miércoles, abril 13, 2016

«Lo siento, perdóname»


Obra de Martine Johanna
La disculpa es un acto verbal de una centralidad indiscutida en las interacciones sociales. En una pequeña expresión como «lo siento», «disculpa», o «perdóname», se lexicaliza una gigantesca constelación de deseos. Ahí revolotean semánticamente el deseo de reparar una acción que consideramos errónea o reprobable, el deseo de ser perdonado por quien ha sufrido nuestro daño o nuestra ofensa, el deseo de que nos liberen, el deseo de pertrecharnos de recursos para no repetir una respuesta análoga en una futura situación similar. En el deslumbrante y vertiginoso ensayo El olvido y el perdón de la filósofa Amelia Valcárcel se define el perdón como «una renuncia explícita a castigar al que ha reconocido la deuda contraída». Cuando alguien concede el perdón está afirmando que no reclamará la deuda de la que es acreedor. Esta es la infraestructura más básica de la disculpa, pero no siempre las cosas son tan calmas en el proceloso océano de las relaciones interpersonales. En muchas ocasiones, en vez de decir lo siento cuando nos pillan en falta, o nos descubren un comportamiento muy mejorable, en vez de aplicar un ejercicio de contrición, nos justificamos o contraatacamos señalando a nuestro interlocutor conductas también reprobables. Empieza una virulenta partida de ping pong de agravios. Es una reacción ilógica. Una conducta objetable en el otro no convierte en aceptable la nuestra. Además entraríamos en un peligroso bucle de quejas y contraquejas, una cadena esquismogenética de consecuencias nada gratas (algún día escribiré sobre ellas). El recuerdo de un agravio es repelido por quien lo recibe con el recuerdo de otro, así en un ir y venir de recriminaciones que ensucian la conversación y debilitan tanto los vínculos que pueden llegar a resquebrajarlos.

Aunque errar es de humanos y disculparse de sabios, a veces nos cuesta entonar el mea culpa porque lo juzgamos como un acto de debilidad, y sobre todo  porque al adjudicarnos la autoría de una acción reprobable admitimos nuestra falibilidad, un punto débil que rebaja la puntuación en la auditoría que el otro realiza sobre nuestra conducta o, más grave, sobre una evaluación totalizadora de cómo somos. La gran Deborah Tannen comenta en sus radiografías comunicativas que ese mea culpa «es el equivalente verbal a enarbolar una bandera blanca, símbolo ritual de rendición». Y rendirnos rara vez entra en nuestros planes, salvo que el afecto presida ese escenario. En ocasiones se formulan disculpas que en vez de aceptar la responsabilidad tratan de minimizarla. A mí hace unas semanas alguien, para admitir el incumplimiento de su palabra, me dijo sucintamente «lo siento», pero apostilló un quejumbroso «¿vale?», para abordar al instante otros temas netamente intranscendentes. El interrogativo y desafiante apéndice aclaraba que la disculpa más que un acto sentido era un subterfugio rápido para rehuir el escrutinio recriminatorio. En otras ocasiones se manipula la disculpa como un método de sumisión. Ocurre cuando el oprobiado insiste en exigirla desde una posición de superioridad que convierte al que ha de disculparse en un subordinado dispuesto a padecer la humillación jerárquica, que se produce cuando al perdonado se le restriegan imaginariamente en la cara los laureles de una penosamente entendida victoria. Por último, en este abanico de perdones espurios, nos podemos topar con la actitud pragmática del cínico: «Hago aquello que me procure un beneficio aunque genere a sabiendas daño en otro, luego me disculpo, me condona la deuda contraída, porque de lo contrario le espeto que es un resentido, y pelillos a la mar».  Nada de todo lo escrito en este párrafo tiene que ver con una genuina petición o declaración de perdón.

La disculpa sincera suele ser el preámbulo para un escenario de entendimiento y olvido de las ofensas. Si la violencia engendra violencia, la disculpa engendra disculpa al activar el mecanismo de la reciprocidad directa inserta en nuestra dotación genética. La disculpa opera como un lenitivo tanto para el que la formula como para el que la recibe. Aunque no sabemos muy bien por qué, las palabras poseen poder analgésico sobre nuestro dolor, tanto si lo hemos recibido como si lo hemos cometido. Lógicamente la disculpa ha de ser real y probablemente llegue envuelta en una gasa de tristeza. Si aceptamos ser los progenitores de un daño, no podemos disculparnos sin que la comisura de nuestros labios señale hacia abajo. Disculparse sentidamente se puede compendiar en cuatro pasos bien trabados. Admitir autocríticamente la autoría de la acción específica por la que uno se disculpa, reconocer el mundo del otro que ha sido magullado por nuestra acción, enmendar de alguna forma el daño causado, y prometer alguna iniciativa para que ese hecho y sus consecuencias no se vuelvan a repetir. En Ontología del lenguaje, Rafael Echeverría trata el tema del perdón como un acto declarativo de liberación personal en el que indefectiblemente  «tenemos que asumir responsabilidad en reparar el daño hecho o en compensar al otro». Amelia Valcárcel enumera los pasos del perdón en un itinerario lineal con cinco paradas bien delimitadas: confesión, arrepentimiento, duelo, reparación y compromiso de no repetir. Si esta arquitectura no se levanta con la disculpa, decir lo siento ante una cuestión grave es rebajar el perdón a mero ardid con el que alguien quiere zanjar la cuestión sin sentirlo lo más mínimo.



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martes, abril 05, 2016

Habla para que te vea



Obra de Anna Bocek
Tanto en cursos como en alguna charla suelo contar una anécdota atribuida a Sócrates. Muchos alumnos que han asistido a mis clases la conocen muy bien porque se me antoja muy preceptiva para el buen funcionamiento de las relaciones personales. El filósofo estaba casado con Jantipa, una mujer con un temperamento especialmente bilioso. Una vez se enzarzaron en una acalorada discusión y la irascible Jantipa agarró un cubo de agua y lo arrojó con furia a  la cara de Sócrates. A pesar del inesperado remojón, Sócrates tuvo la suficiente cintura para quitarle importancia al asunto: «Sabía muy bien que tras los truenos llegaría la lluvia». El relato no aclara si al escuchar estas palabras su mujer se encolerizaría todavía más y acabaría estampándole el cubo. Pero esta no es la anécdota que quiero compartir, sólo es un preámbulo para entender mejor el contexto. Casi siempre Jantipa, en vez de exponer verbalmente los motivos de su enojo, lo ritualizaba hacinándolo en un silencio malhumorado o depositándolo en algún que otro gruñido plagado de animosidad. Su silencio era como la aguja del sismógrafo que empieza a agitarse vaticinando la presencia de un terremoto. Como Sócrates ya estaba acostumbrado, cada vez que volvía a casa y veía a su esposa con el ceño fruncido y los labios apretados le interpelaba: «Habla para que te vea». Dicho de un modo técnico le sugería que por favor desplegara todas las herramientas que se articulan en el lenguaje hablado (léxico, sintaxis, gramática, semántica, prosodia, vocabulario gestual) para entablar un diálogo y evitar así la fosilización del enfado. Como sólo hablando se puede exorcizar el fantasma de la suposición, pero también es el único modo de tomar conciencia de  los frecuentes puntos ciegos de nuestra propia conducta, yo agregué otro posible ruego de Sócrates a su mujer: «Háblame para que yo me vea».

El año pasado conté esta anécdota en una clase del curso de experto en Mediación de la universidad Pablo de Olavide, y días después una alumna la transcribió para publicarla en una semanal columna de prensa. Su transcripción guardaba reivindicaciones feministas. Allí relataba que en esta anécdota la mujer, como siempre, se hallaba confinada en casa y Sócrates por ahí, y que probablemente Jantipa albergaba bastantes razones para estar enfadada y no apetecerle nada departir con su marido. Aquel artículo me hizo recapitular, recodificar los significados y añadir variantes a la anécdota. De repente ya no todo orbitaba en torno a la figura arbitral de Sócrates, sino que su mujer incrementaba su protagonismo, lo que otorgaba al episodio caleidoscópicos focos de observación totalmente novedosos. El inicial «habla para que te vea» podía trocarse por una interpelación en la dirección contraria y en el requerimiento de un recurso comunicativo distinto. Jantipa podría reprocharle a Sócrates: «Pregúntame para verme». Incluso si el diálogo buscaba combatir los ángulos muertos del comportamiento, Jantipa podía tomar la iniciativa e inquirirle a su marido: «Pregúntame para que te veas».

Hablar, dialogar, preguntar, negociar, pactar son verbos insertos indefectiblemente en la experiencia humana compartida. Hasta ahora no hemos encontrado una fórmula más eficaz para la opulencia comunicativa y para el arte de vivir en armonía que dialogar. El diálogo es el ecosistema en el que la palabra se despliega sobre sí misma y se enriquece con la pacífica presencia de otras palabras. Acota una territorialidad de la razón comunicativa vetada por completo a cualquier otro elemento de la comunicación. Gracias al diálogo podemos asimilar la alteridad y la divergencia canjeando argumentos. Gadamer afirma que el entendimiento mutuo nace de la fusión de horizontes, los que se trazan y expanden a medida que se va acumulando experiencia vital, pero, me permito añadir yo, esos horizontes cuajados de información y axiología sólo pueden ser absorbidos inteligiblemente por nuestro interlocutor en la estructura que facilita el diálogo. Hablando no siempre se entiende la gente, como proclama con excesivo optimismo el refranero, pero sin hablar es harto difícil que las personas podamos entendernos. La comprensión es el mayor afrodisíaco del diálogo.



(*) Habla para que te vea. El diálogo como estructura de la razón comunicativa, es también el título de un taller de seis horas que impartiré el sábado 21 de mayo en la Escuela Sevillana de Mediación.



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jueves, marzo 31, 2016

Inteligencia monetaria



Obra de Nigel Cox
El verano pasado acuñé un término que quiero compartir aquí. Cuando lo inventé, me pareció increíble que nadie lo hubiera descubierto antes. Accedí a buscadores digitales y para mi asombro no figuraba por ningún lado. Me estoy refiriendo al término inteligencia monetaria. En su ensayo Mentes flexibles Howard Gadner definía la inteligencia como «un potencial  biopsicológico para procesar de ciertas maneras unas formas concretas de información. El ser humano ha desarrollado diversas aptitudes para el tratamiento de información -a las que llamo inteligencias- que le permiten resolver problemas o crear productos». En su popular obra La teoría de las inteligencias múltiples Gadner cifró en ocho el número de inteligencias (lingüística, lógico-matemática, corporal y cinética, visual y espacial, musical, interpersonal e intrapersonal). Tiempo después agregó la inteligencia existencial (la tendencia a formularnos los grandes interrogantes y tratar de despejarlos). Lo más relevante de esta teoría no es sólo el descubrimiento de ocho gigantescas capacidades para operar sobre la realidad, sino que estas inteligencias actúan de un modo sectorial. Por ejemplo. Un individuo puede ser un virtuoso resolviendo problemas matemáticos, pero ser inoperante para solucionar conflictos. 

Si la inteligencia es la capacidad para encontrar respuestas óptimas a las demandas del entorno, la inteligencia monetaria es la capacidad de monetarizar las acciones que un individuo lleva a cabo mientras coordina y sincroniza aquello que le solicita el medio ambiente en el que se desenvuelve. Analizadas las ocho o nueve inteligencias de Gadner no hay ninguna ni tampoco una posible hibridación que aluda a esta habilidad de identificar claramente oportunidades lucrativas y dirigir toda la energía hasta allí y mantenerla en el tiempo extrayendo ganancias estrictamente económicas. No es un asunto baladí. El dinero posee un nulo valor de uso, pero un gigantesco valor de cambio, puesto que los recursos sólo se consiguen legalmente con el intercambio de dinero. La inteligencia monetaria no cursa necesariamente con la inteligencia financiera, el conjunto de actividades útiles a los actores económicos, o con la propia economía, disciplina que estudia estrategias y herramientas que permiten gestionar y analizar la información sobre el funcionamiento del mercado. No, no necesariamente hay lazos de parentesco entre ambas inteligencias. He hablado con bastantes personas sobre inteligencia monetaria. Muchas de ellas me han confesado con voz un tanto descorazonadora que no la poseen, o la tienen en cantidad muy exigua. Otros se sienten impotentes porque son incapaces de rentabilizar nada. Incluso he dado con gente a la que  le provoca rubor señalar a cuánto ascienden sus honorarios cuando alguien soliticita sus servicios. Hay un punto que los homogeneiza. A pesar de estas palmarias carestías, todos anhelaban ganar algo de dinero para dejar de pensar en  él (ojo, no querían incrementarlo, sino eliminar su incómoda omnipresencia en su imaginario).

He comprobado que las personas con la inteligencia monetaria ligeramente inhabilitada suelen poseer una elevada motivación intrínseca, disfrutan y alcanzan el estado de flujo con las tareas que realizan convirtiendo en subalterno el complemento salarial o la retribución. Casi me atrevería a afirmar que en estos casos varias de las ocho inteligencias consignadas por Gadner urden un complot para entumecer el sano despliegue de  la monetaria. Sin embargo, en muchos casos de los que poseen una inteligencia monetaria terriblemente exacerbada, la motivación intrínseca es idéntica a la extrínseca, llegándose a confundir, o incluso la onda expansiva de la extrínseca es tan potente que borra cualquier vestigio de intrínseca. Esta superposición de motivaciones les permite que el placer de la tarea (ganar dinero) sea directamente proporcional a su recompensa externa (obtención de dinero). Surge así un bucle virtuoso propulsado por un deseo venal que probablemente persiga la estima social vinculada al capital como criterio para estratificar a las personas.

El prototipo puro del inteligente monetario trama ganar dinero como eje rector de su creatividad, primero es el fin y luego urde los medios. A los que tienen inhibida esta inteligencia les sucede lo contrario, primero se le ocurren proyectos, y luego escrutan cómo monetarizarlos. También conozco envidiables casos en los que la inteligencia monetaria brilla en personas con una afilada inteligencia creativa dirigida a implementar proyectos en los que se armoniza la fruición de la tarea y la obtención de ingresos. La inteligencia monetaria vive bajo cierta sospecha por una razón muy sencilla. Acumular riqueza patrimonial o elevadas cantidades de capital en un mundo organizado bajo la lógica capitalista no necesariamente implica trabajar y mucho menos deslomarse. El hombre es el único animal que puede ganar dinero, y si es en cantidades grandes incluso sin necesidad de recibir un salario o una remuneración. Invertir es toda acción en la que el dinero trabaja mientras uno descansa. Hace dos años en nuestro país se produjo un hecho insólito. Por primera vez desde que existen mediciones las rentas de capital superaron a las rentas de trabajo. Quizá este hecho provoque algo de recelo en ese amplio repertorio de aptitudes que conforman el término inteligencia monetaria. No lo sé. Habrá que investigar más.



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jueves, marzo 17, 2016

El bienestar y el bienser



Obra de David Jon Kassan
Hacía mucho tiempo que no escuchaba o leía la expresión bienser. Recuerdo que en la Facultad de Filosofía mi profesor de Estética cada vez que hablaba de bienestar citaba el bienser. A pesar de que son dos conceptos que deberían yuxtaponerse, él siempre los contraponía. Aquel profesor era un señor muy austero, pertenecía a una orden religiosa, llevaba una rígida vida monacal, acumulaba cuarenta años levantándose todos lo días a las cinco y media de la mañana para escribir en su celda sus reflexiones, y le enojaba que la palabra bienestar hubiera eliminado de la retórica social la mucho más importante palabra bienser. En mi diaria lectura matinal hoy me he vuelto a encontrar con este término. Estaba repasando un ensayo de Adela Cortina cuando en un determinado momento la autora y profesora cita de soslayo la relevancia del bienestar y el bienser.  Resulta curioso echar la vista atrás y comprobar que tanto en los momentos de eclosión como de normalización de la crisis financiera apenas se haya oído hablar de este binomio conceptual que configuran el bienestar y el bienser. Para alguien que defiende la necesidad de una ética de mínimos (justicia) como condición insoslayable para una ética de máximos (felicidad), es entendible que el bienestar actúe como prerrequisito del bienser. Por eso provoca perplejidad que en la última década se subraye insistentemente el paulatino deterioro del bienestar, pero apenas se cite el adjunto deterioro del bienser. El imperativo biológico del dinero, encarnado en la crisis financiera de 2008 y en todas las crisis incubadas a lo largo de la historia , demuestra que para que exista una burbuja crediticia y financiera antes ha de alimentarse una degradación de las prioridades que dan sentido a la vida. Dicho con jerga económica: en el nudo de interacciones que es la realidad, la deflación del mundo ético trae anexionada una inflación de los valores financieros, y viceversa. Es imposible que crezca la titularización de valores económicos si previamente no se trastoca severamente la estratificación de los valores personales y comunitarios. Basta con estudiar crisis precedentes para advertilo. La de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII fue la primera consignada, pero es tan paradigmática y tan increíblemente rudimentaria y absurda que se torna muy diáfana. Desde entonces siempre se repite el mismo patrón. Crisis de valores, festín de especuladores.

El bienestar es el conjunto de cosas  necesarias para vivir bien. Consistiría en el acceso a la educación y la sanidad, empleo, subsidio por desempleo, disfrute de bienes culturales, prestaciones sociales, ayuda a la dependencia, seguridad social, jubilación. Este listado no es una ocurrencia momentánea, es un resumen de los treinta artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el epítome de lo que se entiende (y así lo adoptaron la mayoría de los países miembros de la ONU) como los mínimos sin los cuales no es posible una vida digna. El bienser no figura en el diccionario de la Real Academia. Como cada uno de nosotros somos aquello que quedaría en el supuesto de perderlo todo, podemos definir el bienser como el conjunto de sentimientos y conductas que convierte en valiosos a los sujetos y cuya ejemplaridad mimetizada nos mejoraría en la vitalicia tarea de ser personas. Serían los valores éticos y los valores  personales que consideramos más adecuados en nuestras vidas y en la de nuestros congéneres para que convivir fuera una experiencia de la que enorgullecernos. En los años precrisis se comprobó cómo el bienestar y el bienser entablaron una picajosa relación de vasos comunicantes. El bienestar es primordial para el bienser, pero se verificó que si el bienestar es muy elevado, el bienser se estupidiza al competir por la estima social a través de la comparación del consumo adquisitivo. Por el contrario, si el bienestar flaquea y no alcanza el mínimo, el bienser se desarticula aceleradamente. Surge la pobreza material y todo lo que trae en su anverso y reverso: ausencia de formación, carestía de recursos, depauperización del horizonte vital, cancelación de todo proyecto de autorrealización, defunción de cualquier plan de vida que no sea sobrevivir. El bienestar convertido en compulsiva competición por el reconocimiento social a través de la demostración de la capacidad de sufragar necesidades creadas convierte al bienser en una caricatura. La eliminación del bienestar arroja al bienser a la jungla de la supervivencia.



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martes, marzo 15, 2016

Los dos tenemos razón aunque opinamos distinto



Obra de Harding Meyer
La mayoría de los conflictos que padecemos no se enquistan sólo porque hablemos poco, sino porque hablamos mal. Además de verbalizar los problemas raquítica y erráticamente, lo que escuchamos de la contraparte lo interpretamos de una manera muy desbrujulada (al escuchar hacemos inseparable exégesis), y lo intentamos refutar con una argumentación extemporánea para el hábitat de las divergencias. Ahora explicaré qué quiero decir. La profesora de Lingüística y experta en la comunicación de las relaciones interpersonales, Deborah Tannen, lo subraya en cada una de las líneas de sus aplaudidos ensayos sobre el significado de las palabras, los mensajes y los metamensajes que se alojan en las conversaciones controvertidas. Ahí están para corroborarlo sus trabajos Lo digo por tu bien, Yo no quise decir eso, Tú no me entiendes. La autora defiende que en muchas ocasiones hablar con alguien del otro sexo es como hablar con alguien de otro mundo, pero se podría ampliar esta corroboración afirmando que incluso en muchas conversaciones que se entablan con las personas del mismo sexo basta con intercambiar un par de frases para asentir que a pesar de habitar el mismo planeta vivimos en universos distintos. Voy a revelar un secreto importantísimo. Pido discreción. Lo tildo de secreto porque en prácticamente todos los libros que he leído de negociación, mediación y gestión y resolución de conflictos no se hace mención a un punto neurálgico en situaciones protagonizadas por la interdependencia y la diferencia: «Estoy convencido de que más del setenta por ciento de los conflictos que no se solucionan se debe a que los implicados no saben distinguir entre un juicio deliberativo y un juicio demostrativo».

En el muy recomendable y humanista ensayo Inteligencia relacional y negociación, sus autores, Jaime García y Carlos Sanhueza de la universidad Adolfo Ibañez de Santiago de Chile, sí explican y además muy diáfanamente los tipos de afirmaciones que podemos esgrimir. Esta clasificación es primordial para manejarnos correctamente en los diferentes estadios comunicativos. Todos los idiomas disponen de cuatro distinciones lingüísticas que determinan profundamente el contenido de la conversación y la predisposición de sus participantes: afirmaciones, juicios, declaraciones y promesas. Me ceñiré a las dos primeras distinciones. Mi tesis es que un elevado porcentaje de conflictos erupciona primero y se cronifica después debido al extravío sentimental que fomenta este desconocimiento del lenguaje. No es lo mismo una afirmación que un juicio deliberativo. Cuando los litigantes se obcecan en reclamar la razón («yo tengo razón») y denegársela a su interlocutor («tú no tienes razón»), cometen la torpeza de reivindicar un imposible en el campo de la deliberación. Las afirmaciones pueden ser verdaderas o falsas, y se pueden verificar, pero los juicios deliberativos pueden ser de muchas maneras y escapan a su demostración empírica. Por eso son deliberativos y no demostrativos. Los  juicios deliberativos no se pueden demostrar con el rigor que solicita la ciencia, pero sí argumentar. Aristóteles definía la deliberación como todo aquello que puede ser de otras muchas maneras. Si no pudiera ser así, no tendría sentido «deliberar». En su Tratado de argumentación Perelman tampoco deja lugar a la duda.

A pesar de lo sustancioso de esta diferencia, no suele tenerse en cuenta ni en el lenguaje profano ni en gremios que se dedican profesionalmente al análisis de las cosas.Yo trabajé en prensa escrita durante diez años y comprobé cómo muchos periodistas y columnistas tendían a confundir afirmaciones demostrativas con juicios deliberativos, o los mezclaban formando misceláneas incendiarias. En mis clases subrayo mucho esta distinción que considero cardinal para entender por qué dos verdades antagónicas pueden convivir en un mismo enunciado deliberativo sin que provoquen ninguna contradicción. La aporía sí tendría sentido en una afirmación, porque si una afirmación demostrativa es cierta, es imposible que su contraria también lo sea. Pero no estamos en el mundo demostrativo, sino en el deliberativo, y al no distinguirlos nos cuesta mucho aceptar que los enunciados contradictorios broten en las conversaciones sin que haya contradicción en ellos. Ese es el motivo de que en la deliberación si uno aspira a que su argumento sea aceptado por su interlocutor, simultáneamente ha de asumir que también pueda ser refutado por otro argumento, sin que ninguno de los dos devenga ilógico.

Nos hallamos en el epicentro de la mayoría de los conflictos y en la quintaesencia de la cultura del acuerdo. Si esta premisa se vulnera, es imposible concertar nada. Existe un muy ameno libro de Xavier Amador titulado de un modo imbatible: Yo tengo razón, tú no, ¿y ahora qué? En un conflicto no se trata de dilucidar quién tiene razón, porque en el territorio de la deliberación ambas partes la poseen. Se trata de encontrar una intersección para que los argumentos de los protagonistas den con una evidencia mejor que les permita convivir en el espacio y los propósitos en los que ambos se necesitan mutuamente. Eso sólo se alcanza con el diálogo como estructura de la razón comunicativa, con la argumentación como competencia y con una predisposición ética que Aristótes bautizó como «amistad cívica». Como estos tres aspectos no pueden concurrir aisladamente, los conflictos que no se solucionan siempre empiezan guillotinando uno de ellos. La defunción de los dos restantes es cuestión de esperar unos minutos.



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jueves, marzo 10, 2016

Prometer es asumir un deber




Obra de Kelsey Henderson
Uno de los comportamientos que yo considero más intolerables consiste en depositar en alguien una expectativa cuando se sabe de antemano que no se va a satisfacer. En la obra maestra Calle Mayor (España, 1956) del director Juan Antonio Bardem se ilustra esta sevicia. Estamos en la España de la posguerra en una pequeña ciudad de provincias y tres hombres aburridos de su propia mediocridad se mofan de una mujer a la que uno de ellos engaña haciéndole creer que se va a casar con ella. La mujer vive ilusionada, por fin contraerá matrimonio y no se quedará para vestir santos como su familia y las rancias tradiciones profetizaban, y cuanto mayor es su ilusión más se ríen de ella los miserables que han urdido la burla. Toda promesa consiste en producir una expectativa (la esperanza de conseguir una cosa) que se ubica en una futura fecha de cumplimiento y que uno se compromete a llevar a cabo. Cuando hablo de promesas no me refiero exclusivamente a promesas de gran trascendencia, sino a algo tan simple pero tan relevante como que uno va a hacer mañana lo que está afirmando hoy. Obviamente el contenido de esa afirmación también incumbe a otro, con el que nos tenemos que coordinar y viceversa, y por eso se trata de una promesa, porque se está depositando algo en alguien. A veces se nos olvida, pero prometer acarrea asumir un deber y conceder al otro el derecho a exigirnos explicaciones y reembolsarse la pérdida en caso de contravenirla.

En Para qué sirve realmente la ética, Adela Cortina cuenta la anécdota de cómo en un debate en clase sobre una situación concreta los alumnos consideraban poco inmoral el incumplimiento de una promesa. Al revés, minusvaloraban su violación. Una promesa implica el compromiso firme con nosotros o con un tercero de hacer después lo que afirman ahora nuestras palabras. Lo contrario es hablar en vano. Todo aquel que promete algo empadrona su acción en el futuro, así que es entendible su depreciación en un mundo donde los vínculos de todo tipo se han precarizado (vínculos afectivos, sentimentales, personales, vocacionales, axiológicos, laborales, comunitarios) y se pueden revocar en cualquier momento para santificación del deseo cortoplacista. El vínculo que debería anudar nuestras palabras con nuestros actos también se deshilacha. Hace poco vi una viñeta muy graciosa que explica el crepúsculo del deber (utilizo el título de un ensayo de Guilles Lipovestky en el que el filósofo francés hablaba de este nuevo horizonte). El dibujo muestra a un hombre y a una mujer a punto de contraer matrimonio delante del altar. En la viñeta se ve cómo detrás de la novia aparece otra mujer vestida igualmente de blanco. El novio se gira y al verla le espeta entre la sorpresa y la ofensa: «¡Pero qué haces aquí! ¿No leíste el wassap que te envié?».

En un álbum que pasó muy inadvertido Manolo Tena dio hospedería a una canción cuyo título es fantástico: Lo prometido es duda. Es un juego de palabras nada gratuito. La promesa es una deuda que uno contrae con un tercero, pero aquí se convierte en la duda de si el deudor finalmente hará efectiva la devolución. No sabemos si la promesa se va a cumplir, sobre ella sobrevuela la incertidumbre,  creemos que nos reembolsaremos su contenido, pero la propia creencia implica inseguridad. El problema de no cumplir promesas no es solo quebrantarlas, sino que su incumplimiento reiterado anima a hacer nuevas promesas con enorme irresponsabilidad, puesto que uno se concede laxitud para satisfacerlas o no. Este escenario aboca por tanto a la inutilidad de las promesas. Hace casi una década escribí un libro sobre los tópicos más frecuentes que hormiguean en nuestras conversaciones más coloquiales. Para mi sorpresa comprobé que la mayoría de ellos estaban destinados a exonerarnos de la responsabilidad de nuestros actos y de nuestras palabras. El tópico más paradigmático de todos con los que me topé fue «en principio sí». Se esgrime cuando alguien nos propone algo y tenemos que responderle si aceptamos o rechazamos la propuesta, pero con el tópico ni se afirma ni se niega la participación, aunque se obligas al interlocutor a mantener en firme la suya. «¿Vienes mañana al cine?», «en principio sí». «¿Te apuntas a la clase del viernes?», «en principio sí». Llegado el momento uno haces lo que más le apetezca, puesto que no se ha dicho ni sí ni no. Se trata de no prometer nada, de no contraer deberes, de no comprometerte. Otra prueba más del delibitamiento del vínculo. En este caso no con los demás, sino entre el deseo y el deseante.



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martes, marzo 08, 2016

Vivimos en la realidad y en la posibilidad



Obra de Javier Arizabalo
Hace unas semanas pedí a los alumnos de mi clase del Especialista en Mediación de la Universidad Pablo de Olavide que escribieran de forma anónima en un papel los dos o tres grandes deseos que anhelaban para sus vidas. Estaba desentrañando la genealogía de nuestros sentimientos sociales y quería demostrar que, al margen del contenido personal, siempre podemos clasificar nuestros deseos en una de las siguientes tres categorías, o hibridarlos en las tres. El ser humano desea la supervivencia material y el equilibrio en los balances de su economía psíquica, conectividad social y una paulatina ampliación de sus posibilidades en los ámbitos en los que se desenvuelven sus capacidades. Cuando leímos los deseos de los alumnos todos encajaban en alguna de estas divisiones, sobre todo en la última. Todos querían extender sus posibilidades. La posibilidad es aquello que aún no existe, pero que puede hacerlo si se alinean unas condiciones concretas. Se trata de una circunstancia, situación o estado que quizá pueda realizarse y encarnarse en un hecho o en un acontecimiento real, aunque se acompaña de la incertidumbre de que finalmente no sea así. No deja de ser paradójico que la posibilidad sea lo contrario a la realidad, pero es la que incuba en ella nuevas realidades. 

Si algún atributo caracteriza al ser humano por encima de todos los demás es su condición de proyecto, de posibilidad, de entidad que se va modelando según sus intereses y las eventualidades que es capaz de soslayar a lo largo de su biografía. Esta singularidad permite definir al ser humano como el animal que siempre se está haciendo.  Blaise Pascal señaló con mucha perspicacia que una hormiga y una abeja están llevando a cabo en este preciso instante lo mismo que una hormiga y una abeja de hace catorce o quince siglos. Su determinismo biólogico es tan férreo que no han podido desatarse de él. Sin embargo, cualquiera de nosotros mantiene disimilitudes gigantescas con cualquier persona que habitara el mundo hace unas décadas. El ser humano está sujeto parcialmente al sino biológico (nace, se desarrolla, a veces se reproduce y muere), pero a lo largo de este itinerario es capaz de transmutar la realidad y transmutarse así mismo. Como escribió el renacentista Pico de la Mirandola en su Elogio de la Dignidad, el ser humano es el arquitecto de su propia vida. Es autónomo porque en el marco de su determinismo biológico puede cambiar el contenido de su vida y su entorno en función de sus intereses. Las personas formamos un binomio de biología y biografía, naturaleza y cultura, genes y memes. Podemos escoger, valorar, optar. Vivimos tanto en la posibilidad como en la realidad. Es algo tan radicalmente humano que probablemente pase inadvertido para todos nosotros. Una vez más padecemos una miopía severa para lo increíble.

Hemos inventado el futuro para que el presente tenga un sitio a dónde ir. Aristóteles  hablaba de esto mismo pero de un modo más abstruso cuando explicaba que estamos pasando de la potencia al acto. Es decir, estamos intentado colmar posibilidades. Cuando se ha acusado a los ciudadanos de provocar la crisis financiera aduciendo que «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades» se está anatematizando nuestro anhelo de hacer posible lo posible. Por estricta definición, nadie puede vivir por encima de sus posibilidades, porque si las hace reales abandonan su rango de posibilidad. Las entidades crediticias fijaron el tamaño de las posibilidades que podían hacerse reales al decretar las condiciones de quién podía ser su prestatario. Karl Popper popularizó el aforismo «vivimos en el mejor de los mundos posibles». Se trata de una falacia que sin embargo ha cosechado muchos adeptos. Como el ser humano se está haciendo siempre, el deseo innato de amplificar posibilidades le recluye en una paradoja tremendamente curiosa. El ser humano jamás vivirá en el mejor de los mundos posibles. Siempre existirá la posibilidad de que el mundo sea mejor. No es ocioso recordar que esta posibilidad es exclusiva para todos aquellos que estén vivos. Porque en este enjambre de posibilidades que somos cada uno de nosotros, no podemos olvidarnos de la posibilidad que imposibilita todas nuestras posibilidades. Cuando la muerte nos cancela como proyecto, se acabaron todas las posibilidades para nosotros. Serán nuestros descendientes los que tomen prestado nuestro legado y hagan lo propio con los que lleguen después. Esta biológica rueda de agregación produce la cultura y la mutación del mundo humano. Esta es la quintaesencia de ese mundo que llamamos civilización.



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martes, marzo 01, 2016

Un ejemplo vale más que mil palabras


Obra de Guim Tió
El ejemplo es un insuperable instrumento pedagógico. La simplicidad de su técnica es directamente proporcional a su compleja fuerza vinculante en los demás. El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, aunque sí necesita saber qué palabras ejemplificar. Y aquí entramos en un territorio apasionante y difícil sobre el principio de autoridad y por qué unos valores han de ser más hegemónicos que otros para la construcción de los usos, hábitos, normas y costumbres sociales. Leyendo los ensayos de Javier Gomá Ejemplaridad pública e Imitación y experiencia (ambos incluidos años después en la Tetralogía de la ejemplaridad), es imposible no asentir que el ejemplo es el único instrumento válido para la transmisión y promoción de aquellos valores que cimentan el espacio compartido. Ya que hablo del ejemplo, pondré uno. Platón aducía que la educación no es otra cosa que desear lo deseable. ¿Cómo podemos explicar a alguien qué es lo deseable y en qué consiste su normatividad? ¿Cómo podemos hacer que penetre en su orbe afectivo, lo interiorice, lo incorpore a su marco sentimental y lo acabe deseando? Sólo a través de ejemplificarlo en la narración centrífuga del comportamiento. El ejemplo posee el monopolio de la educación sentimental, porque, como defiende Javier Gomá, es el único resorte con capacidad para inducir la emulación. Ponerse a explicar virtudes, o lo abtruso de los valores axiológicos, desde la gélida dimensión del conocimiento abstracto es una actividad pedagógicamente árida y probablemente inútil. En la esfera moral un ejemplo vale más que mil palabras. El ejemplo persuade con su presencia, se convierte en un productor de modelos, en la conducta arquetípica a imitar. Es mil millones de veces más eficaz comprobar el aplauso social o el elogio de la comunidad destinado a los que se conducen según lo deseable que leer varias veces la Crítica de la razón práctica de Kant, la Ética a Nicómaco de Aristóteles, o Inteligencia emocional e Inteligencia Social de Goleman. Malas noticias para los profesores: la sensibilidad ética no se enseña ni en los libros ni en la pizarra.  Buena noticia para los ciudadanos: la sensibilidad ética se propaga y perpetúa en cada interacción con los demás. 

Aristóteles afirmaba que la educación consiste en educar deseos, modelarlos, pautarlos, lograr que obedezcan a nuestros proyectos. Todos los males que asolan el mundo se producen por una pésima administración del deseo, el conatus, según la jerga de Spinoza. Pascal quiso refrendar esto mismo pero de un modo que despertara la sonrisa: «Todas las desgracias del ser humano ocurren por su incapacidad de quedarse quieto en una habitación». El deseo nos lo impide y por eso educarlo es prioritario en cualquier movilización con aspiraciones serias. La subjetiva estratificación de los deseos tiende a olvidar nuestra insoslayable condición de existencias al unísono, existencias que comparten lugares, propósitos y recursos. El impulso del deseo privado puede deteriorar muy fácilmente ese espacio público donde nuestra vida intersecciona con otras vidas. Victoria Camps explica esta falla en El gobierno de las emociones: «Ponerse límites es cada vez más difícil porque falta el sentido de lo colectivo y de la vida en común, que es lo que justifica los límites». Prescribía Aristóteles que las virtudes éticas sólo se pueden adquirir a través del hábito. Dicho en lenguaje llano. Es en la acción costumbrista donde la ética se aprende, se adquiere y se publicita sin necesidad de recurrir ni a estratagemas publicitarias ni a discursos moralizantes. Al ser existencias vinculadas en un paisaje reticular, todos somos ejemplo de todos, y por lo tanto a todos nos compete ser ejemplares. La ejemplaridad es aquella conducta que asumida críticamente por todos nos mejora a todos. Más todavía. Puesto que nuestra condición de animales políticos hace que todo lo personal incida en lo público, los demás tienen derecho a exigir que nuestra conducta sea ejemplar, pero también a aceptar el deber de que nosotros podamos exigirles lo mismo. Un mecanismo así recibe el nombre de círculo virtuoso. Es un nombre maravillosamente elocuente.



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jueves, febrero 25, 2016

Los tentáculos del poder




Frontera, de Juan Genovés
Siempre que sale a colación el apasionante tema del poder me acuerdo de las palabras que Cervantes colocó en los labios de Sancho Panza. Nuestro campechano personaje estaba cuidando un rebaño de ovejas y de repente sintió una cosquilleante emoción que puede ayudarnos a explicar la deriva del mundo: «Qué hermoso es mandar, aunque sea a un hatajo de ovejas». La anatomía del poder es laberíntica y tentacular, pero sus propósitos son muy lineales. Consisten en lograr que alguien  pase de un punto A a un punto B. No hay más. Podemos por tanto definir poder como la capacidad de influir en el otro con el que interactúo, que su voluntad se oriente hacia la dirección que yo apunto. El tránsito de ese punto A al punto B trae implícitas muchas variantes. Puede ocurrir que alguien haga lo que nosotros queremos que haga, pero que esa movilización simultáneamente forme parte de su deseo. Entonces hablamos de influencia, capacidad de persuasión, magnetismo argumentativo. Si alguien hace lo que nosotros queremos que haga, pero contraviniendo su voluntad, entonces hablamos de dominación o imposición.

Hay muchos tipos de poder. En el ensayo Filosofía de la negociación yo cité unos cuantos. Podemos utilizar el poder argumentativo (acumular razones para que alguien se aliste a nuestras ideas), persuasivo (capacidad para operar en el mundo emocional de nuestro interlocutor), físico (utilizar la fuerza o amenazar con utilizarla), coercitivo (doblegar la voluntad de un tercero por el miedo a recibir un daño), afectivo (lograr concesiones para no lesionar la relación), carismático (el influjo de una personalidad con aura), normativo (el respeto a la ley o el temor a la coactividad en caso de conculcarla), el poder de información (a menor tasa de incertidumbre más posibilidades de manejar mejor el entorno, las situaciones y las personas), poder experto (la especialización en un campo disciplinar), poder económico (quien suministra la financiación se arroga la capacidad de tomar unilateralmente decisiones grupales). A pesar de esta heterogénea pluralidad de poderes, la intención de utilizar el poder señala tan solo tres direcciones. El poder como influencia, como dominación y como empoderamiento. Veamos. Hablamos de influencia cuando intentamos que sea el otro el que se persuada de que le conviene la dirección que le marcamos. La publicidad, la política, las interacciones, se dedican a la incansable producción de influencia. Utilizan los soportes de las leyes de la persuasión y los numerosos mecanismos de la argumentación. Aquí también podemos ubicar la manipulación, que ocurre cuando tratamos de influir en el otro opacando la intención última que nos mueve a ello, puesto que intuimos que desvelarla impediría que el otro se sume a nuestra propuesta. Nos encanta influir en los demás. Dos de los deseos más arraigados en nosotros son la búsqueda de cariño y reconocimiento, que cursan con nuestra necesidad congénita de vinculación social. El reconocimiento emerge cuando hacemos algo valioso para la comunidad  y es aplaudido por alguno de sus miembros. Ese aplauso delata nuestra influencia, y nos reconforta  y nos procura una grata satisfacción que sea así.

Cuando se desea obtener una obediencia no argumentada hablamos de dominación, o de imposición. Max Weber definía la dominación como la probabilidad de que una orden con un contenido específico fuera obedecida por un grupo de personas. En el poder financiero se ve muy claramente. Si el proveedor monetario abastece de dinero a un estado, se erige simultáneamente en el diseñador de sus políticas y en el centinela de su cumplimiento. La dominación puede seducir a quien la utiliza frecuentemente. Su capacidad de hipnotización puede arrastrar a su usuario a esgrimir el poder por el poder, lograr la subordinación del otro al margen de lo que se haga con ella. El poder se emancipa de su condición instrumental y se alza como un fin en sí mismo. Entramos en el territorio de la erótica del poder, el lugar habitado por los tiranos, los déspotas, los dictadores, los elegidos, los vanidosos, los arrogantes, los sátrapas, los autoritarios, los mediocres que compensan su falta de autoridad con el abuso de poder. Como el poder se tiene y se acata, pero la autoridad te la conceden y se respeta, históricamente este poder encaminado a la dominación ha sentido el impulso biológico de investirse de autoridad. La autoridad es poder legítimo, y lo detenta aquel con capacidad para administrar un sistema de premios y castigos.

Y nos queda la tercera y última dirección. Cuando la influencia se utiliza con el afán de ayudar a que un tercero convierta sus potencialidades en realidades hablamos de empoderamiento. La educación es un mecanismo que persigue que la persona se pertreche de recursos para alcanzar su autonomía, que es el antónimo de la obediencia ciega. Se trata de erradicar la ovejización del otro, la sumisión a la que aboca la ignorancia, ayudarlo para que finalmente tenga la valentía de servirse de su propia inteligencia y abandonar la minoría de edad (feliz definición de Kant para explicar qué era la Ilustración). Esta tercera dirección también guarda riesgos. A veces la educación se contamina de adiestramiento o adoctrinamiento que busca influir, modelar o subyugar; a veces el conocimiento se eleva a conocimiento experto a través de la legitimidad de instituciones financiadas por quienes buscan la dominación; a veces el empoderamiento del otro es la excusa para perpetuar los valores dominantes que no son sino prerrogativas de quien ejerce la autoridad. Las tres grandes intenciones del poder tienden a mantener relaciones promiscuas, y estos cruces lo enredan todo sobremanera. De ahí la dificultad de detectar la genuina dirección del poder en nuestras interacciones, de averiguar con exactitud qué quieren hacer con nuestra voluntad, o qué desea realmente hacer nuestra voluntad con la voluntad de otros. Recuerdo una anécdota que le ocurrió a Marco Aurelio. Cito de memoria y creo que la leí en sus célebres Meditaciones. Al ser elegido emperador romano, en vez de mostrar  la alegría que suponía ser el dueño del mundo, su rostro delataba pena. Su madre le preguntó qué le ocurría, por qué ese semblante afligido en el momento en que cualquiera estaría abrumado de felicidad. Marco Aurelio le contestó: «¿No te das cuentas lo triste que es tener que mandar a alguien?».



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martes, febrero 23, 2016

Alegrarse de la alegría del otro



Obra de Keiyno White
Resulta muy esclarecedor comprobar que no existe una expresión verbal para indicar el sentimiento en el que uno hace suya la alegría del otro. He rastreado bibliografía y no he encontrado una palabra que defina esta experiencia. La compasión consiste en apropiarnos del dolor del otro y sentirlo como propio para intentar remitirlo, pero no existe la compasión de signo contrario, su correlación en los dominios del júbilo. No hay un término para explicar que nos apropiamos de la alegría del otro no para mitigarla, como ocurre con la compasión y el dolor, sino para disfrutarla, corroborarla y, si es posible, amplificarla. Uno se alegra de la alegría del otro, al margen de si su contenido trae adjuntado algún rédito personal para nosotros. (Abro un paréntesis. Cuando la alegría del otro nos entristece, entonces aflora el sentimiento de envidia. Cuando la tristeza del otro nos alegra, entonces brota el odio o el rencor, que es odio rancio. Cierro paréntesis). No tengo el menor atisbo de duda de que querer a alguien se manifiesta en su plenitud cuando te alegras con su alegría y  te entristeces con su tristeza.  Para lo segundo tenemos nombre, para lo primero no. Hablamos de «alegrarnos», que no deja de ser un término redundante y equívoco, porque también nos podemos alegrar de cosas nuestras, hecho que por ejemplo la compasión elude porque siempre señala al otro.

Max Scheler ya apuntó la dificultad lingüística para expresar «la simpatía por los otros en la alegría». Quizá el ser humano sea un poco alexitímico por una parte y abúlico por otra con la familia de los sentimientos que nos ayudan a florecer. Esto se puede constatar en lo solícitos que solemos ser cuando contemplamos la tristeza del otro y lo poco que nos moviliza su alegría.  «Si te encuentras mal, o necesitas hablar, no dudes en contar conmigo» es un latiguillo que ameniza las conversaciones de personas con nexos afectivos. Rara vez se contraargumenta:  «Y si estoy bien, ¿también puedo contar contigo?». La alegría es una emoción básica injerta en nuestra dotación genética. Se experimenta ante la satisfacción de un interés, la obtención de un bien, el logro de una meta.  Nos alegramos cuando la vida concede derecho de admisión a alguno de nuestros deseos y nos brinda la posibilidad de colmarlo. Cuanto mayor es el reto intrínseco del deseo, mayor es la alegría que nos despierta. Cuando conquistamos algo valioso para nosotros, nos alegramos y sentimos una propulsora disposición a actuar. Frente a la fuerza centrípeta de la tristeza, que nos coge de la mano y nos hace pasar hasta dentro, la alegría es centrífuga y nos saca fuera de nosotros mismos, sobre todo en esos instantes plenos en los que  «no cabemos en nosotros de gozo». La alegría nos expande, nos aligera (que no es otra cosa que hacer las cosas alegremente), nos energetiza (somos mucho más resolutivos y más eficaces), nos aboca a la creatividad (el cerebro se vuelve un castillo de fuegos artificiales de ocurrencias).

Emil Cioran afirmaba con su pesimismo crónico que frente a la solemnidad que despliega la tristeza y lo ennoblecedor de su causa, le resultaban ridículos tanto el origen como la escenografía un tanto aparatosa en la que se encarna la alegría. En esos instantes el organismo activa todos los mecanismos motores y quiere disfrutar de ese manantial de vitalidad, difundirlo, comunicárselo a alguien con el que se comparte vecindad afectiva. No hay nada que invite a ponerse a reflexionar en torno a ello. Festejar y analizar son actividades antónimas. Esta inercia biológica guarda una consecuencia cultural. Creo que es en este preciso punto donde se explica por qué alegrarnos de la alegría ajena es aún un sentimiento innominado, por qué padecemos esta carestía conceptual para referirnos pormenorizadamente a los momentos gratos. Verbalizamos profusamente el contratiempo, pero somos cicateros para bautizar a la culminación. Preferimos deleitarnos con ella en vez de pensarla y nombrarla. La alegría nos entretiene, la tristeza nos detiene. Explorar ese cruce de emoción y cognición y luego indagar en el lenguaje para entender qué está ocurriendo, nos impediría disfrutar plenamente de su presencia. En la alegría el verbo hacer solapa al verbo pensar. No es de extrañar que la alegría vicaria, la alegría que nace de contemplar la alegría del otro, no tenga nombre. Es una pena porque es uno de los indicadores más fiables del amor.



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jueves, febrero 18, 2016

Del amor eterno al contrato temporal


Obra de Edwar Hopper
En las clases suelo recordar que la negociación más singular de todas en las que alguna vez nos podamos encontrar inmersos es la que se produce en las relaciones sentimentales. El motivo de su singularidad es muy simple. Una relación sentimental es un acuerdo alcanzado de un modo bilateral,  pero que puede revocarse de forma unilateral sin conculcar nada por ello. Este hecho convierte el binomio amoroso en un lugar sobrecargado de complejidades. Hasta hace unas décadas las relaciones se establecían «hasta que la muerte nos separe». De este modo se podían sufrir cautividades horribles. Como el amor puede biodegradarse y desaparecer, podía ocurrir que el amor se esfumara de la relación sin que por ello se finiquitara la propia relación que le daba sentido. Surgían así instituciones vacías de ese sentimiento que siempre entra sin llamar y cuando se va lo hace sin despedirse. La fidelidad no vinculaba con el amor, sino con el  andamiaje civil que lo cobijaba. Recuerdo que en el ensayo La tercera mujer, su autor, el sociólogo francés Guilles Lipovetsky, comentaba que afortunadamente en el mundo contemporáneo se había volteado el secular concepto de fidelidad. Ahora el sujeto se mantiene fiel al amor. Si el amor se marchita, la relación concluye. No siempre ocurre así, pero es la prevalencia.

Marie-France Hirigoyen (autora del muy recomendable y elocuente ensayo El abuso de debilidad) confirma en Las nuevas soledades un paralelismo sorprendente. El amor ha ido perdiendo perennidad y curiosamente ha ido clonando las características de los contratos laborales. Del mismo modo que el trabajo para siempre ha menguado hasta su condición residual , la psicóloga francesa constata que el amor eterno es ahora la copia exacta de un contrato temporal. Este nuevo escenario aloja situaciones novedosas. Ante el riesgo de que una relación se dé por terminada súbitamente por una de las partes, pero el amor perviva en el corazón de la otra, las parejas realizan solo pequeñas inversiones emocionales. Se colige que si el monto destinado a la empresa sentimental es grande, los posibles costes no reembolsables también. El sesgo de la aversión a la pérdida  instaura una lógica infausta para la longevidad de la pareja. El miedo a padecer una relación transitoria depauperiza el amor y simultáneamente provoca la acumulación de las relaciones pasajeras. Al igual que sucede con el contrato temporal, el compromiso sentimental fluctúa entre lo renovable y lo revocable, y se acepta que uno puede ser despedido en cualquier momento sin necesidad de que nadie tenga que presentar alegaciones. El incremento de las delirantes rupturas comunicadas por email o por mensajes de wassap delata la fragilización del compromiso, pero por extensión la del propio amor, cada vez más ligado a una gratificación individual que a la construcción de un proyecto compartido.

La provisionalidad que revolotea alrededor de la relación la despoja de lazos profundos. La desentimentaliza. Se lee como temerario comprometerse en un curso de acción, si ese curso de acción se puede quebrantar unilateralmente en cualquier instante. Se propician así relaciones paradójicas que persiguen una cosa pero simultáneamente también la contraria. Relaciones que anhelan un compromiso sin implicaciones, afecto pero independencia afectiva, estar juntos pero separados, vínculo pero autonomía,  compartir todo el cuerpo pero sólo algunos jirones del alma. Zygmunt Bauman utilizó su feliz hallazgo lingüístico «mundo líquido» y lo versionó para aplicarlo a esta nueva realidad sentimental. El amor en el siglo de la tecnociencia, la digitalización, el espacio on line, las multipantallas, el individualismo, la competición como manera de habitar el mundo y sufrir sus efectos emocionales (desconfianza, rivalidad, pugna, miedo, interpretación de la vida como un juego de suma cero), es un «amor líquido». En la bibliografía de J. A. Marina este tipo de amor débil y fluctuante aparece bautizado como «amor mercurial». Su mecánica entraña un bucle que confabula contra el florecimiento del propio amor. Como la relación se puede romper inopinadamente, invertiré en ella lo mínimo, al invertir lo mínimo para que los posibles costes no sean muy elevados, la relación se torna así empobrecedora, lo que invita a cancelarla para acaso iniciar una nueva que resulte más sustancial, que tomaré con más cautela y desapego todavía, puesto que la experiencia preconiza que las relaciones son efímeras, y así evito padecer los sinsabores del desamor y el abandono. Bienvenidos a la profecía autocumplida. Bienvenidos a la obsolescencia programada instalada no en objetos si no en sujetos. El amor eterno que increíblemente se siguen profesando algunas parejas ahora puede durar algo más de dos meses. La eternidad cada vez es más breve.



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martes, febrero 16, 2016

El incentivo económico




Obra de Cornelius Voelker
El credo neoliberal insiste en que el incentivo económico es el único acicate que moviliza energía en las personas. Nos movemos o para la adquisición de dinero, o por el miedo a perder el que atesoramos. Este dogma se ha extendido tanto que incluso lo esgrimen en sus conversaciones aquellos que lo desmienten con sus propios actos. Al parecer los individuos somos seres cuyo repertorio de comportamientos se rige en exclusividad por la razón económica. La dogmática tesis se puede resumir en que nadie acometería un curso de acción costoso si no recolectase en él tarde o temprano beneficios monetarios. Nuestras elecciones racionales pivotan en torno a la maximización de la utilidad, que a su vez desemboca inequívocamente en un delta de significado monetarista. Es una afirmación muy atrevida y muy reduccionista. También es una visión muy empobrecedora del ser humano. Cuando me he encontrado en medio de debates en los que se hace hincapié en esta concepción crematística del mundo, siempre he preguntado a sus defensores por qué entonces ellos decidieron tener hijos, medida con la que no solo no aumentan los ingresos, sino que mengua la capacidad adquisitiva. ¿Había una exclusiva razón económica en esa elección, o había otras dimensiones desvinculadas por completo de la esfera mercantil? Más todavía. Basta con echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar cómo la gente sale a correr, aprende idiomas, hace yoga, va a nadar, sale a pescar, practica deportes rarísimos, madruga los domingos para juntarse con el grupo de senderismo, escribe poemas, pinta cuadros, escucha o compone música, toca en grupos, inventa novelas (que no necesariamente verán la luz), juega al fútbol, pasea, se castiga en un gimnasio, escribe en blogs, organiza el mantenimiento y la limpieza de animales abandonados, frecuenta talleres creativos, escala montañas, hace bricolaje, queda con los amigos, ve películas, interpreta obras de teatro, se retira al campo, disfruta de la naturaleza, conoce ciudades, investiga por la delectación del hallazgo, hace voluntariado, ayuda y comparte su tiempo con gente que no conoce pero que necesita conectividad, participa en organizaciones no lucrativas, cuida a personas vulnerables, cultiva huertos urbanos, lee, baila, monta en bici, acude a exposiciones, participa en movimientos vecinales, medita, piensa. Toda esta panoplia de actividades no procura recompensa económica alguna. Al revés. En muchos casos hay que desembolsar cantidades pingües para poder realizar alguna de ellas, pero lo aceptamos gustosamente porque a las personas nos encanta crear, superarnos, desafiarnos, mejorarnos, transcendernos, retarnos, relacionarnos, divertirnos, relajarnos.

A pesar de toda esta miríada de acciones que abrillantan la vida y las ganas de vivirla, ciertas concepciones insisten en hipotetizar que si las personas tuvieran lo mínimo garantizado se dedicarían a haraganear.  Deducen que el ser humano tiende a la inacción y saber con antelación que su subsistencia material no corre riesgo lo convertiría en un ser irresoluto. Es un argumento  muy endeble. Tener lo mínimo no significa que no haya que trabajar, significaría que no hay que estar desesperado por no poder hacerlo.  El ser humano ha trabajado siempre (aunque su pugna por la subsistencia no se denominaba trabajo), lo que supone una novedad muy reciente en la evolución es el trabajo asalariado, recibir un salario con el que intentar sufragar recursos básicos a cambio de generar plusvalías para un tercero. Hace un siglo Bertrand Russell contemplaba maravillado los avances de la tecnología. Comprobó que se habían sofisticado tanto los procesos que se podrían rebajar las horas de trabajo sin menoscabo de seguir cubriendo las demandas básicas de los seres humanos. En su Elogio de la ociosidad calculó, como buen matemático, que trabajando todos cuatro horas al día bastaría para que la humanidad viviera muy confortablemente. Al dedicar cuatro horas a trabajar las personas podrían consagrar el resto de su tiempo a sus preferencias. La alta productividad propiciada por las máquinas permitía subvertir los tamaños del tiempo remunerado y del tiempo libre. 

Esta disponibilidad de tiempo y una mínima holgura material conquistada con el salario del trabajo facilitaba que las personas pudieran destinar más horas a su propia autorrealización, a los proyectos de genealogía propia, a estratificar su vida en función de sus valores, a satisfacer el contenido privado de su felicidad. Russell incluso veía muy claramente que esta inercia acabaría generando nuevos empleos que fueran sustituyendo a los innecesarios, puesto que las satisfacciones solicitadas por el impulso de la felicidad abrirían inéditos nichos de mercado. Los nuevos trabajos se cimentarían sobre la felicidad, y no sobre la desesperación del que para acceder a bienes sociales primarios necesita trabajar en lo que sea. Nos ahorraríamos la invención de trabajos absurdos, los horarios dementes, la manipulación social de los deseos para estimular el consumo, la producción de cosas innecesarias para mantener lo necesario (que no es el empleo, sino los ingresos del empleado), la propia divinización del trabajo como elemento identitario. El análisis de Russell era irreprochable, pero confundió por completo la teleología del trabajo. 



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