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miércoles, junio 22, 2016

A sentir también se aprende


Obra de Donatella Marraoni
Cada vez que felicito un cumpleaños acompaño mi felicitación deseando al protagonista que la nueva edad le trate bien y sea dócil con sus deseos. Creo que es difícil desearle algo mejor a alguien. La más breve pero más incontestable idea prescrita para articular congruentemente el mundo afectivo (esa amalgama en la que incluyo emociones, sentimientos, deseos y actitudes) se la leí hace tiempo al neurocientífico y escritor Jonah Lehrer en el ensayo Cómo decidimos. Allí preceptuaba que «la mejor manera de gestionar las emociones y los deseos es pensar en ellos». «Pensar bien en ellos», me gusta puntualizar. Yo suelo repetir que la educación no es otra cosa que aprender a desobedecer deseos (el deseo es la borboteante presencia de una ausencia), aprender a elegir el monosílabo «no» cuando optar por el cómodo «sí» te gratifica en el corto plazo pero te empeora en el largo. La libertad consiste en la capacidad de posar la atención allí donde queremos, y no donde el deseo apunta inquisitivamente en contra de nuestra voluntad. Hace unos días mantuve una conversación con una mediadora catalana en la que le explicaba que desobedecer unos deseos implica indefectiblemente obedecer otros, así que la educación se encuentra con la tarea previa de discernir qué deseos son más convenientes y qué  deseos son más desaconsejables, qué deseos nos mejoran y qué deseos nos desencuadernan. Como en todo, la conveniencia o no de los deseos descansa en función de la estratificación de nuestros intereses y nuestras motivaciones, tanto de genealogía personal como social. Un deseo puede ser muy útil para emplearlo en una dirección concreta, pero ese mismo deseo puede empantanarnos si nos invade cuando perseguimos la dirección contraria. Platón redujo todo este posible guirigay conceptual en una glosa  llena de belleza en la que afirmaba que la educación no es otra cosa que enseñar a desear lo deseable. Parafraseándolo, podemos afirmar que la educación consiste en desear bien (desear lo digno de ser deseado), que no es otra cosa que sentir bien, que a su vez no es otra cosa que elegir bien. 

Y aquí irrumpe con fuerza lo más medular de todo este texto. Cuesta aceptarlo, porque creemos que los sentimientos son entidades impermeabilizadas a la racionalidad, pero a sentir también se aprende. Más todavía. Sentir bien es el resultado de haber aprendido a segregar con idoneidad unos deseos de otros, a no sucumbir a la labilidad y volatilidad del deseo, a diferenciar entre deseo sentido y deseo pensado, entre apetencia y proyecto. En el ensayo Trampas mentales, el filósofo italiano Matteo Motternini condensa este dinamismo propio de la indeterminación de algunos contextos señalando que en nuestro cerebro se inicia una competición entre dos sistemas neuronales distintos. El sistema límbico, centro del placer y de la recompensa, pugna con el área de la corteza prefrontal, destinada al razonamiento abstracto y al mantenimiento del objetivo. Quien posea mayor pugilato se alzará con una victoria que guarda crudas consecuencias en nuestra conducta. La tarea de ser persona consiste en la adhesión de sólidos marcos de evaluación que, a través de  la deliberación, la decisión y la acción, permitan el acceso a unos deseos y denieguen la entrada a otros. Uno puede adoptar una decisión muy buena pero dentro de un encuadre evaluativo muy malo, y viceversa. Por eso ser persona es el único trabajo que requiere dedicación plena. No podemos dejar esa tarea ni un sólo instante, porque somos el individuo que habita entre la persona que estamos siendo y la que nos gustaría ser después, y es en esa pequeña falla donde se acurruca el deseo.

En El gobierno de las emociones, Victoria Camps, Catedrática de Ética en la Universidad Autónoma de Barcelona, nos explica que las emociones y la racionalidad son un continuo. Matizo aquí que Camps homologa el término emociones a toda esa panoplia compuesta por emociones, sentimientos y deseos. Siguiendo a Aristóteles y a Spinoza, postula que nos movemos por deseos y sentimientos más que por evaluaciones cognitivas, pero la construcción del deseo y el sentimiento se realiza con los materiales que proporciona la reflexión. La gobernabilidad o la insumisión de nuestras emociones determinan nuestro pensamiento, y nuestro pensamiento hace que nuestra emociones sean dóciles o díscolas. Si no recuerdo mal, Claudio Naranjo defiende la integración de intelecto, amor e instinto, algo así como que el instinto se alíe con nuestros intereses, forjados reflexiva y afectivamente, en vez de que nuestros intereses se dejen arrastrar por el instinto. Spinoza también hablaba de algo análogo cuando teorizaba sobre la importancia de utilizar la fuerza del deseo (connatus) en la consecución de nuestros proyectos, que es un epítome perfecto de desear lo deseable.

En su ensayo, Victoria Camps hace también una lectura de la repercusión social de las emociones. Sólo desde la armonía de la razón y el sentimiento se puede actuar con racionalidad y responsabilidad moral, sólo así se pueden inculcar normas sociales. Sentimientos como la indignación, la compasión, la vergüenza, son necesarios para orientar la conducta. La autora cita a Hume y su tremenda aunque irrefutable reflexión en la que el filósofo inglés recuerda que no hay nada irracional en preferir que se hunda el mundo a que nos pinchemos un dedo. Es cierto, pero en esa preferencia sí hay déficit ético. Hay que intentar una educación sentimental en la que casen emoción y razón, génesis de un buen comportamiento, porque  el objetivo de la ética, y aquí Victoria Camps cita a Rorty, consiste en eliminar la crueldad y ensanchar el nosotros. La construcción de la organización social pasa inevitablemente por la sentimental, pero también ocurre a la inversa. De este modo la política necesita la ética, la ética necesita la política, y ambas necesitan la docilidad del deseo para poner su fuerza al servicio de la inteligencia.



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jueves, abril 21, 2016

Pensamos con palabras, sentimos con palabras



Obra de David Jon Kassan
Siempre me ha llamado la atención esa máxima que afirma que si alguien no sabe decir lo que siente es porque para él no es diáfano lo que está sintiendo. Para contrarrestar este entumecimiento verbal y sentimental hemos inventado frases hechas. Un lugar común es consignar que «no hay palabras para explicar lo que siento». Se trata de un latiguillo frecuente entre los que ven cómo las palabras miniaturizan el tamaño de sus sentimientos. El fracaso lingüístico ya no es atribuible a uno, que no encuentra la palabra idónea, sino al reduccionista lenguaje, que no ha creado el vocablo nítido para describir la evaluación que se está llevando a cabo. Como una gran parte de los tópicos que plagan las conversaciones coloquiales, estamos delante de una falacia. La mejor herramienta que tenemos los seres humanos a nuestra disposición para explicar la experiencia sentimental es el lenguaje. Sé que hay otros lugares comunes como que una imagen vale más que mil palabras, pero para que esta afirmación sea realmente cierta necesitamos conocer antes varios miles de palabras que nos permitan inteligir con exactitud lo que estamos contemplando. Yo mismo he escrito a menudo que el ejemplo es un discurso que no necesita palabras, pero nosotros sí necesitamos conocer qué palabras queremos ejemplificar.

La construcción de nuestros sentimientos recorre un itinerario cuyo trazado cada vez está más delimitado. Recuerdo un ensayo sobre el mundo emocional en el que el autor lanzaba una pregunta retórica al hipotético lector de su obra para luego contestarse a sí mismo: «¿Quiere modular sus emociones? Muy fácil. Piense en ellas». Las emociones son dispositivos adaptativos ineliminables que nos preparan para encarar cualquier acción futura. La naturaleza nos ha dotado de ellas, pero las emociones al ser pensadas se convierten en sentimientos. En sus célebres ensayos En busca de Spinoza, El error de Descartes, Y el cerebro creó al hombre, Antonio Damasio subraya este recorrido. Muchos investigadores empiezan a entrever que el acontecimiento que somos cualquiera de nosotros no es más que un conglomerado de interacciones que van de la emoción (determinismo genético) a la ética (determinismo racional), y viceversa. Un sentimiento es un balance de cómo nos van las cosas en la siempre movediza realidad. Cuando sentimos algo pero no sabemos nominarlo, tampoco podemos entenderlo. Sólo cuando nombramos los sentimientos sabemos qué carga semántica traen adscrita, qué significa exactamente la evaluación sentimental que acabamos de analizar, qué grado de amistad entabla la realidad con nuestros deseos. Yo he resumido este logro en una frase lapidaria: «si lo dices, es que sabes de que estás hablando». En el muy bien hilvanado y muy asequible ensayo Emociones e inteligencia social, el neurocientífico Ignacio Morgado da una definición imbatible de qué es percibir: «Percibir es atribuir un valor semántico a las sensaciones». Yo lo voy a decir de otro modo más acorde con este artículo:  Percibir es sentimentalizar la emoción. En el proceso cognitivo en el que la emoción se transfigura en sentimiento la palabra ejerce una soberanía absoluta. Más todavía. El poder evocativo de cada palabra que pronunciamos connota nuestra identidad. Nos sentimentaliza.

Los seres humanos somos seres lingüísticos y nuestro cerebro utiliza palabras para convertir lo exterior y lo interior en materia inteligible. Los sofistas defendían que la realidad no es más que el lenguaje que utilizamos para comunicarla y para comunicárnosla a nosotros mismos. Yo he escrito millones de veces que el alma no es otra cosa que la conversación que mantenemos con nosotros mismos relatando a cada instante lo que hacemos a cada minuto. La combinación reglada de palabras en estructuras con significado es un proceso que alumbra el entramado afectivo que somos. Pensamos con códigos lingüísticos y el mundo es más nítido o más borroso según el volumen de nuestro vocabulario y la forma creativa de combinarlo. Wittgenstein lo expresó sucinta pero maravillosamente: «Los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje». En el Diccionario de los sentimientos, Marina comparte una preciosa definición de lo que yo quiero explicar: «Las palabras son hologramas que resumen gigantescas cantidades de información».  Las palabras son hijas de la inteligencia compartida en la creación social y las heredamos de un modo imperceptible. Cuando nacemos ya están aquí y participamos comunalmente de los dinamismos lingüísticos y sus campos semánticos. Al pensar la emoción utilizamos palabras, que no dejan de ser marcos interpretativos de la realidad pasados por el tamiz de nuestro mundo axiológico. De aquí se deriva que las respuestas emocionales pueden articularse al elegir las expresiones verbales idóneas y apartar las inapropiadas.

Estos marcos encarnados en palabras dan forma al sentimiento, o al menos lo redondean para que podamos referirnos a él y lo podamos compartir de un modo inteligible. Se produce así un viaje circular que podríamos llamar el itinerario afectivo. La emoción se manifiesta en el cuerpo a través de marcadores somáticos, pero al ser pensada y atravesada de cognición (que no deja de ser una forma de fabulación del mundo, un apabullante enjambre de palabras) se transforma en sentimiento, y el sentimiento una vez configurado también provoca reacciones en nuestro cuerpo. A mí me sigue provocando boquiabierta perplejidad la capacidad de las palabras para alegrarnos o entristecernos, atemorizarnos o tranquilizarnos, descorazonarnos o  esperanzarnos, empequeñecernos o agigantarnos, irritarnos o balsamizarnos, exultarnos o deprimirnos. No está de más recordar que una palabra enunciada no es otra cosa que un pequeño sonido que encapsula un significado compartido por la comunidad, un trocito incorpóreo de voz y aire que sale por la apertura de los labios, aletea por el entorno y aterriza en unos tímpanos. Este vuelo presentado en bandadas gramaticalmente encadenadas hace que seamos el que somos. Y que nuestras interacciones sean las que son. 



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jueves, febrero 25, 2016

Los tentáculos del poder




Frontera, de Juan Genovés
Siempre que sale a colación el apasionante tema del poder me acuerdo de las palabras que Cervantes colocó en los labios de Sancho Panza. Nuestro campechano personaje estaba cuidando un rebaño de ovejas y de repente sintió una cosquilleante emoción que puede ayudarnos a explicar la deriva del mundo: «Qué hermoso es mandar, aunque sea a un hatajo de ovejas». La anatomía del poder es laberíntica y tentacular, pero sus propósitos son muy lineales. Consisten en lograr que alguien  pase de un punto A a un punto B. No hay más. Podemos por tanto definir poder como la capacidad de influir en el otro con el que interactúo, que su voluntad se oriente hacia la dirección que yo apunto. El tránsito de ese punto A al punto B trae implícitas muchas variantes. Puede ocurrir que alguien haga lo que nosotros queremos que haga, pero que esa movilización simultáneamente forme parte de su deseo. Entonces hablamos de influencia, capacidad de persuasión, magnetismo argumentativo. Si alguien hace lo que nosotros queremos que haga, pero contraviniendo su voluntad, entonces hablamos de dominación o imposición.

Hay muchos tipos de poder. En el ensayo Filosofía de la negociación yo cité unos cuantos. Podemos utilizar el poder argumentativo (acumular razones para que alguien se aliste a nuestras ideas), persuasivo (capacidad para operar en el mundo emocional de nuestro interlocutor), físico (utilizar la fuerza o amenazar con utilizarla), coercitivo (doblegar la voluntad de un tercero por el miedo a recibir un daño), afectivo (lograr concesiones para no lesionar la relación), carismático (el influjo de una personalidad con aura), normativo (el respeto a la ley o el temor a la coactividad en caso de conculcarla), el poder de información (a menor tasa de incertidumbre más posibilidades de manejar mejor el entorno, las situaciones y las personas), poder experto (la especialización en un campo disciplinar), poder económico (quien suministra la financiación se arroga la capacidad de tomar unilateralmente decisiones grupales). A pesar de esta heterogénea pluralidad de poderes, la intención de utilizar el poder señala tan solo tres direcciones. El poder como influencia, como dominación y como empoderamiento. Veamos. Hablamos de influencia cuando intentamos que sea el otro el que se persuada de que le conviene la dirección que le marcamos. La publicidad, la política, las interacciones, se dedican a la incansable producción de influencia. Utilizan los soportes de las leyes de la persuasión y los numerosos mecanismos de la argumentación. Aquí también podemos ubicar la manipulación, que ocurre cuando tratamos de influir en el otro opacando la intención última que nos mueve a ello, puesto que intuimos que desvelarla impediría que el otro se sume a nuestra propuesta. Nos encanta influir en los demás. Dos de los deseos más arraigados en nosotros son la búsqueda de cariño y reconocimiento, que cursan con nuestra necesidad congénita de vinculación social. El reconocimiento emerge cuando hacemos algo valioso para la comunidad  y es aplaudido por alguno de sus miembros. Ese aplauso delata nuestra influencia, y nos reconforta  y nos procura una grata satisfacción que sea así.

Cuando se desea obtener una obediencia no argumentada hablamos de dominación, o de imposición. Max Weber definía la dominación como la probabilidad de que una orden con un contenido específico fuera obedecida por un grupo de personas. En el poder financiero se ve muy claramente. Si el proveedor monetario abastece de dinero a un estado, se erige simultáneamente en el diseñador de sus políticas y en el centinela de su cumplimiento. La dominación puede seducir a quien la utiliza frecuentemente. Su capacidad de hipnotización puede arrastrar a su usuario a esgrimir el poder por el poder, lograr la subordinación del otro al margen de lo que se haga con ella. El poder se emancipa de su condición instrumental y se alza como un fin en sí mismo. Entramos en el territorio de la erótica del poder, el lugar habitado por los tiranos, los déspotas, los dictadores, los elegidos, los vanidosos, los arrogantes, los sátrapas, los autoritarios, los mediocres que compensan su falta de autoridad con el abuso de poder. Como el poder se tiene y se acata, pero la autoridad te la conceden y se respeta, históricamente este poder encaminado a la dominación ha sentido el impulso biológico de investirse de autoridad. La autoridad es poder legítimo, y lo detenta aquel con capacidad para administrar un sistema de premios y castigos.

Y nos queda la tercera y última dirección. Cuando la influencia se utiliza con el afán de ayudar a que un tercero convierta sus potencialidades en realidades hablamos de empoderamiento. La educación es un mecanismo que persigue que la persona se pertreche de recursos para alcanzar su autonomía, que es el antónimo de la obediencia ciega. Se trata de erradicar la ovejización del otro, la sumisión a la que aboca la ignorancia, ayudarlo para que finalmente tenga la valentía de servirse de su propia inteligencia y abandonar la minoría de edad (feliz definición de Kant para explicar qué era la Ilustración). Esta tercera dirección también guarda riesgos. A veces la educación se contamina de adiestramiento o adoctrinamiento que busca influir, modelar o subyugar; a veces el conocimiento se eleva a conocimiento experto a través de la legitimidad de instituciones financiadas por quienes buscan la dominación; a veces el empoderamiento del otro es la excusa para perpetuar los valores dominantes que no son sino prerrogativas de quien ejerce la autoridad. Las tres grandes intenciones del poder tienden a mantener relaciones promiscuas, y estos cruces lo enredan todo sobremanera. De ahí la dificultad de detectar la genuina dirección del poder en nuestras interacciones, de averiguar con exactitud qué quieren hacer con nuestra voluntad, o qué desea realmente hacer nuestra voluntad con la voluntad de otros. Recuerdo una anécdota que le ocurrió a Marco Aurelio. Cito de memoria y creo que la leí en sus célebres Meditaciones. Al ser elegido emperador romano, en vez de mostrar  la alegría que suponía ser el dueño del mundo, su rostro delataba pena. Su madre le preguntó qué le ocurría, por qué ese semblante afligido en el momento en que cualquiera estaría abrumado de felicidad. Marco Aurelio le contestó: «¿No te das cuentas lo triste que es tener que mandar a alguien?».



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martes, febrero 09, 2016

La tristeza todo lo que toca lo convierte en alma

Afternoon-Light, obra de Carrie Graber
Las emociones básicas forman parte de nuestra infraestructura genética. Las llevamos insertas en nuestros circuitos nerviosos a través de los genes. Poseen funciones adaptativas, informan sobre nuestra situación, tabulan datos y ejecutan aceleradas hojas de cálculo y análisis. Traen, en palabras de Damasio, «marcadores somáticos», señales de cómo  nuestro organismo procesa la situación. Cuando somos conscientes de las emociones se convierten en sentimientos. No podemos modificar el reducido repertorio de emociones básicas, pero sí podemos variar la respuesta elicitada por ellas en nuestra conducta. En el interesantísimo ensayo La regulación de las emociones, sus autores José Miguel Mestre y Rocío Guil definen la tristeza como el momento en que «experimentamos la pérdida o el fracaso, real o probable, de una meta valiosa, entendida como un objeto o una persona. Hay una baja activación del arousal y valoraciones negativas». En el enciclopédico Diccionario de los sentimientos de J. A. Marina y Marisa López Penas la especifican como «un sentimiento introvertido, de impotencia y pasividad». Luego realizan una apasionante expedición léxica por la aflicción, la amargura, la pesadumbre, el abatimiento, la desolación, la congoja, la tribulación, la desesperanza, el duelo, la melancolía, la añoranza, la nostalgia, la saudade. Es muy delatora esta arborescencia léxica para delimitar un sentimiento. Las palabras nacieron un indefinido día para hacer inteligible lo sentido por alguien en una situación muy concreta. Esto significa que cada vez que eliminamos o desconocemos palabras para compartir nuestra vida afectiva, rodeamos matices, detalles, apreciaciones, excepciones, singularidades. Nos volvemos borrosos para quien nos escucha y también para nosotros mismos. En momentos tristes no siempre sentimos lo mismo, y consignar esa heterogeneidad sentimental con una sola palabra nos empobrece, nos desenfoca, nos desdibuja.

Experimentamos tristeza cuando un suceso desfavorable obstruye nuestros intereses. Se desencadena cuando algo deseado no ensambla en el mundo como habíamos planeado. Frente a la aflicción sin un motivo diáfano que supone la angustia, en la tristeza la realidad ha desestimado la implantación de un deseo familiar. La tristeza por tanto siempre viene acompañada de una expectativa incumplida, que no humillada ni oprobiada, porque cuando la causa es injusta prorrumpe el enfado o la indignación. También se experimenta cuando este desenlace le ocurre a otra persona con la que nos sentimos muy vinculados. Su tristeza nos afecta porque nos tenemos afecto. La tristeza inicia un proceso de interiorización para ordenar el desorden provocado por el desajuste entre lo que esperábamos y el resultado cosechado. Ha habido una pérdida y a partir de ese instante se inicia una concienzuda labor de introspección. La tristeza nos expatria del mundo. A mí me encanta repetir una frase que ya empleé en el libro La educación es cosa de todos, incluido tú: «La tristeza todo lo que toca lo convierte en alma». 

Los psicólogos predican que la tristeza es una llamada de atención al otro. La apagada expresión facial, el encogimiento, la mirada cabizbaja y sus influencias fisiológicas encarnadas en escasez de energía y desdén por toda actividad motora, son una clara y muy visible petición de ayuda para que nuestro grupo de referencia acuda a rescatarnos. Se produce una paradoja muy llamativa. Cuando estamos tristes no nos apetece estar con nadie y a la vez solicitamos que alguien nos libre de la cautividad a la que hemos sido condenados. Asimismo se corre el riesgo de que un exceso de tristeza provoque deserciones en el grupo de apoyo. Quizá por miedo al contagio, quizá porque resulta descorazonador, quizá porque obligue a un gasto adicional de esfuerzo, no nos gusta compartir tiempo con alguien que ha hecho de la tristeza su residencia habitual e impide cualquier plan para sacarlo de allí. A pesar de todo lo que podemos aprender con lo que nos enseña la tristeza, son malos tiempos para ponerse triste. El pensamiento positivo penaliza la tristeza puesto que nos conduce a una supuesta pasividad (puntualizo que pensar nunca es un estado pasivo, al contrario, pocas actividades suponen tanto ajetreo). Responsabiliza de la tristeza al propio sujeto que la padece como decisión personal. Al permitir que los acontecimientos lo aflijan al releerlos como pérdida, concede permiso para que la actitud taciturna y acaso el desánimo entren en su vida. Como una de las maneras de regular las respuestas emocionales consiste en reestructurar su valoración cognitiva, el pensamiento positivo culpabiliza al que no recicla la tristeza en una palanca de motivación. Entristecerse no es anómalo ni constitutivo de analfabetismo emocional. No entristecerse nunca, sí. Es una anomalía y una torpeza. Es como hacer pellas el día en que en clase se explica lo más interesante de la asignatura.



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martes, diciembre 15, 2015

Pensar es escoger sentimentalmente



Obra de Wilhelm Sasnal
Pensar siempre es decidir, elegir, decantarse. El filósofo renacentista Pico della Mirandola aclaró que «lo específicamente humano es la capacidad de escoger». La esencia más constitutiva del ser humano es la posibilidad de construir su vida de acuerdo a los fines que ha ido eligiendo para sí mismo. A diferencia del resto de seres vivos, hemos podido emanciparnos parcialmente del determinismo biológico y crear una segunda naturaleza en la que la biología cede parte del protagonismo a la biografía. La dignidad emerge precisamente en este exacto punto. Somos seres autónomos, con capacidad para decidir qué hacer con nuestra vida dentro del amplio margen que nos concede la biología. Es cierto que existen otros muchos determinismos que mediatizan el periplo vital de una persona. Resulta tan falaz como arrogante esa afirmación en la que se nos recuerda que somos los autores de nuestra biografía. Disiento profundamente de esta sentencia que glorifica la autosuficiencia y oculta nuestra condición de seres tremendamente codependientes. Yo defiendo que somos coautores, la obra de nuestra vida está cofirmada, son muchos los elementos que participan en el ser concreto y singular que estamos siendo en este preciso instante. Ahora bien, la parte de autoría (complicado calcular exactamente cuánta) que nos corresponde descansa sobre la noble idea de libertad. Poseemos dignidad porque tenemos libertad y autonomía para escoger, porque podemos pensar qué opción tomar. Octavio Paz definió la libertad como la capacidad de elegir entre dos monosílabos, sí o no, aunque la definición me resulta más intelectualmente completa si agregamos un tercer monosílabo acompañado de su negación, «no sé». Muchas veces adoptamos una decisión sin tener nada claro si es la más adecuada. No lo sabemos, intuimos que puede ser,  creemos que quizá sí sea la más idónea, pero nuestras dudas nos impiden afirmarlo o negarlo taxativamente, lo mismo que le ocurre al resto de opciones que barajamos. No es que nuestra capacidad de inferir sea deficiente, es que la vida es muy escurridiza.

Pensar se erige así en la capacidad de discernir sobre una situación para decantarnos por ella o para apartarla en beneficio de otra que evaluamos más afín a nuestros intereses. Pensar es una forma de organizar sentimentalmente dentro de nuestro cerebro el mundo que está fuera de él.  Aquí tiene un papel preponderante el andamiaje emocional, el itinerario sentimental, el entramado afectivo, dimensiones que nominamos de forma diferente pero que irrumpen de un modo indisociable. Pensar es constitutivo al hecho de vivir, a decidir qué hacer y con qué respuesta emocional contestar a la realidad que dialoga con nosotros en todo momento, aunque sólo tomamos conciencia de ello de vez en cuando, en las encrucijadas o muy palmarias o en las que una mala elección puede traer aparejado un desenlace indeseable. Decidir a cada instante puede ser una carga muy onerosa, pero se antoja imposible no hacerlo, sería denegar nuestra autonomía, la dignidad que emana de habernos liberado de una parte del sino biológico.

Estamos decidiendo siempre, incluso cuando uno se deja llevar o fluye sin aparentemente tomar una decisión asertiva. Ser espontáneo requiere mucho entrenamiento, así que esta supuesta espontaneidad resume todas las decisiones que componen  nuestro bagaje. Los automatismos nos liberan de una sempiterna participación de la conciencia en las cuestiones más inanes o más frecuentes con las que nos confronta la vida, pero no quiere decir que sea ajena a ellas. Son el resultado de repetir mucho y atentamente instrucciones que ahora se percuten solas. Benedetti  animaba a algo tan plausible como «pensar la vida mientras la vivimos», pero su prescripción puede resultar equívoca, puesto que da a entender que se puede segregar la vida del acto mismo de pensarla. Se puede pensar poco, se puede pensar mal, se puede pensar sesgadamente, pero vivir es elegir, pensar es elegir, y vivir y pensar forman una sinonimia irrompible. Pensar es la única manera de entender con más clarividencia lo que nos rodea para vivirlo más nítida y sentimentalmente. Se podría parafrasear el célebre aforismo cartesiano «pienso, luego existo». Propongo este otro mucho más excitante y creativo. «Pienso, luego me vivo».



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miércoles, diciembre 09, 2015

No hay dos personas ni dos conclusiones iguales



Pintura de Alex Katz
He escrito muchas veces que vemos lo que sabemos. La explicación es muy sencilla. La mirada ve lo que señala nuestro pensamiento y resulta miope para percibir aquello que ignoramos. Sigo defendiendo lo mismo, pero también creo que vemos lo que estamos dispuestos a ver,  disposición que  se me antoja férreamente mediatizada por la estratificación de lo que consideramos central e insoslayable para nosotros. Y aquí accedemos al apasionante mundo de los valores. Valorar no es otra cosa que mirar de una determinada manera para actuar de un modo concordante. Valoramos en función del resultado multiforme y abigarrado de la persona que estamos siendo a cada instante, ese punto cronológico en el que se funden en una misma entidad pasado, presente y futuro. Somos una urdimbre hipostatizada de emociones, respuestas emocionales, sentimientos, pensamientos, conocimientos, valores personales, cosmovisiones, temperamento, carácter, personalidad, estado de ánimo, sistema de creencias, acervo empírico, construcción de recuerdos (tanto los vividos como los apócrifos), pirámide de expectativas, sesgos cognitivos, voracidad o morigeración de propósitos y deseos, catálogo de distracciones, hábitos afectivos, el propio y voluble autoconcepto de nosotros mismos. A esta constelación interior que nos individualiza indefectiblemente hay que agregar cuestiones biológicas, biográficas, económicas, políticas, religiosas, determinismos de clase social, inercias ideológicas, o algo tan peregrino pero a la vez tan medular como la fecha y el lugar en el que a uno lo nacieron, ambos con su orden normativo, jurídico, educativo, cultural, etc. Son numerosos patrones y atavismos que conviene no marginar en esta reflexión sobre quién es el habitante que bombea sangre a nuestro corazón. No es lo mismo nacer en el siglo XII que en 1981, por ejemplo, igual que apareja disimilitudes bastante gruesas ser alumbrado en un desvencijado país tercermundista en vez de en uno opulento con un sólido estado del bienestar. Lo relevante de esta retahíla de dimensiones viene a continuación.

Una pequeña mutación en uno de los vectores señalado aquí modifica al resto de vectores y singulariza su contenido, y a la inversa. Si un punto aunque sea minúsculo de este barroco sistema se ve impactado, introduce variantes en el resultado operativo de todo el sistema. He aquí la minuciosidad imposible de relatar de las mutaciones interiores, qué ha ocurrido y en qué punto nítido se produjo el impacto que ha percutido en todo ese sistema que convierte a un ser vivo en un ser humano impermeable a la estandarización. En esta peculiaridad reside que no haya dos personas iguales en un sitio donde ciframos algo más de siete mil millones de ellas. Todo este hacinamiento de elementos vinculados nodalmente en cada sujeto impide el análisis preciso, la conclusión exacta, la afirmación prístina, a la hora de connotar motivaciones y comportamientos, tanto los propios como los ajenos. Este magma siempre hirviente en el interior de cada uno de nosotros configura una mirada que al mirar ve cosas diferentes a las que ve otra mirada sobre un mismo objeto, situación o persona. Imposibilita la lectura unívoca. Esta frondosa variedad explica que lo que para una persona puede ser una conducta que oposita a la torpeza estrafalaria para otros es el paradigma de la sensatez.

Esta gigantesca melé que opera en el cerebro de cada una de las alteridades que hormiguean en el planeta tierra (incluida la nuestra) debería empujarnos a convertir la duda no en un esporádico lugar de paso sino en nuestra residencia habitual, a desconfiar de la auditoría con la que solemos contabilizar y enjuiciar de un modo rápido y sobre todo económico la conducta de los otros, o directamente a prescindir de realizarla. Si  no lo hacemos, es muy fácil caer en la trampa de conclusiones tan compartimentadas que desdicen la humana situación de interinidad permanente en que se traduce la experiencia de vivir de cualquiera de nosotros. Cierto que necesitamos recurrir a las generalidades y su séquito de imprecisiones fragmentadas para evitar ralentizar el sentido práctico que solicita la vida en el tumulto social, pero hacerlo en aras de esa funcionalidad no debería hacernos olvidar que hemos aceptado conducirnos así. Como no hay dos personas iguales, como en el interior de cada una de ellas opera un complejo sistema inextricable para los ojos ajenos, no nos queda más remedio que asumir que en nuestros análisis (siempre tan proclives a extrapolar la valoración de nuestras vivencias a las vivencias de los demás) no hay certezas, sólo y en el mejor de los casos inconcretas aproximaciones a ellas. Si nos preguntáramos por qué alguien hizo lo que hizo y decidiéramos que la honestidad presidiera la respuesta, solo podríamos mascullar un abreviado «no sé». O un coloquialmente llano «vete tú a saber».



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martes, noviembre 17, 2015

La exhumación de agravios



Obra de Brooke Shaden
Hace unos años inventé una expresión de la que me siento muy orgulloso. Di con ella para explicar uno de los peligros más frecuentes en la gestión de un conflicto. Se trata de «la exhumación de agravios». En el libro La educación es cosa de todos, incluido tú, expliqué su mecanismo tumoral: «Uno se enfada y de repente desentierra a paladas todos los agravios, la retahíla de comportamientos y actuaciones que le irritan del otro y que ha ido guardando pacientemente para la ocasión». ¿Por qué se desencadena esta tendencia, que casi es un tropismo? Muy sencillo. En todo conflicto aparecen las personas, los contratos psicológicos de la relación, su propio historial de fricciones y sus expectativas de resolución (todo conflicto solicita un cambio y quién debe desembolsar la cuantía de ese cambio). Los conflictos están mágicamente hibridados, y un conflicto originado por la carestía de recursos, o por la inhibición del que debe gestionarlo, o por la atribución de responsabilidades, o por la legitimidad, o por la información, puede provocar otros conflictos relacionados con los valores, la protección de la autoestima, la identidad, el poder, la equidad, la incompatibilidad personal, vectores a priori alejados del epicentro del conflicto original. Con toda esta marabunta de elementos en juego, cuando uno trae a colación un conflicto en mitad de un escenario hostil, con las emociones en temperatura de ebullición, la parte a la que se le asigna la causa del conflicto puede fácilmente señalar otros conflictos como medida de resistencia. Avivará los ánimos, se balcanizará la situación, hará una pira funeraria con todo lo que salga verbalizado por su boca, se entrará en un bucle mórbido en el que se repartan las autorías de conflictos hasta ese instante latentes. Dicho de otro modo. Cuando uno no sabe a qué agarrarse se agarra a cualquier cosa con tal de no asumir una conducta que no habla bien de él o que le exige reembolsar un precio. Es una conducta increíblemente habitual, un resorte que salta si se toca, parecido al de esas cajas que en su interior llevan un muñeco anclado a un muelle aplastado que brinca con fuerza nada más abrirse la tapa.

A veces se nos olvida lo evidente precisamente por serlo. Un conflicto siempre provoca la obstrucción de un interés, y ese revés hipertrofia la labilidad emocional. Tendemos a tener miedo, o a entristecernos o a enfadarnos, o a todo a la vez cuando algo o alguien obtura nuestros intereses. A pesar de la infinita casuística existente, yo no conozco ni un solo caso en el que la llegada de un conflicto provoque alegría. Cuando uno se enfada, o se adentra en gradaciones más elevadas como la ira, que es enfado huracanado, ningunea la intervención de la racionalidad y polariza el escenario de la fricción. La ira es una de las seis emociones básicas y su función adaptativa es revolvernos contra la contemplación de lo que creemos es una injusticia e intentar restaurar la equidad perdida. Pero la ira mal regulada es muy nociva: desprecia el análisis sosegado, execra el cálculo de pros y contras, se olvida de las consecuencias, elimina el trato considerado, flirtea peligrosamente con la pulsión de la agresividad, decreta el exilio de la inteligencia. Bajo la égida de la ira instrumentalizamos la escoria, la inmundicia, la podredumbre, exhumamos viejos agravios, todo aquello que creemos puede dañar al otro y simultáneamente defendernos a nosotros. Aquí conviene introducir un inciso que no es nada periférico. Para exhumar agravios previamente hay que saber con bastante precisión dónde se hallan enterrados. Me explicaré mejor. Que una de las partes en conflicto se dedique a almacenar agravios como quien apila palés y cajones es un predictor bastante fiable de la quebrada salud de esa relación. Hay otro sensor inequívoco. En un conflicto mal gestionado la palabra ayer (que no deja de ser otro ejercicio de exhumación) se pronuncia muchas más veces que la palabra mañana.



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martes, octubre 20, 2015

Sentir para saber, saber para sentir


Pintura de Keiyno White
Recuerdo una objeción a un artículo en el que escribí que los sentimientos son el cálculo informativo del grado de incursión de nuestros deseos en la realidad. Un lector dejó un comentario en el que se quejaba de por qué hay que complicarlo todo tanto, que dejemos que el corazón se manifieste por sí mismo, que hay que pensar menos y sentir más. Esta aparentemente inocua objeción transparenta el enorme batiburrillo conceptual y semántico que existe en torno a las emociones y los sentimientos. La mayoría de las veces los utilizamos como sinónimos, cuando no lo son. En conversaciones coloquiales se esgrimen gigantescas sinonimias en las que la palabra emoción significa cosas muy distintas, o diferentes palabras (emoción, afectividad, sentimientos, pasión, inteligencia emocional) acaparan un significado análogo. Este es uno de los motivos por el que muchas de estas conversaciones desembocan en la más absoluta ininteligibilidad. Pero este tremendo extravío no sólo se produce en el lenguaje llano y en las charlas espontáneas. Yo he leído a reputados investigadores hablar de los sentimientos embalsamándolos bajo el concepto de emociones, y a la inversa, referirse a emociones señalándolas como sentimientos. Un auténtico galimatías. 

Una de las definiciones más diáfanas con la que me he topado en los últimos quince años se la leí a Antonio Damasio en su segundo ensayo En busca de Spinoza, el punto de partida para su inmediato El error de Descartes: «Si las emociones se representan en el teatro del cuerpo, los sentimientos se representan en el teatro de la mente». Las emociones son mecanismos automatizados del organismo que se activan para procurarnos una adecuada respuesta adaptativa a la situación en la que nos encontramos, o a aquella en la que anticipamos nos encontraremos. No son el resultado de una deliberación, sino manifestaciones rápidas para equilibrarlo todo de manera veloz. Ahora bien, cuando somos conscientes de la emoción, cuando la absorbemos racionalmente y la hacemos operar en el umbral de la conciencia junto al acervo adquirido de otras experiencias tanto propias como vicarias, la convertimos en un sentimiento, concretamente en un sentimiento emocional.

Pondré un ejemplo. El miedo que se dispara desde la amígdala sin pasar por la neocorteza ante una amenaza inopinada es una emoción, pero el miedo tamizado por la racionalidad ante una futura situación amenazante es un sentimiento. De ese sentimiento pueden derivarse comportamientos como la huida, la sumisión, o el ataque. Los sentimientos pueden ser sentimientos emocionales y sentimientos cognitivos. Los sentimientos emocionales son las emociones conscientes, y los sentimientos cognitivos son el resultado de la interacción intelectiva de nuestros sentimientos emocionales con nuestros pensamientos privados, y luego con los sentimientos emocionales de los demás para alumbrar los sentimientos sociales. El sentimiento social abandona el lenguaje primario del yo y se adentra en el lenguaje secundario de lo cívico. Basta con echar un vistazo a cualquiera de esos sentimientos para constatar que siempre aparece la figura del otro.

Los sentimientos sociales pueden ser sentimientos de apertura al otro (amor, amistad, compasión, altruismo), sentimientos de animadversión al otro (envidia, celos, odio, etc.), o sentimientos preventivos para no resquebrajar el espacio y los propósitos compartidos (culpa, vergüenza, equidad). Puesto que son sentimientos en los que interviene el conocimiento, tenemos la infinita suerte de que se pueden modular y por tanto educar en aquella dirección que permita construir una convivencia amable. La ética coloca justo aquí su lupa observadora cuando reclama incluir a los demás en nuestras deliberaciones. También la educación reglada cuando nos educa como ciudadanos y no como meros instrumentos destinados a la empleabilidad. En este punto exacto mi mejor amigo y yo inventamos y verbalizamos hace siglos el lema que delata la triple entente que han pactado las emociones, los sentimientos y la racionalidad: «Sentir para saber, saber para sentir». Hasta creamos una dinámica que yo a veces empleo en cursos para demostrar empíricamente este círculo virtuoso.

Esta aventura sería pedagógicamente muy sencilla si no agregáramos que todo opera de un modo vertiginosamente nodal. La conciencia de una emoción genera un sentimiento emocional, pero ese sentimiento emocional puede intermediar en la emoción que siempre permanece atenta al choque con lo inesperado. A su vez los sentimientos emocionales se pueden modificar gracias a la intervención de la inteligencia, que simultánea e hipostatizadamente está condicionada por los factores contextuales (somos inteligencias compartidas en un momento histórico concreto y en una cultura concreta también) y por los valores personales, y la inteligencia, que comete muchas torpezas, puede educarse gracias a la participación de los sentimientos emocionales, que dan paso a sentimientos sociales, que a su vez intervienen sobre la miríada de los emocionales y sobre la propia inteligencia que los ha construido, todo en una urdimbre tupida de bucles infinitos y siempre en permanente actividad. Toda esta gigantesca red que convierte cualquier saber en un saber muy precario la solemos bautizar como entramado afectivo. Y esta reducción lingüística provoca muchos grandes equívocos. O frases sin sentido, como afirmar que hay que sentir más y pensar menos.



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jueves, octubre 15, 2015

El propósito, el mejor amigo del ser humano



Passenger, de Hossein Zare
Hace unas semanas participé en un juego inocente. Consistía en contestar a la siempre analítica y a la vez evocadora pregunta «¿qué tres cosas te llevarías a una isla desierta?». Mi primera respuesta fue devolver la pregunta con otra pregunta aparentemente picajosa, pero que es nuclear en la urdimbre de la inteligencia social: «¿en vez de cosas pueden ser personas?». Nadie me contestó. Así que mi participación en el juego se redujo a una contestación lacónica. A una isla desierta yo no necesitaría llevarme tres cosas, me bastaría con una. Me llevaría conmigo un propósito. La explicación de mi decisión se la cedo a Nietzsche: «el que tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo». En las páginas del ensayo El hombre en busca de sentido, su autor, el psiquiatra Viktor Frankl, llega a una conclusión tremendamente ilustrativa. En el campo de concentración nazi en el que estuvo recluido durante la Segunda Guerra Mundial, pudo constatar que sobrevivían los prisioneros que albergaban un propósito. Configurar un propósito era un acto volitivo, una elección deliberada, posiblemente la única elección que tenían a su alcance en la ciénaga moral y material del campo, y precisamente mantener viva esa capacidad de elegir era lo que les permitía sentir que todavía seguían perteneciendo a la condición humana.

En un poema que leí hace siglos de un surrealista francés recuerdo que definía soñar como ese momento en que damos forma al futuro. El propósito no es algo muy distinto. Es una manera poética de confeccionar lo que está por venir, esa pirueta intelectiva que nos permite crear ficciones fiables de lo que aún no ha ocurrido precisamente para pugnar por su ocurrencia. El ser humano inventó en el lenguaje la forma verbal del futuro. Fue una invención antológica porque de repente le permitió calibrar como posible lo que aún no existía, es decir, abrió la espita creadora, el impulso de trasladarse al lugar que indicaban sus propósitos, y eso supuso brincar del pensamiento a la acción. Resulta muy revelador que en la lengua inglesa  la palabra «will» sirva tanto para construir los tiempos verbales de futuro como para señalar la voluntad. Esta coincidencia se puede releer como que el futuro depende de la voluntad que nosotros tengamos de aprovechar nuestras circunstancias, aunque en nuestros análisis conviene tener muy presente que existen factores ambientales que nos sobrepasan y coyunturas que aunque las padezcamos a título individual su resolución es de genealogía social. 

La neurociencia nos recuerda que sin meta el concepto mismo de inteligencia se vuelve errático. El propósito no sólo regula, dirige y prolonga en el tiempo la energía, sino que posee la capacidad demiúrgica de multiplicarla. El propósito saca de la somnolencia a nuestras emociones («al principio de todo está la emoción»), estimula y salvaguarda la motivación, que como todos sabemos tiende a biodegradarse si se encuentra en entornos que la hostiguen, convierte la realidad en materia prima, permite transfigurar increíblemente las cosas en sustancia nutritiva para el contenido del propósito. Hay una mala noticia. El mundo líquido en el que vivimos confabula contra la construcción de propósitos que anhelan adentrarse en el tiempo, que suspiran por ser férreos en vez de gelatinosos. Por ahí planean en incansable ubicuidad la amenaza del despido, la improrrogable y rítmica devolución del crédito hipotecario, el fantasma ululante de la exclusión, la precariedad (que es el Carpe diem de los pobres y que constriñe la inteligencia al aquí y ahora), la ausencia de garantías sobre los compromisos adquiridos (emocionales, sentimentales, laborales, sociales), la volubilidad de los apegos, el imperialismo de los deseos sentidos sobre los deseos pensados. Cada vez es más complicado tener un propósito sólido. Cada vez es por tanto más necesario.



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jueves, octubre 08, 2015

¿Y si nuestras certezas no son ciertas?



Pintura de Alex Katz
Suelo empezar cualquiera de mis cursos y charlas citando una reflexión de Daniel Kahneman, psicólogo con el premio Nobel de Economía bajo el brazo. Recuerdo una entrevista en la que en una sola frase Kahneman resumía su descomunal obra Pensar rápido, pensar despacio: «el mayor error del ser humano es ignorar la ignorancia que posee sobre su propia ignorancia». En esa voluminosa obra Khaneman nos invita a que recelemos de nuestros juicios. Lo más probable es que se hallen intoxicados de irracionalidad, aunque investidos de lo contrario  gracias a la perezosa participación del intelecto. Una trampa mental frecuente en nuestros análisis consiste en el marco de referencia. El mismo enunciado se puede presentar en versiones distintas que generan respuestas diametralmente opuestas en quien ha de adoptar una decisión. Existe una extendida anécdota que ejemplifica la relevancia nuclear del encuadre como elemento distractor del juicio, cómo el pensamiento se ancla en las palabras con que elegimos expresarnos y establece sus balances desde ese punto de referencia. Un sacerdote le pregunta a su superior si puede fumar mientras reza. La propuesta se considera casi una apostasía y la incendiada respuesta es un airado no. Sin embargo, días después este sacerdote le sugiere lo mismo a otro superior, sólo que modificando el marco de referencia. «¿Podría rezar mientras fumo?». La respuesta es un sonriente y angelical «por supuesto», con palmada en el hombro incluida. Al hilo de esta anécdota recuerdo a un músico de rock que tenía dudas para enjuciarse correctamente a sí mismo. Con buen criterio contemplaba cómo su conclusión variaba según el elemento de comparación establecido: «Si me comparo con un santo, soy un demonio. Si me comparo con un demonio, soy un santo». San Agustín hace ya diecisiete siglos recomendaba utilizar la maleabilidad del encuadre como protección de la autoestima: «Cuando yo me considero a mí mismo, no soy nada. Cuando me comparo, valgo bastante».  A veces somos nosotros las víctimas del sencillo marco que elige otro. En las páginas de Sociofobia César Rendueles narra una anécdota tremendamente ilustrativa de lo que quiero explicar: «Cuando algunas gasolineras estadounidenses empezaron a cobrar un recargo a los usuarios que pagaban con tarjeta de crédito, se produjo un movimiento de boicot de los consumidores. La respuesta de las gasolineras fue subir los precios a todos por igual y ofrecer un descuento a quienes pagaban en efectivo. El boicot se canceló».

El anclaje cobra un protagonismo central en nuestras deliberaciones. Anclar la percepción en un punto en vez de en otro discrimina aspectos que serían sobresalientes mirados desde otro prisma, y, al contrario, enfatiza aspectos que desde otro ángulo de observación serían catalogados como marginales. Matteo Motterlini en su libro Trampas mentales dedica un epígrafe a esta tendencia cuyo título es una lacónica pero perfecta explicación: «el marco modifica el cuadro». Cualquier profesor se ha adherido involuntariamente a los mecanismos mentales del efecto marco en la corrección de exámenes. Un ejercicio regular se relee como nefasto si con anterioridad han caído en nuestras manos un par de ejercicios brillantes. O al revés. Si uno lleva varias horas leyendo ejercicios mediocres, considerará notable un ejercicio que en otro marco sería meramente aceptable. Se colige por tanto que la secuencia determina nuestro juicio (efecto halo), y esta propensión es extendible a balances de muy distinta genealogía (ética, estética, creativa, etc.). Aunque nos cueste aceptarlo, construimos y parangonamos desde las emociones. La racionalidad de la que tanto presumimos los seres humanos no es el cálculo confeccionado más racionalmente, sino el que mejor regula la participación de las emociones en la convalidación de un juicio. Nuestro pensamiento (sistema 2 en la nomenclatura de Kahneman) tiende a la pereza y se deja arrullar por patrones de ideas, asociaciones, intuiciones y sesgos (sistema 1) para caer en una somnolencia mental confortable que declina realizar grandes esfuerzos y recabar demasiada información. La intelección subroga sus obligaciones. Nacen así los tópicos (soy coautor de un libro sobre ellos, los conozco bien), los prejuicios, las suposiciones, los estereotipos, las inferencias sin base, la evaluación torpona que deduce lo fácil y rápido para economizar energía y tiempo. Nacen nuestros juicios, certezas redondeadas por encima cuya escasa fiabilidad no impide que las utilicemos para construir otras certezas. Mejor dicho. Supuestas certezas.



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