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martes, julio 25, 2017

«Soy responsable de mis palabras, no de lo que los demás interpreten con ellas»



Obra de Javier Arizabalo
El primer axioma de la teoría de la comunicación humana de Paul Watzlawick señala que es imposible no comunicar. Creo que la afirmación es más exacta sin canjeamos el verbo comunicar por el de informar. En la comunicación hay intención de trasvasar información, pero en muchas ocasiones transmitimos información de nosotros mismos a los demás sin necesidad de comunicar nada. Al tener valor como mensaje, cualquier minúscula interacción informa de algo de nosotros, aunque si fuéramos más precisos tendríamos que matizar que más que informarles se informan ellos. En esta trashumancia de información el observador mediatiza lo observado y sesga ineluctablemente cualquier conclusión. En su ensayo sobre conducción de disputas y comunicación Marines Suares cita al psicoterapia Bradfor Keenay para explicar que en vez de datos deberíamos hablar de captos por la sencilla razón de que estamos captando la realidad y construyéndola. En esa construcción interviene el dispositivo emocional, la cognición, todo el aparataje sentimental, la rutinización del sistema de creencias, el capital empírico, la irradiación axiológica, la estratificación de valores éticos y personales, la constelación de deseos, la fuerza palpitante de las expectativas, el componente nada desdeñable de la irracionalidad. Kant ya advirtió la diferencia entre la realidad (el incognoscible noúmeno) y lo observado en ella (el fenómeno). Humberto Maturana expresa parecida bifurcación epistemológica cuando habla de realidad entre paréntesis y realidad sin paréntesis. Por mucha distancia analítica que tomemos, cualquiera de nosotros solo percibe la realidad entre paréntesis. La explicación es muy fácil. El paréntesis somos nosotros.

Si aplicamos esta constatación al proceso comunicativo, tenemos que anunciar que los demás, más que escuchar lo que encapsulamos en nuestras palabras, se dedican a interpretarlas. Nuestra realidad es captada por nuestro interlocutor, pero al captarla, la desedimenta y la amolda a sus esquemas autorreferenciales. En este automatizado proceso, el sujeto convierte en objeto nuestras palabras y las poluciona inconscientemente, las  sesga, las evalúa con el mismo criterio que instala su existencia en el mundo de la vida. Aquí radica la explicación de que cualquier crítica revela más del crítico que de lo criticado. Lo cardinal por tanto en la acción comunicativa no es solo lo que decimos, es sobre todo lo que interpretan quienes nos escuchan. Existen dos tesis de alta nocividad que se propagan alegremente en cursos de comunicación y habilidades sociales que entroncan con lo que yo intento explicar aquí. En la primera se pregona que «no es verdadero lo que dice A, sino lo que entiende B». Es una frase muy llamativa, pero es muy difícil aceptarla como cierta. Hacerlo sería admitir el papel periférico del que habla frente al papel estelar del que escucha. Lo que dice A puede ser un enunciado cuya verdad o falsedad se puede demostrar y, sin embargo, lo que entienda B sea algo por completo desconectado de lo que dijo A. Otra cosa muy distinta es defender que «en una acción comunicativa es importante lo que dice A, pero es muchísimo más importante saber lo que entiende B».

La segunda tesis postula que «cuando B interpreta erróneamente un mensaje de A, la responsabilidad es siempre de A». Es una sentencia inicua que condena al hablante por la acción de alguien que no es él. Aun partiendo de la buena voluntad de B a la hora de interpretar el mensaje de A, si el mensaje se distorsiona en su recepción, la responsabilidad siempre es del distorsionador, no del que emite el mensaje. El principio rector de la acción comunicativa ha de responsabilizar a uno del control de lo que afirma, pero no de lo que entiende el otro cuando la idea migra a sus tímpanos. Somos propietarios exclusivos de nuestras palabras, pero no de las conclusiones que alcancen quienes absorben nuestros argumentos. Dándole la vuelta al célebre aforismo de Shakespeare, prefiero ser esclavo de mis palabras que rey de las interpretaciones que hagan los demás de ellas. Aunque se podría añadir una puntualización. Somos responsables de lo que decimos, pero también de lo que el otro entiende, cuando, pudiéndolo llevar a cabo, desatendemos voluntariamente el necesario hábito discursivo de averiguar si existen unos mínimos de concordancia entre lo afirmado y lo interpretado. A pesar de esta saludable prescripción, resulta ineludible aceptar la existencia de un hiato entre nuestras afirmaciones y el significado que tienen para nuestro interlocutor. Nuestra realidad observada o comunicada es, en su pura totalidad, inextricable para el que la observa o para el que la oye. Solo puede acceder a una estimación. Solo puede captar el fenómeno, pero no el noúmeno del que nos hablaba Kant hace doscientos años.



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martes, mayo 16, 2017

Es un milagro que dos personas puedan entenderse algo



Obra de Dan Witz
La mayoría de los sobreentendidos son los culpables de la ocurrencia de malentendidos. En un sinfín de ocasiones sobreentendemos información que no tiene nada que ver con la que nos han querido transmitir, lo que no impide que nos relacionemos con ella como si fuera indudable. Un sobreentendido se transforma al instante en un malentendido si los interlocutores no participan de la misma convención semántica adjudicada no sólo a un significante, sino a la constelación de significantes en los que se expresa una idea, una propuesta o una promesa. Precisamente para evitar el florecimiento de sobreentendidos solemos entablar animadas conversaciones en las que a través del despliegue de preguntas y respuestas se esclarezca el contexto semántico de los participantes. No obstante, muchas de estas conversaciones, en vez de adelgazarlo, engordan el sobreentendido hasta convertirlo en un malentendido adiposo. Todo esto sin listar los habituales encontronazos entre la comunicación analógica (paralenguaje y lenguaje corporal) y la digital (las palabras). Aquí doy por hecho que no hay contradicción entre ambos lenguajes y que la caligrafía de nuestros gestos mantiene agradable concordancia con el mensaje de nuestro verbo.

El corolario de la comunicación con conjuntos semánticos no aclarados es la incomunicación.  Si entre dos o más interlocutores existe una interpretación semántica divergente de un mismo significante, la comunicación se enlodará y la comprensión será una baza harto imposible. Hete aquí un auténtico semillero para los malentendidos y los focos de disensión en la acción humana. Kant prescribía que nunca se nos ocurriera discutir con un idiota porque a los pocos minutos la gente tendría muchas dificultades para discernir quién lo era y quién no (ver artículo), y yo creo que esta prescripción puede ser válida igualmente cuando uno habla con alguien que utiliza palabras de fisonomía similar pero encuadradas en marcos semánticos diferentes. Se puede parafrasear a Kant y exhortar a la siguiente conducta prudente: «Nunca discutas con quien habita en palabras parecidas a las tuyas, pero con significados distintos. Es muy probable que a los pocos minutos no sepas de qué te habla y te haga caer en la cuenta de que él tampoco sabe de qué le estás hablando tú».

Hace poco le leí a Javier Marías en uno de sus artículos dominicales que «la capacidad para manejar el lenguaje determina la calidad de nuestros pensamientos». El léxico y la sintasis en la que el verbo toma forma inteligible colorean el mundo, y su pobreza convierte a ese mismo mundo en un contorno difuminado y decolorado. Somos el individuo que vive entre la persona que estamos siendo y la que nos gustaría ser, y ese hiato se rellena con el lenguaje verbal de la fabulación. Los seres humanos habitamos en las palabras que pronunciamos y en las que no pronunciamos cuando el silencio conspira contra nosotros, en el marco sintáctico y semántico en el que construimos  el relato en el que  nos narramos, pero ese séquito de palabras, ese mobiliario léxico, puede albergar connotaciones muy disímiles según qué oídos lo acojan para transportarlo al cerebro y licuarlo en estructuras con sentido y significado absolutamente subsidiarias de cómo uno está instalado en el mundo. Yo defiendo que la mayoría de los conflictos se deben a problemas de comprensión nacidos de la utilización de palabras que significan cosas muy distintas para personas que creen que significan lo mismo. La expresión coloquial diálogo de besugos, o la también muy descriptiva discusiones bizantinas, se refieren a este tropismo lingüístico. He escrito muchas veces que la palabra es la distancia más corta entre dos cerebros que desean entenderse. Me reafirmo en ello, pero la realidad quedaría escamoteada si no agrego que también puede ser la distancia más larga entre dos cerebros separados apenas por unos centímetros. A todos nos compete saber en cuál de las dos situaciones nos encontramos. Y actuar o hablar en consecuencia.



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jueves, octubre 06, 2016

La cara es el escaparate del alma



Obra de Felipe Achondo
La acepción popular asegura que la cara es el espejo del alma,  pero a mí me gusta objetar que la cara no es espejo de nada, es el escaparate de toda la economía de ese sistema que llamamos persona. Una persona es un sistema intrincadísimo compuesto de instrumentos emocionales, cognitivos y sentimentales sobresaturado de combinaciones inacabables que hacen que la organización egocéntrica de cada uno de nosotros obtenga un resultado distinto a la organización urdida por cualquier otro. Este es el sencillo motivo por el que no existen dos personas idénticas en un lugar habitado por siete mil trescientos cuarenta y nueve millones de ellas. Hace tiempo le leí al psiquiatra Carlos Castilla del Pino que no es lo mismo el rostro que la cara. Podemos decir que el rostro nos uniformiza como parte del cuerpo, pero la cara nos singulariza. Ese diminuto espacio de la parte más elevada de nuestro cuerpo se convierte en el asentamiento de nuestra vida afectiva. Allí se acuna todo lo que nos ha ocurrido desde que un día nos nacieron hasta ahora, las cosas que hicimos y las cosas que acontecieron, las construcciones deliberadas y la colisión con lo aleatorio, la conjugación de nuestra voluntad con la imponderabilidad. 

La cara es la única parte que siempre llevamos descubierta, la única extensión con la que colisionarán los ojos de la mirada que me objetiva, la mirada que hace que yo deje de ser nadie. Del mismo modo que los buenos cantantes logran la proeza de acurrucar en su voz las vicisitudes con las que se han ido tropezando a lo largo de su vida, la cara es el anuncio publicitario de nuestra biografía. En este espacio reducido afloran los resultados que han ido cosechando las diferentes funciones de nuestros sentimientos. En la cara se solidifica la vinculación del sujeto con el mundo, la jerarquización de los valores personales y éticos que orientan sus decisiones, la ordenación de la realidad para construir su realidad. A medida que transcurre el tiempo la cara se metamorfosea en un mapa en el que quedan claramente localizados los episodios de mayor significación emocional por los que hemos pasado. La cara no habla, pero en su peculiar orografía se pueden leer muchos textos autobiográficos.

El padre de la microsociología Irving Goffman acuñó una expresión maravillosa que yo empleo frecuentemente en los cursos y que considero nuclear en el ámbito de las interacciones humanas: «salvar la cara al otro». Salvar la cara al otro es respetar la dignidad de nuestro interlocutor, mantener incólumne la consideración, no restregarle su terquedad en el error, sobre todo cuando finalmente ha capitulado y ha convenido que la evidencia que se le muestra es mejor que la que él defendió hasta este instante. Salvar la cara al otro es afirmar que el nuevo escenario nos mejora a ambos. Nada que ver con el hiriente «te lo dije», o el humillante «¿ves cómo yo tenía razón?». La cara es el escaparate del alma y lanzar allí metafóricas piedras es una profanación. Tenemos que obligarnos a salvar la cara al otro, pero también tenemos que asumir el deber de salvar la nuestra, que es el símil corpóreo del autorrespeto. Más allá de consideraciones cosméticas (cosmética deriva de cosmos, orden, así que significa aquello que ordena nuestra cara), el cuidado de la cara se erige en metáfora de nuestra dignidad. Porque la cara no es ningún espejo. Junto a las palabras que pronunciamos es el balcón al que se asoma lo que somos.



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martes, octubre 04, 2016

El amor es una conversación elegante



Obra de Nigel Cox
Una pareja es una unidad formada por dos personas que entablan una larga conversación. Si la conversación es de calidad, la pareja prolongará su unión en el tiempo. Si la conversación aparece deshilachada, el destino de la pareja se deshilvanará no tardando mucho. La conversación en la que se encarna el amor no necesariamente está exenta de conflictos, pero la diferencia entre la buena y la mala conversación es que en la buena la fricción se resuelve inteligentemente y en la mala la discrepancia se fosiliza peligrosamente. Algunos psicólogos presumen de augurar el futuro de una pareja en menos de cinco minutos sólo con observar cómo hablaban sus miembros. También es muy informativa esa estampa en la que una pareja no sólo no mantiene contacto verbal alguno, sino que ambos miembros espantan sus respectivos silencios mirando con estudiado desdén al lado contrario del otro. El amor vincula más con hablar que con cualquier otra magnitud, y hablar bien requiere el concurso de la inteligencia y de todos los sentimientos que se concentran en la bondad.

Recuerdo que José Antonio Marina arrancaba su ensayo Escuela de parejas con un aserto provocador. Se enamora la inteligencia generadora, pero acepta la relación la inteligencia ejecutiva. La inteligencia generadora es un disparador de ocurrencias de la que aún no sabemos cómo las confecciona y produce. La inteligencia ejecutiva es la que somete a inspección esas ocurrencias y les permite saltar a la acción, o les deniega el paso. Traigo a colación esta bifurcación de la inteligencia porque quiero remarcar que es precisamente la inteligencia ejecutiva la que con sus palabras angostará o expandirá los límites y la calidad de la relación. Hablar bien con la otra persona que completa nuestro binomio amoroso es prioritario, pero también lo es hablarse bien uno consigo mismo antes de formar diptongo alguno. El amor es un sistema de motivación (y como todo sistema para su buen funcionamiento requiere eficaces canales de comunicación) que agrupa múltiples sentimientos y deseos para ser compartidos con otra persona cuya complementariedad nos ensancha, nos energetiza y convoca los afectos más hermosos que habitan en el alma humana. Cuando no ocurre nada de esto no hablamos de amor, sino de otro tipo de vínculo, o de desamor, y esa relación enseñoreada por otros sentimientos ajenos a las experiencias de apertura puede devenir en un foco infecto que se nutra de lo más hediondo que también aloja el alma humana. En el discurso social se suele objetar que mantener una relación supone perder autonomía, cuando probablemente no haya un acto de mayor autonomía que decidir con quién se comparte una relación. Somos seres autónomos porque tenemos la capacidad de decidir qué fines queremos para abrillantar nuestra vida. La quintaesencia del ser humano se cifra en que puede optar, decidir, escoger, elegir. De aquí procede la palabra elegante, que define a la persona que sabe elegir bien. No hay elección que glorifique tanto esta capacidad tan entrañadamente humana como decidir si queremos compartir la vida y elegir con quién exactamente. Y para elegir bien hay que hablar, y al hablar hacerlo de un modo elegante. 



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martes, abril 05, 2016

Habla para que te vea



Obra de Anna Bocek
Tanto en cursos como en alguna charla suelo contar una anécdota atribuida a Sócrates. Muchos alumnos que han asistido a mis clases la conocen muy bien porque se me antoja muy preceptiva para el buen funcionamiento de las relaciones personales. El filósofo estaba casado con Jantipa, una mujer con un temperamento especialmente bilioso. Una vez se enzarzaron en una acalorada discusión y la irascible Jantipa agarró un cubo de agua y lo arrojó con furia a  la cara de Sócrates. A pesar del inesperado remojón, Sócrates tuvo la suficiente cintura para quitarle importancia al asunto: «Sabía muy bien que tras los truenos llegaría la lluvia». El relato no aclara si al escuchar estas palabras su mujer se encolerizaría todavía más y acabaría estampándole el cubo. Pero esta no es la anécdota que quiero compartir, sólo es un preámbulo para entender mejor el contexto. Casi siempre Jantipa, en vez de exponer verbalmente los motivos de su enojo, lo ritualizaba hacinándolo en un silencio malhumorado o depositándolo en algún que otro gruñido plagado de animosidad. Su silencio era como la aguja del sismógrafo que empieza a agitarse vaticinando la presencia de un terremoto. Como Sócrates ya estaba acostumbrado, cada vez que volvía a casa y veía a su esposa con el ceño fruncido y los labios apretados le interpelaba: «Habla para que te vea». Dicho de un modo técnico le sugería que por favor desplegara todas las herramientas que se articulan en el lenguaje hablado (léxico, sintaxis, gramática, semántica, prosodia, vocabulario gestual) para entablar un diálogo y evitar así la fosilización del enfado. Como sólo hablando se puede exorcizar el fantasma de la suposición, pero también es el único modo de tomar conciencia de  los frecuentes puntos ciegos de nuestra propia conducta, yo agregué otro posible ruego de Sócrates a su mujer: «Háblame para que yo me vea».

El año pasado conté esta anécdota en una clase del curso de experto en Mediación de la universidad Pablo de Olavide, y días después una alumna la transcribió para publicarla en una semanal columna de prensa. Su transcripción guardaba reivindicaciones feministas. Allí relataba que en esta anécdota la mujer, como siempre, se hallaba confinada en casa y Sócrates por ahí, y que probablemente Jantipa albergaba bastantes razones para estar enfadada y no apetecerle nada departir con su marido. Aquel artículo me hizo recapitular, recodificar los significados y añadir variantes a la anécdota. De repente ya no todo orbitaba en torno a la figura arbitral de Sócrates, sino que su mujer incrementaba su protagonismo, lo que otorgaba al episodio caleidoscópicos focos de observación totalmente novedosos. El inicial «habla para que te vea» podía trocarse por una interpelación en la dirección contraria y en el requerimiento de un recurso comunicativo distinto. Jantipa podría reprocharle a Sócrates: «Pregúntame para verme». Incluso si el diálogo buscaba combatir los ángulos muertos del comportamiento, Jantipa podía tomar la iniciativa e inquirirle a su marido: «Pregúntame para que te veas».

Hablar, dialogar, preguntar, negociar, pactar son verbos insertos indefectiblemente en la experiencia humana compartida. Hasta ahora no hemos encontrado una fórmula más eficaz para la opulencia comunicativa y para el arte de vivir en armonía que dialogar. El diálogo es el ecosistema en el que la palabra se despliega sobre sí misma y se enriquece con la pacífica presencia de otras palabras. Acota una territorialidad de la razón comunicativa vetada por completo a cualquier otro elemento de la comunicación. Gracias al diálogo podemos asimilar la alteridad y la divergencia canjeando argumentos. Gadamer afirma que el entendimiento mutuo nace de la fusión de horizontes, los que se trazan y expanden a medida que se va acumulando experiencia vital, pero, me permito añadir yo, esos horizontes cuajados de información y axiología sólo pueden ser absorbidos inteligiblemente por nuestro interlocutor en la estructura que facilita el diálogo. Hablando no siempre se entiende la gente, como proclama con excesivo optimismo el refranero, pero sin hablar es harto difícil que las personas podamos entendernos. La comprensión es el mayor afrodisíaco del diálogo.



(*) Habla para que te vea. El diálogo como estructura de la razón comunicativa, es también el título de un taller de seis horas que impartiré el sábado 21 de mayo en la Escuela Sevillana de Mediación.



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martes, febrero 23, 2016

Alegrarse de la alegría del otro



Obra de Keiyno White
Resulta muy esclarecedor comprobar que no existe una expresión verbal para indicar el sentimiento en el que uno hace suya la alegría del otro. He rastreado bibliografía y no he encontrado una palabra que defina esta experiencia. La compasión consiste en apropiarnos del dolor del otro y sentirlo como propio para intentar remitirlo, pero no existe la compasión de signo contrario, su correlación en los dominios del júbilo. No hay un término para explicar que nos apropiamos de la alegría del otro no para mitigarla, como ocurre con la compasión y el dolor, sino para disfrutarla, corroborarla y, si es posible, amplificarla. Uno se alegra de la alegría del otro, al margen de si su contenido trae adjuntado algún rédito personal para nosotros. (Abro un paréntesis. Cuando la alegría del otro nos entristece, entonces aflora el sentimiento de envidia. Cuando la tristeza del otro nos alegra, entonces brota el odio o el rencor, que es odio rancio. Cierro paréntesis). No tengo el menor atisbo de duda de que querer a alguien se manifiesta en su plenitud cuando te alegras con su alegría y  te entristeces con su tristeza.  Para lo segundo tenemos nombre, para lo primero no. Hablamos de «alegrarnos», que no deja de ser un término redundante y equívoco, porque también nos podemos alegrar de cosas nuestras, hecho que por ejemplo la compasión elude porque siempre señala al otro.

Max Scheler ya apuntó la dificultad lingüística para expresar «la simpatía por los otros en la alegría». Quizá el ser humano sea un poco alexitímico por una parte y abúlico por otra con la familia de los sentimientos que nos ayudan a florecer. Esto se puede constatar en lo solícitos que solemos ser cuando contemplamos la tristeza del otro y lo poco que nos moviliza su alegría.  «Si te encuentras mal, o necesitas hablar, no dudes en contar conmigo» es un latiguillo que ameniza las conversaciones de personas con nexos afectivos. Rara vez se contraargumenta:  «Y si estoy bien, ¿también puedo contar contigo?». La alegría es una emoción básica injerta en nuestra dotación genética. Se experimenta ante la satisfacción de un interés, la obtención de un bien, el logro de una meta.  Nos alegramos cuando la vida concede derecho de admisión a alguno de nuestros deseos y nos brinda la posibilidad de colmarlo. Cuanto mayor es el reto intrínseco del deseo, mayor es la alegría que nos despierta. Cuando conquistamos algo valioso para nosotros, nos alegramos y sentimos una propulsora disposición a actuar. Frente a la fuerza centrípeta de la tristeza, que nos coge de la mano y nos hace pasar hasta dentro, la alegría es centrífuga y nos saca fuera de nosotros mismos, sobre todo en esos instantes plenos en los que  «no cabemos en nosotros de gozo». La alegría nos expande, nos aligera (que no es otra cosa que hacer las cosas alegremente), nos energetiza (somos mucho más resolutivos y más eficaces), nos aboca a la creatividad (el cerebro se vuelve un castillo de fuegos artificiales de ocurrencias).

Emil Cioran afirmaba con su pesimismo crónico que frente a la solemnidad que despliega la tristeza y lo ennoblecedor de su causa, le resultaban ridículos tanto el origen como la escenografía un tanto aparatosa en la que se encarna la alegría. En esos instantes el organismo activa todos los mecanismos motores y quiere disfrutar de ese manantial de vitalidad, difundirlo, comunicárselo a alguien con el que se comparte vecindad afectiva. No hay nada que invite a ponerse a reflexionar en torno a ello. Festejar y analizar son actividades antónimas. Esta inercia biológica guarda una consecuencia cultural. Creo que es en este preciso punto donde se explica por qué alegrarnos de la alegría ajena es aún un sentimiento innominado, por qué padecemos esta carestía conceptual para referirnos pormenorizadamente a los momentos gratos. Verbalizamos profusamente el contratiempo, pero somos cicateros para bautizar a la culminación. Preferimos deleitarnos con ella en vez de pensarla y nombrarla. La alegría nos entretiene, la tristeza nos detiene. Explorar ese cruce de emoción y cognición y luego indagar en el lenguaje para entender qué está ocurriendo, nos impediría disfrutar plenamente de su presencia. En la alegría el verbo hacer solapa al verbo pensar. No es de extrañar que la alegría vicaria, la alegría que nace de contemplar la alegría del otro, no tenga nombre. Es una pena porque es uno de los indicadores más fiables del amor.



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jueves, noviembre 26, 2015

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Obra de Brian Calvin
Ayer se celebró el Día contra la violencia de género. Es un tema muy serio vinculado a las relaciones de poder cuya solución requiere subvertir muchos patrones culturales. Hoy voy a ceñirme a uno de ellos aparentemente inocuo pero tremendamente deletéreo en las relaciones personales. Se trata de la violencia verbal que casi nadie percibe como tal. Me atrevo a llamarla aquí por vez primera como «violencia verbal invisible». No es que goce de invisibilidad, es que nuestra intelección padece miopía para advertirla. En este punto, y antes de continuar, necesitamos definir rápidamente qué es violencia. Esgrimo la definición que redacté hace unos años para los manuales de un curso universitario. «Violencia es toda acción encaminada a doblegar la voluntad de alguien sin el concurso del diálogo». Esta violencia puede ser verbal, psicológica, modal, estructural, física, económica. Hoy quiero detenerme en la verbal. Es muy sencillo detectar violencia en el lenguaje cuando alguien rompe el dique de contención de la educación y te falta al respeto o te insulta. El insulto es siempre soez y gratuito, pero como contrapartida nuestro interlocutor nos regala su autorretrato. En el fragor de una disputa en la que los intercambios verbales son afirmaciones groseras o mensajes burdos destinados a zaherir no hay dificultades para detectar que el diálogo ha muerto. Es muy fácil.

Pero hay otra violencia verbal en la que ni el agresor ni el agredido toman conciencia de su presencia. No hay insultos, no hay palabras lacerantes, no hay deseos de que un adjetivo horade el cerebro y quede enterrado en el sistema límbico el resto de la vida de su destinatario. No. Me refiero a tópicos de clara genealogía autoritaria que viven instalados en el uso cotidiano del lenguaje. No son tics micromachistas, son clichés verbales que no discriminan por género y cuya habituación les ha conferido normalidad en las conversaciones. Pasen y vean. «No me hables que ya sé lo que me vas a decir». «Me da igual lo que me digas porque no voy a cambiar de opinión» (¿incluso aunque encontremos una evidencia que mejore tanto la tuya como la mía?). «Lo que me digas me entra por un oído y me sale por otro». «Me mareas con tanta palabrería». «No pienso escucharte, así que puedes decir lo que quieras». «No tengo nada más que hablar contigo» (sentencia pronunciada justo cuando más hay que hablar). «¿Por qué no te callas?». «Si no te gusta, ahí tienes la puerta». «Esto son lentejas, o lo tomas o lo dejas».  «Es mi opinión y tienes que respetarla» (respeto tu derecho a opinar, pero no a priori el contenido de tu opinión). «No te justifiques» (no me justifico, me explico, comparto contigo el motivo de mi conducta). «Puedo decirte lo que quiera» (no, por favor, debes decirme aquello que nunca rebase la consideración). «Es lo que hay, si  no, rompemos y punto». «Sé que te va a hacer daño, pero es lo que siento» (pues guárdatelo y cuando estés menos irascible me dices mejor lo que piensas, que será más verosímil y específico). «Lo digo por tu bien» (muchas gracias, pero al decírmelo podrías dulcificar tu lenguaje y exigirte no lastimar mi autoestima). 

Todas estas frases hechas guardan un metamensaje devastador. El sentido último de lo que no dicen es su deseo de estrangular la posibilidad del diálogo. La analista de la conversación Deborah Tannen comenta en su obra titulada con cierta retranca Lo digo por tu bien que «precisamente porque  no podemos ver de verdad el  mundo desde la perspectiva del otro, es crucial que hallemos el modo de hablar con él para que nos expliquemos nuestros puntos de vista y veamos la forma de hallar soluciones». Utilizar cualquiera de los automatismos verbales citados frustra este propósito. No se desea un diálogo, si no un soliloquio, y siendo muy generosos en el análisis quizá un ir y venir de soliloquios aislados exentos del deseo de entenderse. Se dialoga cuando los argumentos de uno pueden ser transfigurados por el poder transformador de los argumentos del otro, y a la inversa. Delata torpeza que deseemos que alguien se aliste a nuestro lado argumentativo sin que le concedamos la oportunidad de expresar sus razones y de contrastarlas con las nuestras. Nadie colabora comprometidamente con la persona que le niega la palabra, o con aquel que antes de solicitar nuestra cooperación nos ha infligido daño o nos ha amenazado con infligirlo. Estoy convencido de que cuando un hombre toma del cuello a una mujer, la levanta dos palmos del suelo y la empotra contra una pared mientras le profiere amenazas (testimonio que ayer escuché en la radio), es porque la relación llega anegada de todas estas fórmulas lingüísticas mórbidas que sin proponerlo funcionan como señales de alerta. Algunos analistas presumen de vaticinar el futuro longevo o efímero de una pareja con tan sólo verla conversar durante diez minutos. Es fácil colegir la calidad de la relación de aquellos cuyo estilo conversacional opera con la maleza verbal que acabo de enumerar aquí. Quizá no necesitemos ni esos diez minutos. 



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martes, octubre 13, 2015

«Te lo dije», el oráculo de los profetas del pasado





Composición de Hossein Zare
Una de las afirmaciones más deshonestas y menos consideradas con su destinatario es la autocomplaciente y dañina «te lo dije». Se pronuncia cuando los resultados de una acción se revelan desafortunadados. Se suele acompañar de un movimiento acusatorio de cabeza y un marcado tono de voz mitad catequista, mitad declaración testamentaria. Hace años yo sufrí la presencia semestral de una vecina que poseía un cerebro superlativo para la tarea de profetizar el pasado. En cada aterradora reunión de vecinos siempre bramaba lo mismo ante hechos ya consumados: «ya lo dije yo». Quizá aquella mujer no era muy consciente de ello, pero su latiguillo encerraba una lógica profunda que iba más allá de un alarde adivinatorio. Enunciar al principio de cada reunión su salmódico «ya lo dije yo» era una manera de eximirse tanto de la autoría del problema como de la responsabilidad de solucionarlo. Hacía buena la táctica que exhorta a acusar para ser absuelto. Un enunciado tan simple mutaba en una estratagema que al resto de la comunidad nos empujaba a inferir en su rostro un argumento imbatible: ella ya lo había advertido, así que nos tocaba apechugar a los demás que no habíamos hecho nada por evitar el anunciado desastre. Pero en realidad las cosas no eran exactamente así. Ella no lo había advertido, creía que lo había advertido, que es muy distinto. 

Los suministradores de predicciones ya consumadas son fáciles presas de una trampa cognitiva. Cuando se conoce el resultado de una acción se tiende a creer que ya se sabía lo que iba a suceder. El andamiaje de esta construcción se sostiene en dos pilares tremendamente tramposos. Solemos anticipar muchas cosas, pero solo nos acordamos de aquellas que aciertan, o que se aproximan a lo que finalmente ha sucedido. A veces ni tan siquiera es así, y se produce un espejismo sobre nuestra capacidad de recordar lo que pensábamos que iba a suceder. Nos hacemos trampas a nosotros mismos y modificamos inconscientemente nuestros pensamientos pasados. Se trata de una distorsión retrospectiva. Cuando sabemos algo a posteriori, se modifica la percepción del hecho que teníamos a priori. Al deducir ahora lo sucedido, al coger el cadáver del pasado y hacerle la autopsia, sesgamos el ayer, porque transfiguramos la valoración de lo que vemos con lo que sabemos. Con la información que poseemos ahora inferimos lo ya ocurrido y nos resulta palmario aceptar que ya lo sabíamos, aunque se nos olvida que en el momento en que las cosas todavía no habían ocurrido carecíamos de esa información. Analizamos en función del resultado, como por ejemplo suelen hacer los periodistas deportivos, que coligen no desde las estimaciones de la probabilidad sino desde el ventajoso conocimiento de lo que ya ha ocurrido. Esta práctica también es muy frecuente cuando uno se mortifica escrutando los hitos que ahora ensucian su patrimonio biográfico, o culpándose de hechos que ahora parecen tan transparentes que no podemos entender cómo no vimos el advenimiento del desastre (y de esa dolorosa evidencia se alimenta nuestra mortificación). Resumiendo todo este artículo en una sola idea. Cuando el futuro se hace presente se cuela en nuestras estimaciones del pasado. Dicho queda.



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jueves, octubre 08, 2015

¿Y si nuestras certezas no son ciertas?



Pintura de Alex Katz
Suelo empezar cualquiera de mis cursos y charlas citando una reflexión de Daniel Kahneman, psicólogo con el premio Nobel de Economía bajo el brazo. Recuerdo una entrevista en la que en una sola frase Kahneman resumía su descomunal obra Pensar rápido, pensar despacio: «el mayor error del ser humano es ignorar la ignorancia que posee sobre su propia ignorancia». En esa voluminosa obra Khaneman nos invita a que recelemos de nuestros juicios. Lo más probable es que se hallen intoxicados de irracionalidad, aunque investidos de lo contrario  gracias a la perezosa participación del intelecto. Una trampa mental frecuente en nuestros análisis consiste en el marco de referencia. El mismo enunciado se puede presentar en versiones distintas que generan respuestas diametralmente opuestas en quien ha de adoptar una decisión. Existe una extendida anécdota que ejemplifica la relevancia nuclear del encuadre como elemento distractor del juicio, cómo el pensamiento se ancla en las palabras con que elegimos expresarnos y establece sus balances desde ese punto de referencia. Un sacerdote le pregunta a su superior si puede fumar mientras reza. La propuesta se considera casi una apostasía y la incendiada respuesta es un airado no. Sin embargo, días después este sacerdote le sugiere lo mismo a otro superior, sólo que modificando el marco de referencia. «¿Podría rezar mientras fumo?». La respuesta es un sonriente y angelical «por supuesto», con palmada en el hombro incluida. Al hilo de esta anécdota recuerdo a un músico de rock que tenía dudas para enjuciarse correctamente a sí mismo. Con buen criterio contemplaba cómo su conclusión variaba según el elemento de comparación establecido: «Si me comparo con un santo, soy un demonio. Si me comparo con un demonio, soy un santo». San Agustín hace ya diecisiete siglos recomendaba utilizar la maleabilidad del encuadre como protección de la autoestima: «Cuando yo me considero a mí mismo, no soy nada. Cuando me comparo, valgo bastante».  A veces somos nosotros las víctimas del sencillo marco que elige otro. En las páginas de Sociofobia César Rendueles narra una anécdota tremendamente ilustrativa de lo que quiero explicar: «Cuando algunas gasolineras estadounidenses empezaron a cobrar un recargo a los usuarios que pagaban con tarjeta de crédito, se produjo un movimiento de boicot de los consumidores. La respuesta de las gasolineras fue subir los precios a todos por igual y ofrecer un descuento a quienes pagaban en efectivo. El boicot se canceló».

El anclaje cobra un protagonismo central en nuestras deliberaciones. Anclar la percepción en un punto en vez de en otro discrimina aspectos que serían sobresalientes mirados desde otro prisma, y, al contrario, enfatiza aspectos que desde otro ángulo de observación serían catalogados como marginales. Matteo Motterlini en su libro Trampas mentales dedica un epígrafe a esta tendencia cuyo título es una lacónica pero perfecta explicación: «el marco modifica el cuadro». Cualquier profesor se ha adherido involuntariamente a los mecanismos mentales del efecto marco en la corrección de exámenes. Un ejercicio regular se relee como nefasto si con anterioridad han caído en nuestras manos un par de ejercicios brillantes. O al revés. Si uno lleva varias horas leyendo ejercicios mediocres, considerará notable un ejercicio que en otro marco sería meramente aceptable. Se colige por tanto que la secuencia determina nuestro juicio (efecto halo), y esta propensión es extendible a balances de muy distinta genealogía (ética, estética, creativa, etc.). Aunque nos cueste aceptarlo, construimos y parangonamos desde las emociones. La racionalidad de la que tanto presumimos los seres humanos no es el cálculo confeccionado más racionalmente, sino el que mejor regula la participación de las emociones en la convalidación de un juicio. Nuestro pensamiento (sistema 2 en la nomenclatura de Kahneman) tiende a la pereza y se deja arrullar por patrones de ideas, asociaciones, intuiciones y sesgos (sistema 1) para caer en una somnolencia mental confortable que declina realizar grandes esfuerzos y recabar demasiada información. La intelección subroga sus obligaciones. Nacen así los tópicos (soy coautor de un libro sobre ellos, los conozco bien), los prejuicios, las suposiciones, los estereotipos, las inferencias sin base, la evaluación torpona que deduce lo fácil y rápido para economizar energía y tiempo. Nacen nuestros juicios, certezas redondeadas por encima cuya escasa fiabilidad no impide que las utilicemos para construir otras certezas. Mejor dicho. Supuestas certezas.



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martes, agosto 11, 2015

Escuchar es vivir dos vidas



Obra de Marcel Caram
Cuando nos topamos con alguien excesivamente locuaz y verborreico nos solemos quejar de que «es una persona que habla mucho». Si además milita en el agotador egotismo, esa religión que convierte el ego en el único lugar de peregrinación al que siempre se acaba dirigiendo su discurso, solemos agregar que «es una persona que no para de hablar… de sí misma». Sin embargo, cuando nos cruzamos con otra que nos presta atención jamás la acusamos fiscalizadoramente como  «es una persona que escucha mucho». Yo no he oído a nadie la cantinela quejumbrosa de que «es insoportable, no me interrumpe nunca», jamás he visto enfadarse a alguien porque «esta persona no para de escuchar». El motivo es sencillo. A todos nos gusta hablar y nos halaga que nos escuchen porque en ambos casos se satisfacen enraizadas motivaciones del ser humano como el reconocimiento y el cariño. Escuchar es evidenciar interés por el otro, y a todos nos encanta esa muestra de consideración hacia nuestra persona.

Hace ya tiempo le pregunté a mi sobrina, que entonces sumaba siete años, qué diferencia existe entre escuchar y oír. Quería demostrarle que son dos verbos con significados muy distintos que sin embargo a veces empleamos erróneamente. Me contestó que escuchar es prestar atención a lo que se oye. Me dejó tan atónito que no agregué nada. Escuchar es un acto intencionado, oír, no, y en esa intención descansan todas las virtudes empáticas de la escucha. El refranero nos recuerda con conmovedor optimismo que «hablando se entiende la gente», pero yo creo que debería modificarse por «escuchando se entiende la gente». Realmente deberíamos aproximarnos a realidades más veraces matizando que «escuchando se puede entender la gente, y a veces así tampoco». En la novela El mundo que deslumbra de la gran escrutadora del alma humana Siri Husvedt se afirma taxativamente a través de uno de sus protagonistas que la mejor estratagema para seducir consiste en escuchar.  «No pretendo ser un cínico cuando digo que escuchar es la primera regla de la seducción», comenta un personaje al recordar cómo se ligó a su pareja. Nada nos magnetiza más que una persona nos conceda su tiempo, nos preste sus oídos y nos empuje ligeramente para facilitar que de nuestros labios salgan palabras abrazadas a otras palabras. Quizá sí hay algo que nos atrae más, y es que el que nos escuche nos regale un halago, esa caricia que sobreexcita al ego, siempre que esté bien fundado y sea merecido. Escuchar es seductor, escuchar permite conocer información novedosa frente a la que uno pueda aportar que ya se la sabe de memoria, escuchar está muy bien retribuido sentimentalmente, escuchar es la única forma de documentar el alma de nuestro interlocutor. Escuchar de verdad es vivir dos vidas a la vez.



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miércoles, julio 08, 2015

La estupidez


Pintura de Marx Ernst
Cada vez que explico temas relacionados con la teoría de la argumentación y la resolución de conflictos me gusta recordar una prescripción de Kant: «Nunca discutas con un idiota, la gente podría no notar la diferencia». Yo parafraseé esta sabia advertencia hace unos años: «Ni se te ocurra discutir con un idiota, a los pocos minutos te habrá convertido en su alma gemela». Kant explicaba por qué esta discusión era una inútil batalla perdida: «El tonto te bajará a su nivel y allí te ganará por experiencia». Recuerdo que en el primer párrafo de El discurso del método Descartes mostraba su asombro ante la cantidad de gente que se autodefine como inteligente. Su argumento era irrefutable. La inteligencia es la cosa mejor repartida del mundo puesto que todos aseguramos haber sido provistos de ella en cantidades más que suficientes. De ahí que Descartes diferenciara unas líneas más adelante entre la inteligencia y el uso que se haga de ella, que puede ser muy acertado o un absoluto fiasco, añado yo. Esta distinción es la bóveda de clave de La inteligencia fracasada de Marina, uno de sus mejores ensayos por su capacidad de síntesis. La anterior certeza cartesiana vincula directamente con la primera de las leyes fundamentales de la estupidez humana de Cipolla. En ella su autor constata que «siempre e inevitablemente todos subestiman el número de individuos estúpidos en circulación». Como todos nos autoproclamamos inteligentes, tendemos a otorgar la misma consideración al que interactúa con nosotros, aunque no lo conozcamos de nada. ¿Y qué podemos hacer para descubrir la presencia de un estólido y así evitar entrar en una desafortunada discusión con él? La estupidez sólo se puede detectar anclando nuestra atención en los hechos (el estólido, siguiendo las recomendaciones de Cipolla, es aquel que realiza actos en los que causa pérdidas para los demás y no obtiene ningún beneficio  a cambio, e incluso también él puede incurrir en pérdidas) y en las palabras encapsuladas en argumentos. Puesto que este artículo ha comenzado advirtiendo de los peligros de discutir con un idiota, me interesa mucho esta segunda dimensión. 

La forma en que utilicemos los argumentos es un predictor muy fiable de la inteligencia de cualquiera de nosotros, pero también de su ausencia. Hace unos días leí  que «lo característico del tonto es su contumaz impermeabilidad a los argumentos». Dicho de otro modo. Tonto es aquel  que prescinde de las singularidades del diálogo y lo conduce a su extinción. La estupidez emergería cuando la inteligencia desaprovecha las bondades del diálogo, cuando malogra una de las ingenierías más enriquecedoras del lenguaje y evita nuestro propio progreso. Dialogar es pensar juntos, y se piensa conjuntamente porque cotejando nuestros argumentos con los de otros es probable que alcancemos conclusiones más sólidas que si realizáramos esta tarea aisladamente. Las conversaciones persiguen ese loable fin: interaccionar para que gracias a la convivencia de argumentos e ideas podamos arribar a lugares a los que no llegaríamos desde nuestra soledad argumentativa. Yo lo repito a todas horas en los cursos: «cuando dos coches colisionan frontalmente el resultado es un amasijo de hierros, pero cuando dos argumentos chocan  entre sí el resultado siempre es un argumento mejor».

El diálogo consiste en la polinización de argumentos para que de ese proceso cooperativo surja un argumento y una evidencia más afinados. Para que esa polinización pueda ejecutarse es necesaria una predisposición a escuchar al otro y a admitir que sus argumentos pueden ser más válidos que los nuestros. Hay que partir de la voluntad de que uno puede ser convencido y transfigurado por la capacidad demiúrgica de los argumentos. Adela Cortina en su Ética Cordial recuerda que «estar dispuesto al diálogo, dejándose convencer únicamente por la fuerza del mejor argumento, requiere voluntad decidida y excelencias dialógicas». Desgraciadamente son malos tiempos para el diálogo y el intrínseco poder transformador de los argumentos. Utilizamos mal la inteligencia cuando cualquier argumento que cuestione nuestra tesis o no se adhiera a ella lo etiquetamos peyorativamente y lo desdeñamos con altanería, cuando una idea que no comulgue con la nuestra la motejamos de imposible y ridícula. La estupidez cristaliza en actitudes como la obcecación, el fanatismo, el prejuicio, la suposición, el dogmatismo, la susceptibilidad. Sin embargo, para el idiota la idiotez es otra cosa: «dícese de la característica más notable de todos aquellos que no piensan como yo». Si se lo oímos decir a alguien, o lo deducimos de su conducta, ya sabemos delante de quién nos encontramos.



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