martes, marzo 21, 2017

No hay nada más excitante que la tranquilidad



Obra de Alyssa Monks
Cada vez que alguien me habla de extraer el  palpitante jugo de la vida exprimiendo los días, le recuerdo que no hay nada más excitante que la tranquilidad. La reflexión no es mía, es de mi mejor amigo. La compartió conmigo hace unas semanas cuando le explicaba que basta un pequeño contratiempo deshabituándonos de nuestros quehaceres para que anhelemos el equilibrio perdido, el sosiego inadvertido de las jornadas exentas de contrariedades. Conviene no confundir este anhelo de tranquilidad con el conformismo acrítico ni con la momificación de la vida. El bienestar psíquico y la petrificación vital son cosas muy distintas, aunque existe un discurso alimentado de clichés que lo confunde todo aparatosamente y genera un increíble surtido de paralogismos con gran aceptación en el imaginario social. La tranquilidad opera en nuestra vida como un factor higiénico, es decir, sólo la apreciamos en su ausencia y la negligimos en su presencia. Resulta curioso comprobar cómo lo más relevante de la existencia funciona de un modo similar, lo que corrobora que nuestra inteligencia no es tan inteligente como creemos. Basta con que nos atropelle un contratiempo, nos arponee una adversidad, se nos averíe alguna parte del cuerpo, nos duela algún punto del alma, aumenten las tasas de imprevisibilidad, o algo o alguien oblitere alguno de nuestros intereses, para que la devaluada tranquilidad cobre centralidad en los análisis de nuestra recepción en el mundo. Esa tranquilidad arrebatada se erige en el nuevo Edén al que queremos regresar tras la inesperada expulsión.

De repente nos asedia la intranquilidad, la incapacidad para colocar la atención allí donde lo desee nuestra voluntad. El desasosiego nos despoja de soberanía, nos convierte en rehenes de una atención de la que dejamos de ser los legítimos dueños. Cuando la atención se emancipa de nuestra capacidad volitiva suele apresurarse hacia los lugares gobernados por la tristeza y el miedo, rodea cualquier sitio donde podría abastecernos de alegría y bálsamo. El agobio se lleva muy mal con la serenidad, con esa lenificante paz del alma que los filósofos griegos denominaron ataraxia. Debemos vivir con mucha escasez de ataraxia y de tranquilidad cuando proliferan tantos libros de autoayuda metamorfoseados en analgésicos para las úlceras del alma. Cada vez ocupa más espacio en los estantes de las librerías una farmacopea bibliográfica de la autorrealización. En las redes sociales aparecen con una omnipresencia escandalosa eslóganes prescritos para conjurar esos embates de la realidad que nos interrumpen una vida tranquila. El actual Premio Nacional de Ensayo, José María Esquirol, vindica en su ensayo La resistencia íntima las virtudes de la vida cotidiana que es donde se remansa la tranquilidad. Es difícil advertir lo virtuoso de una vida tranquila porque los postulados socioeconómicos conjuran contra ella. La alienación es necesaria para la perpetuación de la lógica turbocapitalista que beligera contra una vida más lenta, más sosegada, más reflexiva, más atenta a hacer valoraciones de gran angular para discenir el sentido de lo que hacemos y de lo que no hacemos.

Estos días en los que la gente me felicita por mi nuevo libro La razón también tiene sentimientos. El entramado afectivo en el quehacer diario (ver) y muy amablemente me desea éxito con él, le recuerdo que no hay mayor éxito que haber dispuesto durante un lapso de tiempo bastante amplio de un contexto de recogimiento para escribir un ensayo así en un mundo que torpedea la existencia de este tipo de contextos en la vida de las personas. La gran Rosa Montero en su artículo de este domingo vindicaba el silencio y la quietud como condición de una vida menos vertiginosa y más llena de paz. La celeridad, impuesta desde un mal entendido utilitarismo por la sobrecarga de tareas subordinadas al punto seminal de optimizar las cuentas de resultados, impide la afloración de sanas experiencias afectivas porque guarda una contrapartida venenosa para la interacción humana. Los vectores sentimentales requieren de la pausa y la repetición para echar raíces, para la creación de vínculos fértiles, para encontrarnos con el otro y degustarnos pausadamente mientras entretejemos lazos comunitarios (que son lo que nos van a ayudar y los que nos van a cuidar cuando la realidad tarde o temprano malogre nuestra instalación en el mundo). La velocidad y el hábito son antitéticos, y sin hábito no hay estimulación de memoria, y sin memoria no hay producción de vínculo. Sin vínculos sólidos no puede aflorar la tranquilidad. El mundo líquido cartografíado por Zygmunt Bauman, o la sociedad del riesgo por Ulrich Beck, son el mundo de la intranquilidad de que todo se pauperiza y todo acuerdo queda relegado hasta un próximo acuerdo mientras sumergen la vida en la inconsistencia y la incerteza. Todo queda expuesto a una precariedad que agregar a la consustancial al hecho mismo de vivir, que ya de por sí es pura precariedad. Difícil vivir tranquilos en un mundo que no quiere a nadie tranquilo. E incluso estigmatiza a quien se atreve a intentar estarlo y serlo.



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lunes, marzo 20, 2017

Los sentimientos también tienen razón


La razón también tiene sentimientos. El entramado afectivo en el quehacer diario  (CulBuks, 2017) es el segundo ensayo de la trilogía Existencias al unísono. La trilogía se inauguró con La capital del mundo es nosotros. Un viaje multidisciplinar al lugar más poblado del planeta (CulBuks, 2016). Se trata de un estudio de la interdependencia humana y de las formas de articularla en el paisaje social a través de la dimensión cooperativa y el cuidado. Completa la tríada El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Una ética del diálogo (CulBuks, 2018). Este tercer y último ensayo hace apología de la experiencia discursiva asociada a la bondad y a la racionalidad para poder entendernos en nuestra irrevocable condición de existencias anudadas a otras existencias. En Los sentimientos también tienen razón se analiza la afectividad humana para vindicar la conversión de los sentimientos de apertura al otro en automatismos éticos que plenifiquen la convivencia.De este modo la trilogía incide en la ética política, la ética sentimental y la ética discursiva. Tres magnitudes que no dejan de ser la misma en el espacio de las interrelaciones humanas.

La idea cenital de La razón también tiene sentimientos es lograr el automatismo ético en nuestras decisiones para allanar la convivencia y la aventura de seguir humanizándonos, cómo engendrar aquellos sentimientos que nos faciliten la tarea de ser el ser humano que nos gustaría ser. No es un trabalenguas. La invención de una segunda naturaleza (la cultura) nos permite construirnos según nuestros fines dentro de las limitaciones del marco biológico, una singularidad maravillosa y exclusivamente humana. El ensayo ofrece una taxonomía de origen binario, bifurcando los sentimientos en sentimientos de exclusión y de apertura al otro, aunque partiendo de que ambos tipos de sentimientos coexisten y palpitan simultáneamente en el cosmos afectivo. Se analizan pormenorizadamente para ver su incidencia en el espacio compartido y qué conclusiones podemos extraer. Existen sentimientos que embellecen las interacciones y permiten el florecimiento de nuestra dignidad y existen otros que las envilecen y entorpecen el desarrollo de esa misma dignidad en nosotros y en los demás. Nuestra forma de sentir determinará la elección de la prevalencia de unos sentimientos sobre otros. La autonomía humana nos confiere soberanía para intervenir en esa construcción emotiva. El ensayo desemboca inevitablemente en el orbe ético como paso ineludible para sentir  y convivir bien. 


* El libro puede adquirir en la tienda digital de la editorial CulBuks, o haciendo clic aquí.
* La capital del mundo es nosotros se puede adquirir aquí.



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El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. 
La trilogía "Existencias al unísono" en la editorial CulBuks.

martes, marzo 14, 2017

La conducta indigna no arrebata la dignidad



Obra de Scott Harding
Recuerdo que en los manuales que redactamos el equipo de ENE Escuela de Negociación hace siete u ocho años para un curso on line de Negociación Estratégica en la universidad Pablo de Olavide recalcábamos permanentemente una idea, una especie de mantra secular que sin embargo liga con la sacralidad de las personas. Era el eje sobre el que pivotaba toda negociación fuera de la índole que fuera, distributiva o integradora, basada en vectores cuantitativos o cualitativos, en posiciones o intereses. El concepto era «salvar la cara al otro». Lo habíamos extraído de los ensayos de Erving Goffman y era perfecto para remarcar la idea de la relación en los procesos en los que se trata de armonizar disparidades. Desde entonces yo siempre apunto en mis clases, sean de negociación, de articulación de conflictos, de genealogía de los sentimientos, o de interacciones sociales, lo nuclear que supone en el espacio intersubjetivo «salvar la cara al otro». ¿Y en qué consiste «salvar la cara al otro»? La respuesta es muy sencilla y muy lacónica. Se trata de no cerrar nunca un acuerdo con la dignidad de la contraparte dañada o incluso ligeramente rasguñada. La negociación no persigue realmente un acuerdo, sino el compromiso de respetar el acuerdo alcanzado. Es difícil comprometerse con alguien que ha lesionado tu dignidad. También se antoja harto complicado que alguien se comprometa contigo si en el proceso ha sentido cómo has lastimado la idea que alberga de su identidad. De su «cara», que no has salvado.

Cuando en nuestras estrategias narrativas utilizamos el lenguaje para denigrar al otro, vilipendiarlo, o devolverle una imagen devaluada de sí mismo, estamos provocando que no coopere con nuestros intereses. Es una medida muy poco inteligente porque si la alteridad no coopera, jamás resolveremos el conflicto en contextos de dependencia mutua. Precisamente el cautiverio de la interdependencia es el que hace que tratemos de resolver el conflicto. Aquí hay que introducir velozmente una matización insoslayable. Que preservemos la dignidad de nuestro interlocutor no significa que no se pueda comunicar una crítica, una disensión o reprobar una conducta. Ni mucho menos. Significa que cuando se desee llevar a cabo alguna de estas tres coordenadas lo hagamos siempre desde la consideración y el respeto al otro.

Hace unos días escribí sobre la deferencia y la consideración (ver texto) y compartí aquí su definición: tratar al otro con el interés y el valor positivo que toda persona reclama para sí misma. Dicho desde su vertiente negativa: no magullar la dignidad del otro con la conocida capacidad de fecundar daño que posee la designación lingüística y su enorme y evocador semantismo en las interacciones verbales. En nuestra elección de las palabras descansa la posibilidad de masajear reconfortantemente o golpear agresivamente al que las recibe en sus tímpanos. Hay que recordar que la dignidad es un valor que todos poseemos por el hecho de existir, y que la conducta digna es una virtud elegida por nuestro comportamiento. Esto obliga a un ejercicio de humanidad que no todos los seres humanos ni entienden ni están capacitados para llevarlo a cabo. Que una persona se haya conducido indignamente (como virtud) no le arrebata en ningún caso la dignidad ameritada como persona. Esta distinción (algún día la explicaré y analizaré en qué consiste exactamente la conducta digna) es nuclear para la buena salud de la convivencia. Desgraciadamente muy rara vez se trazan las líneas divisorias. Ocurre que cuando una persona se comporta indignamente al prescindir de virtud en su conducta es cuando le destrozamos la dignidad como valor.  Me atrevería a decir que se trata de una inercia fruto de nuestra analfabetización sentimental. Así que sólo se puede corregir con pedagogía afectiva. Manos a la obra. 



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martes, marzo 07, 2017

El mayor acto de deferencia hacia una persona



Obra de Duarte Vitoria
Siempre he considerado la deferencia como un acto imprescindible en el rito de las interacciones para una convivencia amable. Ser deferente es una muestra  de respeto y cortesía, tener en consideración al otro con el que se comparte el trajín humano y todas las consecuencias que se citan en el contexto de la interactuación. Esta definición nos obliga a su vez a descifrar qué es el respeto y la consideración. Recurro al padre de la microsociología, el canadiense y muy estimulante para la reflexión sobre los minúsculos y cotidianos rituales interpersonales Erving Goffman (1922-1982), para que me eche una mano en este aseado ejercicio de minería semántica. «La consideración es aquella actuación en la que se preserva la cara del otro». De nuevo una definición se apoya en los hombros de otra, lo que transparenta que el lenguaje funciona redárquicamente, como todo en la realidad. «¿Y qué es la cara?», pregunto yo. Dejemos que sea de nuevo Erving Goffman el que conteste, puesto que la cara es un término pivotal en su bibliografía: «Puede definirse el término cara como el valor social positivo que una persona reclama efectivamente para sí por medio de la línea que los otros suponen que ha seguido durante determinado contacto». 

Teniendo en cuenta este andamiaje de definiciones, quizá ahora podamos desentrañar qué es la deferencia. Comparto aquí mi propia definición: «La deferencia es la conciencia sedimentada en conducta de que el otro posee un patrimonio de valor positivo en una cantidad como mínimo igual a la que yo solicito para mí». De ahí que la deferencia sea un comportamiento de consideración hacia el otro o, mejor todavía, hacia el amor propio del otro, o, siendo más preciso aún, hacia la cara del otro. Goffman traza dos direcciones de la deferencia: una en sentido positivo y otra en sentido negativo. En mi definición anterior yo señalo la positiva, pero la negativa guarda mucha más centralidad en las interacciones. La deferencia negativa es no lastimar la sacralidad del otro con un puñal verbal o conductual cuando su comportamiento sin embargo nos ha puesto fácil que la sajemos de un tajo. Vemos en el otro la debilidad humana de la que nosotros también estamos constituidos y en vez de conducirnos por la filogénetica reciprocidad y la apetencia pulsional de cobrarnos el Talión se despierta la motivación sentimental de la piedad. Probablemente nos hallemos en el momento más culminante de respeto a una persona, y por extensión al acontecimiento cotidiano de irnos humanizando. Después de haberlo estudiado tanto, no tengo la menor duda de que el sentimiento de la compasión  posee un protagonismo absoluto en este instante radicalmente humano. 

No se trata de desatender la reprobación de una mala conducta, o de silenciar una crítica si el otro la merece, o de acallar una disensión en un escenario de disparidad de puntos de vista, sino de no rellenar ni la apreciación ni la crítica ni la disensión con expresiones afiladamente lacerantes por muy merecedor que sea de ellas nuestro destinatario. Dicho de una manera muy coloquial, la deferencia en su punto cenital se traduce en no hacer leña del árbol caído. Goffman codifica el refrán con el nombre más académico de «rito de evitación», es decir,  «no violar la esfera ideal del otro». No herir al otro cuando sería muy sencillo infligirle daño severo es ser deferente en su dimensión negativa, que es una deferencia mucho más elevada aún que en su dimensión positiva (solidificada en los ceremoniales del elogio, la gratitud o en líneas de acción que conllevan recompensa para el otro). En la deferencia negativa descansa la consideración, no solo al otro, sino también a nosotros mismos. Goffman señala que la mejor manera de preservar el amor propio entendido como autorrespeto y como la concentración de la dignidad que toda persona posee por el hecho de ser persona, es preservar el amor propio de los demás. «Sobre todo cuando es muy fácil y muy tentador hacerlo añicos», agrego yo.



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miércoles, marzo 01, 2017

Si no dijiste nada cuando había que decir algo, mentiste



Obra de Nigel Cox
En las clases de Negociación que imparto en los cursos de Experto de Mediación siempre dedico un tiempo a explicar  la diferencia entre persuasión y manipulación. Con el tiempo he comprobado que los alumnos se suelen hacer mucho lío a la hora de delimitar sus colindantes fronteras, los espacios de intersección que en ocasiones comparten, la clónica finalidad de ambas dimensiones de convencer a alguien para que se adhiera a unos propósitos a despecho de otros. Muchas veces enturbio deliberadamente el  debate en el aula cuando agrego que también la argumentación se afana en que nuestro interlocutor abandone su idea y se aliste al lado de la nuestra. Las técnicas de la argumentación, la persuasión y la manipulación actúan sobre el poder de decisión, y ahí radica la dificultad de distinguirlas bien. Remanguémonos la camisa y pongámonos a la ardua tarea de definir los conceptos para acotar de qué estamos hablando. En Filosofía de la Negociación (Acuerdo Justo, 2015) le dedico el último de los cuatro capítulos que conforman el ensayo. La argumentación es la exposición de razones respaldando o refutando una postura. La persuasión es el mecanismo por el que intentamos lograr influir en la voluntad de los demás tratando de incursionar en su orbe emocional. La manipulación también persigue esta teleología, pero en su afán por producir influencia en el otro opaca las intenciones reales y trocea arteramente la información.  La línea divisoria entre persuasión y manipulación es que en la persuasión nuestro interlocutor conoce nuestra intención última, pero en la manipulación, no. La persuasión utiliza un panel de interesantísimas leyes persuasoras que hace que la conducta de las personas sea más predecible y por lo tanto también más maleable para pilotarla hacia la satisfacción de unos intereses concretos. No hay engaño alguno. 

El profesor y ensayista francés Philippe Breton define maravillosamente bien qué es la manipulación en su libro Argumentar en situaciones difíciles, cuyo capítulo dedicado a prevenirnos de ella es luminoso (también lo es el de la argumentación en su otro ensayo El arte de convencer): «La manipulación se engalana con el abrigo del disimulo». Unos parágrafos después Breton añade: «La manipulación es una violencia que priva a sus víctimas de capacidad de elección». En Filosofía de la Negociación subrayé el epicentro de la desemejanza entre persuasión y manipulación: «Uno se siente manipulado cuando, una vez obtenida y analizada toda la información que rodea una decisión, advierte que, si la hubiera tenido en su poder antes, hubiera tomado una decisión diferente a la que tomó. Esto también lo sabe el manipulador, que se esfuerza para que el manipulado no acceda a esa información que frustraría sus planes». Este punto es primordial y presenta un nuevo aspecto que jamás se da en la persuasión. La manipulación utiliza la mentira por omisión para levantar con éxito todo su andamiaje. 

Existen dos tipos de mentira. Por un lado están las mentiras por comisión o perpetración. Son aquellas en las que distorsionamos el relato de la realidad y le inyectamos aquella ficción que nos beneficie, o que evite desembolsar un coste. Por otro, están las mentiras por omisión. Son aquellas en las que ocultamos información relevante a sabiendas de que si la poseyera nuestro interlocutor no adoptaría la decisión con la que colma nuestros propósitos. Esta segunda tipología de mentira es muy frecuente en las prácticas sociales. En el ceremonial comunicativo desinformamos para que nuestra víctima no se decante por la opción que no nos interesa. O esquilmamos los datos relevantes de la información que compartirmos, o directamente nos amurallamos en el silencio y no intercambiamos ninguna. El silencio alumbra una mentira tan fértil como aquella otra que fabula con palabras para construir una realidad apócrifa. Como los seres humanos detestamos la disonancia que se produce entre lo que pensamos y lo que hacemos, en el peritaje psicológico justificamos el uso de este tipo de mentiras pretextando que «yo no mentí, simplemente no dije nada». Yo he escuchado este enternecedor razonamiento unas cuantas veces y me he echado a reír mientras contemplaba concentrada en mi interlocutor toda la debilidad humana y toda la elasticidad argumentativa puesta a nuestro alcance para excusarla.  No decir nada cuando decirlo mutaría la decisión de nuestro interlocutor y haría virar el curso de las cosas, es mentir. Tanto como cuando hacemos creer que existe lo inexistente.



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martes, febrero 28, 2017

La razón también tiene sentimientos

El próximo lunes 13 de marzo verá la luz el ensayo La razón también tiene sentimientos. El entramado afectivo en el quehacer diario. El libro llevará dos portadas y dos títulos, aunque en realidad son la misma portada y el mismo título. Sentimos como pensamos, pensamos como sentimos. Se puede parafrasear la máxima cartesiana para ilustrarlo mejor: «Siento, luego pienso; pienso luego siento». Habría que agregar que la primera consigna no posee hegemonía ni causalidad sobre la segunda, ni tampoco a la inversa. Ambas magnitudes son la misma magnitud. Pero esta defensa es un asunto satélite en las páginas del ensayo. Su finalidad es otra. Consiste en observar la efervescencia sentimental en el trajín diario en el que se concentra la vida. Y aprovecharnos de su funcionamiento para introducir valores éticos en nuestro entramado afectivo. 


* Los sentimientos también tienen razón forma parte de la trilogía Existencias al unísono, iniciada con La capital del mundo es nosotros. Un viaje multidisciplinar al lugar más poblado del planeta. Ambos libros se pueden adquirir aquí




martes, febrero 21, 2017

El abuso de debilidad y otras manipulaciones

Obra de Dan Witz
El ser humano siente la proclividad de convertir en su metafórico alimento al más débil que él. Es un tropismo atávico desarrollado en escenarios de escasez que se ha instalado también en escenarios de sobreabundancia como el contemporáneo, aunque esa abundancia está tan mal repartida en el redil humano que sus beneficiarios nos adoctrinan con la idea de la carestía y con el fomento de la competición para no padecerla. Para conjurar la mala suerte de caer en el indeseado bando de los devorados invertimos mucho tiempo y mucha energía. A esta inversión la llamamos de eufemísticas maneras (titulación, ingresos, capital social, empleabilidad, reputación, estatus, rango, solvencia financiera, habilidades, competencias), pero si subordinamos el conjunto de nuestras acciones veremos que todo desemboca en conseguir aprobación y cariño y simultáneamente no ser atacados por los predadores más feroces de la sabana social. A veces estamos aprovisionados de todo lo que la competición prescribe para no sufrir los zarpazos de la depredación, salvo el afecto, el rasgo más humano de toda nuestra identidad como especie. Es ahí donde opera el abuso de debilidad.

El abuso de debilidad se produce cuando una persona se aprovecha de otra gracias a su vulnerabilidad y fragilidad afectivas. Resulta difícil delimitar sus fronteras porque en muchos casos el claramente perjudicado da su consentimiento para que el otro ejecute acciones de dudosa licitud. Sin embargo, ese consentimiento puede estar prologado de manipulación o violencia psíquica, y aquí es donde todo el paisaje se repleta de niebla.  ¿Cuándo es abuso, estafa, timo, engaño, manipulación de la confianza,  y cuándo es decisión autónoma, voluntad libre, relación consentida, aceptación nacida de un acuerdo entre iguales, conductas éticamente apropiadas? El ensayo  El abuso de debilidad y otras manipulaciones trata de trazar esos límites y recordar que aunque hay situaciones que pueden no ser jurídicamente sancionables, sí se pueden evaluar desde el prisma ético. Su autora es la psicólogo y psiquiatra francesa Marie-France Hirigoyen, conocida por su demoledora obra El acoso moral y por la incisiva Las nuevas soledades.  En sus obras Hirigoyen no sólo coloca perfectamente su lupa observadora sobre el punto preciso, su atildada y ágil escritura te motiva a perseguir líneas sin parar. El abuso de debilidad y otras manipulaciones se adentra en un primer momento en el análisis pormenorizado del consentimiento (no hay consentimiento válido si se ha dado por error, o si ha sido obtenido con violencia o dolo, es lo que se tipifica como vicio de consentimiento), la confianza,  la influencia y la manipulación. En el apartado dedicado a reseñar  las tácticas manipuladoras que el abusador esgrime con su víctima, la autora se ciñe al libro Pequeño tratado de manipulación para gente de bien de los también franceses Robert-Vincent Joule y Jean-Léon Beauvois. Recomiendo su lectura a todo aquel que tenga curiosidad en estudiar lo previsibles que somos los animales humanos. Recuerdo que este texto a mí me ayudó mucho hace ocho años para la redacción de un manual de comunicación persuasiva.

Una vez cartografiado el mapa de la influencia, Hirigoyen nos habla de las víctimas potenciales para los depredadores. El depredador suele posar su atención en personas mayores, discapacitadas, menores,  hijos (sobre todo en situaciones de divorcio), gente secuestrada por la inmadurez o por la carencia afectiva. En Las nuevas soledades patentiza que los déficits afectivos crecen a medida que crece la hiperaceleración de la vida y la indiscutida centralización de la actividad laboral, y por tanto la dificultad de tejer sólidos vínculos que requieren el concurso de un tiempo del que no disponemos. Esta fragilidad sentimental es el ángulo de ataque del abusador, el talón de Aquiles de las víctimas para ser más fácilmente sojuzgadas. Entre los impostores la autora cita a mitómanos (mentirosos compulsivos con necesidad de ser admirados), seductores, timadores (muchos de ellos agazapados en el corazón de las entidades financieras), perversos narcisistas (muy taimados y calculadores), paranoicos (que actúan más por coacción que por manipulación). Todos ellos se afanan en el sometimiento psicológico y la vampirización de su víctima. El último capítulo del libro es desolador. La autora defiende el sincronismo entre los valores imperantes en el tejido social y el abuso de debilidad. Enumera la exención de responsabilidad personal delegada en los demás o diluida en los factores ambientales. La pérdida de límites al pulverizarse la idea de comunidad y por tanto la ceguera de no ver al otro como necesario para nuestra propia vida. La dificultad para articular bien la vida pulsional. La vehemencia de la gratificación instantánea que incentiva el fraude y el atajo. La inseguridad y el miedo provocados por la crisis financiera y azuzados arteramente para la generación de sumisión. La desconfianza cada vez más afilada en nuestros iguales. Todos estos vectores propios de la jungla exacerban nuestra condición de seres frágiles y demandan una mayor presencia de autoridad pública. La autora advierte del peligro que supone la inflación del Derecho cuando sustituye el necesario control interno de cada uno de nosotros. Dicho de otro modo, la axial diferencia entre la heteronomía y la autonomía, entre la convención y la convicción. He aquí un fértil semillero para abusadores.  O para depredadores investidos de legalidad.



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martes, febrero 14, 2017

El amor nunca hace daño

Obra de Jack Vettriano
El relato convencional suele insistir en que el amor tarde o temprano nos hará daño. Cuando hablo de amor no me refiero a su sentido primigenio, que lo vinculaba con el cuidado del otro, sino al deseo de querer compartir la vida con alguien que nos atrae y con quien nos sentimos tan dichosos que su felicidad coopera con la nuestra y la nuestra con la suya. El deseo del amor convoca una pluralidad de sentimientos. Cuando ese deseo termina para una parte pero no para la otra, la experiencia puede saturarse de dolor, tanto para el que se despide como para el despedido. Conozco ingenuas personas renuentes a enamorarse (como si su voluntad tuviera soberanía para algo así) porque coleccionan heridas de este tipo que a pesar de lamerlas todos los días tardaron años en cauterizar. El amor les resquebrajó por dentro y ahora prefieren mantenerse alejadas de cualquier posibilidad de padecer de nuevo algo semejante. Yo les suelo mostrar mi asombro, porque esa decisión les hace perderse todo lo sublime que trae adjuntada la vivencia del  amor recíproco. Entonces me espetan que si a mí el amor nunca me ha hecho daño. «No, jamás». 

El desamor me ha producido politraumatismos en el alma varias veces en mi vida, pero la comparecencia del amor siempre me ha plenificado. La socióloga, y experta en analizar la vicisitudes de Cupido, Eva Illouz, tituló uno de sus colosales estudios con el atractivo interrogante Por qué nos duele el amor. Es un título muy llamativo, pero erróneo. Los dramas y el dolor no emergen por el amor, sino por el desamor, que es aquella situación en la que uno no es correspondido como le gustaría, o cuando dos personas que se han querido toman caminos diferentes a pesar de que una de ellas querría que no fuese así. Ahí el sufrimiento puede ser insondable por la muy humana razón de que el amor teje sólidos vínculos con lo más integral del ser que somos. Resulta paradójico que las relaciones cada vez se banalicen más, pero el dolor que provoca su defenestración siga siendo uno de los motivos por el que más lágrimas derramamos los seres humanos. Recomiendo los ensayos de la antropóloga Helen Fisher para pasmarse viendo qué ocurre en el cerebro de una persona despechada.

La Junta de Andalucía acaba de lanzar un programa llamado El amor no duele. Trata de demostrar la desconexión entre el amor y el dolor que emana de relaciones presididas por cualquier cosa menos por el amor. Recuerdo un libro de aforismos en el que le leí a Erich Fromm que muchos aspectos que creemos intrínsecos de las relaciones sexuales no tienen nada que ver con el sexo. Esta misma regla se puede aplicar al amor. Muchos vectores que vinculamos con el amor no tienen nada que ver con el amor. El programa El amor no duele rotula cuatro grandes puntos para desmitificar el relato amoroso y desconectarlo de tópicos muy venenosos. Cuando una relación está a punto de perecer, el despechado intenta persuadir a la otra parte declamando hipérboles que no son ciertas, como por ejemplo «sin ti no soy nada». Es muy fácil refutarla. Yo lo hice hace diez años en un ensayo dedicado a desmontar frases hechas instaladas acríticamente en el argumentario social. Frente a la explicación chantajista de que «sin ti no soy nada», sería mucho más honesto aceptar que «contigo soy más» (desde hace años es mi estado de wassap). Parece lo mismo, pero son enunciados antagónicos.

Otro mito que derrumba el programa es la vinculación de los celos con la hipertrofia del amor. Existe la peligrosa creencia de que cuanto más celoso es alguien más enamorado está. Los celos son el miedo a que nos desposean de aquello que posee valor para nosotros, y en el orbe amoroso es el miedo a que el afecto que nos dispensa nuestra pareja vire hacia otra persona. Los celos no transparentan amor, sino las tremendas dudas sobre él. El tercer mito del programa es ese que anuncia que «el amor todo lo puede», muchas veces pretextado para guillotinar el autorrespeto que toda persona se debe a sí misma. De nuevo su refutación es sencilla. El amor no es un sentimiento, es un deseo que activa muchos sentimientos en el marco de un profundo sistema de motivaciones. Ese deseo se puede desvanecer si encuentra dificultades severas, o uno de los miembros advierte que su pareja no hace nada por soslayarlas. El último mito, fantástico para justificar barbaridades, es que «quien bien te quiere te hará llorar». El verdadero amor es justo lo contrario: «Quien bien te quiere respetará tus decisiones, incluidas aquellas que le perjudiquen o que le hagan llorar a él». Yo siempre recuerdo que frente a un nebuloso «te quiero» es muchísimo más informativo preguntar «qué quieres hacer conmigo». Esta interrogación ahorraría mucho desamor. También mucho dolor.



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lunes, febrero 06, 2017

«Esto no se puede explicar con palabras»

Obra de Scott Harding
Ayer escuché una expresión que suele desgranarse con espontánea sinceridad en las conversaciones cotidianas, pero que no tiene nada de cierta. Ante una tragedia que nos baquetea, ante un episodio desgarradoramente aciago, ante una de esas dolorosas vicisitudes en las que la vida nos presenta su muda y ciega imponderabilidad, solemos soltar una afirmación cargada de impotencia: «Esto no se puede explicar con palabras». Es  muy sencillo rebatir este cliché: «Da la casualidad que lo único que podemos hacer para explicarlo es utilizar palabras». Por ahora la solitaria tecnología que hemos inventado los seres humanos para explicar y explicarnos lo que la realidad hace con nuestras vidas son las palabras. Me refiero al lenguaje y todo su imbricado andamiaje (léxico, gramática, semántica, sintaxis). Subrayo que he escrito «explicar», porque algunas tesituras se pueden comunicar de forma paralinguística (con imágenes, con música, con escenografía, con la liturgia expresiva del cuerpo), aunque en muchos casos la fiabilidad de su comunicación se debe a que en ocasiones anteriores le hemos otorgado consensuadamente un significado verbal que ahora le dona inteligibilidad. El gesto aloja una lectura unívoca porque previamente se ha explicado su significación con el concurso de muchísimas palabras que han ido limando su primigenia condición multívoca. Podemos transmitir información de varias maneras, pero la comprensión de esa información es monopolio del lenguaje articulado.

Existe otra cápsula lingüística que tengo muy estudiada en el campo de la compasión. Las personas ulceradas por el destino aluden al gigantesco tamaño de su dolor con una expresión muy sentida pero muy desatinada: «No te puedes ni imaginar el dolor que me abrasa por dentro».  De nuevo objeto: «Precisamente lo único que está a mi alcance es imaginármelo». La piedad necesita de la ficción, e imaginar es sencillo gracias al relato compartido porque el otro y yo somos seres humanos, somos semejantes, por eso puedo hacerme una idea. Más expresiones del folclore de las conversaciones tremendamente inexactas. Cuando una persona ha cometido una profunda indignidad solemos acompañar nuestro estupor ante esa atrocidad afirmando que «lo que ha hecho no tiene nombre». Será por mi deformación artesana de alguien que se dedica a ordenar miles de palabras todos los días, pero, una vez explicada la tropelía, yo suelo refutar a mi interlocutor diciéndole que si quiere le regalo cuatro o cinco palabras que nombran fidedignamente lo que ha perpetrado esa persona. Una última frase hecha. Cuando un sentimiento muy intenso nos avasalla, sentenciamos que «no se puede decir lo que siento». «Pues es una pena, porque los sentimientos se expresan, pero para poder compartirlos se describen». El cuerpo y sus órganos son los receptores de la expresión del sentimiento, pero el lenguaje posee la iniciativa de su descripción. En realidad no describimos sentimientos, describimos lo que pensamos que sentimos.

Sé que el lenguaje tiene vedados ciertos territorios. Heidegger empleó su monumental Ser y tiempo para, mil páginas después de no dejar de hablar del ser, acabar concluyendo que del ser no se puede hablar. Arguyó, eso sí, que sólo los poetas se pueden referir a él. Los poetas son los pastores del ser, asintió. Wittgenstein hizo célebre su último aforismo del Tractatus en el que crípticamente resumía que «de lo que no se puede hablar, mejor es callarse». Hay muchas experiencias que no son decibles, pero esto no significa que no existan, o que sean irrelevantes. Al contrario. Son tan relevantes, inciden tanto en la raíz de la persona que somos, que no podemos hablar de ellas con lenguaje científico sin caricaturizarlas o adulterarlas de inexactitud. A mí me gusta decir que donde no llegan las palabras llegan las metáforas. El lenguaje académico es más limitado que el lenguaje poético. Es más probable sentir el latido de la vida en un párrafo de una novela, o en el zigzaguear de unos versos en un poema, que en una estantería repleta de estudios de investigación sobre la condición humana. George Lakoff y el filósofo Mark Jhonson analizaron el papel de las metáforas en los trajines diarios de las personas. Titularon su ensayo como Metáforas de la vida cotidiana. Lo que no alcanzan las palabras lo alcanzan los símiles, las analogías, las metonimias, las metáforas, cuyo material son las palabras. He aquí la paradoja.  Cuando alguien nos recuerde que la vida ha provocado un seísmo en su mundo y nos diga que no se puede explicar con palabras, le podemos animar a que nos lo explique con metáforas. Hay muchas probabilidades de que aunque no se lo pidamos acabe utilizándolas. Con la metáfora podemos aproximarnos a expresar la palpitación irreductible que es vivir.



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martes, enero 31, 2017

Cuando el amor es líquido, el miedo es sólido

Obra de Enrique Collar
Para que el sistema productivo genere necesidades ficticias que cubran su cada vez más gigantesca oferta se necesita volatilizar el deseo. Esta cultivada fragilización se ha propagado tentacularmente a todos los círculos de la vida. Da igual si nos encontramos en el segmento público o en el ámbito privado. En las páginas de Vigilancia líquida, Zygmunt Bauman explica cuándo se produjo el Big Bang que nos depositó en este nuevo paisaje: «la gran ruptura en el progreso de la sociedad de consumo fue el paso de la satisfacción de las necesidades (es decir, de la producción que responde a la demanda existente) a la creación de necesidades (es decir, el ajuste de la demanda a la producción existente) mediante la tentación, la seducción y el incremento del deseo». Para lograr esta subversión fue necesario operar sobre la capacidad deseante de las personas con el fin de excitar su insatisfacción. La manipulación del deseo para que secundara una mutabilidad trepidante en aras de satisfacer la oferta productiva contaminó todos los deseos. Y debilitó nuestros vínculos. El amor es una de las víctimas de la labilidad del deseo. El amor no es estrictamente un sentimiento, es un deseo que elicita una panoplia de sentimientos y actividades en el binomio amoroso. Como el deseo en la hipermodernidad es evanescente, el deseo del amor también. Bauman bautizó a este nuevo hábitat afectivo como amor líquido, una parcela significativa del mundo líquido que topografió con tanta lucidez. José Antonio Marina se refiere a este tipo de amor como amor mercurial. Rojas Marcos lo bautiza como amor eólico, término que me gusta mucho, pero no la explicación esgrimida que adolece de la falta de muchos matices. Según la taxonomía desgranada por Steinberg en El triángulo del amor, podríamos referirnos a este amor como una miscelánea de amor romántico y amor insensato. Relaciones flotantes expuestas al vaivén del deseo inconsistente.

La emancipación del marco colectivo de la vida en pareja, su autonomización y desvinculación de la esfera religiosa, fue un avance que benefició al amor. En épocas pretéritas había fidelidad a la relación marital, pero no necesariamente al amor. Ocurría que si el amor periclitaba, la relación, que era la osamenta civil del amor, continuaba en pie, aunque estuviese huera. Surgían así cautiverios en los que la conducta privada se asfixiaba bajo el peso de lo institucionalizado. Desarticular la presión social y la normatividad sobre la vida compartida trajo la consagración del amor, pero en su dorso también trajo, debido a la exacerbación del deseo en todos los ámbitos, la debilitación del vínculo. Como cualquier unión puede deshacerse en cualquier momento, empleamos tanta energía en vivir la relación como en habilitar la salida de incendios para evitar que esa relación no nos provoque quemaduras de cierto grado en caso de que termine. Para tramar una salida de emergencia es necesario pensar en la conclusión de la relación y por supuesto en negarle todos los recursos, que habrá que repartir entre la vivencia de la relación y una alternativa por si la relación fenece. Es harto difícil madurar una relación si flota permanentemente la idea de su defunción. El pacto amoroso se puede derogar, el contrato rescindir, el deseo se puede disolver, y esta realidad, verificada por la sucesión monógama de parejas efímeras, o por una colección de fracasos y sufrimiento, es un fértil territorio para la desconfianza y la cautela. Puesto que cada vez nuestros deseos son más mutátiles, la fidelidad al deseo del amor trae en su anverso el recelo a la relación amorosa. He aquí la paradoja.

La plausible lealtad al amor se ha convertido en un problema nada trivial. Al ser el deseo tan volátil, esa fidelidad es líquida. Hoy es sí, pero mañana por la mañana no sé. En La capital del mundo es nosotros yo retraté esta tesitura y el increíble paralelismo que mantiene con los contratos temporales que se firman actualmente en el ecosistema laboral. Fluctuamos entre lo renovable y lo revocable. El amor vincula con lo más integral de nosotros, y si ese amor se puede revocar en cualquier instante, el miedo se instala en las estancias más profundas del ser que somos. Miedo a ser un amante de paso, a ser víctimas de la trashumancia de las relaciones, de un deseo que se enciende y se apaga aceleradamente ante la llegada de otro que procure la paradisíaca efervescencia de las inauguraciones sentimentales. La socióloga del amor Eva Illouz defiende esta tesis en el formidable Por qué nos duele el amor. En su ensayo De la ligereza, Guilles Lipovetsky habla del miedo a que nos conviertan en «una subjetividad canjeable». También hay miedos en la dirección contraria. Miedo a cargar con el otro al que, si nos comprometemos con él, le otorgamos el derecho a reclamar el cumplimiento de lo que prometimos. El antídoto profiláctico contra la posible decepción o contra la posible reclamación es limitar la inversión sentimental en el proyecto, o directamente descartar que se trate de un proyecto. Así que nada de promesas, nada de compromisos, nada de grandes inversiones afectivas, nada de dibujar horizontes en común. Entramos en un bucle mórbido bajo la constatación de que la anorexia del amor provoca obesidad en el miedo a la relación. Si el vínculo adelgaza, los temores cogen inmediato sobrepeso. Y si los temores engordan, el vínculo enflaquece todavía más. Panorama poco halagüeño a la vista.



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martes, enero 24, 2017

La fragilidad de los vínculos



Obra de Alice Neel
Llevaba varios días queriendo escribir un artículo dedicado a Zygmunt Bauman, el lúcido y crítico filósofo de la modernidad líquida. Falleció el pasado nueve de enero. Creo que el nonagenario sociólogo ha sido una de las personas con las que más he charlado privadamente estos últimos años en esa experiencia íntima que es la lectura. Cualquiera que me lea asiduamente verá que lo cito con profusión en mis textos. Hace un mes mis ojos deambularon por las páginas de su último ensayo, Extranjeros llamando a la puerta, una reflexión en torno a cómo los poderes políticos y fácticos estimulan aviesamente el miedo y el rencor al pobre a través de la demonización de la inmigración económica y de los refugiados para ocultar y eludir los problemas de base de la pobreza, que no son otros que una distribución cada vez más inequitativa de la riqueza. Los beneficiarios de tanta desigualdad azuzan la aporofobia (animadversión aguda al pobre) como distracción que nos haga posar la atención en el lugar equivocado. Recuerdo haberle leído a Bauman que la inmigración es consustancial a la textura humana. Desde la noche de los tiempos, si la riqueza no va a los pobres, los pobres van donde hay riqueza. Frente a una  lógica disyuntiva, que genera exclusión, toda la bibliografía de Bauman propone una lógica incluyente que entronice la cooperación como la única vía posible para humanizarnos. Su palabra fetiche es comunidad.

Pero yo quería hablar del gran hallazgo lingüístico de Bauman. Ahí refulge con toda su fuerza la expresión «mundo líquido». Este término tan fantásticamente locuaz simboliza la fragilidad contemporánea de los vínculos. Frente a la intemporalidad de los acuerdos de épocas pretéritas, la hipermodernidad ha fragilizado nuestro compromiso en cualquier parcela de la realidad. Esta modernidad de carácer fluido se puede compendiar en la muerte de los macrorrelatos que estructuraban biográficamente una existencia, en la extinción de entidades sobrenaturales que articulaban y lenificaban la vida terrenal, en la divinización de la voluntad como reina soberana de un individualismo que ha finiquitado cualquier contrato social. Se levantó así un escenario inédito y de consecuencias deletéreas. De repente el vínculo que nos unía umbilicalmente a la realidad se tornó volátil. Ahora prevalece la hegemonía de la espontaneidad de un deseo cada vez más tornadizo, el zapeo bulímico de experiencias efímeras como forma de morar el mundo, una identidad lábil incapaz de echar raíces y de construir resortes plenos, una relación con los demás rebajada a práctica consumista o como ejercicio de maximización de la utilidad. Aquella vida para toda la vida que vehiculó a las generaciones anteriores, y que en su envés tenía la asfixia de un exceso de normatividad coercitiva, ha sido reemplazada por una vida flexible que alberga muchas vidas pero poca vida en cada una de ellas. 

En la hipermodernidad desvinculada predominan mutaciones incesantes que hacen de la biografía un sendero sinuoso, amores líquidos e inconstantes (el próximo día escribiré sobre ellos), compromisos sin compromiso, nomadismo laboral, sentimientos de pertenencia de quita y pon, proyectos de usar y tirar, aligeramiento de un mundo que gana horizontalidad y pierde profundidad, una pluralidad de contratos que se sellan y se rescinden unilateralmente a una velocidad que ha logrado que pocos contratos merezcan el honor de ser bautizados así, una hiperaceleración máxima como signo del ajetreo diario para alcanzar lo mínimo. En el mundo líquido no hay nada sólido a lo que asirse, nada que resista los embates de la obsolescencia. Todo además excitado por un mundo competitivo que reduce a las personas a encarnizados opositores por el acceso a una vida digna a través de un empleo cada vez más escaso y más precarizado. Al vincular superviviencia con trabajo asalariado, las personas increíblemente competimos entre nosotras por alcanzar derechos de ciudadanía. Bauman ha señalado que este escenario de suma cero genera un batallón inmenso de damnificados, personas que el sistema productivo defeca como un excedente excrementicio que  no necesita salvo para agudizar la sumisión y la cualificación entre los que sí han ingresado en las filas de los empleados. El desempleo como un activo más de la producción. Zygmunt Bauman ha muerto, pero es una suerte impagable poder seguir charlando privadamente con él. Bendito sea el que inventó esos depósitos llamados libros.



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martes, enero 17, 2017

Dime lo que piensas, no lo que sientes


Obra de Duarte Vitoria
Una de las consignas para solucionar conflictos es saber separar el juicio de las reacciones emocionales. Esta segregación no suele ser un ejercicio sencillo. Las fibras nerviosas que van de la amígdala al córtex son mucho más densas que las que recorren el sentido opuesto. Esto explica que la información emocional sea mucho más veloz que la cortical, y que la impulsividad vaya siempre muy por delante de la lenta racionalidad. Como los conflictos brotan cuando algo o alguien obtura nuestros intereses, suelen ir acompañados de borboteantes sentimientos animosos. La beligerancia o la irascibilidad no son buena compañía para emitir veredictos. Cuando uno está muy enfadado suele incrementar mágicamente las posibilidades de pronunciar sentencias horribles de las que quizá luego se arrepienta. Conozco personas que excusan lo que han bramado en estos lances iracundos argumentado que, a pesar de la monstruosidad enunciada, era lo que sentían en ese instante. Cuando he hablado con ellas les he recordado algo muy obvio. En la cautividad de un episodio virulento no es lo mismo lo que uno piensa que lo que uno siente.  Fuera de ese encarcelamiento bilioso sentimos según pensamos y pensamos según sentimos (es un continuo que no admite fragmentariedad), pero en la geografía de un trance colérico las cosas cambian. No necesariamente sentimos lo que pensamos ni pensamos lo que sentimos.

«No me digas lo que sientes, dime lo que piensas» es una exhortación muy valiosa y muy preventiva para muchas circunstancias, pero sobre todo para los diálogos cargados de irascibilidad. La diferencia es inmensa. En una situación de alto octanaje emocional, en la que la atención se polariza sobre una causa y elimina todo lo demás, decir lo que uno siente en ese momento puede ser desgarradoramente hiriente. Las emociones inflamadas no están facultadas para establecer balances sin márgenes de error, fueraparte que nadie persuade a nadie ni chillando ni lastimando el concepto que uno tiene de sí mismo. Decir lo que uno piensa puede infligir dolor si no casa con lo que espera el receptor, pero en tanto que el raciocinio fija su campo de acción en hechos que van más allá del episodio aislado, y sabe discriminar entre la anécdota y la categoría,  existe la posibilidad de que la evaluación sea mucho menos visceral y se dulcifique la forma de verbalizarla. Todos conocemos el poder balsámico o abrasivo de las palabras, y que las mismas cosas se pueden decir de muchas maneras provocando efectos muy distintos. Se puede ser muy crítico y muy constructivo a la vez sin necesidad de desangrar la autoestima de nadie. Para un cometido así necesitamos el concurso de la serenidad y de la racionalidad. El lenguaje coloquial lo metaforiza muy bien con la expresión «contar hasta diez», es decir, dale tiempo a los canales de la racionalidad a alcanzar los circuitos emocionales para que los inhiba o al menos los aminore. Contar hasta diez y lenificar la erupción emocional es permitir que el juicio tome la palabra.

El pensamiento anticipa los hechos, pero también planea sobre lo que acaece, nos regala una visión cenital que nos permite liberarnos de la tiranía de lo concreto. Sin embargo, el sentimiento es una evaluación momentánea de cómo se insertan nuestros deseos en la realidad. El sentimiento está excesivamente subyugado por el instante, encadenado al escrutinio del aquí y ahora, y en las ocasiones beligerantes ofrece resúmenes hiperbólicos e injustos de la situación. El juicio es más sensato y su mirada es más macroscópica. Mantiene una necesaria distancia de seguridad sobre la materia evaluable. Desterritorializa los hechos para escrutarlos sin animosidad. De ahí la crucial diferencia entre decir lo que se siente y decir lo que se piensa.

martes, enero 10, 2017

La vida está en la vida cotidiana



Obra de Didier Lourenço
No sé muy  bien por qué la vida cotidiana vive en permanente descrédito. Supongo que se debe a la construcción de un muy discutible complot de sinonimias. Equiparamos lo simple con lo sencillo, el conformismo con la mediocridad, la aceptación con la resignación, la serenidad con la indiferencia, el confort con la petrificación, la estabilidad con la momificación. Con el devenir de los años yo he comprobado atónito que a las personas nos encanta ampararnos acríticamente detrás de palabras que significan lo contrario de lo que creemos. Hace una década escribí un libro desmontando los tópicos más entronizados en nuestro lenguaje y lo verifiqué de un modo categórico. Todo este prólogo viene a colación de la vida cotidiana y del libro La resistencia íntima con el que Josep Maria Esquirol obtuvo el año pasado el Premio Nacional de Ensayo. Es un elogio de la cotidianidad y lo sencillo, que en sus páginas es elevado al rango de lo más sublime de todo. Solemos emplear indistintamente simple y sencillo, cuando la sencillez es uno de los gestos más loables de la vida, y lo simple uno de los más aburridos. Recuerdo que hace unos años una niña  popularizó una canción titulada Antes muerta que sencilla. Nunca entendí qué insondable problema hay en ser sencillo como para desear irte del reino de los vivos en el caso de acabar siéndolo. La canción debería haberse titulado Antes muerta que simple.

Tratamos peyorativamente a la vida cotidiana porque en un ejercicio errático se la identifica con la simpleza y la nadería en vez de con la sencillez y la palpitación. Podemos definir la vida cotidiana como la vida plagada de vida, frente a la vida extraordinaria, que también almacena vida pero que funciona como un paréntesis. La vida se puede vivir de muchas maneras, pero la más usada de todas con mucha diferencia es la cotidiana, a la que sin embargo en las valoraciones personales se la suele observar como apergaminada e insípida. El ajetreo hormigueante del día a día no es necesariamente monocromo, como acusa el discurso dominante, sino el sustrato en el que la vida presenta todas sus increíbles y polimorfas modalidades. Se le ha usurpado a la vida cotidiana la condición de excepcionalidad, cuando no hay nada más excepcional que la vida desplegándose sobre sí misma un día tras otro. Basta con sufrir cualquier pequeño contratiempo (una enfermedad, una avería, una desavenencia, una ruptura de algo) para admirar la grandeza invisible de lo cotidiano. Sólo desde nuestra condición de criaturas finitas y vulnerables la vida cotidiana cobra el aura de lo excepcional. Como vivir es darse cuenta, fantástica definición de Esquirol, quien denosta la vida cotidiana probablemente no se ha dado cuenta de nada. De nada relevante.

Sólo desde el asombro y la atención en la condición humana podemos descubrir cómo lo extraordinario se agazapa en lo ordinario, cómo en el anverso de las cosas sencillas descansa la esencia de lo que somos. El quehacer diario es la letra pequeña que figura en el dorso de la vida. Solemos ignorarla cegados por los grandes eslóganes, pero allí está escrito en miniatura lo más medular. Detrás de los tres o cuatro acontecimientos que jalonan la biografía de cualquiera, está esa vida cotidiana inapresable para el lenguaje científico pero que es la materia prima de la que está hecha nuestra existencia. Todas las enseñanzas filosóficas son una exhortación a atender a lo que hacemos, redescubrir la invitación rebosante de vida de los hitos ordinarios coagulados en el aquí y ahora. Hace poco leí el ensayo Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante  del mexicano Luciano Concheiro (finalista del Premio de Ensayo de Anagrama 2016). Allí se exponía que el instante es un acto personal, una experiencia disponible para cualquiera. Yo he acuñado la expresión habitar el instante a cada instante para referirme a la plenitud de la vida corriente. El célebre apotegma de Heráclito «nunca te bañarás dos veces en el mismo río»  es un elogio de esta vida cotidiana. Como el agua que vemos pasar pero que nunca es la misma, cada instante logra que lo aparentemente ordinario sea extraordinario porque ese instante es irrepetible. Una singularidad que no admite ni prórroga ni tiempo muerto.



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