Mostrando entradas con la etiqueta Derechos Humanos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Derechos Humanos. Mostrar todas las entradas

martes, diciembre 14, 2021

Cumplir los Derechos Humanos es cuidarnos mutuamente

Obra de Didier Lourenço

La semana pasada se celebró el Día de los Derechos Humanos. El 10 de diciembre de 1948 la Asamblea General de la ONU reunida por tercera vez en París proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Tras su conmemoración estaría muy bien recordar todos los días qué son, por qué se redactaron y, sobre todo, desentumecer nuestra reflexividad e interrogarnos para qué sirven. Si tuviera qué resumir en una enunciación sucinta su instituyente utilidad diría que se inventaron y se definieron para protegernos de nosotros mismos. Los Derechos Humanos son los derechos que nuestra imaginación ética y política creó para prevenirnos cuando nos enconamos y nos quema por dentro la veleidad de ser inhumanos con nuestros semejantes. Recurro a José Antonio Marina para explicarme mejor: «Reclamar un derecho es pedir una protección para que ese daño no vuelva a suceder; y una protección que no dependa de una eventual benevolencia». Cada nuevo derecho amplía la territorialidad del cuidado. Según la filósofa francesa Helena Cisoux «el cuidado es un tipo de atención interpersonal donde estamos para el otro», una preciosa definición que es extrapolable a la de un derecho, una atención que vela por el otro. Ojalá no tardando mucho consideremos los actuales Derechos Humanos insuficientes para vivir una vida buena. Significaría que estamos narrándonos de otro modo. Que nos estamos cuidando bien.

Los Derechos Humanos nacieron tras las dos guerras mundiales del siglo pasado. La tamaña irracionalidad de una guerra es tan inconmensurablemente desbordante que resulta imposible no recapacitar y admitir que el animal humano es el animal capaz de cometer inhumanidades. La atrocidad y la vileza son patrimonio de la humanidad. Tras el hemoclismo de la Segunda Guerra Mundial nos consternamos emocionalmente al comprobar la tenaz capacidad depredadora del ser humano, y decidimos restringirla reglando con precisión matemática qué era absolutamente intocable en las cotidianidades vitales de un semejante. La Declaración Universal está punteada de medidas claramente precautorias. Quienes la redactaron sabían muy bien que producir odio y enfangar el espacio compartido gracias a la desconexión moral con el otro es una actividad muy sencilla de consecuencias tremebundas. Advirtieron inteligentemente que en la vida de cualquier ser humano se tendría que establecer un repertorio de condiciones mínimas para trocar ese posible odio por bondad, la irascibilidad por sosiego, la ira supurante por fraternidad, el miedo por estabilidad. Ese repertorio son los treinta artículos que conforman la Declaración Universal. Son un listado de lo básico que debe disponer una persona para poder aspirar a una vida digna y significativa y tejer así vínculos y concordancias plenificantes, que es la mejor prevención posible para organizar pacíficamente la vida en común .

Si disponemos de contextos lamentables, construiremos relaciones lamentables. Marginar las condiciones materiales, fomentar la desprotección estructural de la vida y ensuciar el medioambiente social es favorecer los sentimientos de clausura al otro. En entornos de injusticia y pobreza rodeada de riqueza prenden con peligrosa facilidad la competición, el miedo, el resentimiento, el narcisismo, la crispación, la rabia reactiva, la despolitización, la impaciencia, la envidia, la desecación afectiva, la imperturbabilidad, la frustración, la incapacidad de condolernos. Todos son sentimientos y actitudes que al incrustarse en nuestros hábitos nos envilecen por dentro y nos devastan por fuera. Esta devastación interior y exterior facilita que los discursos excluyentes y discriminatorios obtengan una alta recepción social. Nada de lo enumerado sienta las bases fecundadoras para ayudarnos unas y otros, para que quereramos y cultivemos la emancipación de los demás, para urdir soluciones colectivas a problemas comunes relacionados con nuestro planeta, nuestros cuerpos y nuestra dignidad. He aquí la relevancia de los Derechos Humanos. Defenderlos, cumplirlos e intentar ampliarlos es una forma de cuidarnos. El cuidado es atender a la consustancial vulnerabilidad de lo valioso. No hay nada más valioso que una existencia.


 

Artículos relacionados:

martes, septiembre 21, 2021

La peligrosa producción de odio al diferente

Obra de David Cumbria

El odio es el sentimiento que emerge en los animales humanos con el afán de infligir daño a otro animal o a la comunidad a la que pertenece. Cuando escribí el ensayo La razón también tiene sentimientos realicé una taxonomía binaria de los afectos. Los bifurqué en sentimientos de apertura al otro y sentimientos de clausura al otro. Era una división muy similar a la realizada por Jesús Ferrero en Las experiencias del deseo, que las cifraba en eros y misos, y las subdividía en eros y misos a uno mismo y al otro. El odio es el paradigma de esos sentimientos de clausura que en vez de expandirnos nos embotellan en las dimensiones claustrofóbicas del yo y del grupo de iguales. Frente a los sentimientos que celebran la vida y son centrífugos en su afán de aproximarnos a la interacción heterogénea, el odio es centrípeto y anhela la subyugación e incluso la eliminación física del diferente. Aquí conviene distinguir bien el odio del papel instrumental de la indignación, que es el sentimiento que se revuelve ante lo que se considera una injusticia con el fin de restituir la equidad perdida. Nada que ver con los fines del odio. La misantropía, la androfobia, la homofobia, la LGTBfobia, la misoginia, la aporofobia, la xenofobia, es odio focalizado sobre personas que subrayan el énfasis de la diferencia. El odio al otro se inspira en leer el mundo con la simpleza de la dicotomía agonal Nosotros-Ellos. Por supuesto ese Ellos aglutina lo peor, es un enemigo al que hay que derrocar en vez de personas dispares con las que la interdependencia nos exhorta a cooperar. 

Este rudimentario maniqueismo otorga al Nosotros una indiscutida superioridad que incluso legitima el uso de la fuerza en el supuesto de que alguno de Ellos la ponga en entredicho. En Amor y odio. Historia natural del comportamiento humano, Irenaus Eibl-Eibesfeldt da con la clave cuando comenta que presentar al otro como un ser inferior y ominoso suprime la compasión, que es el primer paso para ponerle el marchamo de inhumano y acto seguido validar estratagemas agresivas con las que conminarlo y obligarlo a adherirse a nuestra cosmovisión. El germen de degeneración que patrocina el odio al que no piensa ni comparte prácticas de vida homólogas radica en denostarlo hasta negarle la equivalencia de ser un ser humano como nosotros. La filósofa brasileña Marcia Tiburi es diáfana cuando escruta la idiosincrasia de este modo de mirar fascista: «Es la negación de otro punto de vista, otro deseo, otro modo de ver el mundo, otro al que conocer. El fascista no dialoga con nadie, porque la operación lingüística que implica el otro es imposible para él. Cree que las cosas no pueden ser diferentes porque el mundo está definido en sus sistemas de pensamiento». Estos días estoy preparando una conferencia que pronunciaré la próxima semana en Santiago de Compostela sobre libros y diversidad en la que intento vincular la experiencia lectora con el entrenamiento del pensamiento empático y compasivo, dos sentimientos primordiales para convivir fraternalmente con la disparidad y la discrepancia. Para aceptar que el otro es un interlocutor irrevocable por muy divergente que sea su instalación en el mundo.

Los prejuicios, los fanatismos, los fundamentalismos, el odio al diferente, son fiascos del ejercico cognitivo, que cualquier mente artera afanada en reclutar correligionarios puede activar de una manera muy sencilla. En Biografía de la inhumanidad José Antonio Marina hace inventario de las atrocidades de las que somos y hemos sido capaces los animales humanos, y sobre todo recuerda la preocupante facilidad con la que se pueden mutar los sentimientos buenos por sentimientos aversivos, rasgar los parapetos morales, colar en las instituciones políticas voces y discursos que estimulan el odio a quien no se ahorma a una cosmovisión cerrada y unívoca. Horroriza comprobar con qué simplicidad han emergido a lo largo de la historia caudillajes que con oportunismo táctico y una infantilizada simplificación del lenguaje político han provocado el asesinato de millones de personas. Para activar e inflamar el odio basta con azuzar emociones muy primarias en contextos sociales de precariedad, miedo, competición e incertidumbre. Quien más odia es quien más se odia, y el autoodio y el resentimiento prenden velozmente en el corazón cuando uno se siente maltratado, engañado, precarizado, humillado, desnortado, frustrado, ninguneado. Cuando uno se cataloga como víctima ve victimarios por todas partes. Sin embargo, la desarticulación del odio y la implementación de medidas precautorias requieren mucho tiempo, educación, ordenación afectiva, impregnación de lo heterogéneo, marcos políticos emancipadores y equitativos, la colaboración de la ciudadanía y los agentes institucionales para entretejer relatos comunes de consideración y de elogio a las personas que los ejemplifican. Necesitamos el concurso de un  pensamiento ético que sienta que la filiación a la humanidad está muy por encima de cualquier otra. Que no hay un Nosotros ni un Ellos. Hay Dignidad. El derecho a poseer Derechos Humanos. Y el deber de respetarlos.


    Artículos relacionados:



martes, junio 15, 2021

Las mutaciones de la palabra miserable

Obra de Marcos Beccari

Recuerdo lo mucho que me llamó la atención leer en La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha que el término miserable etimológicamente significa compadecible. El filósofo Aurelio Arteta explicaba en las páginas de este ensayo que, igual que memorable es lo que merece ser recordado, el miserable es el que por su situación es digno de compasión. El tiempo borró el significado seminal de este vocablo y lo mutó en otro muy disímil. Ahora miserable es aquel que actúa de un modo indigno y se hace acreedor de un pliego de cargos por conducirse así. No hay compasión hacia él, solo desaprobación, o punición. Sin embargo, si nuestra ordenación sentimental está bien configurada, si nuestro entramado afectivo ha indagado lo suficiente como para verse cara a cara con la vulnerabilidad y la falibidad humanas, el miserable nos debería dar lástima, otra virtud bajo sospecha, por proseguir con la terminología de Aurelio Arteta, una variación de la tristeza que emerge cuando oteamos comportamientos tan desalmados que llega a afligirnos la corroboración de que alguien semejante a nosotras y nosotros los pueda llevar a cabo. 

Las trayectorias de la palabra miserable son numerosas y todas ellas invitan al ejercicio especular. El término alberga varias acepciones relacionadas con lo mezquino y la pobreza. Por un lado tildamos de miserable a quien se conduce de manera ruin, pérfida, abyecta, malvada, canalla, vil, innoble, despreciable.  Por otro, a quien sufre pobreza extrema. En esta segunda rama semántica, miserable sería quien acumula mucha miseria, del mismo modo que amable es el que hospeda mucha amabilidad en el trato. Otra acepción es la de tacaño y cicatero. Hay una cuarta acepción que significa desdichado, desventurado, infeliz. La genética lingüística de malvado enlaza directamente con la de desdichado. Si desgranamos su etimología, veremos que el término malvado proviene de malifutius, que a su vez procede de malus (malo) y factus (destino). Una persona desdichada es una persona condenada a una existencia desgraciada,  el desgraciado es aquel que se halla en una situación lamentable, que no tiene donde caerse muerto, que es una formulación eufemística de la pobreza, pero a la vez también es el que tiene mal destino, lo que le convierte en malvado. Se cierra este espacio de convergencia léxica.

Hibridar pobreza y ruindad bajo el mismo paraguas conceptual es un auténtico semillero para que brote con frondosidad la aporofobia. El lenguaje nunca es inocuo, y detrás de estas ingenieras semánticas germinan creencias y ficciones con mucho protagonismo en la estructuración de los imaginarios y en la vertebración del medioambiente social. Si la pobreza adjunta pobreza moral, como indica la compartición del mismo término, acto seguido justificaremos el miedo al pobre, porque a quien vemos como poco moral lo juzgamos peligroso, una persona cuya impredecibilidad nos desasogiega al no estar sujeta a los estándares éticos y prefigurados. He aquí la criminalización del pobre y su conversión en miserable, ahora según la acepción moral. La aporofobia no es solo la aversión al pobre por ser pobre, como bien señala la progenitora del vocablo, Adela Cortina, sino que es aporofóbica toda disposición a señalar al pobre como agente ameritador de su pobreza. Culpabilizar al pobre de su situación de pobreza pone en cuestión su voluntad y por lo tanto desplaza el asunto a la esfera ética.

Al atribuir voluntariedad  a la pobreza (y por lo tanto admitir el colmo de culpar de ella a quien la padece), se descarta así su condición de problema estructural y político propios de los escenarios de suma cero, se omite la preminencia del entorno en el que se despliega cada vivir humano, y por su puesto  se excluye la pobreza del listado de asuntos a tratar en la agencia pública. La omisión intencional de la pobreza como problema colectivo que delata enorme fragilidad social da alas argumentativas a la afirmación  de que ser pobre es una decisión, como lo es ser feliz o desdichado, lo que la perenniza, pero asimismo justifica la contraimagen del éxito personal de la riqueza. Si en el relato del pensamiento hegemónico la riqueza es fruto del denuedo, sería fácil aducir que la pobreza se podría exorcizar si hiciéramos partícipe de ese desempeño al compromiso individual. Se construye la falacia de que la voluntad es el garante que media en los procesos meritocráticos, en vez de un criterio de posibilidad. De este modo en el escrutinio de la pobreza no solo se penalizaría al pobre por serlo («no se ha esforzado lo suficiente», según la retórica aporofóbica), simultáneamente esta penalización que prestigia la voluntad traería adjuntado un halago narcisista para quien no es o no se considera pobre. La estigmatización de la pobreza encubriría el autoelogio.

 

  Artículos relacionados:

 

martes, marzo 09, 2021

Feminismo no es lo contrario a machismo

Obra de Mathis Miles Williams

En una ocasión una mujer me lanzó una pregunta indagadora. «¿Eres feminista?», me inquirió inesperadamente porque la conversación llevaba adentrada en otros asuntos y no anticipaba este giro temático. A pesar de que acogí la interrogación con cierta sensación de extemporaneidad, le respondí: «No concibo que nadie bien educado afectiva y cognitivamente no lo sea». Adherirse a los postulados del feminismo no debería bonificar en el mundo de las relaciones, pero no secundarlos descualifica para entablar interacciones dignas e igualitarias. Desde las industrias persuasoras hegemónicas se ha polarizado un debate en el que se relee el feminismo como lo contrario al machismo, y no es así. Machismo es el conjunto de comportamientos y valores destinados a devaluar y degradar a las mujeres por el hecho de ser mujeres. Feminismo es aceptar que el hecho de que hombres y mujeres seamos diferentes no legitima ningún motivo de desigualdad. Las disimilitudes biológicas no deberían habilitar disparidades normativas, jurídicas y comportamentales. Formalmente no ocurre, pero sí en la práctica. Ayer 8M, Día de la Mujer Trabajadora, no celebrábamos ni festejábamos la existencia de la mujer, como escuché afirmar a algunas voces acríticas, sino que conmemoramos esta fecha de enorme significado histórico para vindicar los derechos, oportunidades y libertades de las mujeres.  

Es un día en el que se visibiliza la desigualdad y se insiste en la erradicación de este trato basado en relatos patriarcales cargados de animadversión prejuiciosa hacia la mujer y en la perpetuación de privilegios materiales y narrativos para el hombre. A veces se nos olvida, pero el Día Internacional de la Mujer se ubica el 8 de marzo porque este mismo día, en 1857, varios miles de mujeres que trabajaban en la industria textil se manifestaron en las calles de Nueva York para exigir salarios menos miserables y condiciones laborales más humanas. La brutalidad policial para disolverlas mató a ciento viente de aquellas mujeres que pensaban e imaginaban un mundo más equitativo. El lema de esa germinal manifestación fue Pan y rosas. El pan simbolizando la seguridad económica, las rosas metaforizando una existencia mejor. Recuerdo el 8M del año pasado. Se enarbolaban muchísimas vindicaciones, pero todas apelaban a lo justo y a su pugna en el caso de su incumplimiento, a subvertir que ser mujer sea un destino con sumisiones predefinidas por un código de valoración que las deprecia. Una chica muy joven levantaba una pancarta en la que se podía leer: «Nos ha salido feminista. No, os he salido de la jaula». Una mujer octogenaria empuñaba otra con un texto inteligente y muy bondadoso: «Lo que no tuve para mí que sea para vosotras»

El enorme excedente de población desempleada es necesario para producir precariedad y explotación en los trabajadores que están dentro del mercado laboral, y a la vez crear pesadumbre entre los que están fuera, que se convierten en inevitable elemento de comparación y potente fuente de sumisión para sus antagonistas. Este paisaje de residualidad desoladora que habla tan mal de nuestra forma de organizar la vida en común se hipertrofia si quienes lo habitan son mujeres. Ser mujer es padecer un ecosistema laboral protagonizado por la brecha salarial (discriminación y devaluación retributiva en torno a un 23% por ser mujer), segregación horizontal (desempeño de empleos con remuneración y valor social inferiores), segregación vertical (escasez de puestos de responsabilidad y dificultad adicional para conseguirlos), subempleo (ocupación de empleos de inferior categoría a la acreditada por la titulación), techo de cristal (barreras disociadas de las competencias y el conocimiento con las que se encuentran las mujeres para la promoción profesional y el ascenso a las masculinizadas cúpulas corporativas), monopolio de los trabajos domésticos y de cuidados con elevadísimos porcentajes de economía sumergida, penalización tácita por la necesidad de conciliar ante la posibilidad de crear vida (criaturas) y sostener vida (cuidarlas y atender a personas dependientes). 

Además de esta retahíla de discriminaciones que concurren en la esfera laboral, las mujeres son las encargadas mayoritariamente de la absorción de las tareas del hogar básicas para que la producción disponga de mano de obra bien alimentada, descansada, limpia y cultivada. Si se contabiliza el trabajo remunerado (empleo) y el no remunerado, las mujeres trabajan más horas al día que los hombres, lo que no obsta para que sus ingresos sean mucho más exiguos. Más todavía. «De todos los factores que pueden incidir en el hecho de que un ser humano sea pobre, ninguno influye tanto como ser mujer», es decir, existe una feminización de la pobreza. Ante tanta injusticia, posicionarnos con el feminismo debería naturalizarse en la deliberación y en el comportamiento. Y con el hábito convertirse en un deber humano para extender nuestra humanización siempre en curso.


  Artículos relacionados:

 


martes, marzo 17, 2020

Días para sentir que nos necesitamos unos a otros

Obra de Pere y Josep Santilari
Desgraciadamente tenemos que padecer una crisis sanitaria como la que estamos sufriendo ahora mismo con la pandemia del coronavirus y sus daños colaterales de genealogía social y económica para sentir vívidamente y sin necesidad de profundos ejercicios de reflexión y abstracción que somos existencias al unísono. Así se titula la trilogía en la que deposité mis ensayos La capital del mundo es nosotros, La razón también tiene sentimientos y El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Si se fijan en la parte superior de esta página, verán un recuadro en el que se puede leer que «somos existencias vinculadas a otras existencias. A nuestro alrededor hormiguean alteridades adheridas en distinto grado a nuestros proyectos e intereses». Vivimos en comunidad, convivimos, interactuamos con nuestros congéneres. Ser existencias al unísono nos convierte en existencias interdependientes, y la interdependencia...


* Este texto aparece íntegramente en el libro editado en papel Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento (Editorial CulBuks, junio 2020).  Se puede adquirir aquí.














martes, febrero 04, 2020

Cuidarnos porque somos vulnerables

Obra de Gottfried Helnwein
Cuidar y curar comparten semántica, pero también equivalencia experiencial en las prácticas y los vínculos que tejen vida compartida. Curar proviene del latín curare, cuidar, preocupar. Cuando cuido, curo; y cuando curo, cuido. Cuidar pero también cuidarse son actividades inexcusables que devienen herramientas sentimentales y cívicas, porque al cuidar y al cuidarme me vuelvo cuidadoso, y al volverme cuidadoso me tengo en cuenta y tengo en cuenta diligentemente al otro, que es una definición muy válida tanto de justicia como de respeto. Todo aquello que se traduce en acción se aprende y se afina haciendo, de ahí que cuando cuidamos aprendemos a ser cuidadosos, y cuando nos esmeramos en ser cuidadosos internalizamos el cuidado en nuestro repertorio comportamental. Etimológicamente cuidar proviene de coidar, y este a su vez de cogitare, pensar. Cuando pensamos profundamente y nos entregamos a lucubraciones sobre nuestra inserción en el mundo, resulta inevitable pensar atentamente en el otro y en nuestra interacción con él, puesto que es en esa experiencia unísona donde radica la palpitación de la vida.  Ese otro cambia la acción de cuidar. No es lo mismo cuidar algo que cuidar a alguien.

A mediados de los noventa del siglo pasado mi admirado Franco Battiato publicó la canción La cura, una maravillosa tonada en la que hablaba del cuidado. De hecho, en su versión española se tituló así, El cuidado. Fue la canción del año en Italia. La primera estrofa de la letra es fantástica y evidencia cómo el cuidado y la preocupación son sinónimos: «Te protegeré de los miedos a la hipocondría, de los trastornos que desde hoy encontrarás en esta vida, de las mentiras y las injusticias de tu tiempo, de los fracasos que por tu talante fácilmente atraerás». Esa cura es la protección, el guarecimiento, el saber que nuestra vulnerabilidad no es accidental, sino ontológica. Somos vulnerables porque somos humanos y somos humanos porque somos vulnerables. La canción enseguida se convirtió en una nana que los padres tarareaban a sus hijos más inermes, que es junto con la senectud uno de los instantes biográficos donde la vulnerabilidad deja de ser una idea abstracta y se hace tactilidad y presencia. Existe otra palabra que nos puede ofrecer muchas pistas semánticas sobre el cuidado y su protagonismo en cualquiera de las parcelas humanas. Seguridad proviene del latín sine cura, es decir, sin cuidado, exento de preocupación. Nos sentimos seguros cuando no nos tenemos que preocupar. Cuando nos aconsejan poner cuidado es que vamos a adentrarnos en el interior de una actividad que requiere concentración cejijunta o que es peligrosa. Peligro es todo aquello que conmina con desbaratar nuestro equilibrio. Solo depositando cuidado en nuestra acción podremos soslayar la amenaza y salir indemnes.

La ética del cuidado es tan culminal que ignoro por qué es un tema lateral en la agenda política y en la conversación pública. Afortunadamente ya hay autores que reclaman para el cuidado la misma entidad que la justicia. Del mismo modo que existe la justicia gratuita, toda persona debería ser cuidada en el supuesto de necesitarlo, supuesto que evidentemente la biología y los imponderables consustanciales a estar vivo se encargarán de que deje de serlo en cualquier súbito instante. Los cuidados que todos los seres humanos necesitamos se manifiestan en tres grandes áreas de acción que se interfluyen en un dinamismo que transversaliza todos los ámbitos en los que habitamos: el cuerpo, el entramado afectivo y los Derechos Humanos, es decir, el ámbito privado, el intersubjetivo y el político. Dicho en tres palabras muy sencillas: salud, sentimientos buenos y dignidad. La compasión latina o la sympathia griega es el sentimiento fundacional para cultivar esta gramática ciudadana que se puede sintetizar en cuidarnos como corporeidades obsolescentes que somos; cuidarnos como seres sintientes imantados hacia el afecto y programados para quedar abatidos ante aquello que nos irrespeta; cuidarnos como seres valiosos que necesitan unos mínimos para cultivar autónomamente unos máximos con los que singularizarse y sacar brillo a su dignidad (la capacidad de elegir fines que solo puede ejercerse cuando el absolutismo de la necesidad biológica está contrarrestado). También ese cuidado ha de prestarse como un deber inteligente a la naturaleza que nos permite estar vivos y al resto de animales con los que compartimos el planeta. Si se piensa bien, cuidar, que no en vano proviene de cogitare, es cuidarse.



Artículos relacionados:
Solo se puede amar aquello a lo que prestamos atención.
Nadie puede decir que es humilde.
Cuidarnos en la alegría.