martes, octubre 18, 2016

«Confío mucho en ti», la segunda expresión más hermosa



Obra de Kelsey Herderson
La confianza consiste en entregar información de nosotros con la que se nos puede infligir daño. Se trataría de una información arriesgada que podría modificar nuestra reputación en el círculo íntimo o deteriorar nuestra imagen social. También podría ser contenido no del todo delicado pero que nos dolería si escapa del segmento privado al segmento público. Cuando confiamos en alguien compartimos aquello que de otro modo sería impensable hacerlo, participamos algo que no queremos que sepa nadie, o que solo saben aquellos que ya pertenecen al reducido grupo de «íntimos». Y transferimos la información porque a pesar del riesgo que supone la acción no dudamos de la lealtad de nuestro interlocutor, que en el curso de esa transferencia se convierte también en un nuevo íntimo o afianza ese rango en nuestra relación con él. Perder la confianza sería aquella situación en la que una persona ha utilizado nuestra información y la ha sacado del templo sagrado de la intimidad compartida. Hace muchos años yo escribí poéticamente que la confianza es poner en la mano del otro una daga porque damos por hecho que en ningún momento la hundirá en nuestro estómago. Jocosamente también se dice que un amigo es alguien que sabe todo de nosotros y aún así continúa siendo nuestro amigo. Dicho ahora de un modo más académico. La confianza es el dinamismo en el que depositamos una expectativa en el otro a sabiendas de que no va a quebrantarla. 

Como toda expectativa, y por tanto como toda situación que se ubica en el futuro, la confianza posee tasas de incertidumbre (una manera de definir la desconfianza), y aquí encontramos el tercer vector que agregar al riesgo y al coste que asumimos compartiendo información privada. Este dato es muy relevante porque parcela una situación de confianza de otra que no lo es. Para que se dé una situación en la que confiamos en alguien debemos asumir un coste personal en el caso de no ejecutarse como esperábamos, la situación ha de estar surcada de incertidumbre, y la actuación de ese alguien en quien confiamos ha de escapar a nuestro control. Parece una contradicción, pero sólo puede haber confianza en situaciones que provocan al menos algo de desconfianza. Si no es así, la confianza no es necesaria. La confianza y la desconfianza se mueven al unísono.  Un ejemplo. «No digas nada de esto a nadie» es una expresión coloquial que denota que la confianza plena cuando se comunicó la información no se tiene tan plenamente ahora y se solicita el compromiso de una promesa. La confianza es una manera de instalarse en las interacciones y es la que permite que se puedan establecer relaciones sólidas entre las personas. Si no tuviéramos confianza con los demás, no podríamos compartir lo privado, y los seres humanos viviríamos horriblemente confinados en el enclaustramiento geográfico de nosotros mismos.  Aquí quiero introducir un matiz. Lo privado no significa lo íntimo. Lo íntimo es esa parte de nosotros que no compartimos jamás con nadie. A lo largo de toda su Teoría de los sentimientos Carlos Castilla del Pino explica que si algo del yo íntimo se comparte es porque accede al yo privado, el territorio que sí compartimos con los «más íntimos». Se trata de esos momentos en los que susurramos un «confío mucho en ti» para demostrar que lo que estamos contando es tan privado que solo te lo puedo contar a ti. Quizá las palabras más hermosas que se le pueden decir a alguien junto a «te quiero».



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jueves, octubre 13, 2016

Crisis de valores, festín de especuladores



Obra de Alex Katz
Cuando escucho la expresión crisis de valores suelo sonreír. En el debate público se suele emplear para designar un escenario de depreciación de los valores que nos humanizan. Rara vez se especifican cuáles son y qué funciones sentimentales acarrean en nuestro andamiaje afectivo. Parece que quien señala la crisis de valores da por supuesto que tanto él como su interlocutor tienen bien delimitado el marco de significaciones en el que se mueven. Siento decir que la mayoría de las veces no es así. La expresión crisis de valores también se flamea para demonizar el presente como si en el pasado esos mismos valores hubiesen vivido una época alcista. Los valores que nos humanizan siempre han estado en crisis y basta con leer a tratadistas de hace varios siglos para constatarlo. El hombre es un descubrimiento muy reciente, defendía Foucault, que es una manera de señalar que ser persona es una tarea que hemos empezado a desempeñar evolutivamente hace muy poco tiempo. Quiero decir que en tiempos remotos no había crisis de valores porque no había valores.

Cuando se habla de crisis de valores yo siempre apelo a la relación vinculante entre la trinidad que conforman los valores éticos, los valores personales y los valores financieros. Dicho más sencillamente: la relación de vasos comunicantes que entablan la razón cívica y la razón económica. El imperativo biológico del dinero, y su impúdica desnudez provocada por la crisis financiera de 2008 y por todas las crisis incubadas a lo largo de la historia, demuestran que para que exista una burbuja crediticia y financiera antes ha de alimentarse una degradación de las preferencias y contrapreferencias que dan sentido a la experiencia de vivir. El escenario posibilitador de la especulación y de la inversión (sus fronteras son muy tibias y cuesta balizar el principio y el final de la una y de la otra) necesita la fragilización de todo aquello que impide su irrupción inicial y su eclosión ulterior. La especulación anclada en bienes materiales necesita que se opere sobre el deseo, sobre ese borbotear que provoca la presencia de una ausencia. Existe toda una taxonomía de deseos, pero los tres basales son el deseo de ampliar posibilidades, el deseo de vinculación social y el deseo de alcanzar confort psíquico y material. En realidad esta triada es nodal, y la consecución de uno de los deseos provoca el crecimiento en el otro. También al contrario, si uno de estos tres deseos se desinfla irrevocablemente deshinchará el porcentaje de satisfacción de los otros dos.

Toda la producción en la que se basa la civilización del trabajo intenta mutar el contenido de estos deseos que metabolizan la vida y la construcción de autoestima. No es gratuito que uno de los principios de la pedagogía comercial consista en intentar crear rápidamente la sensación de necesidad en el cliente, o que a principios del siglo pasado se considerara impúdico mostrar las mercancías en los escaparates puesto que azuzaban el deseo del transeúnte. Carlos Castilla del Pino recuerda que el sentimiento surge para la satisfacción del deseo, así que esta mutación es en realidad una manipulación sentimental. Si la vida sentimental es una constelación formada por emociones, sentimientos, cognición, eje axiológico, deseos y conductas, la deflación del mundo ético provoca un disturbio sentimental que se neutraliza con la satisfacción del nuevo deseo promovido por los prescriptores sociales y económicos que extraen un beneficio de ello. En los paisajes valorativos depauperados «tener» equivale a «ser», aunque para «tener» uno haya tenido que dejar de «ser» (ser es aquello que queda de nosotros cuando lo hemos perdido todo, según feliz definición de Erich Fromm, siempre tan preocupado por estos asuntos). Es imposible que crezca la titularización de valores financieros si previamente no se trastoca severamente la estratificación de los valores personales y comunitarios. Dicho como si fuera un lema. Crisis de valores, festín de especuladores.



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martes, octubre 11, 2016

Dos no se entienden si uno no quiere



Obra de Alex Katz
Existe una locución que esclarece que «dos no riñen si uno no quiere». A mí me gusta parafrasearla y colocarla en la dirección contraria: «dos no se entienden si uno no quiere». Es una aplastante obviedad porque el diálogo es una empresa cooperativa. Todo entendimiento con el otro solicita una artesanía de índole mutualista. Cuando hablo de entendimiento me refiero a la reducción de las tasas de disensión, no necesariamente a la construcción de un consenso. Entender al otro no es exclusivo sinónimo de estar de acuerdo con él. La etimología de la palabra diálogo corrobora esta tesis. Diálogo se deriva de dia (que circula) y logo (palabra). Podemos definir diálogo como la palabra que circula. Le podemos suministrar además el propósito de su circulación: es la palabra que circula para que decrezca la ignorancia que los interlocutores poseen el uno del otro. En el primero de los cuatro capítulos del libro La capital del mundo es nosotros (ver) le dediqué un largo epígrafe, porque sin esta estructura de la razón comunicativa es harto difícil que ninguno de nosotros podamos establecer segmentos de inteligibilidad con nadie. El entendimiento, o la compatibilidad educada de la disparidad, que persigue la palabra que circula entre nosotros no se puede alcanzar de manera unilateral. Indefectiblemente necesitamos la cooperación del otro.  Esta cooperación es primordial como procedimiento, pero sobre todo es nuclear como actitud. 

La mejor definición de diálogo se la leí de forma causal hace unos años a Emilio Lledó.  El filósofo describía magistralmente el diálogo como las nupcias que mantienen la inteligencia y la bondad. He necesitado muchos años de estudio para atreverme a decir ahora que sin bondad no puede emerger el diálogo. La arquitectura del diálogo necesita la predisposición ética, la pacífica inclusión de mi interlocutor en mis deliberaciones y en mis juicios con el deseo de atenuar la disensión. La ausencia de un sentimiento de apertura al otro como la bondad es una disfunción que anula el engranaje de este enorme hallazgo de la inteligencia. En Ética de la hospitalidad, el también filósofo Innerarity explica que «la organización respetuosa de las diferencias implica una disposición a dejarse interpelar por otros puntos de vista, algo muy contrario de la conservación obstinada de la propia peculiaridad». La mayoría de las fricciones que trata de neutralizar el diálogo se deben a que perseguimos que nuestro interlocutor acepte nuestros enunciados apodícticos (aquellos que no se pueden afirmar si son verdaderos o falsos) y renuncie a los suyos. Todo lo relacionado con nuestras deliberaciones cursa con nuestro gigantesco andamiaje sentimental (emociones, sentimientos, pensamientos, tabla axiológica, deseos, expectativas, capital empírico), y en ese macrocosmos singular no hay verdades ni falsedades, ni veracidades ni mendacidades, ni razón ni sinrazón, ni errores ni aciertos. En el mundo deliberativo dos afirmaciones antagónicas no se destruyen, sino que el diálogo se yergue en el instrumento que intenta entenderlas sin necesidad de eliminarlas. Sólo se puede percibir claramente esta magnitud con la participación sentimental de la bondad y el trato ético cuando esa misma bondad se convierte en virtud. Dicho con una especie de tautología muy sencilla y casi nemotécnica: «sólo se puede entender si se quiere entender». Sólo se pueden encontrar evidencias mancomunadas que superen a las anteriores si uno acepta que hay que buscarlas con la ayuda cooperativa de los mejores argumentos. El sitio donde se celebra esa búsqueda se llama diálogo. El lugar donde circula la palabra.


(*) El viernes 21 de octubre hablaré sobre el diálogo en la conferencia inaugural del Primer Congreso de Gestión de Conflictos y Mediación Ciudad de Bormujos (Sevilla).  Será a las cinco de la tarde. Más información aquí.

(*) Y los días 25 y 26 de Noviembre participaré en las IV Jornadas Nacionales de Mediación, que este año se celebrarán en Salamanca. Desde el atril defenderé "El monopolio del diálogo en la solución de las fricciones humanas".



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jueves, octubre 06, 2016

La cara es el escaparate del alma



Obra de Felipe Achondo
La acepción popular asegura que la cara es el espejo del alma,  pero a mí me gusta objetar que la cara no es espejo de nada, es el escaparate de toda la economía de ese sistema que llamamos persona. Una persona es un sistema intrincadísimo compuesto de instrumentos emocionales, cognitivos y sentimentales sobresaturado de combinaciones inacabables que hacen que la organización egocéntrica de cada uno de nosotros obtenga un resultado distinto a la organización urdida por cualquier otro. Este es el sencillo motivo por el que no existen dos personas idénticas en un lugar habitado por siete mil trescientos cuarenta y nueve millones de ellas. Hace tiempo le leí al psiquiatra Carlos Castilla del Pino que no es lo mismo el rostro que la cara. Podemos decir que el rostro nos uniformiza como parte del cuerpo, pero la cara nos singulariza. Ese diminuto espacio de la parte más elevada de nuestro cuerpo se convierte en el asentamiento de nuestra vida afectiva. Allí se acuna todo lo que nos ha ocurrido desde que un día nos nacieron hasta ahora, las cosas que hicimos y las cosas que acontecieron, las construcciones deliberadas y la colisión con lo aleatorio, la conjugación de nuestra voluntad con la imponderabilidad. 

La cara es la única parte que siempre llevamos descubierta, la única extensión con la que colisionarán los ojos de la mirada que me objetiva, la mirada que hace que yo deje de ser nadie. Del mismo modo que los buenos cantantes logran la proeza de acurrucar en su voz las vicisitudes con las que se han ido tropezando a lo largo de su vida, la cara es el anuncio publicitario de nuestra biografía. En este espacio reducido afloran los resultados que han ido cosechando las diferentes funciones de nuestros sentimientos. En la cara se solidifica la vinculación del sujeto con el mundo, la jerarquización de los valores personales y éticos que orientan sus decisiones, la ordenación de la realidad para construir su realidad. A medida que transcurre el tiempo la cara se metamorfosea en un mapa en el que quedan claramente localizados los episodios de mayor significación emocional por los que hemos pasado. La cara no habla, pero en su peculiar orografía se pueden leer muchos textos autobiográficos.

El padre de la microsociología Irving Goffman acuñó una expresión maravillosa que yo empleo frecuentemente en los cursos y que considero nuclear en el ámbito de las interacciones humanas: «salvar la cara al otro». Salvar la cara al otro es respetar la dignidad de nuestro interlocutor, mantener incólumne la consideración, no restregarle su terquedad en el error, sobre todo cuando finalmente ha capitulado y ha convenido que la evidencia que se le muestra es mejor que la que él defendió hasta este instante. Salvar la cara al otro es afirmar que el nuevo escenario nos mejora a ambos. Nada que ver con el hiriente «te lo dije», o el humillante «¿ves cómo yo tenía razón?». La cara es el escaparate del alma y lanzar allí metafóricas piedras es una profanación. Tenemos que obligarnos a salvar la cara al otro, pero también tenemos que asumir el deber de salvar la nuestra, que es el símil corpóreo del autorrespeto. Más allá de consideraciones cosméticas (cosmética deriva de cosmos, orden, así que significa aquello que ordena nuestra cara), el cuidado de la cara se erige en metáfora de nuestra dignidad. Porque la cara no es ningún espejo. Junto a las palabras que pronunciamos es el balcón al que se asoma lo que somos.



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martes, octubre 04, 2016

El amor es una conversación elegante



Obra de Nigel Cox
Una pareja es una unidad formada por dos personas que entablan una larga conversación. Si la conversación es de calidad, la pareja prolongará su unión en el tiempo. Si la conversación aparece deshilachada, el destino de la pareja se deshilvanará no tardando mucho. La conversación en la que se encarna el amor no necesariamente está exenta de conflictos, pero la diferencia entre la buena y la mala conversación es que en la buena la fricción se resuelve inteligentemente y en la mala la discrepancia se fosiliza peligrosamente. Algunos psicólogos presumen de augurar el futuro de una pareja en menos de cinco minutos sólo con observar cómo hablaban sus miembros. También es muy informativa esa estampa en la que una pareja no sólo no mantiene contacto verbal alguno, sino que ambos miembros espantan sus respectivos silencios mirando con estudiado desdén al lado contrario del otro. El amor vincula más con hablar que con cualquier otra magnitud, y hablar bien requiere el concurso de la inteligencia y de todos los sentimientos que se concentran en la bondad.

Recuerdo que José Antonio Marina arrancaba su ensayo Escuela de parejas con un aserto provocador. Se enamora la inteligencia generadora, pero acepta la relación la inteligencia ejecutiva. La inteligencia generadora es un disparador de ocurrencias de la que aún no sabemos cómo las confecciona y produce. La inteligencia ejecutiva es la que somete a inspección esas ocurrencias y les permite saltar a la acción, o les deniega el paso. Traigo a colación esta bifurcación de la inteligencia porque quiero remarcar que es precisamente la inteligencia ejecutiva la que con sus palabras angostará o expandirá los límites y la calidad de la relación. Hablar bien con la otra persona que completa nuestro binomio amoroso es prioritario, pero también lo es hablarse bien uno consigo mismo antes de formar diptongo alguno. El amor es un sistema de motivación (y como todo sistema para su buen funcionamiento requiere eficaces canales de comunicación) que agrupa múltiples sentimientos y deseos para ser compartidos con otra persona cuya complementariedad nos ensancha, nos energetiza y convoca los afectos más hermosos que habitan en el alma humana. Cuando no ocurre nada de esto no hablamos de amor, sino de otro tipo de vínculo, o de desamor, y esa relación enseñoreada por otros sentimientos ajenos a las experiencias de apertura puede devenir en un foco infecto que se nutra de lo más hediondo que también aloja el alma humana. En el discurso social se suele objetar que mantener una relación supone perder autonomía, cuando probablemente no haya un acto de mayor autonomía que decidir con quién se comparte una relación. Somos seres autónomos porque tenemos la capacidad de decidir qué fines queremos para abrillantar nuestra vida. La quintaesencia del ser humano se cifra en que puede optar, decidir, escoger, elegir. De aquí procede la palabra elegante, que define a la persona que sabe elegir bien. No hay elección que glorifique tanto esta capacidad tan entrañadamente humana como decidir si queremos compartir la vida y elegir con quién exactamente. Y para elegir bien hay que hablar, y al hablar hacerlo de un modo elegante. 



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martes, septiembre 27, 2016

Si te esfuerzas, llegarán los resultados, o no


Obra de Anna Bocek
Erróneamente se suele vincular esfuerzo con éxito. Es una relación falsa porque el esfuerzo no cursa con realidades sino con posibilidades. El esfuerzo está matrimoniado con la posibilidad del mérito, que a su vez es la posibilidad de alcanzar un objetivo, porque nadie alcanza algo meritorio sin la intervención paciente del tiempo y del esfuerzo. Los anaqueles de las librerías están saturados de libros de sabiduría frugal que  repiten que «si te esfuerzas, llegarán los resultados», o frases parecidas que albergan significados análogos. Uno no necesariamente alcanza lo que se propone con el concurso del esfuerzo. Otra cosa muy distinta es que resulte harto complicado conseguir lo que uno se propone si uno no se esfuerza. Parece una frase idéntica, pero en su interior descansa una ideología totalmente antitética. Ocurre lo mismo con la también recurrente y falaz «todo se consigue con esfuerzo», que podría ser admitida como válida haciéndole unos retoques estructurales: «nada se consigue sin esfuerzo». Parece un mero cambio cosmético, pero entre ambos enunciados se abre la sima de dos maneras de entender el mundo.  En la primera se responsabiliza del fracaso al sujeto. Como todo se logra con el despliegue del esfuerzo, si uno no lo ha conseguido es porque se ha esforzado insuficientemente. En la segunda frase, «nada se consigue sin esfuerzo», se apela al esfuerzo como paso previo para asaltar cualquier meta, pero no se penaliza al que no la corona. Esta afirmación aclara que el esfuerzo no garantiza la consecución de la recompensa, sólo cita que alcanzarla se complica sin su presencia. En esta afirmación también se reivindica la cultura del esfuerzo, pero sin culpabilizar a nadie. Aquí tiene cabida el intento, en la primera frase sólo la consecución. Recuerdo un maravilloso verso de Antonio Machado que aclara la crucial diferencia: «Yo me jacto de mis propósitos, no de mis logros».

En estos lugares comunes de la pedagogía del esfuerzo se olvida lo más sustancial. Suele ocurrir que los objetivos por los que pugna nuestro esfuerzo suelen ser los mismos por los que también pugnan otros candidatos. Si el esfuerzo se encamina a objetivos que solo se alcanzan a través de la competición (y todos los vinculados con el empleo y por tanto con la supervivencia llevan este membrete), tendremos que ser intelectualmente honestos y asentir que para alcanzar el resultado anhelado se necesita la colaboración simultánea de cuatro potentes vectores. Si uno de ellos flaquea, la recompensa final se tambalea. Los cuatro elementos que necesitan presentarse en perfecta siderurgia son talento, esfuerzo, suerte y que los rivales que compiten por satisfacer el mismo resultado sean menos competitivos que tú. No hay más. El esfuerzo es la capacidad para mantener altas tasas de energía en una misma dirección durante un tiempo prolongado. Sin él es difícil alcanzar meta alguna, pero solo con él tampoco. La capilaridad del esfuerzo opera como un factor higiénico: su presencia no te eleva, pero su ausencia te hunde.

El talento es la habilidad para ejecutar de un modo excelente una actividad concreta. Sin talento se pueden llevar a cabo muchas cosas, pero es difícil que lo que uno haga descolle de lo que hacen los demás y por tanto se puedan obtener ventajas competitivas (según el neolenguaje). La suerte es un concepto muy elástico. Como no ejercemos control sobre sus apariciones, jamás le atribuimos autoría alguna cuando el mundo nos sonríe, pero depositamos en su titularidad nuestros lamentos cuando las cosas se tuercen. Y finalmente están los demás. En los entornos competitivos no basta con esforzarse, tener talento y que la suerte se aliste a tu lado. Es prioritario que tus rivales posean algo menos que tú de los tres vectores señalados. En una competición hay una lógica predatoria, porque si uno gana es porque su rival pierde, así que las competencias de uno (que son las sedimentaciones del esfuerzo) son variables en relación con las del otro. En este escenario de antagonismos granulares el  esfuerzo se erige en una premisa de la que sin embargo no podemos concluir nada. Me refiero a nada que curse con el resultado.



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martes, septiembre 20, 2016

Somos coautores de nuestra biografía



Obra de Malcolm Liepke
Del mismo modo que no podemos detener los latidos de nuestro corazón por mucho denuedo que pongamos en la tarea (salvo que nos suicidemos), tampoco podemos levantar un dique de separación entre el caudal de cosas que nos ocurren y el caudal de cosas que hacemos. Da igual si suministramos grandes cantidades o cantidades ínfimas de esfuerzo para evitarlo, las relaciones promiscuas que mantienen lo involuntario que acontece y lo deliberado que tratamos de que ocurra seguirán dando forma al contorno de nuestra vida. Releyendo esta mañana el ensayo Las experiencias del deseo de Jesús Ferrero, me topo con la explicación de la palabra pathos. El autor comenta que uno de los significados adscritos a este término en la antigua Grecia era «el que hacía referencia a lo que le ocurre a uno, a veces sin buscarlo, y que estaría relacionado con el accidente, con lo inesperado para el sujeto y que rompe la línea de lo previsible». La abundante aparición de elementos imprevistos e indeliberados en el decurso de una vida es el motivo por el que yo suelo señalar que no somos los únicos autores de nuestra biografía. Nuestra egolatría se revuelve ante esta constatación que rebaja nuestra soberanía, que nos hace tomar conciencia de que hemos cofirmado con otros el relato en el que se va redactando nuestra existencia. No somos los únicos autores de nuestra biografía, somos coautores, aunque el individualismo contemporáneo insista con tono inquisitivo que haciendo acopio de méritos alcanzaremos unilateralmente lo que nos propongamos, y soslayaremos con éxito aquello que obstruya esta tarea.

La gramática de vivir consiste en aceptar con estoicismo tres presupuestos constitutivos del ser que se despliega en la inmediatez permanentemente inaugural del aquí y ahora. El primero de los presupuestos radica en los hechos que se solidifican en nuestro quehacer cotidiano tras el ejercicio de nuestra autodeterminación. Se trata de un itinerario que se inicia en la deliberación, surca la decisión y desemboca en la acción. El segundo presupuesto, que afecta al acontecimiento de la persona que estamos siendo en la plenitud de cada instante, se tipifica en las decisiones que adoptan los demás en una práctica de su autonomía análoga a la nuestra, pero que, al ser todos existencias al unísono, impactan en nuestro pequeño mundo sin que podamos soslayar ni la colisión ni sus efectos salutíferos o malévolos. Y por último, el tercer vector, el más desconsiderado pero quizá el más sustancial de todos: la radiación azarosa de la vida que se abraza a nuestra cotidianidad con sus combinaciones imprevisibles. Mi frase favorita, y que repito muy a menudo en las clases y en las ponencias, hace alusión a esta aleatoriedad que nos envuelve en su placenta macroscópica: «Si quieres que Dios se parta de la risa, cuéntale tus planes». Esta esencia arbitraria nos transporta a territorios que la capacidad predictora de nuestro siempre vaticinador cerebro no había contemplado. Prorrumpe el asombro, la perplejidad, la sorpresa, la corroboración de que lo inesperado se presenta cuando menos te lo esperas. Nos cuesta aceptarlo, pero casi todo lo que ahora posee centralidad en nuestra vida no es sino el resultado de una detonación del azar. Ocurrió como perfectamente pudo no ocurrir. O no ocurrió como perfectamente pudo llegar a ocurrir.



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viernes, septiembre 16, 2016

Comienzan los paseos por la capital del mundo

Hoy viernes 16 de septiembre comienza el Congreso de Mediación de Vilassar del Mar (Barcelona). Mañana sábado se celebrará allí el primer paseo por la capital del mundo de este nuevo curso académico. A partir de ese momento inaugural, esta temporada habrá más paseos en distintos lugares y en distintas ciudades. Mañana disertaré sobre la portentosa idea de dignidad. La dignidad entendida como el derecho a tener derechos en tanto que somos valiosos al poseer autonomía, seres con capacidad para elegir los fines con los que organizar nuestra vida, sostiene toda la arquitectura de la convivencia y del diálogo como procedimiento de la razón comunicativa. Trataré de demostrar que nunca podremos vivir en el mejor de los mundos posibles, refutando la célebre tesis de Popper, pero sí podemos mejorar con nuestras decisiones el mundo en el que vivimos.  Estáis invitados a éste y a los próximos paseos por la capital del mundo que es Nosotros.





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jueves, septiembre 15, 2016

La dignidad no es un cuento, es una ficción

Grafiti de Banksy
Todavía recuerdo la perplejidad que provoqué en una asistente a una charla cuando defendí que la dignidad es una ficción. Era una trabajadora social y se quedó atónita. Me dijo con tono de sorpresa que era la primera vez en su vida que escuchaba algo semejante, que la dignidad era un cuento. Le maticé que no, no es ningún cuento, aunque muchos la desconsideran como si sí lo fuera. Es una ficción, que es muy distinto. La dignidad es una creación humana, una invención portentosa de la inteligencia impulsada por una sensibilidad ética. La dignidad no se siembra ni nace en zonas de cultivo, no brota en tierras fértiles ni se marchita en lugares yermos, no crece en las ramas de los árboles más frondosos, ni es el resultado concienzudo y científico de un gélido laboratorio. Es una ficción ética basada en aquello que nos gustaría que fuera. La ética es la única disciplina que opera en el futuro en vez de en el presente, señala cómo deberían de ser las cosas en vez de detenerse a escrutar cómo son. Para lograr algo así necesita imaginar el modelo de sujeto ideal al que aspiramos. El nacimiento de la dignidad fue un ejercicio imaginativo que nos elevó sobre nosotros mismos para darnos soluciones a problemas que no son imaginaciones nuestras. Es una acrobacia que si se estudia detenidamente te deja boquiabierto. Inventamos ficciones para hallar soluciones a problemas reales. No es nada extraño. Es un bucle prodigioso, como se titula acertadamente uno de los ensayos de José Antonio Marina que explica este milagro de la inteligencia humana. Muy recomendable también su Lucha por la dignidad

Los valores cuyo regreso del ocaso reclaman los prescriptores sociales contemporáneos no son sino las virtudes analizadas por la filosofía griega. Cuando un buen sentimiento lo racionalizamos se convierte en virtud, el comportamiento que llevado a cabo mejora la inevitable convivencia a la que nos obliga nuestra condición de existencias anudadas a otras existencias. Gracias al sentimiento hemos advertido que somos capaces de albergar afecto, empatía, compasión, lástima, cariño, amor, altruismo, admiración, pero también miedo, ira, enfado, orgullo, soberbia, odio, rencor, resentimiento, egoísmo, codicia, envidia, celos, furia, ambición. La dignidad es la solución que hemos encontrado para protegernos de nosotros mismos cuando nos gobiernan los sentimientos en los que el otro sale malparado o no nos importa infligirle daño. Uno siempre es digno aunque su comportamiento no lo sea, porque la dignidad la poseemos por el hecho de existir, no por la evaluación que se realice de nuestros hechos. Una cosa es la dignidad y otra muy disímil la conducta digna, como he pormenorizado en el ensayo La capital del mundo es nosotros y he explicado alguna vez en este Espacio Suma No Cero. La dignidad no la hemos configurado leyendo abstrusos tratados de filosofía, sino observando nuestra propia conducta y su impacto en la comunidad reticular que nos cobija. 

Hace poco le leí a Daniel Innerarity que la costumbre sabe más de moral que cualquier tratado de moral, y sospecho que la dignidad como ficción fue creándose entre todos y entre nadie precisamente para que nadie pudiera predar a nadie, y si lo hiciera fuera penalizado por ello. (Abro paréntesis. Este deseo es teórico, porque la dignidad vive una época crepuscular en la que es degradada con portentosa sencillez  por los mismos cuyos cargos fueron creados para protegerla. Cierro paréntesis). No es arbitrario constatar que la declaración de los Derechos Humanos, que pivotan sobre la dignidad, se redactaran tras la carnicería de dimensiones nunca antes vistas que supuso la Segunda Guerra Mundial y sus sesenta y cinco millones de muertos, veinte millones de lisiados y siete u ocho millones de desaparecidos. La verdadera magia de la dignidad y su magnitud práctica acontecen cuando esta ficción es aceptada universalmente. De este modo lo ficticio se convierte en real si lo ficticio modifica la conducta de todos. Kant aclaraba que la mejor manera de preservar la dignidad del roce diario consistía en tratar a los demás con la misma equivalencia que solicitamos para nosotros. Aceptar que toda persona es digna (es decir, posee el derecho a tener derechos) por el hecho de ser persona, debería elevar el trato que le dispensemos. Por el efecto de los vasos comunicantes, también debería abrillantar el trato que nos dispensen a nosotros. 



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martes, septiembre 13, 2016

«Piensa mal y acertarás»


Obra de Edward B. Gordon
Piensa mal y acertarás es un dicho popular que patentiza el buen funcionamiento del sesgo de confirmación. Realmente el tópico tendría que ser más específico para demostrar su tremenda eficacia: «piensa mal de alguien y acertarás». Si no se incluye esta apreciación, que la deliberación de tinte negativo va dirigida a alguien en concreto, pensar mal no cursa con el acierto. Al contrario. Cuando nuestras construcciones argumentativas son endebles o aparecen razonamientos borrachos de falacias, la evaluación advendrá errática y equívoca. El pensamiento es falible, y cuando se utiliza mal, tropieza y cae en estrepitosos fracasos cognitivos: fundamentalismo, prejuicio, suposición, creencias, paupérrima autorregulación de la gratificación, voluntad laxa, errónea elección de objetivos, marcos evaluativos desordenados, desacople entre deseos y posibilidades, baja tolerancia a la frustración, etc. La inteligencia fracasada de José Antonio Marina es un buen epítome de lo que le ocurre a una inteligencia que piensa mal. También todo lo relacionado con la economía cognitiva nos puede dar muchas ideas de lo obtusos que pueden llegar a ser los centros racionales del cerebro.

Disponemos de dos herramientas muy simples para intentar que el mundo se acople a nosotros: o cambiamos nuestros marcos de valoración, o modificamos nuestra conducta. Woody Allen con su habitual gracejo lo explica muy bien en un diálogo desternillante: «Mi psicoanalista me advirtió que no saliera contigo, pero eres tan guapa que cambié de psicoanalista». El dicho piensa mal y acertarás  vincula con el primero de los instrumentos puestos a nuestro alcance para doblegar la idiosincrasia díscola de la realidad. El encuadre elegido se alista con la lógica pesimista sobre la naturaleza humana,  con ese credo que predica que todo lo que hace el ser humano busca el beneficio propio y la acción ventajosa por encima de todo lo demás. Desconfiar del otro anula la llegada de sorpresas desagradables. Puro pesimismo preventivo. Realmente el tópico refrenda los sesgos de atribución y de confirmación, concretamente una de sus ramificaciones, a la que yo hace unos años me atreví a bautizar con el nombre de Efecto Richelieu. Richelieu fue un cardenal francés del siglo XVII (popularizado por Alejandro Dumas en Los tres mosqueteros, contra los que se enfrenta) y secretario general del estado. Al Cardenal Richelieu se le atribuye una sentencia rotundamente genial: «Dadme una carta de no más de seis líneas escrita por el más inocente de todos los seres humanos, y encontraré en ella motivos más que suficientes para enviarlo a la horca». Traducido en economía comportamental: vemos en la conducta del otro, que siempre es ambivalente y poliédrica como la vida misma en la que se despliega, aquella expectativa que hemos depositado en él. Si le atribuimos altos valores morales, interpretaremos su conducta al alza. Si le atribuimos valores morales negativos, lo depreciaremos y evaluaremos a la baja cada acto que traiga estampada su firma.

Obviamente el Efecto Richelieu se erige en el dador de suposiciones negativas en el otro. Si interpretamos en función de lo que pensamos y pensamos en función de lo que hemos supuesto, la conclusión puede ser un desastre, pero no lo advertimos porque el sesgo, al aprisionarnos en nuestros esquemas sin que nosotros seamos conscientes de nuestra propia reclusión, confirma lo que suponíamos y nos inmuniza a cualquier resquicio de duda. Pero aún hay más. En este sesgo de atribución y confirmación la inteligencia ejecuta otra pirueta maravillosa. Al pensar mal de alguien, pensamos en las intenciones que dan lugar a sus actos, más que en sus actos, lo que supone saltar de lo demostrativo a lo deliberativo. Por eso siempre se acierta, porque la deliberación es indemostrable y la hacemos casar con nuestras predicciones.  Más todavía. Lo que pensamos sobre el otro con respecto a nosotros afecta a nuestra conducta, que a su vez afecta a la suya, ingresando de este modo en la lógica de una profecía autocumplida.  Pero la irradiación de este tópico también llega a uno mismo. Si uno piensa mal de sí mismo, también acertará, porque caerá en otra profecía autocumplida. Solemos cumplir con asombrosa obediencia las expectativas que volcamos en nosotros. Si la expectativa es pobre (si pensamos mal de nosotros), el resultado también lo será. La ecuación es muy sencilla. Piensa mal (de ti) y te amargarás la vida.



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martes, septiembre 06, 2016

«Rehacer la vida»



Obra de Jack Vettriano
Una de las formas más usuales y más sorprendentes de promocionar el amor es fijando nuestra atención en la depreciación a la que nos conduciría su dolorosa ausencia. No se apela a su efecto multiplicador, sino al cataclismo al que nos arrojaría su pérdida. Cuando aquí empleo la palabra amor la ubico exclusivamente en el binomio sentimental de las parejas, y me refiero a ella semánticamente como un alambicado sistema de motivaciones que trae anexado un copioso repertorio de sentimientos y deseos. A mí me gusta señalar que para evitar relatos muy vaporosos y confusamente etéreos, en vez de decir te quiero es más esclarecedor puntualizar qué quieres hacer conmigo, que es una manera de concretar la cascada de deseos que convoca el amor y rotular con más precisión los nexos de feliz interdependencia que entreteje este complejo sistema. Helen Fisher, la antropóloga del amor, infería la génesis de estos laberintos en su ensayo  Por qué amamos y la remachaba en Anatomía del amor. Aducía que la volubilidad del amor es una estratagema de la naturaleza que opera en los circuitos cerebrales para segregar dimensiones como la atracción sexual, el apego y el amor romántico. El extravío afectivo, normalmente acompañado de incompatibilidades, ocurre cuando uno ignora en cuál de estos vectores se encuentra, o los mezcla con personas distintas que a su vez le demandan dimensiones que no convergen con las suyas. Un buen quebradero de cabeza.

Aclarado este aspecto volvamos al principio, a esa inercia que nos impele a releer el amor romántico, según la terminología de Helen Ficher, desde la devastación que supondría ser rechazado y que la pareja como estructura se desintegre. En uno de los últimos cursos que impartí antes de la llegada del verano realicé una dinámica muy sencilla, pero muy elocuente. El curso trataba sobre la ontología del lenguaje y la práctica consistía en darle una orientación positiva a la expresión «sin ti no soy nada». Los participantes encontraban sudorosas dificultades para virar este lugar común hacia horizontes mucho más amables en los que quien lo pronuncia salga bien parado, y no hecho un guiñapo. Era gente de mediana edad en su mayoría casada y con hijos. Entre risas un poco nerviosas uno escribió «sin ti nada tiene sentido» y otro garabateó que «si me faltas, me muero». Les repetí que se trataba de voltear la frase y reescribirla en sentido positivo. Para que lo vieran claro tuve que ponerles un ejemplo, la frase que inventé hace años para un libro en el que refutaba tópicos, y que desde hace tiempo es mi estado de wassap: «Contigo soy más», o  «juntos somos más que tú y yo por separado». Sólo así logré que su atención se anclara en lo positivo, que pudieran releer la suerte de compartir con otra singularidad como la nuestra un mismo sistema de motivaciones desde la expansión y no desde la hecatombe afectiva. El siempre incisivo Alex Grijelmo comentaba en uno de sus ensayos sobre el uso de las palabras cómo en muchas ocasiones lo vocablos llegan inyectados de inocentes prejuicios altamente corrosivos. Normal que el ensayo se titulara Palabras de doble filo. Las palabras parecen graciosas capsulas sonoras exentas de tangibilidad, pero emboscadas en ellas habita la realidad y nuestra manera de interpretarla.

Recuerdo varias de esas palabras que cita Grijelmo y que vinculan con lo que yo estoy narrando aquí. Cuando una famosa divorciada inició una nueva relación, un programa televisivo etiquetó la buena nueva del siguiente modo: «un atractivo mexicano de 47 años le ha devuelto la sonrisa». Para informar de casos similares, en el que alguien vuelve a tener pareja, se suele emplear la expresión «rehacer la vida». «Tras su fracaso matrimonial el cantante ha rehecho su vida con una modelo». La aparentemente inocente expresión indica que la ausencia de compañía sentimental es sinónimo de tener la vida destrozada, o un impedimento para embutir plenitud a la vida, o un entreacto en el que indefectiblemente desaparece la sonrisa y por tanto también la felicidad. Es como si quien no tiene pareja no pudiera sonreír, no pudiera sentirse plenificado, no tuviera una vida perfectamente hecha y cuajada de sentido. También se deja entrever que el dolor de una ruptura sólo se puede cauterizar con el advenimiento de una nueva pareja. Normal que cuando uno siente que se resquebraja la relación suplique persuasivamente su continuidad porque «sin ti no soy nada». Aunque en su libro Amor o depender, su autor Walter Riso instiga la peligrosa confusión entre dependencia afectiva y apego, sí aporta clarividencia cuando matiza que en el diptongo amoroso una cosa es el lazo afectivo y otra cosa es ahorcarse con él. Esta diferencia cualitativa es crítica para entender que somos seres desvalidos sin la presencia zigzagueante de los demás en nuestras vidas, pero no somos mitades que sufren desvalimiento si no hallan esa literaria otra mitad que el relato imperante y unidemensional considera imprescindible para cerrar perfectamente el círculo. Nuestra instalación afectiva en el mundo no depende de tener o no tener pareja. Somos seres abiertos que podemos ampliar nuestras posibilidades, amplificarnos con la degustación del otro y con la construcción de proyectos afectivos compartidos. Ya somos, pero podemos ser más todavía. Eso sí, siempre que el amor sea un sistema de motivación y no de jibarización. Entonces estaríamos hablando de otra cosa, aunque desgraciadamente muchos aún no lo saben.

viernes, julio 15, 2016

Cerrado por vacaciones

Gracias por visitar el Espacio Suma No Cero. Este lugar dedicado al estudio de la inteligencia social permanecerá cerrado por vacaciones desde hoy viernes 15 de julio hasta el próximo mes de septiembre. Se podrá acceder a la lectura de cualquiera de los textos editados hasta la fecha, pero no se publicará ningún artículo nuevo. Esperamos verte por aquí en el inicio del curso académico.

jueves, julio 14, 2016

Lo más útil es lo inútil

Obra de Didier Lourenço

Hace un par de años se hizo muy popular un pequeño ensayo titulado La utilidad de lo inútil. Su autor era el italiano Nuccio Ordine. Se trataba de un opúsculo destinado a alabar las fustigadas Humanidades, a ensalzar aquellos saberes que nos pueden abrillantar porque nos evalúan y nos narran, nos prescriben ideas, nos hacen imaginar escenarios más benévolos que en los que estamos instalados para pelearlos e intentar implantarlos en la realidad, nos cuentan quién es la persona que se oculta en las palpitaciones de nuestras sienes, o en las sienes de las personas que hormiguean a nuestro alrededor, y, lo más relevante con mucha diferencia, nos estimulan a sentir compasión, el sentimiento más nuclear para el proceso de humanización. Resumiendo. Las Humanidades son para Nuccio Ordine todos los saberes que nos hacen mejores.

El dogmatismo monetario preceptúa que lo útil es todo aquello que se puede convertir en mercancía para generar transacciones económicas. Catalogamos como útil «todo lo que nos acerca a un vínculo práctico y comercial... lo consagrado al incremento de producción». Dicho más llanamente. Útil es toda cosmovisión en la que la acumulación de riqueza material se yergue en rector teleólogico de todos los círculos que componen la experiencia de vivir, reducida en ampliar cuota de mercado y extender los márgenes de beneficio. Por contraposición, lo inútil sería toda actividad que no produce un beneficio netamente crematístico. Todo lo que el neolenguaje de los promotores económicos, y en fatídica colusión también el de los promotores políticos, predican como útil es trivial para la tarea de mejorarnos como personas interdependientes inscritas en una urdimbre social. Una de las consecuencias más deletéreas es que el conocimiento se ha empequeñecido drásticamente a mera competencia laboral, usurpándole su esencia de instrumento para aprender a sentir. Aunque suene herético, a sentir también se aprende, como escribí hace unas semanas, para luego verter ese conocimiento en dos actividades insoslayables y coaligadas para cualquier persona: vivir y convivir. Si la sana metabolización del conocimiento debería convertirse en una herramienta para dirigir el comportamiento, el saber contemporáneo, exacerbadamente técnico, se transforma en un medio destinado a convertir a la persona en recurso humano, un efectivo para la productividad económica, una cosa que ha de aprender a saber venderse para aumentar su empleabilidad. El propio autor de La utilidad de lo inútil aclaraba en sus páginas que «el exclusivo interés económico mata la memoria del pasado, las disciplinas humanísticas, las lenguas clásicas, la enseñanza, la investigación, el arte, el pensamiento crítico y el horizonte civil, que debería inspirar toda actividad humana». Es una tergiversación del conocimiento expulsado de fines relacionados con los ideales humanos y jibarizado a mera herramienta venal.

El conocimiento bien fagocitado y bien empleado ofrece horizontes muchísimo más enriquecedores. Nos urge para la producción de sentido vital como especie en un mundo plagado de medios técnicos. Aristóteles defendía que la filosofía no servía para nada porque no aportaba ningún hallazgo instrumental, no era medio de algo, sino un fin en sí mismo, el pináculo más elevado al que puede aspirar el saber como quehacer dinámico. De ahí que no sirva para nada o, lo que es lo mismo, sirva para todo, puesto que la filosofía, como epítome de las Humanidades, es una tarea intelectiva que reflexiona en torno a nosotros mismos. Dicho de un modo más bonito: el pensamiento más cenital es pensar sobre el ser que en ese momento está pensando, y cómo orquesta sus interacciones con los demás, esos seres que también piensan sobre el ser que son. El conocimiento sirve para saber qué es lo que uno necesita no saber, para saber que no se sabe y por tanto exigirse tener que seguir aprendiendo. Sirve para procesar críticamente la información y combatir la credulidad, para en una disensión abrazar la evidencia mejor construida pero interrumpirla y abandonarla en el supuesto de hallar otra más sólida. Sirve para que nadie te use, para que nadie te subyugue, para medir bien dónde empieza y dónde termina la aprobación social y dónde la personal, para distinguir entre la persona que eres y el trabajo que tienes, para comprender que nuestros sentimientos son construcciones que se pueden articular cognitivamente, para aprender a anticipar lo que no existe para hacerlo existir, a convertir la realidad en materia prima de tus proyectos, a liberarnos del miedo y del dogmatismo, a comprender y sentir que todos formamos parte de la aventura de humanizarnos y que esa vida en común requiere una ética de mínimos que allane la vida compartida y a su lado una ética de máximos respetuosa con las elecciones personales. 

El conocimiento sirve para muchas cosas, pero la más relevante de todas la he dejado para el final. Se da la paradoja de que todo lo inútil, prosiguiendo con la jerga que empareja la inutilidad con el conocimiento de fines, es lo que saca más filo a nuestra autonomía, es decir, a nuestra capacidad de poder elegir, valorar, discernir, decantarse, optar, seleccionar. Como el hombre es un ser que siempre decide lo que es (rotunda definición de Victor Frankl esparcida en las páginas de El hombre en busca de sentido), no hay nada más importante para cualquiera de nosotros que elegir lo más idóneamente posible. Saber elegir es la tarea más relevante de todas las tareas con que la vida nos confronta antes de deportarnos del reino de los vivos, y saber elegir bien es la herramienta más útil de todas. Y a elegir bien se aprende gracias a todo lo que ahora el mundo tecnificado moteja de inútil.




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