crucial diferencia entre decir lo que se siente y decir lo que se piensa.

martes, abril 05, 2016

Habla para que te vea



Obra de Anna Bocek
Tanto en cursos como en alguna charla suelo contar una anécdota atribuida a Sócrates. Muchos alumnos que han asistido a mis clases la conocen muy bien porque se me antoja muy preceptiva para el buen funcionamiento de las relaciones personales. El filósofo estaba casado con Jantipa, una mujer con un temperamento especialmente bilioso. Una vez se enzarzaron en una acalorada discusión y la irascible Jantipa agarró un cubo de agua y lo arrojó con furia a  la cara de Sócrates. A pesar del inesperado remojón, Sócrates tuvo la suficiente cintura para quitarle importancia al asunto: «Sabía muy bien que tras los truenos llegaría la lluvia». El relato no aclara si al escuchar estas palabras su mujer se encolerizaría todavía más y acabaría estampándole el cubo. Pero esta no es la anécdota que quiero compartir, sólo es un preámbulo para entender mejor el contexto. Casi siempre Jantipa, en vez de exponer verbalmente los motivos de su enojo, lo ritualizaba hacinándolo en un silencio malhumorado o depositándolo en algún que otro gruñido plagado de animosidad. Su silencio era como la aguja del sismógrafo que empieza a agitarse vaticinando la presencia de un terremoto. Como Sócrates ya estaba acostumbrado, cada vez que volvía a casa y veía a su esposa con el ceño fruncido y los labios apretados le interpelaba: «Habla para que te vea». Dicho de un modo técnico le sugería que por favor desplegara todas las herramientas que se articulan en el lenguaje hablado (léxico, sintaxis, gramática, semántica, prosodia, vocabulario gestual) para entablar un diálogo y evitar así la fosilización del enfado. Como sólo hablando se puede exorcizar el fantasma de la suposición, pero también es el único modo de tomar conciencia de  los frecuentes puntos ciegos de nuestra propia conducta, yo agregué otro posible ruego de Sócrates a su mujer: «Háblame para que yo me vea».

El año pasado conté esta anécdota en una clase del curso de experto en Mediación de la universidad Pablo de Olavide, y días después una alumna la transcribió para publicarla en una semanal columna de prensa. Su transcripción guardaba reivindicaciones feministas. Allí relataba que en esta anécdota la mujer, como siempre, se hallaba confinada en casa y Sócrates por ahí, y que probablemente Jantipa albergaba bastantes razones para estar enfadada y no apetecerle nada departir con su marido. Aquel artículo me hizo recapitular, recodificar los significados y añadir variantes a la anécdota. De repente ya no todo orbitaba en torno a la figura arbitral de Sócrates, sino que su mujer incrementaba su protagonismo, lo que otorgaba al episodio caleidoscópicos focos de observación totalmente novedosos. El inicial «habla para que te vea» podía trocarse por una interpelación en la dirección contraria y en el requerimiento de un recurso comunicativo distinto. Jantipa podría reprocharle a Sócrates: «Pregúntame para verme». Incluso si el diálogo buscaba combatir los ángulos muertos del comportamiento, Jantipa podía tomar la iniciativa e inquirirle a su marido: «Pregúntame para que te veas».

Hablar, dialogar, preguntar, negociar, pactar son verbos insertos indefectiblemente en la experiencia humana compartida. Hasta ahora no hemos encontrado una fórmula más eficaz para la opulencia comunicativa y para el arte de vivir en armonía que dialogar. El diálogo es el ecosistema en el que la palabra se despliega sobre sí misma y se enriquece con la pacífica presencia de otras palabras. Acota una territorialidad de la razón comunicativa vetada por completo a cualquier otro elemento de la comunicación. Gracias al diálogo podemos asimilar la alteridad y la divergencia canjeando argumentos. Gadamer afirma que el entendimiento mutuo nace de la fusión de horizontes, los que se trazan y expanden a medida que se va acumulando experiencia vital, pero, me permito añadir yo, esos horizontes cuajados de información y axiología sólo pueden ser absorbidos inteligiblemente por nuestro interlocutor en la estructura que facilita el diálogo. Hablando no siempre se entiende la gente, como proclama con excesivo optimismo el refranero, pero sin hablar es harto difícil que las personas podamos entendernos. La comprensión es el mayor afrodisíaco del diálogo.



(*) Habla para que te vea. El diálogo como estructura de la razón comunicativa, es también el título de un taller de seis horas que impartiré el sábado 21 de mayo en la Escuela Sevillana de Mediación.



Artículos relacionados:
El silencio agresivo.
Violencia verbal invisible.
Sin concordia no hay diálogo posible.

martes, marzo 15, 2016

Los dos tenemos razón aunque opinamos distinto



Obra de Harding Meyer
La mayoría de los conflictos que padecemos no se enquistan sólo porque hablemos poco, sino porque hablamos mal. Además de verbalizar los problemas raquítica y erráticamente, lo que escuchamos de la contraparte lo interpretamos de una manera muy desbrujulada (al escuchar hacemos inseparable exégesis), y lo intentamos refutar con una argumentación extemporánea para el hábitat de las divergencias. Ahora explicaré qué quiero decir. La profesora de Lingüística y experta en la comunicación de las relaciones interpersonales, Deborah Tannen, lo subraya en cada una de las líneas de sus aplaudidos ensayos sobre el significado de las palabras, los mensajes y los metamensajes que se alojan en las conversaciones controvertidas. Ahí están para corroborarlo sus trabajos Lo digo por tu bien, Yo no quise decir eso, Tú no me entiendes. La autora defiende que en muchas ocasiones hablar con alguien del otro sexo es como hablar con alguien de otro mundo, pero se podría ampliar esta corroboración afirmando que incluso en muchas conversaciones que se entablan con las personas del mismo sexo basta con intercambiar un par de frases para asentir que a pesar de habitar el mismo planeta vivimos en universos distintos. Voy a revelar un secreto importantísimo. Pido discreción. Lo tildo de secreto porque en prácticamente todos los libros que he leído de negociación, mediación y gestión y resolución de conflictos no se hace mención a un punto neurálgico en situaciones protagonizadas por la interdependencia y la diferencia: «Estoy convencido de que más del setenta por ciento de los conflictos que no se solucionan se debe a que los implicados no saben distinguir entre un juicio deliberativo y un juicio demostrativo».

En el muy recomendable y humanista ensayo Inteligencia relacional y negociación, sus autores, Jaime García y Carlos Sanhueza de la universidad Adolfo Ibañez de Santiago de Chile, sí explican y además muy diáfanamente los tipos de afirmaciones que podemos esgrimir. Esta clasificación es primordial para manejarnos correctamente en los diferentes estadios comunicativos. Todos los idiomas disponen de cuatro distinciones lingüísticas que determinan profundamente el contenido de la conversación y la predisposición de sus participantes: afirmaciones, juicios, declaraciones y promesas. Me ceñiré a las dos primeras distinciones. Mi tesis es que un elevado porcentaje de conflictos erupciona primero y se cronifica después debido al extravío sentimental que fomenta este desconocimiento del lenguaje. No es lo mismo una afirmación que un juicio deliberativo. Cuando los litigantes se obcecan en reclamar la razón («yo tengo razón») y denegársela a su interlocutor («tú no tienes razón»), cometen la torpeza de reivindicar un imposible en el campo de la deliberación. Las afirmaciones pueden ser verdaderas o falsas, y se pueden verificar, pero los juicios deliberativos pueden ser de muchas maneras y escapan a su demostración empírica. Por eso son deliberativos y no demostrativos. Los  juicios deliberativos no se pueden demostrar con el rigor que solicita la ciencia, pero sí argumentar. Aristóteles definía la deliberación como todo aquello que puede ser de otras muchas maneras. Si no pudiera ser así, no tendría sentido «deliberar». En su Tratado de argumentación Perelman tampoco deja lugar a la duda.

A pesar de lo sustancioso de esta diferencia, no suele tenerse en cuenta ni en el lenguaje profano ni en gremios que se dedican profesionalmente al análisis de las cosas.Yo trabajé en prensa escrita durante diez años y comprobé cómo muchos periodistas y columnistas tendían a confundir afirmaciones demostrativas con juicios deliberativos, o los mezclaban formando misceláneas incendiarias. En mis clases subrayo mucho esta distinción que considero cardinal para entender por qué dos verdades antagónicas pueden convivir en un mismo enunciado deliberativo sin que provoquen ninguna contradicción. La aporía sí tendría sentido en una afirmación, porque si una afirmación demostrativa es cierta, es imposible que su contraria también lo sea. Pero no estamos en el mundo demostrativo, sino en el deliberativo, y al no distinguirlos nos cuesta mucho aceptar que los enunciados contradictorios broten en las conversaciones sin que haya contradicción en ellos. Ese es el motivo de que en la deliberación si uno aspira a que su argumento sea aceptado por su interlocutor, simultáneamente ha de asumir que también pueda ser refutado por otro argumento, sin que ninguno de los dos devenga ilógico.

Nos hallamos en el epicentro de la mayoría de los conflictos y en la quintaesencia de la cultura del acuerdo. Si esta premisa se vulnera, es imposible concertar nada. Existe un muy ameno libro de Xavier Amador titulado de un modo imbatible: Yo tengo razón, tú no, ¿y ahora qué? En un conflicto no se trata de dilucidar quién tiene razón, porque en el territorio de la deliberación ambas partes la poseen. Se trata de encontrar una intersección para que los argumentos de los protagonistas den con una evidencia mejor que les permita convivir en el espacio y los propósitos en los que ambos se necesitan mutuamente. Eso sólo se alcanza con el diálogo como estructura de la razón comunicativa, con la argumentación como competencia y con una predisposición ética que Aristótes bautizó como «amistad cívica». Como estos tres aspectos no pueden concurrir aisladamente, los conflictos que no se solucionan siempre empiezan guillotinando uno de ellos. La defunción de los dos restantes es cuestión de esperar unos minutos.



Artículos relacionados:
Compatibilizar la discrepancia.
La bondad convierte el diálogo en verdadero diálogo.
Diálogo, la palabra que circula.