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martes, enero 16, 2018

Contraempatía, sentirse bien cuando otro se siente mal



Obra de Bryan Drury
Hace poco me encontré en las páginas del monumental y extenso Los ángeles que llevamos dentro, el declive de la violencia y sus implicaciones, de Steven Pinker, con un término que nunca antes había ni leído ni escuchado. Me llamó mucho la atención porque es el antagonismo de otro término que sin embargo goza de centralidad en los análisis de la conducta humana. Pinker hablaba de la contraempatía. Con ella definía esos accesos en los que uno se siente bien cuando otro se siente mal. Frente al amor al prójimo que preceptúan las religiones monoteístas, ya no es la abulia o el desdén de lo que le ocurre a ese prójimo, sino el regocijo que procura otear su desazón, la aflicción ajena como palanca de hedonismo afectivo. En alemán existe el término Schadenfreude, el deleite que despierta contemplar la desventura del otro. El diccionario de la RAE no recoge esta palabra, aunque reconozco que la rareza del significante no trae adjuntada ninguna rareza en el significado. Existe  frondosa vegetación léxica para explicar esos episodios sentimentales en los que un agente se siente bien al comprobar que su par se siente mal. Yo los expuse en La razón también tiene sentimientos. La malicia es el sentimiento que brota cuando deseamos el perjuicio en el otro aunque no participemos directamente en él. Es la alegría que emana cuando se contempla cómo a la alteridad le asola un revés, la vida le zancadillea, o no consigue que sus propósitos se instalen en la siempre esquiva realidad. Si nosotros colaboramos en la reciedumbre de esa adversidad, entonces hablamos de perversidad, el regodeo que nace al infligir daño o al talar las expectativas de alguien. Se aproxima al sadismo, que es el placer de hacer daño y que en su versión más extrema consiste en lastimar la dignidad que posee toda persona por el hecho de existir. También aparece por estas hediondas callejuelas el odio, el deseo de que la vida del monopolizador de nuestra atención deje de sonreírle, que puede metamorfosearse en júbilo si ese deseo se cumple.  

Hay más sentimientos que comparten vecindad con la contraempatía, pero sobre todo uno que está tan desacreditado que nadie se lo atribuye públicamente. La envidia es un sentimiento que también utiliza las variables del gozo y la aflicción. Se siente envidia cuando uno se entristece al observar la prosperidad del otro, pero dar envidia es justo lo contrario, mostrar nuestro holgado bienestar o la adquisición de un bien o un mérito con el fin de que sea el otro el que se aflija al verlo. Siempre cuanto la anécdota de un anuncio publicitario con el que me tropecé a diario en las páginas de un periódico de tirada nacional. Anunciaban un viaje al Caribe en el período otoñal porque, y cito literalmente, «otoño es la mejor época para viajar porque es cuando más envidia puedes dar a tus amigos». Según este eslogan, la alegría no la proporcionaba el viaje en sí, sino la tristeza que provocaríamos en el entorno próximo cuando se enteraran de que nos habíamos ido de viaje justo cuando los demás reanudaban sus trabajos. En el discurso social existe una excepción que permite mostrar la envidia sin que sea reprobada. Ocurre cuando uno juega a la lotería y lo hace, según sus propias palabras, porque «no soportaría que a mis compañeros les tocara la lotería y a mí no». 

En su bibliografía Peter Singer habla de empatía emocional y empatía cognitiva. Es una distinción muy interesante que sin embargo ya está establecida con otros referentes norminales en los estudios de la afectividad. La primera sería la empatía en su acotación convencional, una disposición psicológica para comprender al otro. La empatía cognitiva sería la compasión, un sentimiento radicalmente humano que nos permite sentir como propios el dolor y la alegría del otro al reflexionar en torno a nuestra condición de seres semejantes en la fragilidad, la vulnerabilidad y la conciencia de mortalidad, los tres grandes vectores de la idiosincrasia humana. La contraempatía sería puramente emocional. Se antoja harto difícil que con el concurso de la reflexión ética podamos construir una contraempatía cognitiva y conducirnos por ella. Si fuera así. desembocaría en la  maldad (ejecución de un daño en un tercero exento sin embargo de réditos personales) o en la malicia. La morbidad afectiva de ambas contraviene el ideal ético de que los seres humanos nos tratemos unos a otros como sujetos y no como meros objetos, es decir, con la dignidad que nos hemos otorgado en un ejercicio autoconstitutivo al considerarnos valiosos. Un exceso de contraempatía en un excesivo número de persona tornaría imposible la convivencia. Coexistiríamos, pero no conviviríamos. Nada que ver con lo que creemos que sería bueno que fuese.



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martes, diciembre 12, 2017

Empatía, compasión y Derechos Humanos

Obra de Bo Bartlett
Un nuevo 10 de diciembre volvemos a celebrar el Día de los Derechos Humanos. En esa misma fecha, pero de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas reunida por tercera vez en París firmó la Declaración Universal de esos Derechos Humanos. El documento aloja treinta artículos que se sostienen en la idea de la dignidad humana. Tenemos el derecho de que esa dignidad que nos arrogamos en tanto que somos seres humanos sea protegida, pero también cargamos el deber de cuidarla en los demás. Fue la primera vez en la historia de la humanidad en que la dignidad humana (el valor que nos damos a nosotros mismos los seres humanos por ser seres humanos y el derecho a tener derechos) encontró reconocimiento y protección jurídica. Cualquier ser humano posee unos inalienables derechos sin distinción alguna de su raza, color, sexo, religión, condición política, propiedades, nacionalidad, o país de origen. 

A mí me gusta señalar que los Derechos Humanos son el cénit de la creatividad humana, una invención ética para salvaguardarnos de lo más predador de nosotros mismos. Para demostrar su carácter inventivo, en alguna conferencia he tenido que recordar a los asistentes que esos derechos no vienen del mar, ni se cultivan en la tierra, ni caen de los árboles, ni los llueve el cielo, ni los manuscribió ninguna deidad, ni los bajó nadie en tablas de piedra de ninguna empinada montaña. Nos los hemos inventado para mejorarnos. Son un común denominador para el paisaje humano, los mínimos sin los cuales la dignidad no puede brotar en la vida de una persona. Conviene recordar que esos derechos fueron proclamados tras la espantosa carnicería de la Segunda Guerra Mundial, un hemoclismo (una inundación de sangre, según la acertada expresión del atrocitólogo Matthew White) de dimensiones sobrecogedoras. En Pensamientos arriesgados, Savater recuerda a los despistados que esos derechos «no provienen tanto de las promesas de la luz como del espanto de las sombras». Cedo a Eleanor Roosevelt, que presidió la comisión que formuló la Declaración Universal, la respuesta a la interesante pregunta «¿dónde empiezan esos derechos?». «Esos derechos empiezan en pequeños lugares, cerca de casa; en lugares tan próximos y tan pequeños que no aparecen en ningún mapa... Si esos derechos no significan nada en estos lugares, tampoco significan nada en ninguna otra parte. Sin una acción ciudadana coordinada para defenderlos en nuestro entorno, nuestra voluntad de progreso en el resto del mundo será en vano».

Estos días estoy leyendo el voluminoso ensayo Los ángeles que llevamos dentro, el declive de la violencia y sus implicaciones de Steven Pinker. En sus páginas aboga por la verificada tesis de que los índices de violencia han descendido extraordinariamente en los últimos siglos. Pinker busca una causa exógena para explicar esa disminución y por ende la mejora en la convivencia y en el proceso civilizador. El hallazgo es soprendente y lógico a la vez. Mejoramos notablemente como especie cuando empezó a importarnos el sufrimiento del otro. ¿Y qué ocurrió para que el dolor del prójimo fuera una variable a tener en cuenta en nuestras pesquisas y en nuestra conducta?  La explicación es multifactorial, pero Pinker señala como punto nuclear la invención de la imprenta. La creación de Gutenberg en 1450 permitió la expansión de los libros y que la gente pudiera ponerse en la perspectiva del otro gracias a la lectura de novelas epistolares. La lectura ensanchó la mente, afiló la sensibilidad, conectó ideas, explicó el sufrimiento ajeno, amplió el círculo empático. Los pensadores de la Ilustración (en cuyas ideas se basan las dos Declaraciones que preceden a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la de la Independencia de los Estados Unidos en 1776 y la Declaración del Hombre y del Ciudadano de 1789 en Francia) son hijos de una empatía estimulada por el poder evocador de los relatos de otras vidas recogidas en los libros. Esa empatía es esencial para la compasión, el sentimiento más radicalmente humano, o el que más incide en la acción humana. 

Curiosamente leo en una entrevista a la escritora especializada en religión comparada Karen Armstromg, galardonada en la última edición con el Premio Princesa de Asturias de las Ciencias Sociales, que la compasión está desacreditada porque la concebimos erróneamente: «a veces se traduce por misericordia, que significa que yo estoy en una situación de privilegio y entonces siento pena por ti. Pero la compasión tiene que ver con la igualdad. Analizas tu corazón, piensas qué te haría daño y no se lo haces a otro. Esa es la regla de oro». Adela Cortina lo explica de idéntica manera en Aporofobia: «la compasión es sobre todo el reconocimiento de que el otro es un igual con el que existe un vínculo que precede a todo pacto». En el monumental La compasión, una vitud bajo sospecha, Aurelio Arteta ilustra con claridad que la compasión es el germen de la justicia que luego se encarna en instituciones. Estoy convencido de que los Derechos Humanos que están a punto de cumplir su septuagésimo aniversario nacieron del sentimiento de la compasión. Un sentimiento que se fomenta con las creaciones que los seres humanos hemos inventado para narrarnos a nosotros mismos (novelas, canciones, obras de teatro, películas, cuadros, ensayos, poesías, sinfonías, etc.). Cualquiera de estas creaciones es la mejor forma de saber qué siente aquel que no soy yo y con el que nunca podré intercambiar una palabra por lejanía geográfica o brecha afectiva. En Sin afán de lucro, la filósofa norteamericana y escrutadora del orbe sentimental Martha Nussbaum refrenda esta tesis y anima a relanzar las Humanidades en la oferta curricular en un mundo exorbitado de medios tecnológicos pero anoréxico de fines. El italiano Nuccio Ordine también defiende lo mismo en el enternecedor opúsculo La utilidad de lo inútil. Su argumento es que lo más inútil (para el credo económico y su maximización del beneficio) es lo más útil para vivir y para convivir bien todos juntos. Acabo de explicar a qué aspiran los Derechos Humanos.



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martes, febrero 21, 2017

El abuso de debilidad y otras manipulaciones

Obra de Dan Witz
El ser humano siente la proclividad de convertir en su metafórico alimento al más débil que él. Es un tropismo atávico desarrollado en escenarios de escasez que se ha instalado también en escenarios de sobreabundancia como el contemporáneo, aunque esa abundancia está tan mal repartida en el redil humano que sus beneficiarios nos adoctrinan con la idea de la carestía y con el fomento de la competición para no padecerla. Para conjurar la mala suerte de caer en el indeseado bando de los devorados invertimos mucho tiempo y mucha energía. A esta inversión la llamamos de eufemísticas maneras (titulación, ingresos, capital social, empleabilidad, reputación, estatus, rango, solvencia financiera, habilidades, competencias), pero si subordinamos el conjunto de nuestras acciones veremos que todo desemboca en conseguir aprobación y cariño y simultáneamente no ser atacados por los predadores más feroces de la sabana social. A veces estamos aprovisionados de todo lo que la competición prescribe para no sufrir los zarpazos de la depredación, salvo el afecto, el rasgo más humano de toda nuestra identidad como especie. Es ahí donde opera el abuso de debilidad.

El abuso de debilidad se produce cuando una persona se aprovecha de otra gracias a su vulnerabilidad y fragilidad afectivas. Resulta difícil delimitar sus fronteras porque en muchos casos el claramente perjudicado da su consentimiento para que el otro ejecute acciones de dudosa licitud. Sin embargo, ese consentimiento puede estar prologado de manipulación o violencia psíquica, y aquí es donde todo el paisaje se repleta de niebla.  ¿Cuándo es abuso, estafa, timo, engaño, manipulación de la confianza,  y cuándo es decisión autónoma, voluntad libre, relación consentida, aceptación nacida de un acuerdo entre iguales, conductas éticamente apropiadas? El ensayo  El abuso de debilidad y otras manipulaciones trata de trazar esos límites y recordar que aunque hay situaciones que pueden no ser jurídicamente sancionables, sí se pueden evaluar desde el prisma ético. Su autora es la psicólogo y psiquiatra francesa Marie-France Hirigoyen, conocida por su demoledora obra El acoso moral y por la incisiva Las nuevas soledades.  En sus obras Hirigoyen no sólo coloca perfectamente su lupa observadora sobre el punto preciso, su atildada y ágil escritura te motiva a perseguir líneas sin parar. El abuso de debilidad y otras manipulaciones se adentra en un primer momento en el análisis pormenorizado del consentimiento (no hay consentimiento válido si se ha dado por error, o si ha sido obtenido con violencia o dolo, es lo que se tipifica como vicio de consentimiento), la confianza,  la influencia y la manipulación. En el apartado dedicado a reseñar  las tácticas manipuladoras que el abusador esgrime con su víctima, la autora se ciñe al libro Pequeño tratado de manipulación para gente de bien de los también franceses Robert-Vincent Joule y Jean-Léon Beauvois. Recomiendo su lectura a todo aquel que tenga curiosidad en estudiar lo previsibles que somos los animales humanos. Recuerdo que este texto a mí me ayudó mucho hace ocho años para la redacción de un manual de comunicación persuasiva.

Una vez cartografiado el mapa de la influencia, Hirigoyen nos habla de las víctimas potenciales para los depredadores. El depredador suele posar su atención en personas mayores, discapacitadas, menores,  hijos (sobre todo en situaciones de divorcio), gente secuestrada por la inmadurez o por la carencia afectiva. En Las nuevas soledades patentiza que los déficits afectivos crecen a medida que crece la hiperaceleración de la vida y la indiscutida centralización de la actividad laboral, y por tanto la dificultad de tejer sólidos vínculos que requieren el concurso de un tiempo del que no disponemos. Esta fragilidad sentimental es el ángulo de ataque del abusador, el talón de Aquiles de las víctimas para ser más fácilmente sojuzgadas. Entre los impostores la autora cita a mitómanos (mentirosos compulsivos con necesidad de ser admirados), seductores, timadores (muchos de ellos agazapados en el corazón de las entidades financieras), perversos narcisistas (muy taimados y calculadores), paranoicos (que actúan más por coacción que por manipulación). Todos ellos se afanan en el sometimiento psicológico y la vampirización de su víctima. El último capítulo del libro es desolador. La autora defiende el sincronismo entre los valores imperantes en el tejido social y el abuso de debilidad. Enumera la exención de responsabilidad personal delegada en los demás o diluida en los factores ambientales. La pérdida de límites al pulverizarse la idea de comunidad y por tanto la ceguera de no ver al otro como necesario para nuestra propia vida. La dificultad para articular bien la vida pulsional. La vehemencia de la gratificación instantánea que incentiva el fraude y el atajo. La inseguridad y el miedo provocados por la crisis financiera y azuzados arteramente para la generación de sumisión. La desconfianza cada vez más afilada en nuestros iguales. Todos estos vectores propios de la jungla exacerban nuestra condición de seres frágiles y demandan una mayor presencia de autoridad pública. La autora advierte del peligro que supone la inflación del Derecho cuando sustituye el necesario control interno de cada uno de nosotros. Dicho de otro modo, la axial diferencia entre la heteronomía y la autonomía, entre la convención y la convicción. He aquí un fértil semillero para abusadores.  O para depredadores investidos de legalidad.



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jueves, octubre 06, 2016

La cara es el escaparate del alma



Obra de Felipe Achondo
La acepción popular asegura que la cara es el espejo del alma,  pero a mí me gusta objetar que la cara no es espejo de nada, es el escaparate de toda la economía de ese sistema que llamamos persona. Una persona es un sistema intrincadísimo compuesto de instrumentos emocionales, cognitivos y sentimentales sobresaturado de combinaciones inacabables que hacen que la organización egocéntrica de cada uno de nosotros obtenga un resultado distinto a la organización urdida por cualquier otro. Este es el sencillo motivo por el que no existen dos personas idénticas en un lugar habitado por siete mil trescientos cuarenta y nueve millones de ellas. Hace tiempo le leí al psiquiatra Carlos Castilla del Pino que no es lo mismo el rostro que la cara. Podemos decir que el rostro nos uniformiza como parte del cuerpo, pero la cara nos singulariza. Ese diminuto espacio de la parte más elevada de nuestro cuerpo se convierte en el asentamiento de nuestra vida afectiva. Allí se acuna todo lo que nos ha ocurrido desde que un día nos nacieron hasta ahora, las cosas que hicimos y las cosas que acontecieron, las construcciones deliberadas y la colisión con lo aleatorio, la conjugación de nuestra voluntad con la imponderabilidad. 

La cara es la única parte que siempre llevamos descubierta, la única extensión con la que colisionarán los ojos de la mirada que me objetiva, la mirada que hace que yo deje de ser nadie. Del mismo modo que los buenos cantantes logran la proeza de acurrucar en su voz las vicisitudes con las que se han ido tropezando a lo largo de su vida, la cara es el anuncio publicitario de nuestra biografía. En este espacio reducido afloran los resultados que han ido cosechando las diferentes funciones de nuestros sentimientos. En la cara se solidifica la vinculación del sujeto con el mundo, la jerarquización de los valores personales y éticos que orientan sus decisiones, la ordenación de la realidad para construir su realidad. A medida que transcurre el tiempo la cara se metamorfosea en un mapa en el que quedan claramente localizados los episodios de mayor significación emocional por los que hemos pasado. La cara no habla, pero en su peculiar orografía se pueden leer muchos textos autobiográficos.

El padre de la microsociología Irving Goffman acuñó una expresión maravillosa que yo empleo frecuentemente en los cursos y que considero nuclear en el ámbito de las interacciones humanas: «salvar la cara al otro». Salvar la cara al otro es respetar la dignidad de nuestro interlocutor, mantener incólumne la consideración, no restregarle su terquedad en el error, sobre todo cuando finalmente ha capitulado y ha convenido que la evidencia que se le muestra es mejor que la que él defendió hasta este instante. Salvar la cara al otro es afirmar que el nuevo escenario nos mejora a ambos. Nada que ver con el hiriente «te lo dije», o el humillante «¿ves cómo yo tenía razón?». La cara es el escaparate del alma y lanzar allí metafóricas piedras es una profanación. Tenemos que obligarnos a salvar la cara al otro, pero también tenemos que asumir el deber de salvar la nuestra, que es el símil corpóreo del autorrespeto. Más allá de consideraciones cosméticas (cosmética deriva de cosmos, orden, así que significa aquello que ordena nuestra cara), el cuidado de la cara se erige en metáfora de nuestra dignidad. Porque la cara no es ningún espejo. Junto a las palabras que pronunciamos es el balcón al que se asoma lo que somos.



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martes, febrero 09, 2016

La tristeza todo lo que toca lo convierte en alma

Afternoon-Light, obra de Carrie Graber
Las emociones básicas forman parte de nuestra infraestructura genética. Las llevamos insertas en nuestros circuitos nerviosos a través de los genes. Poseen funciones adaptativas, informan sobre nuestra situación, tabulan datos y ejecutan aceleradas hojas de cálculo y análisis. Traen, en palabras de Damasio, «marcadores somáticos», señales de cómo  nuestro organismo procesa la situación. Cuando somos conscientes de las emociones se convierten en sentimientos. No podemos modificar el reducido repertorio de emociones básicas, pero sí podemos variar la respuesta elicitada por ellas en nuestra conducta. En el interesantísimo ensayo La regulación de las emociones, sus autores José Miguel Mestre y Rocío Guil definen la tristeza como el momento en que «experimentamos la pérdida o el fracaso, real o probable, de una meta valiosa, entendida como un objeto o una persona. Hay una baja activación del arousal y valoraciones negativas». En el enciclopédico Diccionario de los sentimientos de J. A. Marina y Marisa López Penas la especifican como «un sentimiento introvertido, de impotencia y pasividad». Luego realizan una apasionante expedición léxica por la aflicción, la amargura, la pesadumbre, el abatimiento, la desolación, la congoja, la tribulación, la desesperanza, el duelo, la melancolía, la añoranza, la nostalgia, la saudade. Es muy delatora esta arborescencia léxica para delimitar un sentimiento. Las palabras nacieron un indefinido día para hacer inteligible lo sentido por alguien en una situación muy concreta. Esto significa que cada vez que eliminamos o desconocemos palabras para compartir nuestra vida afectiva, rodeamos matices, detalles, apreciaciones, excepciones, singularidades. Nos volvemos borrosos para quien nos escucha y también para nosotros mismos. En momentos tristes no siempre sentimos lo mismo, y consignar esa heterogeneidad sentimental con una sola palabra nos empobrece, nos desenfoca, nos desdibuja.

Experimentamos tristeza cuando un suceso desfavorable obstruye nuestros intereses. Se desencadena cuando algo deseado no ensambla en el mundo como habíamos planeado. Frente a la aflicción sin un motivo diáfano que supone la angustia, en la tristeza la realidad ha desestimado la implantación de un deseo familiar. La tristeza por tanto siempre viene acompañada de una expectativa incumplida, que no humillada ni oprobiada, porque cuando la causa es injusta prorrumpe el enfado o la indignación. También se experimenta cuando este desenlace le ocurre a otra persona con la que nos sentimos muy vinculados. Su tristeza nos afecta porque nos tenemos afecto. La tristeza inicia un proceso de interiorización para ordenar el desorden provocado por el desajuste entre lo que esperábamos y el resultado cosechado. Ha habido una pérdida y a partir de ese instante se inicia una concienzuda labor de introspección. La tristeza nos expatria del mundo. A mí me encanta repetir una frase que ya empleé en el libro La educación es cosa de todos, incluido tú: «La tristeza todo lo que toca lo convierte en alma». 

Los psicólogos predican que la tristeza es una llamada de atención al otro. La apagada expresión facial, el encogimiento, la mirada cabizbaja y sus influencias fisiológicas encarnadas en escasez de energía y desdén por toda actividad motora, son una clara y muy visible petición de ayuda para que nuestro grupo de referencia acuda a rescatarnos. Se produce una paradoja muy llamativa. Cuando estamos tristes no nos apetece estar con nadie y a la vez solicitamos que alguien nos libre de la cautividad a la que hemos sido condenados. Asimismo se corre el riesgo de que un exceso de tristeza provoque deserciones en el grupo de apoyo. Quizá por miedo al contagio, quizá porque resulta descorazonador, quizá porque obligue a un gasto adicional de esfuerzo, no nos gusta compartir tiempo con alguien que ha hecho de la tristeza su residencia habitual e impide cualquier plan para sacarlo de allí. A pesar de todo lo que podemos aprender con lo que nos enseña la tristeza, son malos tiempos para ponerse triste. El pensamiento positivo penaliza la tristeza puesto que nos conduce a una supuesta pasividad (puntualizo que pensar nunca es un estado pasivo, al contrario, pocas actividades suponen tanto ajetreo). Responsabiliza de la tristeza al propio sujeto que la padece como decisión personal. Al permitir que los acontecimientos lo aflijan al releerlos como pérdida, concede permiso para que la actitud taciturna y acaso el desánimo entren en su vida. Como una de las maneras de regular las respuestas emocionales consiste en reestructurar su valoración cognitiva, el pensamiento positivo culpabiliza al que no recicla la tristeza en una palanca de motivación. Entristecerse no es anómalo ni constitutivo de analfabetismo emocional. No entristecerse nunca, sí. Es una anomalía y una torpeza. Es como hacer pellas el día en que en clase se explica lo más interesante de la asignatura.



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martes, enero 12, 2016

Ayudar porque sí



La banda ancha, obra de Juan Genovés
Resulta curioso comprobar cómo se ha amputado de la definición de compasión su naturaleza colaborativa. En realidad la propia compasión como sentimiento ha sido defenestrada del catálogo afectivo al considerarla desnortadamente más una humillación que una colaboración. Es un buen muestrario del troquelado sentimental contemporáneo y de cómo muta el alma humana. La compasión emerge cuando sentimos como propio el dolor ajeno, cuando el dolor que asedia al otro pasa a asediarnos también a nosotros. Esta sería la primera parte del enunciado, insuficiente si no agregamos al instante su continuación. Una vez que hemos hecho nuestro el dolor del otro hay que urdir estrategias para neutralizarlo, experimentar la necesidad de ayudar a la persona que está siendo saturada por un dolor frente al cual ella sola se siente inerme. Ese dolor lo interpretamos tan inmerecido y nos indigna tanto que nos revolvemos para ayudar a combatirlo. La compasión se revela así como la puerta de acceso al orbe ético, porque es gracias a ella como los demás se adentran en nuestra vida y en nuestras reflexiones. No hay mayor nexo con el otro que hacer tuyo el dolor que es suyo. Ayudar al doliente se erige en una máxima impostergable en los mecanismos de la compasión. Nos duele que alguien igual a nosotros, un compañero en las filas de la humanidad, pueda estar pasando lo que está pasando, y por eso ponemos empeño en revertir su situación, o amortiguarla si deviene irresoluble.

Aquí quiero introducir una feliz excepción. No siempre es necesario contemplar el dolor en el otro para ayudarlo. También se puede ayudar al que no demanda ayuda, pero la agradece porque le facilita las cosas, le hace mejorar, le allana el casi siempre pedregoso camino del día a día. Este punto me parece sustancioso. En la literatura de la negociación existe un precepto llamado la mejora de Pareto que indica algo análogo. Si puedes ayudar a tu contraparte sin que te suponga ninguna concesión, si puedes expandir el beneficio sin que nadie salga perjudicado, hazlo, porque nutrirás la relación e insuflarás vigor al compromiso del acuerdo. Es una buena propuesta, pero claramente matrimoniada con la pervivencia del acuerdo que subyace en toda concertación. Kant afirmaba que la moralidad de un acto descansa en la intención que nos impele a llevarlo a cabo, y en la mejora de Pareto está bastante definida su genealogía.

Sin embargo, se puede ayudar al otro desinteresadamente en las pequeñas rutinas de la vida cuando no hay nada que nos lo impida, hacerlo porque sí, sin sensación de deber, sin incentivo crematístico alguno ni búsqueda de compensación, sin más finalidad que la propia ayuda. No se busca la reciprocidad ni directa ni indirecta, ni se instrumentaliza la colaboración en aras de posteriores réditos. No se realizan aritméticos cálculos inversionistas tratando de rentabilizar la acción en el largo  o corto plazo. No es un presupuesto que persiga la gratificación afectiva, o el sentimiento fruitivo, o incremente los niveles de estima y la cotización social. No. Se trata de una respuesta solícita nacida espontáneamente de una sensibilidad empática para abrillantar la noción de ser humano, una disposición ética que no busca autorrecompensa sino la construcción de un mundo con menos aristas, un mundo más acogedor y amable. Nuestras interacciones comunitarias podrían adecentar mucho nuestro derredor simplemente dejándose coger de la mano de una máxima que no acarrea ningún coste adicional: «Actúa del tal modo que siempre que puedas elegir entre la pasividad o la mejora de la situación de otra persona, te decantes por esta segunda opción sin  más intención que ayudarla».



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martes, octubre 27, 2015

Humillar al otro es humillarte a ti



Face, de Vianey
En uno de los pasajes del revelador y recientemente publicado ensayo Capitalismo canalla, su autor, el profesor de Sociología de la Complutense César Rendueles, afirma que la lógica de subordinación y algunas de sus propensas conductas de humillación que se toleran en los lugares de trabajo serían impensables en cualquier otra parcela de nuestra vida. La explicación de esta tolerancia es muy sencilla. Al no tener otra alternativa de subsistencia que la asalariada, y comprobada la brutal carestía de empleos y la masiva demanda de ellos, aceptamos en los dominios laborales abyecciones cotidianas destinadas a magullar nuestra dignidad con tal de mantener el puesto de trabajo. En la literatura de la negociación esta situación se denomina negociación desigual, nacida de una paupérrima capacidad de presión sobre la contraparte. Pero yo quiero colocar la lente reflexiva en otro ángulo de observación. La pregunta que a mí me borbotea en un escenario así es por qué alguien desde el blindaje de la jerarquía sojuzga a un semejante. Desde visiones éticas es algo no sólo reprochable, sino incomprensible. En el aforismo 135 del libro Aflorismos,  Carlos Castilla del Pino explica por qué lacerar la dignidad del otro es atentar contra la propia: «Respetar al otro es respetarse. No hay manera de sentirse digno faltándole al respeto a alguien. Porque el otro soy yo, no por consideraciones morales sino porque, de hecho, ese otro es el que me hace ser. En suma, el otro no es ni siquiera mi prój(x)imo: soy, en parte, yo». De este modo degradar al otro es degradarme a mí. Más degradación todavía si me aprovecho de un contexto de vulnerabilidad y sumisión en el que mi conducta ominosa no puede ser objetada por quien la padezca. 

Casualmente la semana pasada leí en las páginas de Ciencia del diario El País una entrevista a Michael Tomasello. Se trata de un investigador norteamericano y profesor de Antropología cuyo ensayo Por qué cooperamos a mí me ayudó mucho para el proyecto educativo Pedagogía de la cooperación. En la entrevista le preguntaban por qué, aunque seamos cooperadores y competidores simultáneamente, muchas personas no se preocupan de tratar a los demás de un modo justo. La respuesta de Tomasello fue muy perspicaz: «Eso puede suceder, sí. Otra forma de pensar sobre ello es fijarte en cómo tratan a sus amigos y su familia. Incluso gente que es muy competitiva en otros contextos, como en los negocios o donde sea, son muy generosos en su entorno de amigos y familia». Surge aquí otra pregunta inevitable. ¿Cómo es posible que alguien pueda ser en unas situaciones tan amable y ser luego tan despiadado en otras? La respuesta de Tomasello es de una sencillez parvularia: «Lo que pasa es que estas personas juzgan de manera distinta qué condiciones aplican a las personas que pertenecen a su grupo y a las que no». 

En esta respuesta se encierra la perentoria necesidad de educarnos en aspectos cardinales vinculados a las Humanidades. Necesitamos tomar conciencia de que todas las personas formamos parte de un mismo y mancomunado proyecto. Hemos advertido que convivir es mucho más enriquecedor que simplemente vivir. Hemos querido dejar deliberadamente atrás la selva y civilizarnos al considerarnos sujetos valiosos y por tanto acreedores de una dignidad cuya validez descansa en que todos la consideremos recíprocamente intocable e inalienable. Deberíamos tratar al otro con la misma consideración que solicitamos para nosotros porque el otro también somos nosotros (puesto que con él compartimos la ficción malabar de la dignidad y nos necesitamos mutuamente para convertirla en real). El respeto que el otro muestra por mi dignidad y yo por la suya hace que la dignidad deje de ser una ficción y se convierta en un valor que dirige y eleva nuestra conducta. Si se extingue la conciencia de interdependencia, si suprimimos la vinculación afectiva o la capacidad empática con quienes no compartimos proximidad física, si no sentimos que los fines de los demás son mis propios fines y viceversa, si nos sentimos inconexos del contrato social y ético que es la convivencia, es muy sencillo caer en la inercia de humillar al otro y cosificarlo como medio para nuestros intereses. Pero si fortalecemos la conciencia de un proyecto compartido llamado Humanidad, se incrementan mágicamente las posibilidades de ver en el otro una prolongación de nosotros mismos y de comportarnos conforme a ese hallazgo. A todos nos atañe fomentar unos escenarios u otros sabiendo qué consecuencias traen anexionadas. O colaboramos con el macroproyecto o lo saboteamos. No hay más opciones para nuestro comportamiento.



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martes, octubre 20, 2015

Sentir para saber, saber para sentir


Pintura de Keiyno White
Recuerdo una objeción a un artículo en el que escribí que los sentimientos son el cálculo informativo del grado de incursión de nuestros deseos en la realidad. Un lector dejó un comentario en el que se quejaba de por qué hay que complicarlo todo tanto, que dejemos que el corazón se manifieste por sí mismo, que hay que pensar menos y sentir más. Esta aparentemente inocua objeción transparenta el enorme batiburrillo conceptual y semántico que existe en torno a las emociones y los sentimientos. La mayoría de las veces los utilizamos como sinónimos, cuando no lo son. En conversaciones coloquiales se esgrimen gigantescas sinonimias en las que la palabra emoción significa cosas muy distintas, o diferentes palabras (emoción, afectividad, sentimientos, pasión, inteligencia emocional) acaparan un significado análogo. Este es uno de los motivos por el que muchas de estas conversaciones desembocan en la más absoluta ininteligibilidad. Pero este tremendo extravío no sólo se produce en el lenguaje llano y en las charlas espontáneas. Yo he leído a reputados investigadores hablar de los sentimientos embalsamándolos bajo el concepto de emociones, y a la inversa, referirse a emociones señalándolas como sentimientos. Un auténtico galimatías. 

Una de las definiciones más diáfanas con la que me he topado en los últimos quince años se la leí a Antonio Damasio en su segundo ensayo En busca de Spinoza, el punto de partida para su inmediato El error de Descartes: «Si las emociones se representan en el teatro del cuerpo, los sentimientos se representan en el teatro de la mente». Las emociones son mecanismos automatizados del organismo que se activan para procurarnos una adecuada respuesta adaptativa a la situación en la que nos encontramos, o a aquella en la que anticipamos nos encontraremos. No son el resultado de una deliberación, sino manifestaciones rápidas para equilibrarlo todo de manera veloz. Ahora bien, cuando somos conscientes de la emoción, cuando la absorbemos racionalmente y la hacemos operar en el umbral de la conciencia junto al acervo adquirido de otras experiencias tanto propias como vicarias, la convertimos en un sentimiento, concretamente en un sentimiento emocional.

Pondré un ejemplo. El miedo que se dispara desde la amígdala sin pasar por la neocorteza ante una amenaza inopinada es una emoción, pero el miedo tamizado por la racionalidad ante una futura situación amenazante es un sentimiento. De ese sentimiento pueden derivarse comportamientos como la huida, la sumisión, o el ataque. Los sentimientos pueden ser sentimientos emocionales y sentimientos cognitivos. Los sentimientos emocionales son las emociones conscientes, y los sentimientos cognitivos son el resultado de la interacción intelectiva de nuestros sentimientos emocionales con nuestros pensamientos privados, y luego con los sentimientos emocionales de los demás para alumbrar los sentimientos sociales. El sentimiento social abandona el lenguaje primario del yo y se adentra en el lenguaje secundario de lo cívico. Basta con echar un vistazo a cualquiera de esos sentimientos para constatar que siempre aparece la figura del otro.

Los sentimientos sociales pueden ser sentimientos de apertura al otro (amor, amistad, compasión, altruismo), sentimientos de animadversión al otro (envidia, celos, odio, etc.), o sentimientos preventivos para no resquebrajar el espacio y los propósitos compartidos (culpa, vergüenza, equidad). Puesto que son sentimientos en los que interviene el conocimiento, tenemos la infinita suerte de que se pueden modular y por tanto educar en aquella dirección que permita construir una convivencia amable. La ética coloca justo aquí su lupa observadora cuando reclama incluir a los demás en nuestras deliberaciones. También la educación reglada cuando nos educa como ciudadanos y no como meros instrumentos destinados a la empleabilidad. En este punto exacto mi mejor amigo y yo inventamos y verbalizamos hace siglos el lema que delata la triple entente que han pactado las emociones, los sentimientos y la racionalidad: «Sentir para saber, saber para sentir». Hasta creamos una dinámica que yo a veces empleo en cursos para demostrar empíricamente este círculo virtuoso.

Esta aventura sería pedagógicamente muy sencilla si no agregáramos que todo opera de un modo vertiginosamente nodal. La conciencia de una emoción genera un sentimiento emocional, pero ese sentimiento emocional puede intermediar en la emoción que siempre permanece atenta al choque con lo inesperado. A su vez los sentimientos emocionales se pueden modificar gracias a la intervención de la inteligencia, que simultánea e hipostatizadamente está condicionada por los factores contextuales (somos inteligencias compartidas en un momento histórico concreto y en una cultura concreta también) y por los valores personales, y la inteligencia, que comete muchas torpezas, puede educarse gracias a la participación de los sentimientos emocionales, que dan paso a sentimientos sociales, que a su vez intervienen sobre la miríada de los emocionales y sobre la propia inteligencia que los ha construido, todo en una urdimbre tupida de bucles infinitos y siempre en permanente actividad. Toda esta gigantesca red que convierte cualquier saber en un saber muy precario la solemos bautizar como entramado afectivo. Y esta reducción lingüística provoca muchos grandes equívocos. O frases sin sentido, como afirmar que hay que sentir más y pensar menos.



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martes, octubre 06, 2015

Empatía y compasión, primas hermanas



Pintura de Michele del Campo
Resulta muy curioso comprobar cómo en el discurso social se promociona la empatía y al mismo tiempo lo desacreditada que se halla la compasión. Son dos sentimientos que comparten estrechos lazos familiares. La compasión es hacer propio el dolor del otro, y la empatía es la identificación afectiva con el otro, vivir la vivencia aversiva o efusiva del otro. En un programa educativo llamado Pedagogía de la Cooperación, destinado a alumnos de la ESO y de Bachillerato, yo definí la actitud empática como «habitar en los ojos del otro para sentir y entender cómo se  ve la realidad desde allí». Es un sentimiento muy útil porque permite absorber situaciones (y los sentimientos que se derivan de ellas) sin la agotadora necesidad de protagonizarlas. El término empatía ha ganado centralidad frente a la palabra compasión. Actualmente nos encanta que empaticen con nosotros, pero nos enoja que «se compadezcan» de nosotros. La compasión está fiscalizada acerbadamente porque se interpreta que hay en ella señales de desprecio y humillación al otro o, peor aún, de gratificación y superioridad propias, como si en vez de sentir dolor se estuviera llevando a cabo un ejercicio de gozosa autocomplacencia. Sin embargo, ambos sentimientos, la compasión y la empatía, nacen de un hallazgo maravilloso. Los seres humanos hemos descubierto un mecanismo que correlaciona con nuestra condición de animales sociales y con nuestro constituyente deseo de ampliar y profundizar los nexos emocionales con los demás. Compartir el dolor y que el otro lo sienta como suyo aminora la intensidad de ese dolor en quien lo padece. Más todavía. Hacer nuestro el dolor del otro es el primer paso para auxiliarlo yendo a sus orígenes. Si ese dolor posee causas sociales, surge el sentimiento de justicia y el deseo de un mundo menos inhóspito. La compasión muestra una acérrima enemistad con la indiferencia. 

Otra paradoja estriba en que señalamos como inhumanas a las personas que no son capaces de sentir compasión cuando contemplan el sufrimiento de los demás (o muestran aséptico desinterés por él), pero nos revolvemos ante aquel en el que podemos intuir que siente compasión por nosotros (aunque la merezcamos). Quizá lo que verdaderamente nos repele es dar lástima. En la gramática sentimental actual dar lástima no balsamiza el dolor, lo subraya y lo reafirma, y últimamente la lástima emerge sobre todo cuando contemplamos comportamientos tan abyectos que llega a afligirnos el hecho de que un ser humano, un semejante a nosotros, los pueda llevar a cabo. Este tipo de conductas las calificamos como miserables. Hace poco le leí a Aurelio Arteta, autor del reputado ensayo La compasión. Apología de un sentimiento bajo sospecha, que el término miserable etimológicamente significa compadecible. El miserable era el que por su situación era digno de compasión (al igual que memorable, explica Arteta, es lo que merece ser recordado). Con el tiempo el término borró su significado seminal, (ahora señala como miserable al que actúa de un modo indigno y se hace acreedor de un pliego de cargos por conducirse así), del mismo modo que la compasión ha sido arrinconada en favor de la empatía. La compasión se dirige al tuétano de la naturaleza humana. La empatía es un contagio afectivo que se queda en la piel, aunque es paso previo para adentrarse hasta el fondo. La compasión delata en el dolor del otro nuestra condición de seres humanos y por tanto nuestra ineluctable vulnerabilidad. Nos recuerda nuestra fragilidad biológica y la necesidad de ayudarnos unos a otros para aminorar su despotismo. Logra una torsión de la mirada. Al ver al otro me veo a mí, y al verme a mí veo al otro. Despierta la dimensión ética.La dimensión humana.

jueves, junio 04, 2015

El falso consenso, mi mundo es el mundo



El falso consenso es un sesgo derivado de las interacciones sociales. Tendemos a sobrestimar el grado de similitud entre nuestras posiciones y conductas y las de los demás.  El dinamismo de este sesgo es sencillo pero muy efectivo. Un suceso se filtra en nuestro esquema interpretativo y deducimos que el resultado de esa interpretación es análogo al que realizará la mayoría de las personas. Dicho de un modo más coloquial. Existe una propensión a creer que los demás piensan como nosotros. El falso consenso nos coge de la mano y nos lleva a ese lugar del pensamiento en el que convertimos nuestra realidad en la realidad. Para poder realizar una operación tan tremendamente compleja este sesgo necesita intervenir sobre dos elementos protagonistas en la construcción de nuestros juicios: el sentimiento y el conocimiento. La función operativa del sentimiento agrupa experiencias personales en las que un sujeto evalúa el grado de entendimiento que entablan sus deseos y la realidad. Por el contrario, el conocimiento analiza las cosas desde la distancia, inyectando una posible objetividad vetada al sentimiento. El efecto del faso consenso distorsiona ambas funciones. Transfigura nuestros sentimientos en la medida de todas las cosas y anula la prudencial distancia de seguridad que el conocimiento debería mantener con la realidad para analizarla críticamente. Surge así una transposición de mundos. Mi mundo se transforma en el mundo. Mi mundo es la fidedigna representación del mundo de los demás. 

Son muchos los elementos que se interpenetran para que se produzca este increíble encogimiento del mundo. Uno de los vectores que favorecen el falso consenso es la disponibilidad cognitiva. Nos centramos más en opiniones que apuntalan la nuestra y pensamos menos en opiniones alternativas que supongan una amenaza para nuestras certezas y por extensión para nuestra autoestima.  Rosa Montero lo explicaba muy bien en su último artículo dominical: «Todos tenemos la tendencia a creer que nuestro pequeño mundo es el mundo entero; todos solemos medir la realidad por la vara de lo poquito que conocemos. Y, sobre todo, intentamos no ver lo que nos duele, lo que nos incomoda. Esto es algo muy humano; es un rasgo incluso positivo para nuestro equilibrio psicológico, una buena defensa de nuestra mente». Hay más factores que martillean el falso consenso. Interactuamos más con aquellas personas que poseen cosmovisiones parecidas a la nuestra y solemos declinar encuentros prolongados y profundos con quienes nos las cuestionan. Nuestra vida se remansa en nichos ecológicos muy homogéneos en los que rara vez emergen visiones poliédricas. Nos gusta compartir nuestro tiempo no remunerado con aquellas personas que se parecen a nosotros para que así nos devuelvan una imagen grata y apreciada de nosotros mismos. Nos incomoda la exogamia porque se revela muy agotador convivir con gente que refuta nuestras creencias y expectativas y convierte nuestra vida en un elemento que merece ser examinado. Nuestra memoria actúa selectivamente y está más atenta a recuperar del olvido sucesos que confirman nuestros argumentos que a rastrear aquellos que los objetan.  Habitualmente limamos las aristas de nuestras críticas para recibir la venia del grupo al que pertenecemos y así poco a poco nuestro cerebro evalúa las cosas desde un pensamiento grupal en el que se diluye toda propuesta personal que suponga algún tipo de divergencia. Nuestra atención tiende a posarse allí donde salimos bien parados y tiende a desdeñar los lugares en los que se cuestiona el concepto que tenemos de nuestra persona. Todos estos elementos interactúan simultáneamente sobre el sentimiento y sobre el conocimiento para configurarlos de un modo nuevo. Resulta muy fácil caer en el falso consenso. Resulta muy difícil salir de él. La primera reacción de las personas es negarnos a aceptar que nuestros juicios están sesgados.



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martes, abril 21, 2015

Decir lo siento sin sentirlo



The Gift, Michelle del Campo
Existe una fórmula tremendamente económica en la que se pide perdón pero sin necesariamente reconocer la autoría de la ofensa cometida. Como exonera de culpa es habitual en todos los ámbitos, tanto públicos como íntimos, aunque en la gestión y comunicación políticas ha trepado a la condición de primer mandamiento para salir indemne de palabras que deberían provocarnos vergüenza, imputarnos una tasa de responsabilidad y considerarse un desdoro. Esta es la fórmula indolora que sirve para zanjar una barbaridad que nos delata inoportunamente, o una reflexión en la que no hemos podido inhibir lo que realmente pensamos y que ahora nos mete en un aprieto: «Si alguien se ha sentido ofendido con mis palabras, lo siento». 

Se trata de una condicional que anula el valor de la disculpa porque quien la pronuncia no asume la conciencia de culpa alguna. Señala la ofensa no en las palabras enunciadas y su posible simetría con el daño infligido, sino en el otro, que quizá es demasiado quisquilloso e hipersensible, o adolece de falta de capacidad para el lenguaje un poco beligerante. Todo esto en el caso de que haya ofendidos, porque el uso de la condicional apunta que puede haberlos, pero también que puede que no. Pura volatilidad. De este modo la disculpa se enajena de la promesa de no repetir el daño causado puesto que el uso de una frase condicional deja claro que no se asume la creación de daño. Frente a esta fórmula lingüística está la verdaderamente sincera, la que rara vez se oye: «Siento haber provocado daño con mis palabras, que fueron muy lesivas». Aquí sí se acepta la responsabilidad, se reconoce la culpa y se publicita por qué uno se siente culpable. E incluso para que la petición de disculpa sea completa convendría agregar un propósito de enmienda específico, qué se va a hacer a partir de ahora para reparar el daño. «Siento haber provocado daño con mis palabras, que fueron muy lesivas, y a partir de ahora intentaré que mi lenguaje sea más considerado con los demás». Pura ciencia ficción en ciertos círculos.



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