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martes, noviembre 19, 2024

La conducta cívica se atrofia si no se practica

Obra de Nigel Cox

La temporada pasada publiqué en este mismo espacio un artículo titulado Adiós a la hipocresía. En el segundo de sus párrafos escribí que «uno de los indicadores más notorios de la barbarización del mundo consiste en que los valores éticos se van apartando de la conversación pública en favor de valores inescrupulosos que se festejan con orgullosa autocomplaciencia». En ese momento no disponía de suficiente imaginación verbal para conceptualizar esta tendencia que sin embargo observaba cada vez más asentada en el ecosistema social. Por este motivo ha sido muy reconfortante comprobar cómo el dibujante y escritor Mauro Entrialgo ha logrado dar con el concepto exacto de esta forma de conducta calificándola con el brillante nombre de malismo. Entrialgo ha escrito un ensayo titulado con este hallazgo lingüístico en el que comparte la definición exacta del término: «El malismo consiste en la ostentación pública de acciones o deseos tradicionalmente reprobables con la finalidad de conseguir un beneficio social, electoral o comercial». La zafiedad, la grosería, el lucimiento de la conducta poco elegante, la bajeza moral, los discursos de odio en los que se trama el mal para el prójimo, se premian cuando quien se conduce así en vez de ser descalificada como persona maleducada es elevada a referente social, o se le aplaude encendidamente con el fin de cimentar su reputación. El malismo cotiza al alza en el parqué social.

La exhibición altiva de la propia vileza acarrea beneficios de genealogía social. Mauro Entrialgo pone muchos ejemplos en las páginas de su ensayo. Señala como arquetipo de esta conducta a Donald Trump, al que, desde su condición de epítome modélico de la antiejemplaridad, le salen epígonos por todo el orbe terrestre. Una muestra de su malismo sucedió cuando en pleno periodo electoral el ya elegido presidente del país más poderoso del planeta Tierra alardeó de que podría disparar a alguien en la Quinta Avenida y no perdería ni un solo voto. El comportamiento desdeñoso con los demás recluta adeptos y el entorno es progresivamente más receptivo para quien presume de irrespetuosidad y de un obrar degradante y embrutecedor. Los malistas  no encuentran reparo en esgrimir mentiras para acreditar ideas, en retorcer los datos para confirmar creencias, en jugar con las cifras para refrendar propuestas xenófobas y aporofóbicas. Quienes los secundan les regalan vítores en los que la zafiedad se relee con no tener pelos en la lengua, la desconsideración y lo descortés se pretexta como una forma de zafarse del yugo esclavizante de lo políticamente correcto. Se justifica con preocupante liviandad el comentario maleducado apelando a la libertad de expresión, el delito de odio indicando el derecho a opinar, la barbaridad lexicalizada apuntando al atrevimiento a decir las verdades. Estas tergiversaciones tan cotidianas demuestran con dolorosa transparencia cómo la banalización del lenguaje acarrea la banalización de la vida. 

Si el respeto se sintetiza en el cuidado con el que debemos tratar la dignidad de la que es acreedora toda persona, el malismo se vanagloria de irrespetarla, caricaturizarla o anticipar que a muchas personas se las tratará como si no la tuvieran. Aunque se enmascare de múltiples formas y se empalabre de diferentes maneras, la dignidad humana de la que las personas nos hemos hecho titulares para no hacernos daño y aspirar a vivir vidas buenas es el gran enemigo a batir de quienes enarbolan el malismo. En la batalla léxica el malismo está saliendo victorioso al lograr que la otrora plausible palabra buenismo albergue ahora connotaciones peyorativas anexadas a la estulticia o la ingenuidad. La persona que propugna horizontes más amables y bondadosos pierde credibilidad y es descalificada como estólida e inocente. En cambio, la persona que aboga por la insolidaridad y el dinero como único mediador de la experiencia humana es bendecida como sensata, precavida y conocedora de los engranajes que mueven el mundo. Existe una máxima que advierte que la conducta cívica se atrofia si no se practica. Otro peligro mayúsculo que precipita su oxidación consiste en jalear la conducta acivilizatoria. A todas las personas nos atañe interrumpir esta peligrosa degradación del medio ambiente social.


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martes, junio 04, 2024

Adiós a la hipocresía

Obra de John Wentz

El lenguaje popular nos informa de que la hipocresía es el tributo que el vicio le rinde a la virtud. La persona que se guía hipócritamente promociona unos valores que luego sin embargo no pone en práctica. Hipócrita es por tanto quien imposta afecto a una manera de entender el mundo y a través de diferentes ardides orales alardea de ser quien en realidad no es. Según el diccionario de la Real Academia, «la hipocresía es el fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan». Hay desavenencia entre lo que se privilegia en los argumentos y lo que después acaba cuajando en las acciones. Se conocen las palabras que se estiman en la conversación pública y se elogian en aras de ampliar la cotización en el parqué social, o se autocensuran aquellas otras en las que se cree firmemente a sabiendas de que no son populares y defenderlas en cualquier ágora acarrearía perjuicios en la reputación. La hipocresía sería en síntesis el acto en el que una persona se comporta de forma opuesta a los valores nobles postulados por ella misma.

Algunos autores conceptualizan esta estratagema no como hipocresía, sino como buenismo. En su ensayo La banalidad del bien, Jorge Freire define buenismo como «disimular por medio del lenguaje melifluo y moralista las propias intenciones». Tanto la hipocresía como el buenismo nos indican que la ética vive entronizada en los discursos, pero destronada de los actos. La ética se suplanta por cosmética lingüística. La astucia del neolenguaje y la parafernalia conceptual de los valores encubren la conducta cuestionable a la que se aspira. Este empleo hipócrita, buenista o maquiavélico de los valores hace que seamos duchos en enumerarlos y señalarlos, pero no en practicarlos. Cansado de esta constatación, David Cerdá propone que «hay que hablar más de comportamientos y menos de valores». Conocemos y aplaudimos valores que sabemos humanizan y proporcionan mejores soluciones a la convivencia, pero luego nos inclinamos por aquellos comportamientos que los subvierten porque procuran ventajas privadas a costa de dañar los bienes públicos. Hablo en presente, pero quizá debería hacerlo en pasado.

En Las palabras rotas, Luis García Montero nos recuerda que «necesitamos sacar las palabras y su tiempo del cubo de la basura del descrédito para que nuestros actos respondan a ellas y de ellas». Acaso sea ya tarde para esta labor. Uno de los indicadores más notorios de la barbarización del mundo consiste en que los valores éticos se van apartando de la conversación pública en favor de valores inescrupulosos que se festejan con orgullosa autocomplaciencia. Las palabras que embellecen el comportamiento cuando se cumplen han dado paso a otras que lo deslucen y lo estropean. Muchos representantes del poder formal democrático ya no consideran ningún desdoro hacer un uso público de la palabra para atentar contra los Derechos Humanos. Ya no necesitan guarecerse en el disimulo que procuraba la hipocresía. Son malos tiempos hasta para la retórica acendrada y pulcra que la impostura requería para su despliegue. Que en el vocabulario político se utilizara panegírica y frecuentemente la palabra dignidad, aunque luego se la minusvalorara en las decisiones, era un escenario más tranquilizador que este otro en el que no se tiene pudor en desdeñarla o ningunearla. 

En uno de los capítulos del ensayo Dignidad, y tras explicar su genealogía y su funcionalidad, Javier Gomá define la dignidad como lo que estorba. Y especifica: «Estorba a la comisión de iniquidades y vilezas, por supuesto». Su elevación a derecho (la dignidad es el derecho a  tener derechos, concretamente los Derechos Humanos) tuvo como precautorio fin el que nadie pudiera convertir la vida ajena en un festín de la propia. Hasta hace unos años resultaba inverosímil que alguien con responsabilidades en la esfera pública pusiera en entredicho valores vertebrales para la convivencia y la dignidad humanas. La vergüenza o el rubor aconsejaban el silencio o la impostura, el vicio seguía rindiendo tributo a la virtud. La hipocresía alababa esta dignidad, aunque quienes la elogiaban estuvieran persuadidos de que estorbaba y ocluía la consecución de sus verdaderos intereses. El avance degenerativo es que ahora abiertamente se señala su condición de estorbo, pero no como freno para la crueldad y la violencia, sino como impedimento para satisfacer intereses abyectos casi siempre asociados a la rentabilidad económica y la expansión de poder. La paulatina desaparición de la hipocresía no es una buena noticia como se podía prever. Es la constatación de un retroceso preocupante. 

 

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martes, marzo 28, 2023

El respeto es el cuidado en la forma de mirar lo valioso

Obra de Andre Deymonaz

En los escalones de un centro educativo me encuentro con diferentes frases motivacionales. Son los típicos lemas que tanto se estilan desde que eclosionó la inteligencia emocional. Mis ojos se detienen en uno que me llama poderosamente la atención. «El respeto se gana con humildad, no con violencia». Me parece un enunciado muy resbaladizo que fomenta el equívoco en torno a las deliberaciones del respeto. Estos días he visto junto a mi compañera la serie Fariña, un relato de la implantación del narcotráfico en Galicia a principios de la década de los ochenta basado en el libro de Nacho Carretero. Los mayores capos estaban obsesionados no con la droga, sino con el respeto. Todos querían continuar con el narcotráfico como un modo no solo de lucrarse rápida y abultadamente, sino sobre todo de aprovisionarse del respeto de la comunidad. Es pertinente preguntarse qué es, en qué consiste ese respeto que tanto ansiaban personas con una exorbitante aunque ilícita capacidad adquisitiva. El respeto es una palabra polisémica. Dependiendo  de quién la pronuncie y en qué contextos puede significar temor, silencio, consideración, prestigio, deferencia, reputación, veneración, poder, cariño, valoración, afecto, obediencia, dignidad, reconocimiento, admiración, estatus, subordinación, jerarquía, acatamiento, aceptación, tolerancia. El vocabulario sentimental en torno al respeto es muy extenso, pero su vastedad ayuda a esclarecer las numerosas y ambivalentes motivaciones que entran en escena en el corazón de las personas. Toda la anterior plétora de palabras parte del deseo humano de huir de la insignificancia, lograr que en alguna parte alguien nos reconozca como una entidad destacada. El ser humano quiere investirse de relevancia para otros seres humanos. La tarea que le queramos dar a esa importancia modifica por completo la naturaleza del respeto y  la forma de adquirirlo.  

En  su último ensayo, El deseo interminable, José Antonio Marina explica cómo «la palabra dignidad comenzó designando solamente un puesto merecido por el comportamiento que, a su vez, merece respeto y consideración social».  En siglos pasados la dignidad era una distinción que había que acreditar a través de acciones evaluadas por la comunidad como valiosas. Al respeto le ocurre lo mismo. Alguien se hace su acreedor si aglutina comportamientos considerados excelentes. Aquí tanto el respeto como la dignidad son releídos como categorías éticas expuestas a la evaluación externa, no como valores comunes intrínsecos cuya titularidad pertenece a todo ser humano por el hecho de ser un ser humano. Desde este segundo ángulo de visión, la frase inicial «el respeto se gana con humildad, no con violencia» es un desacierto que inspira equivocidad. Todas las personas merecemos ser respetadas en tanto que somos personas. El respeto sería el cuidado que requiere la dignidad que los humanos nos hemos arrogado por ser seres humanos. La condición irreal de la dignidad (que no deja de ser una mera idea) adquiere funcionalidad en el mundo real. El respeto se erige así en conciencia asentada en conducta de que cualquier persona posee un patrimonio de valor positivo en una cantidad como mínimo idéntica a la que solicitamos para nuestra persona. El respeto se eleva a instrumento ético y político como acción por la que la dignidad se hace rectora del comportamiento humano. No tiene nada que ver con la humildad (la conciencia de nuestra pequeñez en tanto que humanos y por tanto hechos de humus, tierra), ni con la violencia (doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo), ni con el poder (capacidad para distribuir premios y castigos), ni con la admiración (el sentimiento que nace de la observación de una acción excelente que aplaudimos y tratamos de apropiárnosla a través de la imitación), ni del afecto (nexo imparcial y cariñoso que a veces surge en las interacciones).

El respeto es la forma de mirar lo valioso para cuidarlo. Por eso cuando nos tratan desconsideradamente decimos que nos han tratado sin miramientos. Alguien ha vulnerado la forma de mirar y en vez de vernos como una entidad dotada de dignidad nos ve y nos trata como un medio para colmar sus pretensiones. Este cuidado en el mirar necesita presupuestos vinculados con la estratificación de lo valioso para elegir qué se mira y resignificar el contenido de lo que se mira. Todo ser humano merece ser respetado por el hecho de ser un ser humano, al margen de su comportamiento. El comportamiento poco ético se puede reprobar con el aislamiento, la expulsión del círculo empático, la ruptura del vínculo. Te respeto porque eres un ser humano, pero no quiero que formes parte de mi grupo de personas elegidas porque te comportas de un modo que lastima aquello que es valioso para mí. El comportamiento punible es castigado con la aplicación del código civil y el código penal. En ambos casos no podemos dejar de respetar al ser humano porque continúa siendo un ser humano.  El valor ético de una persona y su comportamiento moral pueden tomar direcciones divergentes. He aquí el momento fundacional de la confusión.

 
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martes, febrero 28, 2023

Debatir crea fans, no ciudadanos críticos

Obra de David Kassan

Con mucha frecuencia solemos confundir debatir con dialogar. Debatir proviene de battuere, golpear, y es el ejercicio en el que los argumentos de una persona golpean los de otra con el propósito de romperlos.  Los debates políticos ejemplifican con pedagógica elocuencia la idiosincrasia de este instrumento de la discusión pública. Un interlocutor intenta hacer astillas los argumentos de su adversario dialéctico, pero el genuino fin no es solo lastimar los argumentos, sino lograr la adhesión de la audiencia que contempla los golpes. Para coronar este propósito se esgrimen estratagemas retóricas muy eficaces, pero que simultáneamente dañan discursivamente la cultura democrática. Convierten la deliberación con la que nos hacemos humanos en una sucesión de eslóganes con los que anular la voz de sus interlocutores, que mimetizan el maltrato argumentativo en una escalada de oposición cada vez más antagónica y extrema. Debatir es fantástico para crear fans, pero fomenta una peligrosa regresión civilizatoria. Cada vez que se televisa un debate electoral me entristece comprobar que nuestros representantes electos no emplean ni un segundo en dialogar. Por ahora parece insoluble que los partidos que compiten por el voto puedan cooperar en aras de encontrar juntos ideas que mejoren la vida de la ciudadanía. Llevan tan incardinada la competición que en muchas ocasiones prefieren perjudicar lo común antes de admitir que los de la bancada contraria han alumbrado una idea plausible.

Los debates son estructuras que propenden inercialmente a la polarización. Polarizar las ideas es un tropismo partidista, pero también lo es de la propia morfología del debate. Hace poco leí al neurocientífico Mariano Sigman, autor de El poder de las palabras, que «la polarización es fruto de las malas conversaciones». Creo que esta afirmación peca de un optimismo desmesurado. La polarización es fruto de unas conversaciones cuya última finalidad es incrementar el club de fans en que se han convertido los partidos políticos (y que capilar y miméticamente ha permeado también en las conversaciones públicas de la ciudadanía, sobre todo cuando se amparan en un anonimato que guarece la reputación).  La polarización no solo se produce en conversaciones que no merecen llamarse así. A veces brotan en monólogos que sorprendentemente gozan de la atención de los medios. Un representante electo profiere una barbaridad, pergeñada concienzudamente por su equipo de gestión de la comunicación, sabiendo que su voz tendrá cobertura mediática y que a ella se adherirán nuevos fans. Es muy probable que la barbaridad haga aumentar el tamaño del club de fans, pero estará provocando una peligrosa recesión democrática. Cada vez que defendemos un argumento tenemos el deber deliberativo de explicarlo educadamente. Hay mucha violencia verbal cuando en un enunciado no concursa ni un solo elemento de buena praxis discursiva, ni sentimientos de confraternización, ni sensibilidad ética, ni tolerancia por la pluralización de voces que no tienen por qué alistarse a la nuestra, ni un ápice de una cooperación devastada por la simpleza del pensamiento dicotómico. Viendo a diario estas tristes evidencias, suelo compartir con mi compañera un lamento recurrente. «Así es muy difícil que lo político tenga solución en la política».

Es relativamente sencillo encontrar adeptos en un ecosistema democrático en el que quienes votan lo hacen a la contra. No votan a un partido concreto, sino que su elección está confeccionada para que no salga el partido por el que emocionalmente sienten aversión. Basta con descalificar a ese otro, o echar a rodar mecanismos tan primarios como inventar enemigos y ondear banderas, o urdir un par de falacias y esgrimir un par de sofismas que extremen artificialmente las posiciones, para lograr la adherencia y el ansiado voto por oposición. Los seres humanos nos ufanamos de ser racionales, pero en muchas de nuestras decisiones hay mucha deficiencia epistémica y racional. Si no fuera así, la posverdad (que el sentimiento esté por encima de los hechos, incluso cuando se demuestra la falsedad de los hechos que elicitaron ese sentimiento) no se hubiera extendido epidemiológicamente por las democracias. La primera regla básica de la conflictología anuncia la imperativa necesidad de separar el problema de la persona con quien se tiene el problema. Si se desea producir polarización, es suficiente con contravenir esta prescripción elemental. No separe jamás al problema de la persona y, si es posible, cíñase solo a la persona, o convierta a la persona en el problema. Schopenhauer lo explicó muy bien en su maquiavélico tratado El arte de tener razón. Cuando los sentimiento buenos protagonizan las interacciones, se dialoga, se crea una empresa cooperadora de soluciones bondadosas, se desea que todas las personas queden contentas y mantengan la cordialidad con los acuerdos que se alcancen. Se piensa en la convivencia. Justo todo lo contrario de lo que ocurre cuando se salta al cuadrilátero a debatir.

 

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martes, octubre 09, 2018

Neoliberalismo sentimental


Hace poco me topé con la expresión neoliberalismo emocional. La leí en un artículo firmado por el profesor Enrique Javier Díez, autor del reciente ensayo Neoliberalismo educativo (ver). En sus páginas vivisecciona la degradación de la educación convertida en sirvienta sumisa y solícita para satisfacer las exigencias del mercado. El neoliberalismo emocional que el profesor cita en su perspicaz texto debería llamarse neoliberalismo sentimental. No afecta solo a las emociones, sino a toda la retícula del entramado afectivo en el que se incardinan los sentimientos como una dimensión que opera redárquicamente con otras dimensiones. Esta es la idea que traté de exponer en mi ensayo La razón también tiene sentimientos (ver). La institucionalidad neoliberal aboga por la optimización de la libertad de las prácticas comerciales, empresariales y corporativas. Predica que la libre maximización del autointerés de los miembros de la comunidad en su afán de acumular capital genera riqueza y bienestar entre sus miembros de manera espontánea. Como reduce la vida a ludopatía por la gratificación económica, articula toda la praxis humana en torno a este hecho y se olvida del resto de motivaciones que hacen que la vida humana sea humana. Todo fenómeno social parte de fenómenos morales, pero los fenómenos sociales no son inocentes e inoculan disposiciones sentimentales. En un sistema todo se retroalimenta holísticamente. El neoliberalismo sentimental o capitalismo afectivo mimetiza las lógicas del neoliberalismo económico, sobre todo la desconexión de la acción humana de un marco ético en el que aparecen los demás, la pregunta sobre la vida buena compartida y otros valores ajenos por completo al círculo del mercado. Pienso en los afectos y los tiempos de calidad necesarios para ser compartidos, la amistad, los cuidados, la vida que palpita en los actos creativos, el amor por el conocimiento, la dimensión artística, la fruición de actividades que no aportan rédito económico y que llamamos desdeñosamente aficiones, la reflexión sobre nosotros mismos sedimentada en ese corpus que son las Humanidades, la contemplación de lo bello, la relación respetuosa y los deberes contraídos con los animales, la admiración de la naturaleza, la serenidad de una vida en la que dispongamos de mayor soberanía sobre nuestro tiempo y nuestra atención. Para el mercado y sus herramientas financieras todo lo que acabo de escribir aquí es una retahíla de inutilidades. Peor aún. Considerarlas restringiría la ganancia máxima a la que aspira incrementalmente la razón lucrativa. La racionalidad maximizadora que señala la doctrina económica prescinde de evaluaciones éticas y afectivas, pero cuanto más humano es un ser humano más peso concede a estos escrutinios cada vez que ha de adoptar una decisión. He aquí la contradicción.

El neoliberalismo sentimental focaliza su narrativa en una subjetividad ficticiamente autárquica escindida de todo proyecto comunitario. Su principio rector es la exacerbación atomizada del yo como punto de partida y punto de llegada. Arbitra la realidad desde un yo tan preocupado de sí mismo que neglige la obviedad de estar rodeado de otros yoes como él y de un medio ambiente social y económico tan protagonista en su decurso como su propia voluntad. Su escenario es disyuntivo en vez de copulativo, es competitivo en vez de cooperativo, es distributivo en vez de integrativo. Es el tú o yo en vez del tú y yo que da como resultado el pronombre de la tercera persona del plural, nosotros, en cuya territorialidad descubrimos la afiliación a la humanidad y al proyecto siempre inconcluso de humanizarnos. Esta santificación del yo o este analfabetismo del nosotros omite que toda felicidad individual se apoya en un marco de felicidad política o colectiva. Toda ética de máximos  (que es donde se lleva a cabo la solidificación de los contenidos de la felicidad privada) requiere de una ética de mínimos (un entorno de justicia para facilitar el despliegue de la autonomía). El sentimentalismo neoliberal se fija hiperbólicamente en el primer horizonte, pero desestima el segundo, cuando sin este segundo el primero es una quimera. Apremia al individuo a que crezca y mejora, pero esa mejora se considera fuera de lugar o imposible si se relee colectivamente y por tanto interpela acciones corales y políticas. 

Frente a lo cívico, la ideología de la autoayuda neoliberal privilegia el lenguaje primario del yo. Frente a lo político, entendido como lugar de intersección, fetichiza lo autorreferencial. Hace poco le leí a Josep María Esquirol en La resistencia íntima que «la proliferación  de la autoayuda es paralela a la proliferación de la política más banal». La plaga de literatura en torno a la sentimentalidad exenta de la presencia del otro va pareja a un sistema político y económico que aparta la valoración ética, que es precisamente la acción deliberadora en la que aparece el otro. La despolitización del espacio intersubjetivo alimenta el narcisismo de un yo absorto con la imagen que le devuelve su espejo. En el neoliberalismo sentimental se neglige la interdependencia y por tanto la reflexión en torno a una vida más confortable para todos, ese todos que es el sujeto que preside los enunciados radicalmente éticos. Esta labor requiere la estigmatización de sentimientos que juzgamos necesarios para la vida en común. Patologiza la tristeza y la señala como una incapacidad psicológica. Sacraliza la felicidad y la conexa con el éxito entendido como acumulación de capital, bienes, propiedades, titulaciones, visibilidad, reputación, influencia, jerarquía. Desacredita el sentimiento de la compasión porque la compasión señala pequeñez, necesidad del otro, atenta contra el yo como deidad (hace unos días me encontré un libro titulado Tú eres Dios y tu marca tu religión), impulsa a la petición de justicia si el daño que vemos en nuestro congénere es ocasionado por causas sociales. Relee la indignación como una incompetencia del que no sabe interpretar los reveses injustos como oportunidades de mejora. Eleva el esfuerzo personal a solución para problemas estructurales, omitiendo que quien consigue la gratificación a través de ese esfuerzo perpetúa el problema e individualiza la culpa entre los competidores no premiados, que siempre los habrá por pura definición del concepto de competición o de juego de suma cero. Demoniza la cotidianidad estable motejándola de zona de confort de la que hay que huir para que la mediocridad no nos mineralice. Ridiculiza a las personas contentas con la vida sencilla en la que aposentan su existencia tildándolas de conformistas o adocenadas o reticentes al cambio. Cuando la autoayuda neoliberal cita la palabra amor es siempre hacia uno mismo. Desfigura así el sentido prístino del término que no es sino cuidar al otro.

Uno de los primeros ensayos que advertían de los peligros sentimentales y sociales de la autoayuda sentimentalmente neoliberal era el sólido y bien documentado Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo de la periodista y activista estadounidense Barbara Ehrenreich. Defendía que ese pensamiento positivo que nos indica que cualquier aspecto negativo de la realidad debe ser interpretado como oportunidad estimula un escenario idóneo para la mansedumbre. En vez de cambiar las condiciones del estado de las cosas cuando nos salpican y ensucian hay que cambiar lo que pensamos de ese estado de las cosas. Ni pensamiento crítico ni motivaciones para la impugnación. Estamos ante la piedra filosofal de la perpetuación de lo hegemónico y su consecuente sumisión. Ahora se entenderá mejor el ejemplo icónico y muy divulgado de que las personas que sufren inequidad en el ámbito laboral en vez de acudir al sindicato piden cita para relatar sus cuitas al psicólogo. También se hace más comprensible que se nos invite a ser empresa de nosotros mismos (el Tú eres Dios y tu marca tu religión, que cité unas líneas más arriba), a gestionar el yo como proyecto empresarial, el neosujeto inserto en una competición darwinista idéntica a la que opera en el mercado porque él es una mercancía más, no un sujeto con dignidad, es decir, un sujeto con derecho a tener derechos, concretamente los Derechos Humanos. De este modo la lógica del mercado se apropia de la lógica de la vida, y una dimensión puramente económica alimenta toda una constelación de emanaciones sentimentales. Todavía recuerdo el impacto que me produjo leer el consejo vital que prescribía para la obtención de éxito un autor de gigantesca resonancia mediática y cuya bibliografía me he leído entera: «La cebra no ha de ser más rápida que el león, ha de ser más rápida que las otras cebras». Si se acepta este símil como ejemplo de la aventura humana, también habrá que aceptar que Margaret Thatcher no se equivocó en absoluto cuando hace cuatro décadas anuncio que «la economía es el método, el objetivo que nos importa es cambiar el alma humana».



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martes, mayo 01, 2018

¿Es posible el altruismo egoísta?




Obra de Bo Bartlett
Para que no haya ninguna duda me atrevo a afirmar que el altruismo no es prerrogativa de almas caritativas, sino de almas muy inteligentes. No entiendo muy bien qué tergiversación nominal y afectiva ha ocurrido para que el altruismo se asocie al egoísmo. Se define como altruismo egoísta toda acción en la que se ayuda al otro, pero la acción se pone en entredicho porque se detecta una tracción motivadora en el placer que procura intrínsecamente la propia ayuda. En el recomendable ensayo El mal samaritano de la socióloga Helena Béjar se indaga con resultados sorprendentes en estas mecánicas. Es cierto que a veces la conducta altruista descansa en la gratificación personal que supone ayudar al otro, pero jamás se me ocurriría conceptuar esa motivación como egoísta. La severidad que supone definir como egoísta una acción altruista me parece una tara léxica nacida de una preocupante corrupción sentimental. La apuntada concordancia entre altruismo y egoísmo se produce en los imaginarios porque se ha hiperbolizado la idea de que ningún acto humano está exento de la búsqueda de beneficio propio, como si colaborar con el otro a su mejora, prosperidad o simplemente a que transite hacia una situación más favorable para sus intereses sea lo mismo que negarle la ayuda, sabotearle oportunidades o procurarle un daño injusto. Incluso la instrumentación del altruismo y su publicidad para elevar la cotización en el parqué social no lo consideraría egoísmo, sino narcisismo o vanidad. 

Existe una zona fronteriza en la que pueden coincidir la ayuda desprendida y la satisfacción que emerge ante la contemplación de lo bien hecho. ¿Este sentimiento de orgullo anula la acción altruista, desautoriza que se la pueda nominar de este modo? Que el altruismo retroalimente beneficios para ambas partes aunque sean de naturaleza diferente, ¿invalida que se le pueda calificar de acontecimiento altruista? Mi respuesta es no. Es una noticia que debe congratularnos a todos saber que ayudar al otro genera respuestas gratificantes en quien presta la ayuda, y que esas acciones reciben el aplauso de la comunidad. Intuyo que uno de los motivos de este embrollo conceptual radica en que no sabemos descifrar nítidamente en qué consiste el comportamiento egoísta. Urge alfabetizarnos para expresar con más sutileza y menos simplificaciones los sentimientos que decoran nuestras acciones. Hace unos años elaboré un programa educativo llamado Pedagogía de la Cooperación. Estaba destinado a chicas y chicos de catorce y quince años. En ese programa inventé una dinámica con ilustraciones para que discernieran comportamientos aparentemente egoístas, pero que sin embargo no lo eran. La línea que los separaba era muy visible, si previamente se aceptaba que egoísmo es toda acción en la que la consecución de un bien personal provoca un perjuicio en el bien común. Es la diferencia que yo argumento entre egoísmo e individualismo. En el individualismo se anhela la ampliación de bienestar privado, pero no implica perjudicar el bienestar público, no al menos de forma marcadamente consciente. En el egoísmo ese perjuicio es insoslayable. Y muy consciente.

Sostengo que no puede existir en una misma conducta el deseo de ayudar al otro y el deseo simultáneo de perjudicarlo. Si el altruismo es ayudar desinteresadamente al otro, su sentimiento antitético no sería el egoísmo, sino la maldad, que es aquel curso de acción destinado a perjudicar al otro sin que necesariamente obtenga réditos quien lo lleva a cabo. Si los tuviera, hablaríamos de crueldad, y si la acción proporcionara delectación en su ejecutor la tildaríamos de perversidad. Oponer al altruismo el egoísmo es una elección impertinente. Si en una acción en la que procurando un beneficio a otro me beneficio yo, aunque sea con el pago de una gratificación sentimental, un raptus de bienestar, la adquisición de reputación, o la satisfacción del deber cumplido, estamos delante de una acción que supura inteligencia. El mal llamado altruismo egoísta debería recalificarse como altruismo inteligente. 

Si ayudo al otro, me ayudo a mí, aunque la recompensa no aparezca contigua a la acción que acabo de desplegar. Que me importe el otro es la mejor manera de que yo le importe también. Quizá la motivación es individual, pero adjunta un soberbio resultado social. La mutualidad puede invisibilizarse en el aquí y ahora, aunque forja una red de transacciones en la urdimbre social. Favorezco la perpetuación de una lógica de reciprocidad tanto directa como indirecta en la que alguien hará lo propio conmigo si en el futuro me hallo en una situación similar. Anticipar las gratificaciones que sin embargo se sitúan cronológicamente lejos de su punto seminal requiere la participación de la racionalidad, la capacidad de fabricar argumentos por los que regirnos para vivir y convivir mejor. Una de las características de la gente obtusa es su pobre relación con el futuro y con esa exterioridad que llamamos los demás. No entrelazan un acto de ahora con su repercusión ni en su propio porvenir ni en el cuerpo social. La cara b del altruismo no es el egoísmo, es la inteligencia, que cuando se fija en la articulación del magma social se convierte en justicia, imprescindible para la vida en común, pero también para la felicidad privada. No hay nada más inteligente que procurar que se desarrolle el bienestar de todos en ese marco de metas compartidas que llamamos convivencia.



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martes, febrero 20, 2018

«A mí no me motivan»



Obra de Rob Rey
La palabra motivación proviene de la latina emovere que significa ponerse en movimiento. Estar motivado es disponer de altas cantidades de predisposición para encarar un curso de acción. Es energía, fuerza para actuar, para no capitular, para perseverar ante los inevitables reveses con que la vida nos invita a entender lo maravillosa que es la vida cuando no hay reveses. Existen dos clases de motivación: la intrínseca y la extrínseca. La primera nace de uno mismo y es la energía que sentimos y movilizamos al realizar algo por el puro placer de hacerlo. Eslabona con el entusiasmo, que realmente es el émbolo que lo mueve todo. En el discurso social el entusiasmo vive una época crepuscular, porque el resultado de toda evaluación sobre el ludismo de la acción se reduce a la parquedad léxica de «me gusta» o «no me gusta». Hace poco mantuve una conversación con varias personas en la que les aclaré que a mí no me gusta escribir. Ante su tremenda sorpresa, agregué que no me gusta escribir, me apasiona. La motivación extrínseca está relacionada con la consecución de recompensas externas desligadas por completo de la propia actividad. El desempeño a realizar no nos entusiasma, pero lo llevamos a cabo porque nos interesa lo que trae adjunto, o no podemos prescindir de él: remuneración económica, cotización social, poder, adquisición de afecto, ampliación de posibilidades, vinculación, reputación, estatus. La motivación extrínseca se evapora mágicamente en el instante en que la gratificación externa desaparece.

Existe un lugar común que indica que la persona hipertrofiaría su motivación si los ingresos obtenidos por ejecutar una tarea fueran elevados. En entornos laborales yo he escuchado mil veces afirmaciones del tipo «que me paguen una pasta, ya verán como me motivo». Es una afirmación falaz. El dinero relaciona con la motivación extrínseca, pero no con la intrínseca, y obtenidas unas cantidades que satisfacen necesidades básicas, el dinero no genera motivación alguna. Al contrario, en ocasiones es un poderoso elemento socavador de la propia motivación. La motivación intrínseca conexa con la autorrealización personal, el crecimiento profesional, el desafío intelectual, la disposición de autonomía, la sensación de control sobre las acciones, la autoeficacia probada, el afán de mejorar aquellas competencias en las que uno se sabe eficaz, el sentido de lo que se hace, la asunción de responsabilidades simétricamente alineadas con nuestras capacidades. Los constituyentes de la motivación nos pertenecen en exclusividad a cada uno de nosotros. De ahí la incongruencia que supone quejarse de que «a mí me no motivan». Es una jeremiada que responsabiliza al otro de un vector que sin embargo es rotundamente personal. Una de las causas de este trasvase de responsabilidad se ha producido al sustituir la añeja palabra voluntad por la contemporánea motivación.  Nadie se atravería a decir «a mí no me dan la suficiente fuerza de voluntad». Además, se tiende a olvidar que hay muchas cosas que hay que hacer al margen de estar o no motivado. Lo ideal es estarlo, pero no estarlo no exime de no hacerlo. 

En los cursos y los seminarios que imparto no pierdo ni un segundo en motivar a ningún alumno, aunque me desvivo en no desmotivarlo. Para ello procuro compartir con todos ellos la pasión que me provoca el conocimiento que estamos tratando e intento relacionarlo con sus experiencias cotidianas, demostrar que el saber tiene enorme centralidad en la dirección de la conducta y por tanto en su vida personal, poner una retahíla de ejemplos para apresar mejor las abstracciones (a veces muy abstrusas y complejas) que explico. Nadie puede motivar a nadie, pero es muy sencillo desmotivarlo. Yo he estado en contextos laborales en los que he visto cómo languidecía incrementalmente la motivación de personas muy motivadas por la presencia de agravios comparativos, retribuciones paupérrimas, clima beligerante y tenso, maneras arbitrarias e irrespetuosas, laceración de la dignidad, ausencia de delegación, mala delimitación de tareas y responsabilidades, ausencia de metas claras, una exacerbada cultura del reproche y negación permanente del elogio, fabricación de coercitivo miedo para detentar poder, aleatoriedad en la distribución de sistemas de premios y castigos. Cualquiera de estos vectores actuando aisladamente socava la motivación, pero todos juntos desintegran a una persona. «No hace falta que me motives, pero te pido por favor que pongas todo tu empeño en no desmotivarme», es una petición mucho más realista y útil que la que titula este artículo.Yo todavía no se la he escuchado a nadie.



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