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Obra de Edward B. Gordon |
Piensa mal y acertarás es un dicho popular
que patentiza el buen funcionamiento del sesgo de confirmación. Realmente el tópico
tendría que ser más específico para demostrar su tremenda eficacia: «piensa mal
de alguien y acertarás». Si no se incluye
esta apreciación, que la deliberación
de tinte negativo va dirigida a alguien en concreto, pensar mal no cursa con el acierto. Al
contrario. Cuando nuestras construcciones argumentativas son endebles o
aparecen razonamientos borrachos de falacias, la evaluación advendrá errática y equívoca.
El pensamiento es falible, y cuando se utiliza mal, tropieza y cae en estrepitosos
fracasos cognitivos: fundamentalismo, prejuicio, suposición, creencias, paupérrima autorregulación
de la gratificación, voluntad laxa, errónea elección de objetivos, marcos
evaluativos desordenados, desacople entre deseos y posibilidades, baja tolerancia a la frustración, etc.
La inteligencia
fracasada de José Antonio Marina es un buen epítome de lo que le ocurre a una
inteligencia que piensa mal. También todo lo relacionado con la economía cognitiva nos puede dar muchas ideas de lo obtusos que pueden llegar a ser los centros racionales del cerebro.
Disponemos de dos herramientas muy simples para intentar que el mundo se acople a nosotros: o cambiamos nuestros marcos de valoración, o modificamos nuestra conducta. Woody Allen con su habitual gracejo lo explica muy bien en un diálogo desternillante: «Mi psicoanalista me advirtió que no saliera contigo, pero eres tan guapa que cambié de psicoanalista». El dicho
piensa mal y acertarás vincula
con el primero de los instrumentos puestos a nuestro alcance para doblegar la idiosincrasia díscola de la realidad. El encuadre elegido se alista con la lógica pesimista sobre la naturaleza humana,
con ese credo que predica que todo lo que hace
el ser humano busca el beneficio propio y la acción ventajosa por encima de
todo lo demás. Desconfiar del otro anula la llegada de sorpresas desagradables. Puro pesimismo preventivo. Realmente el tópico
refrenda los sesgos de atribución y de confirmación, concretamente una de sus ramificaciones, a la que
yo hace unos años me atreví a bautizar con el nombre de
Efecto
Richelieu. Richelieu fue un cardenal francés del siglo XVII (popularizado
por Alejandro Dumas en
Los tres
mosqueteros, contra los que se enfrenta) y secretario general del estado. Al
Cardenal Richelieu se le atribuye una sentencia rotundamente genial: «Dadme
una carta de no más de seis líneas escrita por el más inocente de todos los
seres humanos, y encontraré en ella motivos más que suficientes para enviarlo a
la horca». Traducido en economía comportamental: vemos en la conducta del otro, que siempre es ambivalente y poliédrica como la vida misma en la que se despliega,
aquella expectativa que hemos depositado en él. Si le
atribuimos altos valores morales, interpretaremos su conducta al alza. Si le
atribuimos valores morales negativos, lo depreciaremos y evaluaremos a la baja cada acto que traiga estampada su firma.
Obviamente el Efecto Richelieu se erige en el dador de suposiciones negativas en el otro. Si interpretamos en función de lo que pensamos y pensamos en función de lo que hemos supuesto, la conclusión puede ser un desastre, pero no lo advertimos porque el sesgo, al aprisionarnos en nuestros esquemas sin que nosotros seamos conscientes de nuestra propia reclusión, confirma lo que suponíamos y nos inmuniza a cualquier resquicio de duda. Pero aún hay más. En este sesgo de atribución y confirmación la inteligencia ejecuta otra pirueta maravillosa. Al pensar mal de
alguien, pensamos en las intenciones que dan lugar a sus actos, más que en sus actos, lo que supone saltar
de lo demostrativo a lo deliberativo. Por eso siempre se acierta, porque la
deliberación es indemostrable y la hacemos casar con nuestras predicciones.
Más todavía. Lo que pensamos sobre el otro con
respecto a nosotros afecta a nuestra conducta, que a su vez afecta a la suya, ingresando
de este modo en la lógica de una profecía autocumplida.
Pero la irradiación de este tópico también
llega a uno mismo. Si uno piensa mal de sí mismo, también acertará, porque caerá
en otra profecía autocumplida. Solemos cumplir con asombrosa obediencia las expectativas que volcamos en
nosotros. Si la expectativa es pobre (si pensamos mal de nosotros), el
resultado también lo será. La ecuación es muy sencilla. Piensa mal (de ti) y te amargarás la vida.
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