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martes, enero 17, 2017

Dime lo que piensas, no lo que sientes


Obra de Duarte Vitoria
Una de las consignas para solucionar conflictos es saber separar el juicio de las reacciones emocionales. Esta segregación no suele ser un ejercicio sencillo. Las fibras nerviosas que van de la amígdala al córtex son mucho más densas que las que recorren el sentido opuesto. Esto explica que la información emocional sea mucho más veloz que la cortical, y que la impulsividad vaya siempre muy por delante de la lenta racionalidad. Como los conflictos brotan cuando algo o alguien obtura nuestros intereses, suelen ir acompañados de borboteantes sentimientos animosos. La beligerancia o la irascibilidad no son buena compañía para emitir veredictos. Cuando uno está muy enfadado suele incrementar mágicamente las posibilidades de pronunciar sentencias horribles de las que quizá luego se arrepienta. Conozco personas que excusan lo que han bramado en estos lances iracundos argumentado que, a pesar de la monstruosidad enunciada, era lo que sentían en ese instante. Cuando he hablado con ellas les he recordado algo muy obvio. En la cautividad de un episodio virulento no es lo mismo lo que uno piensa que lo que uno siente.  Fuera de ese encarcelamiento bilioso sentimos según pensamos y pensamos según sentimos (es un continuo que no admite fragmentariedad), pero en la geografía de un trance colérico las cosas cambian. No necesariamente sentimos lo que pensamos ni pensamos lo que sentimos.

«No me digas lo que sientes, dime lo que piensas» es una exhortación muy valiosa y muy preventiva para muchas circunstancias, pero sobre todo para los diálogos cargados de irascibilidad. La diferencia es inmensa. En una situación de alto octanaje emocional, en la que la atención se polariza sobre una causa y elimina todo lo demás, decir lo que uno siente en ese momento puede ser desgarradoramente hiriente. Las emociones inflamadas no están facultadas para establecer balances sin márgenes de error, fueraparte que nadie persuade a nadie ni chillando ni lastimando el concepto que uno tiene de sí mismo. Decir lo que uno piensa puede infligir dolor si no casa con lo que espera el receptor, pero en tanto que el raciocinio fija su campo de acción en hechos que van más allá del episodio aislado, y sabe discriminar entre la anécdota y la categoría,  existe la posibilidad de que la evaluación sea mucho menos visceral y se dulcifique la forma de verbalizarla. Todos conocemos el poder balsámico o abrasivo de las palabras, y que las mismas cosas se pueden decir de muchas maneras provocando efectos muy distintos. Se puede ser muy crítico y muy constructivo a la vez sin necesidad de desangrar la autoestima de nadie. Para un cometido así necesitamos el concurso de la serenidad y de la racionalidad. El lenguaje coloquial lo metaforiza muy bien con la expresión «contar hasta diez», es decir, dale tiempo a los canales de la racionalidad a alcanzar los circuitos emocionales para que los inhiba o al menos los aminore. Contar hasta diez y lenificar la erupción emocional es permitir que el juicio tome la palabra.

El pensamiento anticipa los hechos, pero también planea sobre lo que acaece, nos regala una visión cenital que nos permite liberarnos de la tiranía de lo concreto. Sin embargo, el sentimiento es una evaluación momentánea de cómo se insertan nuestros deseos en la realidad. El sentimiento está excesivamente subyugado por el instante, encadenado al escrutinio del aquí y ahora, y en las ocasiones beligerantes ofrece resúmenes hiperbólicos e injustos de la situación. El juicio es más sensato y su mirada es más macroscópica. Mantiene una necesaria distancia de seguridad sobre la materia evaluable. Desterritorializa los hechos para escrutarlos sin animosidad. De ahí la crucial diferencia entre decir lo que se siente y decir lo que se piensa.

martes, diciembre 13, 2016

¿Una persona mal educada o una persona educada mal?



Obra de Nigel Cox
En mis conferencias suelo bajar la voz y casi susurrar para compartir con el auditorio la idea más relevante que he descubierto en mis veinticinco años de estudio sobre la complejidad humana. Muy gustosamente también la comparto aquí. «El lugar más peligroso del planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal». Es una reflexión que escribí tanto en las páginas como en la contraportada de La capital del mundo es nosotros. Allí especifico que por increíble que parezca ningún servicio de inteligencia de ningún estado ha caído en la cuenta de esta obviedad mientras rastrean por el orbe terrestre qué peligros acechan a sus intereses. En mis exposiciones suelo añadir que existe mucha diferencia entre una persona educada mal y una persona mal educada. Fonéticamente suenan casi igual, pero semánticamente son descripciones muy divergentes. Cuando yo me refiero a alguien como una persona mal educada es para señalar una conducta que no respeta los estándares sociales del buen comportamiento, o en ese instante arroja por el sumidero los mínimos éticos que consideramos imprescindibles para que la vida no sea un sitio análogo a las dificultades de la jungla. Se puede dar la paradoja de que esa persona esté muy bien educada y que sin embargo se haya comportado momentáneamente mal.

Cuando yo hablo de una persona educada mal me refiero a una persona sentimentalmente mal articulada. Su organigrama afectivo está tan mal confeccionado que está subyugada a un permanente analfabetismo sentimental. Ya no es una conducta puntual la que se hace acreedora de una corrección, es su forma estacionaria de sentir la que parte de premisas garrafales para llegar a conclusiones exponencialmente más garrafales todavía. En La inteligencia fracasada, J. A. Marina dibuja una colorida taxonomía de estas nefastas construcciones de índole sentimental y cognitiva. En su ensayo Sin afán de lucro, la filósofa norteamericana Martha Nassbuam explica que la educación nos prepara para tres grandes fines: la ciudadanía, el trabajo, y para darle un sentido a nuestra vida.  La persona educada mal se ha olvidado del primero de los fines, que se puede compendiar en ser capaz de participar de manera constructiva y enriquecedora en la trama social para lograr el florecimiento personal y participar en que los demás logren el suyo. En Lo que nos pasa por dentro Punset lo explica muy  bien: «el mayor dilema en la vida es manejarte con quien tienes a tu lado». Manejarte bien, matizo yo. 

No tengo la menor duda de que sentir mal es conducirte por un esquema de valores en el que no se trata al otro con la misma equivalencia que uno solicita para sí mismo. No se siente que el otro es una duplicación, un equivalente, un semejante, un par. La persona educada mal no percibe la interdependencia, la necesaria colaboración de unos y otros para lograr nuestros propósitos, la necesidad de ser compasivos para entre todos remitir nuestra inherente fragilidad, fungibilidad, vulnerabilidad, finitud. No padecer esta ceguera es primordial para regular nuestros sentimientos y el tamaño de los límites de nuestras acciones, porque la geografía de esos límites siempre está en relación con la existencia de los demás y sus intereses en el espacio compartido. Si los demás desaparecen de mis deliberaciones privadas, los límites también. Frente a los sentimientos prosociales (cooperación,  afecto, amor, compasión, gratitud, admiración, cuidado, vínculos empáticos), en el entramado afectivo de la persona educada mal prevalecen los sentimientos aversivos (soberbia, competencia, pugna, odio, egoísmo, rencor, inequidad, indolencia, uso de la fuerza para resolver conflictos, déficit de nutrición empática, vanidad, envidia, celos). Hace poco le leí a Bauman que la ética es elegir la forma con la que queremos acompañar al otro. La persona educada mal se maneja mal (según la terminología de Punset) y acompaña mal al otro (según la terminología de Bauman). El mayor prescriptor del educado mal es convertir a los seres humanos de su derredor en un medio para sus fines. Cualquier peligro en cualquiera de sus gradaciones y en cualquier lugar del planeta tiene su génesis en este exacto punto.  



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jueves, octubre 13, 2016

Crisis de valores, festín de especuladores



Obra de Alex Katz
Cuando escucho la expresión crisis de valores suelo sonreír. En el debate público se suele emplear para designar un escenario de depreciación de los valores que nos humanizan. Rara vez se especifican cuáles son y qué funciones sentimentales acarrean en nuestro andamiaje afectivo. Parece que quien señala la crisis de valores da por supuesto que tanto él como su interlocutor tienen bien delimitado el marco de significaciones en el que se mueven. Siento decir que la mayoría de las veces no es así. La expresión crisis de valores también se flamea para demonizar el presente como si en el pasado esos mismos valores hubiesen vivido una época alcista. Los valores que nos humanizan siempre han estado en crisis y basta con leer a tratadistas de hace varios siglos para constatarlo. El hombre es un descubrimiento muy reciente, defendía Foucault, que es una manera de señalar que ser persona es una tarea que hemos empezado a desempeñar evolutivamente hace muy poco tiempo. Quiero decir que en tiempos remotos no había crisis de valores porque no había valores.

Cuando se habla de crisis de valores yo siempre apelo a la relación vinculante entre la trinidad que conforman los valores éticos, los valores personales y los valores financieros. Dicho más sencillamente: la relación de vasos comunicantes que entablan la razón cívica y la razón económica. El imperativo biológico del dinero, y su impúdica desnudez provocada por la crisis financiera de 2008 y por todas las crisis incubadas a lo largo de la historia, demuestran que para que exista una burbuja crediticia y financiera antes ha de alimentarse una degradación de las preferencias y contrapreferencias que dan sentido a la experiencia de vivir. El escenario posibilitador de la especulación y de la inversión (sus fronteras son muy tibias y cuesta balizar el principio y el final de la una y de la otra) necesita la fragilización de todo aquello que impide su irrupción inicial y su eclosión ulterior. La especulación anclada en bienes materiales necesita que se opere sobre el deseo, sobre ese borbotear que provoca la presencia de una ausencia. Existe toda una taxonomía de deseos, pero los tres basales son el deseo de ampliar posibilidades, el deseo de vinculación social y el deseo de alcanzar confort psíquico y material. En realidad esta triada es nodal, y la consecución de uno de los deseos provoca el crecimiento en el otro. También al contrario, si uno de estos tres deseos se desinfla irrevocablemente deshinchará el porcentaje de satisfacción de los otros dos.

Toda la producción en la que se basa la civilización del trabajo intenta mutar el contenido de estos deseos que metabolizan la vida y la construcción de autoestima. No es gratuito que uno de los principios de la pedagogía comercial consista en intentar crear rápidamente la sensación de necesidad en el cliente, o que a principios del siglo pasado se considerara impúdico mostrar las mercancías en los escaparates puesto que azuzaban el deseo del transeúnte. Carlos Castilla del Pino recuerda que el sentimiento surge para la satisfacción del deseo, así que esta mutación es en realidad una manipulación sentimental. Si la vida sentimental es una constelación formada por emociones, sentimientos, cognición, eje axiológico, deseos y conductas, la deflación del mundo ético provoca un disturbio sentimental que se neutraliza con la satisfacción del nuevo deseo promovido por los prescriptores sociales y económicos que extraen un beneficio de ello. En los paisajes valorativos depauperados «tener» equivale a «ser», aunque para «tener» uno haya tenido que dejar de «ser» (ser es aquello que queda de nosotros cuando lo hemos perdido todo, según feliz definición de Erich Fromm, siempre tan preocupado por estos asuntos). Es imposible que crezca la titularización de valores financieros si previamente no se trastoca severamente la estratificación de los valores personales y comunitarios. Dicho como si fuera un lema. Crisis de valores, festín de especuladores.



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martes, octubre 04, 2016

El amor es una conversación elegante



Obra de Nigel Cox
Una pareja es una unidad formada por dos personas que entablan una larga conversación. Si la conversación es de calidad, la pareja prolongará su unión en el tiempo. Si la conversación aparece deshilachada, el destino de la pareja se deshilvanará no tardando mucho. La conversación en la que se encarna el amor no necesariamente está exenta de conflictos, pero la diferencia entre la buena y la mala conversación es que en la buena la fricción se resuelve inteligentemente y en la mala la discrepancia se fosiliza peligrosamente. Algunos psicólogos presumen de augurar el futuro de una pareja en menos de cinco minutos sólo con observar cómo hablaban sus miembros. También es muy informativa esa estampa en la que una pareja no sólo no mantiene contacto verbal alguno, sino que ambos miembros espantan sus respectivos silencios mirando con estudiado desdén al lado contrario del otro. El amor vincula más con hablar que con cualquier otra magnitud, y hablar bien requiere el concurso de la inteligencia y de todos los sentimientos que se concentran en la bondad.

Recuerdo que José Antonio Marina arrancaba su ensayo Escuela de parejas con un aserto provocador. Se enamora la inteligencia generadora, pero acepta la relación la inteligencia ejecutiva. La inteligencia generadora es un disparador de ocurrencias de la que aún no sabemos cómo las confecciona y produce. La inteligencia ejecutiva es la que somete a inspección esas ocurrencias y les permite saltar a la acción, o les deniega el paso. Traigo a colación esta bifurcación de la inteligencia porque quiero remarcar que es precisamente la inteligencia ejecutiva la que con sus palabras angostará o expandirá los límites y la calidad de la relación. Hablar bien con la otra persona que completa nuestro binomio amoroso es prioritario, pero también lo es hablarse bien uno consigo mismo antes de formar diptongo alguno. El amor es un sistema de motivación (y como todo sistema para su buen funcionamiento requiere eficaces canales de comunicación) que agrupa múltiples sentimientos y deseos para ser compartidos con otra persona cuya complementariedad nos ensancha, nos energetiza y convoca los afectos más hermosos que habitan en el alma humana. Cuando no ocurre nada de esto no hablamos de amor, sino de otro tipo de vínculo, o de desamor, y esa relación enseñoreada por otros sentimientos ajenos a las experiencias de apertura puede devenir en un foco infecto que se nutra de lo más hediondo que también aloja el alma humana. En el discurso social se suele objetar que mantener una relación supone perder autonomía, cuando probablemente no haya un acto de mayor autonomía que decidir con quién se comparte una relación. Somos seres autónomos porque tenemos la capacidad de decidir qué fines queremos para abrillantar nuestra vida. La quintaesencia del ser humano se cifra en que puede optar, decidir, escoger, elegir. De aquí procede la palabra elegante, que define a la persona que sabe elegir bien. No hay elección que glorifique tanto esta capacidad tan entrañadamente humana como decidir si queremos compartir la vida y elegir con quién exactamente. Y para elegir bien hay que hablar, y al hablar hacerlo de un modo elegante. 



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martes, mayo 24, 2016

La violación del alma


Obra de Sam Weber

Hace unos días le leí a Iñaki Piñuel la desasosegante expresión con la que hoy titulo este texto. El término aparece agazapado en las páginas finales de La dimisión interior (Pirámide, 2008), un revelador ensayo sobre los riesgos psicosociales en el trabajo. La tesis defendida es que la dimisión interior es una desconexión emocional que adoptan las personas, con respecto a sí mismas y a todo su alrededor, como reacción de autodefensa a un daño crónico en entornos laborales con alta densidad de toxicidad. El profesor Iñaki Piñuel es un experto en psicología del trabajo y de las organizaciones, pero sobre todo en las disfunciones que pueden emanar de estos microuniversos: mobbing o acoso psicológico (absolutamente recomendable su ensayo dedicado a este tema), violencia psicológica, o procesos de victimización.  Me aventuro a compartir aquí una definición personal de en qué consiste la violación del alma. Se trataría de todo proceso por el que una persona despiadada se dedica con entregada pertinencia a degradar y vejar a otra hasta culminar que la víctima active su propio autodesprecio y se convierta a sí misma en una zona desolada. El padre de la microsociología, Irving Goffman, definió la consideración como tratar al otro con el valor positivo y el amor propio que toda persona se concede a sí misma. A Kant le preguntaron una vez cómo se podría salvaguardar la dignidad de las fricciones que concurren en la convivencia. La respuesta fue antológica. «La dignidad se preserva del roce diario tratando al otro con la misma equivalencia que reclamamos para nosotros». La violación del alma es justo lo contrario.


Este proceso de hostigamiento continuado anhela destruir el ánimo, desvalijar la autoestima, minusvalorar la idea que albergamos de nosotros mismos (autoconcepto), dañar al ser que habita en nuestras palabras, transformar la psique de la víctima en una escombrera de ridículos cascotes. El predador estimula el miedo y los factores estresantes para hacer añicos la eficacia percibida de su víctima, la sensación de logro, el control, la autonomía, el sentido de la tarea, la motivación, la capacidad creativa, el pensamiento crítico, la valoración benévola que uno está obligado a tener de sí mismo (para toda persona educada bien la autoestima debería ser un deber). Es decir, todo lo que nos determina como seres provistos de dignidad. Despiadado es aquel que no tiene piedad, el que no siente como suyo el dolor del otro y por tanto no sólo no pone límites en infligírselo, sino que incluso puede disfrutar sádicamente contemplando su propia obra de destrucción, delectarse en la denodadamente violenta desintegración del otro. Esta violación puede ocurrir en cualquier ámbito de las interrelaciones humanas, pero el medio ambiente laboral posee unas singularidades que propician su proliferación y la profundidad de la agresión. Como la organización social ha vinculado empleo con supervivencia, es fácil imaginar las relaciones de sumisión y de degradación que pueden florecer en los entornos labores en un instante en que los empleos escasean todavía más que siempre (que no el trabajo, que es otra cosa distinta). El microcosmos laboral puede devenir en lugar idóneo para que no haya demasiadas diferencias entre el rol de trabajador y el de súbdito. Piñuel bautiza con acierto estos lugares de acoso como un «gulag laboral». La segunda gran característica de estos contextos es que el empleo se ha erigido en el mayor proveedor del guion identitario de un individuo. «¿Qué eres?» es una pregunta comúnmente aceptada como sustitutiva de «¿en qué trabajas?». Con estas dos peculiaridades, si alguien no tiene escrúpulos pero sí jerarquía en un entorno de subordinación y a la vez de producción de identidad, si arrumba la ética a un rincón polvoriento de la conducta, si convierte al otro en un mero medio para la satisfacción de fines personales, es relativamente sencillo profanar el alma de un semejante.

Toda esta depredación se agrava sobremanera por un proceso de culpabilización del violado. Como se ha implantado la ilusa teoría de que todo lo que jalona nuestra biografía es responsabilidad individual, de que obtenemos las recompensas o los castigos de los que se haya hecho acreedora nuestra voluntad, resulta casi un automatismo asumir la paternidad exclusiva de cualquier situación aciaga. Este sistema de atribución es muy fértil para que el violado acabe recluido en una mazmorra de culpa y de devaluación de sí mismo. La víctima es culpable de sentir lo que siente, de no inmunizarse con toda esa farmacopea mental que prescribe el pensamiento positivo. El alma es esa ininterrumpida conversación en la que uno se va contando a cada segundo lo que va haciendo a cada instante, de tal forma que este soliloquio puede convertirse en desgarrador si uno cae pendiente abajo por el «masoquismo autopunitivo», en heladora expresión de Piñuel, cogitaciones autodestructivas en las que la víctima se convierte en su propio victimario. Este monólogo puede funcionar como un peligroso riego de aspersión que puede acabar anegando de hiel y autodesprecio toda la orografía sentimental de la persona. Violar el alma es irrumpir violentamente en esa conversación, orientarla al lugar donde sea posible extraer la mayor cantidad de desintegración, donde se levante una pira destinada a la cremación de la autoestima. No tengo datos, pero si en condiciones normales el cerebro consume el cuarenta por ciento de nuestra energía metabólica, estoy casi seguro de que en esos procesos rumiativos de autocarbonización los índices de consumo pueden duplicarse, o directamente absorber el total de nuestros recursos energéticos. La imposibilidad de abandonar el trabajo (o, hablemos con propiedad, de no poder prescindir de los ingresos que proporciona), de comprobar cómo la realidad ha enladrillado la salida de emergencia, convierten la situación en un averno. Sólo queda el absentismo psicológico. La violación del alma provoca la sobrecogedora evaporación del alma.



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martes, abril 26, 2016

El egoísmo no es altruista



Obra de Guim Tio
Existe cierta tendencia a descalificar aquellas acciones en las que alguien ayuda a otro tildándolas de egoísmo altruista. Se señala cuando un individuo realiza una acción en la que se beneficia un tercero, pero se moteja de egoísta porque con la excusa de buscar el beneficio ajeno se persigue en realidad la gratificación emocional propia. Como el altruismo es la ayuda desinteresada al otro, esa recompensa sentimental elimina la asepsia de la acción, convirtiéndola en un medio interesado. Ayudar al otro se instrumentaliza para mimar la autoestima a través del reconocimiento. A todos nos encanta tener un concepto valioso de nosotros mismos, y por fortuna ayudar a los demás puntúa alto en el amplio abanico de acciones meritorias. Desacertadamente el egoísmo se ha vinculado con el amor a uno mismo. A mí me parece muy bien que uno piense en sí mismo y se conceda con cierta asiduidad un rato para ver qué ocurre de su piel para adentro. Creo que es saludable y una buena forma de muscular la autonomía entendida como la capacidad de surtirnos de fines que articulen la conducta y la vida. Eso sí, me intranquilizaría que alguien pensase exclusivamente en sí mismo, y consideraría altamente peligroso que alguien pensase exclusivamente en sí mismo en escenarios de interdependencia.

El egoísmo se suele confundir con amor a uno mismo porque de esta conducta hipertrofiada se derivan sentimientos relacionados con el yo como centro geométrico de todas las cosas y con la inteligencia muy mal empleada. Ahí están la vanidad (anhelo insujetable de ser alabado), la soberbia (reclamo vehemente del valor de lo propio y menosprecio de todo lo ajeno) y el orgullo (intransigencia a aceptar el yerro cometido o cualquier propuesta de otro, aunque mejore la nuestra). Parece ser que cuando el yo fija una impestañeable atención en él no conoce el término medio. O se hincha (egocentrismo) o se desinfla (depresión). Resumido este pequeño linaje sentimental podemos definir el egoísmo como el comportamiento en el que una persona subordina el interés común de los demás a sus intereses privados. Precisaré más todavía. Se trataría de la conducta en la que una persona perjudica a las demás a cambio de extraer de esa acción un beneficio personal. En algunos diccionarios el semblante del egoísta aparece como aquel que sacrifica el bienestar de otros al suyo propio. Yo he hecho alguna vez con niños de once y doce años una dinámica que me inventé en la que a través de ilustraciones les proponía un juego de adivinanzas. Tenían que descubrir cuándo una conducta era claramente egoísta y cuándo no, aunque lo pareciera porque uno se centraba en sí mismo. Bastaba con introducir algún matiz en la relación entre nuestros deseos y los de los demás para que a los niños les costase mucho esfuerzo señalar en qué escenario sentimental nos encontrábamos.

En el mal llamado egoísmo altruista laten preguntas muy interesantes que nos depositan en la biología y en la ética, es decir, en el examen simbiótico de la naturaleza y la cultura. ¿Por qué ayudar al otro es un valor al alza, por qué está ubicado en los lugares más altos de la estima del grupo? ¿Es una construcción social o hay universales culturales, es algo relativo o se trata de un estándar intersubjetivo? A mí me parece un tema secundario discernir si tenemos predisposición al egoísmo (como defiende Richard Dawkins en su célebre libro El gen egoísta) o al altruismo. Adelanto que creo que estamos predispuestos a ambas órbitas según el escenario, pero lo que sí me parece fundamental es dilucidar qué conducta nos parece más conveniente para que la convivencia entre todos sea mejor (tarea exclusivamente ética), y después promocionarla con la educación y mimetizarla en nuestro pequeño radio de acción. En los estudios de cooperación se sabe que en muchas ocasiones ayudamos a los demás para activar la reciprocidad tanto directa como indirecta. Ayudar a quien lo necesita es una forma de garantizar que en el futuro nos ayudarán a nosotros si por un aciago casual necesitamos esa misma ayuda, si estamos inermes y desprotegidos en una situación análoga que sólo imaginarla ahora nos provoca un miedo cerval. Cuando alguien se lanza a un río a salvar la vida de un desconocido que se está ahogando, aun a riesgo de perder la suya, se contravienen por completo las leyes de la elección racional.

No es el lugar ni dispongo del espacio para explicarlo pormenorizadamente, lo hice en el ensayo Filosofía de la negociación, pero cada vez intuyo con más nitidez los nexos que hacen que cooperación y ética se acaben yuxtaponiendo sentimental y racionalmente en una misma dimensión. Recuerdo que Tomasello, un estudioso de la cooperación, afirmaba en uno de sus ensayos que nunca se ha visto a dos animales portando un tronco juntos. El altruismo, la compasión, la empatía, la cooperación, la solidaridad, la justicia, la equidad, nacen de aquellos que se saben miembros de la comunidad humana y valoran a los demás con la misma equivalencia que solicitan para sí mismos. Son valores morales y sentimientos que brotan al unísono del ejercicio ético, de esa disciplina que se pregunta sobre cómo nos gustaría ser, y que al preguntárselo no elige a un individuo como sujeto de sus elucubraciones sino a toda la humanidad. El egoísmo cuando se activa abjura de ver y tratar al otro como un equivalente. Todo esto en escenarios ausentes de afecto. Donde hay genuino afecto, la quintaesencia de nuestra condición de seres humanos, el egoísmo tiene vetada la entrada.



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martes, enero 12, 2016

Ayudar porque sí



La banda ancha, obra de Juan Genovés
Resulta curioso comprobar cómo se ha amputado de la definición de compasión su naturaleza colaborativa. En realidad la propia compasión como sentimiento ha sido defenestrada del catálogo afectivo al considerarla desnortadamente más una humillación que una colaboración. Es un buen muestrario del troquelado sentimental contemporáneo y de cómo muta el alma humana. La compasión emerge cuando sentimos como propio el dolor ajeno, cuando el dolor que asedia al otro pasa a asediarnos también a nosotros. Esta sería la primera parte del enunciado, insuficiente si no agregamos al instante su continuación. Una vez que hemos hecho nuestro el dolor del otro hay que urdir estrategias para neutralizarlo, experimentar la necesidad de ayudar a la persona que está siendo saturada por un dolor frente al cual ella sola se siente inerme. Ese dolor lo interpretamos tan inmerecido y nos indigna tanto que nos revolvemos para ayudar a combatirlo. La compasión se revela así como la puerta de acceso al orbe ético, porque es gracias a ella como los demás se adentran en nuestra vida y en nuestras reflexiones. No hay mayor nexo con el otro que hacer tuyo el dolor que es suyo. Ayudar al doliente se erige en una máxima impostergable en los mecanismos de la compasión. Nos duele que alguien igual a nosotros, un compañero en las filas de la humanidad, pueda estar pasando lo que está pasando, y por eso ponemos empeño en revertir su situación, o amortiguarla si deviene irresoluble.

Aquí quiero introducir una feliz excepción. No siempre es necesario contemplar el dolor en el otro para ayudarlo. También se puede ayudar al que no demanda ayuda, pero la agradece porque le facilita las cosas, le hace mejorar, le allana el casi siempre pedregoso camino del día a día. Este punto me parece sustancioso. En la literatura de la negociación existe un precepto llamado la mejora de Pareto que indica algo análogo. Si puedes ayudar a tu contraparte sin que te suponga ninguna concesión, si puedes expandir el beneficio sin que nadie salga perjudicado, hazlo, porque nutrirás la relación e insuflarás vigor al compromiso del acuerdo. Es una buena propuesta, pero claramente matrimoniada con la pervivencia del acuerdo que subyace en toda concertación. Kant afirmaba que la moralidad de un acto descansa en la intención que nos impele a llevarlo a cabo, y en la mejora de Pareto está bastante definida su genealogía.

Sin embargo, se puede ayudar al otro desinteresadamente en las pequeñas rutinas de la vida cuando no hay nada que nos lo impida, hacerlo porque sí, sin sensación de deber, sin incentivo crematístico alguno ni búsqueda de compensación, sin más finalidad que la propia ayuda. No se busca la reciprocidad ni directa ni indirecta, ni se instrumentaliza la colaboración en aras de posteriores réditos. No se realizan aritméticos cálculos inversionistas tratando de rentabilizar la acción en el largo  o corto plazo. No es un presupuesto que persiga la gratificación afectiva, o el sentimiento fruitivo, o incremente los niveles de estima y la cotización social. No. Se trata de una respuesta solícita nacida espontáneamente de una sensibilidad empática para abrillantar la noción de ser humano, una disposición ética que no busca autorrecompensa sino la construcción de un mundo con menos aristas, un mundo más acogedor y amable. Nuestras interacciones comunitarias podrían adecentar mucho nuestro derredor simplemente dejándose coger de la mano de una máxima que no acarrea ningún coste adicional: «Actúa del tal modo que siempre que puedas elegir entre la pasividad o la mejora de la situación de otra persona, te decantes por esta segunda opción sin  más intención que ayudarla».



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jueves, septiembre 24, 2015

¡Peligro: la soberbia!


A sus pies. Luis Beltrán
La soberbia es el primero de los siete pecados capitales. Los pecados capitales son un paseo por los lóbregos sótanos del alma humana, una llamada de alerta de los peligros que acarrean aquellas pasiones que han tomado la dirección de la desmesura. Son comportamientos que se hibridan con otros comportamientos con los que comparten vecindad y a veces consanguinidad y que entorpecen la convivencia, ensucian las interacciones, inoculan insalubridad en el yo. El primero de ellos es la soberbia. Es un movimiento de doble dirección. Alude a la atracción que nos impulsa a la grandeza y a la fe en uno mismo por alcanzarla en su sentido positivo, pero también a la vanagloria y al desprecio a los demás en su sentido negativo. Coloquialmente hablamos de la soberbia  como la hipertrofia del ego, que además posee la irrefrenable singularidad de que no admite los méritos en otro yo al que trata de anular con el menosprecio. Una envenenada pedagogía del mirar hace que la conducta soberbia incapacite para ver o aceptar en los demás atisbos de excelencia, porque señalarlos empequeñecería la grandeza que el soberbio reclama para sí mismo en exclusividad. Esta necesidad de devaluar la conducta ajena se basa en la desconsideración:  negarle al otro el valor y el respeto que se concede a sí mismo, y por tanto humillarlo y rebajarlo en un juego de vasos comunicantes en el que el desprecio al otro es en realidad un velado halago al propio yo. 

Si los pecados capitales señalan la desmesura, la soberbia es el descomedimiento de un buen concepto de uno mismo. Creemos saludable poseer una buena autoestima para evitar la irresolución del yo ante los desafíos del mundo, pero no rotar hasta el otro extremo y granjear peligrosa amistad con la altivez. Nos quejamos de aquellos cuya excesiva modestia les impide incrementar posibilidades, pero censuramos y solemos alejarnos preventivamente de los que han enfermado de vanidad. Animamos a los que se atribuyen una autoestima baja a que aprendan a hablarse bien para sortear la mortificación, pero nos provocan vergüenza los que pasan al otro lado del péndulo y se instalan en la arrogancia.  Nos gusta la gente que siente orgullo (la satisfacción que procura lo que uno considera bien hecho, no confundir con el orgullo del que se niega a capitular un curso de acción a pesar de coleccionar razones para ello, todo por no aceptar que otros han propuesto mejores opciones), pero nos produce aversión la gente aquejada de egolatría (la admiración impúdica y continua de lo propio) o narcisismo (un amor tan abusivo hacia él mismo que no le quedan porciones que repartir con los demás). Consideramos inteligente pertrecharnos de un buen autoconcepto, pero nos resultan insoportables los vanidosos (los que buscan cualquier excusa para pavonearse buscando la permanente alabanza de los demás). Este equilibrio funambulista entre la desmesura y la carestía de soberbia nos retrotrae a Aristóteles y su célebre conclusión de que la virtud se halla en el justo medio, en ese punto geográfico situado entre el exceso y el defecto. El propio Aristóteles defendía que la virtud sedimenta en la conducta a través del hábito. Yo creo que al defecto le pasa exactamente lo mismo. Sólo que necesita bastante menos hábito.



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martes, agosto 04, 2015

Decir barbaridades sin pensarlas



Pareja, de Picasso
Defino como barbaridad toda expresión exageradamente hiriente y reprobatoria que rara vez se emplearía lejos de escenarios de exaltación e irascibilidad. Cuando uno suelta una barbaridad en medio de un acalorado desencuentro suele excusarse tiempo después esgrimiendo que «lo dije sin pensar». Quizá las cosas no sean estrictamente así. Cuando uno dice una barbaridad sin pensar es porque acaso ya la había pensado antes. La prudencia aconseja pensar lo que uno va a decir en cualquier momento y en cualquier situación, pero sobre todo invita a interrogarse por qué uno piensa lo que ha pensado alguna vez pero sólo lo dice cuando se dicen las cosas sin pensar. Perdón por esta ensortijada maraña de palabras. Cuando uno apunta con una afirmación como si fuera una escopeta de dos cañones, puede suceder que en ese instante uno no piense lo que dice, pero sí su cerebro, probablemente porque con anterioridad ya había pensado ese contenido y ahora lo único que hace es traerlo a colación. Soltamos ocurrentes barbaridades para vituperar al otro, apalearlo con esas palabras que anhelan ver la autoestima ensangrentada. No se trata de argumentar, no se trata de conciliar impresiones, no se trata de encontrar puntos en común para adoptar algún acuerdo. Se trata de dañar, deforestar la dignidad, esquilmar cualquier vestigio de afecto, diezmar el buen concepto que el otro tenga de sí mismo. Para una tarea así nos damos una vuelta por el desván en el que guardamos aquellas cosas que alguna vez hemos rumiado, incluso avergonzándonos por ello, pero que educadamente no confesamos. No al menos con la aspereza que solicitamos a nuestro lenguaje cuando nuestra boca se apropia de las virtudes de un estropajo de níquel. 

Ninguna palabra duele más que la palabra hiriente que se yergue en la garganta de una persona querida y que se dirige furibunda hacia nuestros tímpanos. Como los seres humanos tendemos a replicar la conducta que mantienen con nosotros, y hemos sido educados en el discurso de que no hay mejor defensa que un buen ataque, contrarrestamos los desgarradores improperios que recibimos soltando otros de lenguaje y calibre similares. Empieza un combate verbal para ver quién queda por encima de quien mientras los participantes van cayendo cada vez más bajo. Cada palabra se clava en los oídos como un afilado punzón, así que la réplica exige multiplicar la fuerza de las siguientes palabras para que penetren más dentro e inflijan más daño. A toda velocidad uno rebusca por todos lados en la lista de agravios y en la lista de confesiones privadas que ahora arroja a la cara del otro con el fin de hacerle tanto daño que le van a tener que llevar a urgencias (y uno sonríe maliciosamente sólo de imaginarlo). Se alimenta así una peligrosísima cadena esquismogenética, un ejemplo palmario de escalada de hostilidad. Yo defiendo que en muchas ocasiones empleamos términos lacerantes, aliñados con tacos y palabrotas, porque sabemos que luego nos van a perdonar, que la relación perdurará a pesar de ese exceso de franqueza que desemboca en descripciones que pueden partirle a uno por la mitad. Oscar Wilde explicó esta curiosa manera de proceder en un aforismo imbatible: «a quien más se quiere es a quien más se hiere». Igual que se da la paradoja de que lo que más nos separa de ciertas personas es la experiencia de haber estado juntas, lo que más nos incita a soltar exabruptos es saber que a pesar de habernos vilipendiado seguiremos estando juntos. Es en las relaciones más frágiles cuando nos pensamos milimétricamente qué es lo que vamos a decir en el momento en que erupciona nuestro enfado. Sabemos bien que un desliz verbal puede suponer el certificado de defunción de la relación. Versionando el anterior aforismo de Oscar Wilde: «a quien menos se quiere es con quien más cuidado se tiene». El mundo al revés.



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